domingo, 28 de agosto de 2011

El último cisne rojo: sobre Alfred Schnittke

La música ruso-soviética del siglo XX es sin duda una de las más relevantes de la música occidental. No es posible hacer un catastro feliz sin dejar de mencionar a compositores como Serguei Prokofiev, Dmitri Kabalevski, Aram Katchaturian o Dmitri Shostakovich. Relevante no tan sólo por la calidad excepcional de muchas de sus composiciones que, de no existir, harían el repertorio de la música del siglo XX mucho más pobre, sino también porque en la música ruso-soviética es dable apreciar una lucha sostenida por la expresividad en un contexto de dramática represión para con cualquier manifestación sensible que escapara al así denominado “realismo socialista”. Hoy nos cuesta entender cómo era posible eso, cómo era aplicable a un arte como la música, normativas referentes a lo que era musical o no musical, a lo que era música proletaria o música decadente y burguesa. Es tal vez una cosa de locos, pero era así. De modo análogo a lo que sucedía en el mundo de la literatura, existía una Unión de Compositores Soviéticos, organismo burocrático que velaba sobre la pertinencia de tal o cual obra o vigilaba la conducta de tal o cual compositor. Esta organización hacía de referente crítico oficial –manteniendo revistas y periódicos especializados, subvencionando concursos de composición, otorgando franquicias monetarias a músicos, consiguiendo las mejores oportunidades para estrenar las obras que consideraba más representativas de la así llamada música soviética y haciendo de manager de distintos compositores-  y podía elevar o denostar una carrera profesional, censurar o inducir a la autocensura. Los famosos y conflictivos casos de Prokofiev y Shostakovich son sólo un pequeño ejemplo de lo que acontecía a cientos de músicos ruso-soviéticos como asimismo a notables intérpretes como fueron Oistraj y Richter. De más está decir que cualquier afán de llevar a cabo una música experimental era mirado con muy malos ojos. Pero no sólo eso: hasta muy entrada la década del 50 e incluso hasta los años 60, las obras de Schönberg, Webern y Berg eran producto de un serio seguimiento censor. No tan sólo referido a oírlas, sino a leerlas: sus partituras eran raras y quien las poseía para su estudio, corría el riesgo de ser tildado ya no de reaccionario, sino que podía incluso sufrir una temporada en la cárcel. Basta imaginar entonces con la debida justificación el desconocimiento de parte de la comunidad musical soviética de buena parte de lo más granado de la música vanguardista occidental desde mediados del siglo XX. El serialismo integral de un Boulez o Stockhaussen como la música concreta de un Cage o la experimentación electro-acústica de un Ligeti, un Donatoni o un Scelsi, pues, salvo contadas excepciones, no eran tema de estudio en los Conservatorios de Leningrado o Moscú.
En este ambiente enrarecido y sofocante, la generación más joven de compositores ruso-soviéticos se vio en la difícil y múltiple misión de, por un lado, no llamar la atención de las autoridades musicales soviéticas, cumpliendo los rituales oficiales necesarios: música para efemérides solicitadas por el Partido que fuese monumental, asequible y sin complicaciones técnicas mayores o entregarse a la composición de piezas para la vigorosa industria cinematográfica rusa. Por otro lado, dedicarse a la pedagogía en sitios remotos, perdidos en Siberia o en algún punto de la extensa llanura euroasiática, alejados del mundanal ruido de Moscú o Leningrado. En otros casos, asumir el riesgo de estudiar clandestinamente las partituras que pasaban de contrabando desde Occidente para intentar no perder el hilo conductor del desarrollo más actual de la música contemporánea. Un puñado de afortunados podía darse el lujo de viajar a Finlandia o Suecia o desde Europa Oriental, atisbar algo de la vida musical centroeuropea, fundamentalmente de Alemania Federal y Austria. Pero todas estas limitantes no restaron creatividad alguna y la necesaria búsqueda de rumbos para la expresión musical en los más diversos compositores.
Alfred Schnittke (1934-1998) fue justamente uno de esos compositores pertenecientes a la más joven generación que empezó su vida creativa después de la muerte de Stalin, en la segunda mitad de los años 50 y que recorrió todos los caminos descritos anteriormente: compuso música para las celebraciones oficiosas del Partido, contribuyó con generosidad a la música de cine y ejerció docencia en diversos lugares de la Unión Soviética para intentar llamar lo menos posible la atención. Paralelamente a esto, sólo a partir de los años 60 pudo estudiar y conocer –siempre de manera clandestina- la principal tradición vanguardista europea desde Schönberg hasta Ligeti y se aventuró en experimentar en sus propias composiciones los descubrimientos y técnicas que iba paulatinamente conociendo. Es así que durante los años 50 y durante buena parte de los años 60, Schnittke compone a base de estructuras seriales a semejanza de Boulez o el joven Ligeti, densificando su música de modo inusitado. Siempre en conflicto con las posturas oficiales del Partido, Schnittke se aventura hacia una música cada vez más experimental y concentrada, pero donde ese experimentalismo no rehúye la posibilidad de conservar un atisbo de melodía que fuera identificable por el oyente. Poseedor de una destructiva ironía, su modelo a seguir en ese camino es el del viejo Shostakovich, dejando en evidencia uno de sus talentos mayores: la capacidad para concebir la música como un bufonesco pastiche no carente de una densidad trágica. En el ambiente musical de la sombría seriedad soviética, el arte no es una broma, ni menos da para la burla: es más bien un vehículo ideológico de primer orden que, entre sus múltiples razones, aborda la educación sensible del “nuevo hombre”, acorde a las directrices insoslayables del Partido. En ese entendido, todo atisbo de disidencia –comprendida como pesimismo cultural- no tiene cabida: la misión del artista es dar cuerpo a la utopía colectiva encarnada en una supuesta sensibilidad revolucionaria.

Ante tal contraste, era inevitable el choque: el estreno de la Sinfonía n° 1 de Schnittke en 1974 conlleva su censura y la prohibición de ser interpretada, reviviendo por algún tiempo los más tristes y demoledores recuerdos de la época stalinista. Pero será a partir de ese momento y de esa experiencia que nuestro compositor va abandonando paulatinamente las estructuras seriales demasiado rígidas y acentúa lo que sus mismos críticos le censuran: un impulso musical que se asume con un sentido del humor excéntrico, cada día menos interesado en la originalidad y mucho más atento de reinterpretar la historia de la música occidental como sólo un músico soviético puede hacer desde su rincón marginal. Será a partir de mediados de los años 70 hasta su muerte que Schnittke compondrá en lo que se ha denominado poliestilismo estilizado que, de buenas a primeras, es convertir en repertorio buena parte de la tradición occidental, pero de una manera tan especial que es imposible hablar de recreación, plagio o imitación burda. Desde la literatura, llamaríamos a aquello “intertextualidad”: pareciera que Schnitke nos manifestara que la música remite siempre a otra música, que una pieza es citable en el cuerpo de otra y que esa actitud no debe ser para nada de un anquilosamiento monumental, sino más bien de un modo mucho más libre, risueño y hasta paródico se trataría de poner en entredicho el aura de cualquier tradición, incluida aquella que es rotulada como vanguardista. Esto no es menor en la música occidental, música que se ve a sí misma como herencia patrimonial de larga data y donde es muy fácil caer en la tentación monumentalizadora. De eso ya Theodor Adorno escribió bastante en esos ensayos reunidos bajo el título de Disonancias: música en el mundo administrado y donde es posible advertir el callejón sin salida al que puede conducir el formalismo extremo de toda aventura estilística.
Por eso es relevante la actitud de Schnittke: dadas las condiciones sociales  e históricas de donde proviene, su apropiación de la tradición occidental es un genuino anti-homenaje en la estela más vanguardista, aquella que hace de Dadá su non plus ultra. Cosa curiosa: Schnittke no atenta contra una idea de melodía o tono como sí lo hicieron de forma recalcitrante los más aventureros músicos y tendencias europeas de los años 60, pero basta con oírlo par percatarse de la demolición interna que este compositor soviético lleva a cabo burlescamente de toda forma musical y el modo genial con que emplea el pastiche y la cita como herramientas de desarticulación de todo aquello que huela a canon cristalizado. Una doble e incómoda tarea puede verse en esto: en su música Schnittke pone en entredicho la seriedad como valor inherente a una más que virtual moralidad musical, cosa muy propia del mundo artístico soviético, pero también pone en entredicho o devela más bien la vacía entelequia emocional y artística que se esconde en todo vanguardismo occidental que desemboca en un formalismo ya cristalizado en academicismo autorreferencial.

Para mí, la obra que representa mucho mejor que mis burdas palabras ese humor de Schnittke – y sin desmedro de sus geniales Concerto grossi- es la cantata Fausto de 1983, para solista, coro y orquesta. Esta obra pone música a la última parte del primer libro publicado sobre el doctor Fausto, Historia von D. Johann Fausten (anónimo, 1587) en la que éste confiesa a sus pupilos el pacto que realizó con Mefistófeles en el pasado y les informa de que está a punto de cumplirse el plazo. Aunque los estudiantes le piden que se arrepienta, Fausto se niega y por fin muere, desnucado, a manos de Mefistófeles durante la noche. Por la mañana, los estudiantes encuentran su cadáver y reflexionan sobre el error cometido por su maestro al ser incapaz de resistir la tentación diabólica. La parte de Mefistófeles es cantada con voz de contratenor y nos narra la escena de la horrible muerte del doctor Fausto y lo hace con un sorprendente pero convincente e inquietante ritmo de tango a lo Piazzola. El efecto es impresionante: una siniestra ligereza a cargo de una orquesta que bambolea rítmicamente para acompañar a una voz nasal, casi asexuada y que se burla del destino de Fausto con una carcajada aguda realmente siniestra.
¿Es acaso esta música la burla hacia la posibilidad del conocimiento y la racionalidad y, por ende, hacia toda tentativa utópica de buscar el sentido? No lo sé. Sólo atino advertir que el Inferno es la contrapartida de esa misma búsqueda.



sábado, 20 de agosto de 2011

En el laberinto

            Ciertamente existen muchas esperanzas, pero ninguna es para nosotros.
                                                                                               Franz Kafka


Tengo detenidos hace ya casi tres semanas, un puñado de apuntes sobre la música de Alfred Schnittke, otro tanto sobre la poesía Osip Mandelstam y un breve esbozo ensayístico acerca del poeta Stefan George. Pero no he podido avanzar casi nada en ellos. No porque carezca de tiempo o interés o porque me hayan dejado de fascinar los mundos que habitan ahí. La razón es mucho más simple: el movimiento estudiantil y social que sacude nuestro país desde hace un par de meses está dejando de ser una noticia que cómodamente puedo ver por televisión o leer por Internet y se halla muy próximo a arribar a las riberas de mi cotidianidad. No es para menos: a través mis hijos Deysha y Gonzalo, sobre todo la primera en su calidad de dirigente de la FEUCV, el movimiento ha establecido una vigorosa cabeza de playa en mi más plena cercanía y donde ambos chicos participan activamente en las movilizaciones, en las tomas de sus establecimientos educacionales y en las diversas marchas y manifestaciones que aparecen espontáneamente por aquí y por allá. En latas conversaciones con ellos y con algunos de sus conocidos que han arribado a nuestra casa en las breves pausas que se hacen en esta dura brega, puedo no dejar de admirar el entusiasmo, la decisión y a veces la sangre fría que todos ellos demuestran. No es precisamente un idealismo sentimental, más bien una especie de concientización muy certera de su propio tiempo, de su propia circunstancia vital. Queremos llegar vivos al paraíso es una frase que oí furtivamente y que me hizo recordar los sloganes que los jóvenes poetas expresionistas alemanes en la trágica y sangrienta revolución alemana del invierno de 1918-1919 empleaban con una intensidad que acabó en su propia aniquilación. Dato que estos chicos, sin duda desconocen, pero que en sus bocas suena como una recreación casi surrealista.
Por otro lado, mis alumnos de la carrera de Literatura han iniciado un paro indefinido en apoyo al movimiento y han puesto en entredicho a la timorata administración universitaria que les rige. Ello no es menor y es hasta relevante, si se considera que donde laboro y donde ellos estudian no es una universidad pública o tradicional, sino una de las tantas universidades privadas que representan, hoy por hoy, la cabeza de turco de las críticas que se levantan desde distintos frentes. Tal vez no posean la madurez política de sus pares de universidades tradicionales o la experiencia necesaria para esclarecer con adecuación sus demandas, pero al fin y al cabo ya es un paso enorme que en medio de tantas restricciones que les cercan su vida universitaria, se manifiesten de esta manera. Por lo demás, la autoridad al parecer no ha reaccionado de la manera más inteligente y para variar lo ha hecho con una dosis de nerviosismo característica. Nerviosismo que delata, irónicamente, la impericia de esas mismas autoridades que al reaccionar del modo que lo hacen, se deslegitiman académicamente y sólo les queda como resguardo –como último resguardo- la amenaza y el autoritarismo disfrazado de “mantener el orden y los cauces normales de comunicación”. Y esto, en verdad, cuando son ese orden y esos mismos cauces los que esta joven generación pone en entredicho para la resolución certera de sus conflictos.
Pero no digamos que en las autoridades universitarias de otros sitios, sobre todo de algunas universidades tradicionales, ha imperado la justa razón y la diplomacia. Es cosa de ver lo que acontece en la PUCV y el panorama se vuelve triste, hasta patético. Después de leer en la página web de esa universidad –la cuarta  a nivel nacional- las declaraciones de sus estamentos colegiados de la más diversa índole y salvo muy contadas excepciones, la impresión general que se desprende de todos esos textos es de una incomprensión rayana en el odio en torno al movimiento estudiantil y social –escudado en la retórica de “entiendo la situación a nivel nacional y la apoyamos, pero uds bajen el paro y la toma y vuelvan a clase”- que a uno le hace pensar que está leyendo declaraciones dignas de una universidad míseramente provinciana, administrada por el Opus Dei en la España de Franco antes de la década de los 70 ¿Dónde quedó la valiente universidad que encabezó la Reforma Universitaria de los años 60?, ¿dónde quedaron los antiguos estudiantes que ahora son académicos de esa misma universidad? Parece ser que la historia –o el Mercado- se los tragó con zapatos y todo y lo que sobrevive es sólo una sensibilidad cortoplacista de almacenero de barrio que tiene miedo que le cuestionen sus migajas materiales. No escribo esto con deleite, ni con rabia, ni con animosidad, en absoluto: más bien, con nostalgia y tristeza, más que mal, la PUCV, es mi alma mater y saber de su situación me deja caviloso.
Lo que piden los estudiantes, es ni más ni menos que lo que cualquier sentido común puede pensar: educación de calidad, fin al lucro desvergonzado de las entidades que otorgan el servicio educativo y que el Estado vuelva  asumir la responsabilidad que le corresponde en todo esto. Ello significa algo también muy evidente: reformar –u abolir – la Constitución del 80 para establecer un marco legal legítimo a todas esas demandas y que esa misma Constitución no garantiza para nada, hacer una reforma tributaria real y significativa y establecer un control efectivo de los avatares administrativos de los procesos educativos. Parece tan sencillo y sin embargo cómo cuesta llegar a solo realizar una de esas propuestas. Si esto lleva  a la polarización de las opiniones, no sólo del gobierno, ni de los estudiantes, sino también de otros actores sociales y del ciudadano de a pie, pues no me parece malo para nada: de tarde en cuando hay que definirse frente a algo, respecto a algo y ante algo.
Leo estas últimas líneas y pienso en mi propia generación, generación gestada en Dictadura y que vio la luz a principios de los 90 bajo los primeros gobiernos concertacionistas. Pasados los efímeros entusiasmos de sentirnos en “democracia” con una alegría que se esfumó con la velocidad del rayo, arribamos, pasados los años y nuestra “educación sentimental” al más delirante de los mundos posibles: académicamente formados a la antigua usanza –donde el valor de la lectura, el sentido de las humanidades y el esfuerzo paciente tras la forma, la minucia filológica y la certeza del “buen Dios” escondido en el detalle de un poema eran nuestra razón de ser- , salvo muy contadas excepciones, no heredamos el mundo intelectual de nuestros mayores, mundo intelectual que había que reconstruir pasada la Dictadura y que, a todas luces, se anquilosó en una gris rutina mantenida por los mismos que se apernaron de una u otra manera con las leyes de amarre de Pinochet. Así, veo hoy a mi generación entre la espada y la pared, educados intelectualmente en la lectura de Benjamin, Adorno, Ricoeur, Celan, Steiner, Derrida o Foucault, poseedores de una sofisticada sensibilidad para intentar comprender una teoría, vislumbrar el sentido de las palabras o admirar el despliegue estético de las representaciones de la realidad, un puñado de frases y palabras tales como tolerancia, libertad y espíritu crítico, se convirtió en nuestro telón de fondo, en nuestra caja de resonancia donde pensamos era posible poner en perspectiva muchas cosas. Sin embargo, terminamos en la brevedad de la treintena desencantados o escépticos prematuramente: los que no claudicaron y son en diversos sitios “profesores asociados” entregados al establishment universitario, viven –y vivimos- una vida precaria, juntando los pesos para llegar a fin de mes con algo de dignidad, convertidos en “profesores taxis” y sin sentir arraigo, pero exigidos por ridículos “compromisos institucionales” en un fingimiento de sobrevivencia, poseedores de postgrados sacados con sacrificio personal y mucho insomnio, sabiendo que los estudiantes a los que hacemos clases tienen la razón de su parte aunque cometan errores, pero donde estamos incapacitados de tomar una acción más decisiva dado el sistema perverso en el cual nos encontramos instalados y que nos arrincona, sistema donde una virtual libertad de cátedra es frágil como ella misma o en verdad casi inexistente, donde el permanente cuestionamiento –o mera ignorancia desdeñosa- hacia nuestro conocimiento aprehendido en un camino de altos y bajos no coincide con palabras tales como excelencia, emprendimiento o eficacia, nuevo shibolet administrativo que se esparce como un cáncer en todos lados junto a la conciencia de saber que nuestra opinión pesa menos que la de un paquete de cabritas ante la de un tecnócrata especializado en “aprendizaje” y que nos ve como jóvenes dinosaurios. El saber que a los 37 o 38 años, puedes ser prescindible, pues hay un puñado de chicos de 29, recién llegados del extranjero con un doctorado de nombre altisonante y que están dispuestos a recibir la mitad de tu paga si llega a ser necesario.

Con mi amigo, Christian Miranda conversábamos todo esto y al final del día sólo atinábamos a reírnos: no hay situación por desesperada que sea que no amerite citar alguna escena de alguna película de los hermanos Marx como aliciente o consuelo filosófico o metafísico. En estos momentos en donde al parecer se están removiendo –un poco nada más, pero eso ya es suficiente- los cimientos de este estado de cosas, veo a los estudiantes y con ellos a mis hijos, Deysha y Gonzalo, como portadores de una posibilidad: este movimiento es de ellos, no mío y por ende, siento una envidia que sólo su libertad puede asumir. Los costos para nosotros serían en cambio paradójicos. Cesantía, pérdida de lo logrado en todos estos años. Como conversaba con un estudiante, alumno mío en la universidad antes del paro: ambos estamos en lados distintos de la barricada. Y tal vez sea justo así, después de todo, no deseo hablar de la esperanza: escéptico como soy del lenguaje, tal vez tenga que hacer mi camino de Damasco para reconvertirme a la utopía.
Por ahora, entre conversación y conversación, a la expectativa de los acontecimientos, quizás vale la pena recordar a Kafka cuyas palabras sirven de epígrafe a este breve texto. Y en ese recordatorio, asumir con humildad que después de todo, en una de esas, a mí, a mis amigos y colegas, a mi generación, le resta una tarea no menor: como decía Walter Benjamin, “organizar el pesimismo” tras la primera línea de batalla para recibir a los heridos que resulten de esa locura que llamamos historia y que todos estos chicos desafían.



jueves, 4 de agosto de 2011

Tentativa personal sobre Peter Szondi

Primero fue curiosidad, luego asombro, posteriormente lucidez y agudeza, al final, placer nacido de todo lo anterior, para desembocar, hoy por hoy –y muy modestamente- en un infantil e imposible afán de emulación. Esos serían los estadios que tendría que reconocer en mi paulatino conocimiento y reconocimiento de la escritura crítica de Peter Szondi. Estadios que comenzaron hacia 1997 cuando cayó en mis manos de forma casi accidental un libro de título fascinante y enrevesadamente descriptivo: Poética y filosofía de la historia I: antigüedad clásica y modernidad en la estética de la época de Goethe. La teoría hegeliana de la poesía. No fue menor mi admiración el percatarme de qué forma tan sutil, erudita y amena, Szondi tejía una filigrana conceptual llena de referencias y guiños al interior de la tradición literaria alemana para establecer y exponer con bastante precisión y convencimiento, la tensión entre antigüedad y modernidad y cómo ésta, buscando arraigo en una serie de teorías, preceptos y reflexiones de un puñado genial de autores –Lessing, Winckelmann, Goethe, Moritz, Schelling, Hölderlin y Schlegel- se desenvolvía plagada de conflictos, claroscuros irresueltos y posturas teóricas a matacaballo entre el placer estético y la erudición severamente germana. Ya en esta lectura inicial advertía algo tal vez no muy evidente a primera vista, pero significativo: la valentía de ir desde la literatura hacia la filosofía y la estética para luego regresar a la literatura con el propósito de mejor entenderla e interpretarla, no con el afán de esclarecer la multitud de preguntas que suscita, sino más bien, para intentar captar el sentido que de ellas se desprende.
Años después, me topé con sus Estudios sobre Hölderlin y no cabe duda que la lectura de sus páginas fueron determinantes para tomar distancia –que no dejar de amar: imposible- de la interpretación heideggeriana de la poesía del autor de Patmos. Más aún: la lectura de Szondi me complementaba la de Heidegger y la de otros autores que siempre han rondado mi cabeza cuando de Hölderlin se trata…Beda Alleman, Otto Bollnow. Pero más allá de estos fantasmas eruditos, me percataba de la agudeza de Szondi para interpretar himnos tardíos como lo son Como en un día de fiesta o Fiesta de la paz o cuando aborda el espinudo asunto de leer la así llamada Carta a Böhlendorff del 4 de diciembre de 1801 y nuestro crítico intenta desentrañar la compleja reflexión sobre el sentido que posee la poesía para nosotros los modernos en un contexto sellado por el ocaso mismo de Occidente. Tal severidad interpretativa, unida a una lucidez expositiva de tan abstruso tema, sólo hallaría emulación, al menos para mí, cuando asistí a los seminarios sobre Teoría del Arte que dictó el filósofo chileno Pablo Oyarzún en el Instituto de Arte de la PUCV a fines de los años 90 y que abordaron aquel mismo texto hölderliniano. Pero pienso que uno de los ensayos más relevantes para mi comprensión del pensamiento crítico de Szondi, fue la lectura de Acerca del conocimiento filológico y que vuelve, en lo medular, a plantear o proponer una manera de abordar la literatura y, por ende, la poesía, de una forma tal que no se detenga en el detalle filológico huero o carente de significación, es decir, que se atreva a congeniar la rigurosa necesidad de buscar constataciones materiales en la lectura con la también necesaria amplitud reflexiva que tanto la filosofía como la estética entregan bajo un cariz hermenéutico con tal de hacer posible la búsqueda del sentido. Búsqueda que en todo caso no implica su hallazgo, ni mucho menos su autocomplacencia.  En otras palabras, sin renunciar a la literatura, aventurarse en otros ámbitos del saber humanista para intentar hallar ese algo que la mera lectura formalista no entrega de las obras. Y, por supuesto, renunciar a la pretensión de ciencia que implica el acto de leer. Aquí, como en otros sitios, Szondi es primo cercano de un Gadamer o de un Jauss y, sin duda, uno de los primeros teóricos en tratar de unir algo que hasta su época, al menos en Alemania, parecía imposible. La especulación interpretativa con la exactitud del dato filológico.
Pero no se trataba de ver solamente a Szondi como un heraldo del romanticismo y de las teorías estéticas de la época de Goethe. En su Teoría del drama moderno podemos observar un afán no menor en efectuar un intenso desmentido referido a la concepción ontológica de los géneros literarios, poniendo sobre el tapete, la polémica y necesaria afirmación de entender aquellas representaciones discursivas como virtualmente cargadas de una dosis de historicidad que llevan en su interioridad a semejanza de una semilla secreta, todas las formas artísticas. De ahí que en ese libro –su tesis doctoral, publicada en 1956- partiendo de Ibsen y Chejov, Szondi hace una escalada en el teatro de Piscator, Brecht, O Neill, Wilder y Miller, efectuando una serie de preguntas capciosas sobre si es viable en nuestra época moderna un teatro épico, si acaso es pertinente la existencia de un yo en la representación dramática o si es cierta o valedera la afirmación que manifiesta que se han superado las concepciones espacio-temporales de la representación en el teatro actual. No deja de ser impresionante y a ratos, abrumadora, la cantidad de datos, relaciones y parentescos que Szondi establece para intentar esclarecer la modernidad de lo dramático, en contraste con la disolución de lo trágico. Pero lo que llama la atención es nuevamente la valentía del modo de plantear el hecho: en esta genial obra crítica de juventud –Szondi tenía 27 años cuando la publicó- se articula el principio rector que será evidente en su escritura posterior. Acá, Szondi dialoga y polemiza con el Theodor Adorno de la Filosofía de la nueva música y contrapone sus propias conclusiones a las del Georg Lukács de Teoría de la novela. Pero, de todos modos, la piece de ressitence es el diálogo con Walter Benjamin y su Origen del drama barroco alemán, una de las más difíciles y complejas obras críticas que haya salido de la pluma del pensador berlinés. Con un ímpetu, tal vez debido a su juventud, vemos a Szondi articular una teoría del drama moderno cuyo eje epistemológico viene a ser la posibilidad de pensar los géneros literarios desde una perspectiva histórica y cómo al interior de aquello, es posible todavía ver una salida a lo trágico. Todo esto, sintetizando y asimilando de modo muy personal, una serie de reflexiones que parecieran estar, salvo Benjamin, bastante alejadas de lo convencionalmente aceptado por los estudios teóricos centrados en lo dramático. Es que ahí está lo interesante de Szondi, el ver cómo desde la literatura puede plantearse una serie de reflexiones que desbordan lo tradicionalmente aceptado como literario y en comunicación permanente con otras esferas del saber humanista.

De modo tardío, a pesar de conocer su existencia desde casi la misma época que vine a leerlo por primera vez a fines de los años 90, me he acercado a otro Szondi, el Szondi amigo de Paul Celan y al que debemos un puñado de entre los más geniales ensayos de apreciación en torno a la vida y obra del poeta de Chernowitz. Los Estudios sobre Celan es una recopilación póstuma y devela un nuevo Szondi que se supera a sí mismo como crítico y lector. Entre esos ensayos, uno de los más célebres quizás es el dedicado a la traducción que Celan efectúa del soneto 105 de Shakespeare: la agudeza de Szondi es tensada al máximo y más que un ensayo de crítica literaria, lo que hay ahí es una verdadera poética de la traducción. Ni más ni menos, una especialísima pieza reflexiva que está a la altura de lo escrito por Benjamin o Steiner acerca del  mismo tema. Una teoría de la traducción donde no sólo importan las eventuales búsquedas de equivalencias lingüísticas, sino también el contorno cultural, la apropiación de una sensibilidad y el talante que nos otorga la percepción de una lengua vertida a otra y que significa nada menos que la autocomprensión del poema desde una escritura también poética. Como haciéndose eco del dictum de Lautremont, pareciera ser que Szondi constata que la poesía será hecha por todos, viendo en la traducción de Celan, el ejercicio superior que un poeta puede hacer respecto del lenguaje.
Siempre he pensado que cuando un crítico literario te hace llegar a esos límites deja de ser crítico literario: se transforma a mi gusto en un sujeto reflexivo que especula sobre la posibilidad de conocimiento que otorga el lenguaje a través del más extraño, paradójico y enaltecedor modo que puede hacerlo un lector fervoroso: pues haciendo que el objeto de su amor y dedicación diga lo que éste parece que desea decir y no lo que él quiera que diga y con la incertidumbre de no saber si aquel decir es el decir. Es la creencia –sí, creencia- que la lectura ilumina al objeto, a la obra en su posible sentido y que en esa iluminación es dable la interpretación. Y que ésta es como dice Rilke en la Séptima elegía de Duino un gesto de solicitud suprema: “Mi llamar/ es como un brazo extendido. Y su mano, que para coger/ se abre hacia lo alto, permanece abierta ante ti,/ como defensa y advertencia,/ tú, allá arriba, inasible.”