miércoles, 16 de diciembre de 2015

Primer balance: lo leído

Con la llegada de fin de año llegan muchas cosas: la incertidumbre sobre dónde y cómo haremos clases el año entrante, los cálculos casi infinitos para no dejar herido a nadie con los obsequios navideños, la prisa de dejar todos los compromisos administrativos y burocráticos bien atados para evitar sorpresas, la ensoñación de no saber qué hacer con las escasas semanas de vacaciones que se vienen a pasos agigantados. Y, por supuesto, las ineludibles, infaltables y sesgadas listas de los mejores libros del año. En diarios, revistas y blogs de la más diversa factura, esas listas deben estar ya armándose con mayor o menor apoyo de encuestas, entrevistas o galardones, amén de cualquier otro recurso estadístico que diga que éste o aquél es el libro más relevante, original o prometedor del año que está por concluir.
Por mi parte, hace un tiempo que le daba vueltas a la idea de hacer mi propio balance de lecturas que durante este 2015 no ha sido menor, más que por la cantidad, por la intensidad de cosas que me ha tocado leer. Mi balance posee como única ley, mi arbitrario gusto y placer. Y eso significa, admirar aquellos textos que me hubiese gustado escribir. Un anhelo, sin duda desproporcionado, pero que siempre sirve de justificación para nuestras obsesiones. En ese sentido, siempre hay algo que hace coincidir el texto leído que nos llama la atención y nuestra gana curiosa de articular con cierta coherencia ideas o nociones que hasta el instante mismo de leer, no eran sino espejismos de difícil dilucidación.
2015 fue un año en que, como lector, mis intereses mayoritarios, pero no exclusivos, se inclinaron a una serie de autores trasandinos, algunos ya conocidos por mí, otros gratas sorpresas inesperadas: de los primeros, Alan Pauls y sus brillantes ensayos reunidos en Temas lentos y El factor Borges; Ricardo Forster y sus ensayos reunidos en La muerte del héroe; Silvio Mattoni y sus poemas de La división del día y sus ensayos de Camino de agua; Ricardo Piglia y su novela Respiración artificial y sus ensayos de El último lector. De los segundos, de aquellos que me movieron y fueron -y son aún- gratas sorpresas: Sergio Chejfec y su novela Mis dos mundos; Damian Tabarovsky y sus notas y ensayos de Escritos de un insomne y de Jorge Aulucino, sus poemas reunidos en Estación Finlandia. Es sobre estos últimos tres sobre los cuales deseo escribir aquí. Obviamente que cada uno ameritaría un ensayo completo, pero por ahora valgan estas notas apresuradas y breves que son más que nada un testimonio de entusiasmo y que sin duda, se encuentran alejadas de todo rigor analítico.

Todos los caminos conducen hacia un mismo sitio: Escritos de un insomne de Damian Tabarovsky

Publicado por Alquimia a mediados de 2015, Escritos de un insomne reúne a modo de antología una serie variopinta de textos, la mayoría breves, sobre todo columnas publicadas por el autor en la revista española Quimera y el diario bonaerense Perfil. Son textos a medio camino entre notas y diminutos ensayos, en una fascinante promiscuidad formal que obedece más que nada a los espacios otorgados al autor para desplegar su escritura. El tono es coloquial, agudo, a veces polémico con tal o cual escritor, certero en sus observaciones críticas, en ocasiones apelando a un anecdotismo cargado de cotidianidad que sólo sirve de pretexto para introducirnos a reflexiones de más alto vuelo que apenas alcanzan a ser insinuados cuando se difuminan en una permanente estocada para nuestro pasivo hábito lector que queda pasmado o perplejo. Pero no se piense que esas estocadas –la brevedad de una escritura de circunstancia manejada magistralmente- es carente de densidad: en absoluto. O menos también pensar que la dispersión es el santo y seña que aquí se vuelve gozosa. Para nada. Escritos de un insomne es de esos libros, en apariencia disímiles y recopilatorios, que uno creería va mudando de tema al ir saltando de texto en texto cuando, en verdad, por donde se le mire y por donde uno aventure la entrada lectora, vuelve una y otra vez sobre lo mismo: las posibilidades de una literatura que se precie de tal, una literatura que se asuma reflexiva y que se ocupe de sus propios afanes formales, una literatura que se autocuestione su naturaleza escritural y pueda asimismo atisbar la interrogante crucial de verse como política sin caer en el lugar común y fastidioso de una pretendida transparencia comunicativa. Es, a su vez, un libro que bajo la multiplicidad de su superficie invita a pensar sobre el espinudo asunto de una sintaxis que se las vea con su propia contradicción donde la autoficción, el lugar del yo y los recursos de representación de lo real, como simultáneamente la autoconciencia de esos mismos recursos, pesan menos que la necesidad intrínseca que ésta posee para verse a sí misma como dueña de diversos intersticios de un posible sentido. Para un lector más avezado o enterado, en Escritos de un insomne, Tabarovsky rebobina y reconduce una y otra vez a lo que ha planteado de modo sugerente y polémico con su ensayo fundamental Literatura de izquierda y que, sin duda, hace falta que se publique entre nosotros para tener una visión más amplia y completa del ejercicio crítico del narrador argentino. A la espera de eso, el presente libro es una excelente carta de presentación que nos prepara para más.


Salir a pasear de mano de la inteligencia: Mis dos mundos de Sergio Chejfec.



Como primicia absoluta de la recién inaugurada editorial Kindberg, en agosto de este año 2015 se publicó la novela Mis dos mundos del, para nosotros, casi desconocido narrador argentino Sergio Chejfec. Digo desconocido para nosotros, pues Chejfec que nació en 1956, viene siendo desde los años 90 y sobre todo desde la publicación de su novela primera Lenta biografía, uno de los narradores argentinos más relevantes en lo que va del cambio e inicios del nuevo siglo. Traducido a varios idiomas, ganador, entre otros galardones de la Beca Guggenheim, profesor de escritura creativa en New York University y con media docena de novelas y volúmenes de cuento y poesía entre lo más destacado de su interesante bibliografía, Chejfec es un autor que posee una morosidad narrativa que va paso a paso, volviendo abismante la experiencia de adentrase en la interioridad humana: una elocuente introspección de la conciencia que va relatando el acontecer. En Mis dos mundos, el narrador –la voz que enuncia y que no sabemos si es el propio Chejfec o un otro que se asume como un yo a la deriva-, va contando con una intensa parsimonia su experiencia de recorrer un parque en una ciudad del sur de Brasil. Tal argumento en su árida estrechez deja de ser trivial si nos damos cuenta que esa escasa anécdota es un ventanal por donde como lectores nos adentramos al proceso mental y anímico de una subjetividad que hace del recuerdo y de la puesta en cuestión de sus propias posibilidades reflexivas, el eje central de sus disquisiciones. Literalmente es una conciencia a la deriva donde se dan cita una serie de divagaciones en torno a la intimidad humana con sus miedos, alegrías y ensimismamientos cotidianos, pero atravesado todo eso por una lúcida y aclaratoria indagación sobre el sentido de la naturaleza, la historia, el ser humano, la identidad y la posibilidad misma de representar esa ardua reflexión en tanto escritura. Lamento no conocer más de la prosa de Chejfec, pero me atrevo a creer que ahí hay un modo de recepcionar y asimilar creativamente a Sebald y a Walser entre los europeos y a Juan José Saer entre los mismos narradores argentinos: de los primeros, la relación entre caminar, pasear, pensar y relatar, del narrador de Santa Fe, la manera meticulosa de hacer de la escritura una verdadera fenomenología del detalle mental.

La maniobra del movimiento: Estación Finlandia de Jorge Aulicino

Debo a la feliz insistencia de mi amigo, el poeta Diego Alfaro, el conocimiento de la poesía de Jorge Aulicino. En mi último viaje a Buenos Aires a fines de septiembre, mi encuentro con Diego estuvo marcado por la conversación como la que tienen dos amigos que hace tiempo no dialogaban. En medio de tantas cosas dichas, derivamos a esas opiniones lectoras que uno dice al otro para provocar su curiosidad. Como digo, su insistencia me llevó a la poesía de este autor del cual me traje a Chile Estación Finlandia. Poemas reunidos 1974-2011. Sólo porque en nuestro país estamos desatentos con lo que ocurre al otro lado de la cordillera y en un gesto de estéril autorreferencia creemos que la poesía chilena es única en el universo del idioma, es que la obra de un poeta como Aulicino pasa entre nosotros inadvertida. Ahora bien, no me creo ni me siento conocedor exhaustivo de la poesía trasandina, para nada. Mis referencias –Juarroz, Pizarnik, Girri, Molina, Orozco, Gola, JL Ortiz, Padeletti, Mujica, Castillo- son acotadas y genéricas. Por eso, lo que pueda decir sobre la poesía de Aulicino, es no más que una impresión primeriza de lector. Una poesía vasta, que de poema en poema, de volumen en volumen nunca es idéntica así misma. Un tono coloquial, pero que no transa con el habla tomada en estado bruto, referencias amplias, a veces culteranas –densidad histórica, literaria, musical y visual- otras veces, referencias al cotidiano, a lugares, experiencias y recuerdos que hacen de la cercanía su seducción primaria. Poemas extensos, reflexivos y cercanos a un rito de prosa. También poemas breves, punzantes, epigramáticos. La política –la protesta, el juicio, la desazón-, pero también la intimidad y el mundo abierto de una subjetividad que muestra, pero no se expone. Y ante todo, un lenguaje ceñido, que intenta y logra la mayor parte de las veces la precisión, que no se abandona a la descripción minimalista de las cosas con la sequedad acostumbrada, ni tampoco se despliega con arabescos verbales que nos desvían caprichosamente del centro del poema. No, para nada: un lenguaje que busca ser certero, que no renuncia a los referentes de lo real –una mesa es una mesa, no sólo un símbolo de algo otro-, pero que tampoco olvida que también existe el misterio y lo que no puede ser mentado. Un poeta que sabe lo que es un poema. Y no sólo lo sabe: lo escribe.






viernes, 11 de diciembre de 2015

Volver a comenzar: "Dónde iremos esta noche" de Cristian Cruz

Durante bastante tiempo la poesía escrita por Cristian Cruz (Putaendo, Aconcagua, 1973) ha sido leída o vinculada con el universo y sensibilidad propiciada por la así llamada “poesía lárica”. Y si bien, desde su primer libro (Pequeño país, 2000) Cruz dio muestras inequívocas de su propio talento e individualidad, aquel juicio que relacionaba su escritura con las de Jorge Teillier o Efraín Barquero –juicio a veces repetido una y otra vez con una ligereza espeluznante- no era, sin embargo, del todo inexacta, no tanto por el mero hecho de efectuar el joven poeta aconcagüino un revival acrítico de una poética tan sugestiva y poderosa como la de estos autores, ni tampoco porque viese en ella una especie de justificación identitaria para dar cuenta de su propio proyecto poético frente a las exigencias metropolitanas de una hipermodernidad avasallante que, siendo francos, bien poco le interesaba e interesa lo que desde la provincia pueda acontecer como búsqueda estética o reflexión mesurada. Tal vez se trataba de otra cosa y que, a falta de una palabra más pertinente, pienso ahora que podría caracterizarse de manera provisoria con el término aprendizaje. En Cruz, apropiarse imaginativa, mítica y retóricamente de lo mejor que llevaron a cabo Teillier y Barquero –amén de otras referencias que son canónicas en la formación de un joven poeta como el que Cruz quiso ser y fue: Fournier, Rilke, Guy-Cadou, Esenin, Trakl, pero también Cárdenas, Volpe, Vallejo, el Neruda de Crepusculario y, por supuesto, muchos más- significó, entre otras cosas, descubrir y aprehender puntos de encuentro para verse a sí mismo como continuador y parte de una rica y vasta tradición -el viejo dictum que dice que uno no elige escribir poesía, sino que es elegido por ella-. Pero por otro lado, Cruz fue, sin duda, lo suficientemente hábil como para tener sus propias luchas interiores, ordalías nacidas de las exigencias para con la escritura misma y que, con altos y bajos, devino aprehensión de esa misma tradición aludida, pero sin una complacencia mimética que lo inmovilizara en una reiteración equívoca o estéril.
Esas luchas interiores a las que hago alusión están referidas no solo al desafío de vérselas con los fragmentos de una experiencia rural hecha añicos por los desoladores procesos de modernización que han caracterizado a nuestro país desde la década de los noventa, sino también y de modo mucho más relevante, por una peculiar manera de dar cuenta en el gesto lector que le es tan característico, de una apropiación sentimental cargada de significado, una verdadera búsqueda expresiva que no deseaba cortar puentes con un imaginario que hacía y hace de la imagen de la precariedad y de una subjetividad desgarrada, lo más preclaro de su singular aventura escritural. Aventura que, a la par de lo desarrollado por sus congéneres generacionales –los así llamados poetas de los 90 donde me parece Cruz tiene un legítimo derecho de inscripción-, hizo de la memoria uno de sus baluartes de sentido ante la debacle epocal que, desde los albores del nuevo siglo, ha hecho que la epifanía se vuelva cada vez más distante o irreal. Una idea o concepto de memoria que no tiene que ver solamente con otorgar una enumeración de lugares, seres y enseres desde un pasado cargado de nostalgia para traerlos a presencia como fantasmas de una dudosa redención, sino más bien, la memoria entendida como un gesto discursivo que implica leer y ser leído por una poesía otra –siempre toda poesía es otra al venir desde la memoria como asalto- que pone en entredicho nuestra mismidad como lectores con nuestros hábitos y prejuicios, pero también haciéndonos cuestionar nuestros usos y abusos de lenguaje. Me atrevo a pensar que eso quizás ayuda a entender la manía intensa de Cruz de persistir en una escritura que traiga a lugar esas experiencias referidas al lar, la tierra, el recuerdo, las imágenes entrañables de los sitios y espacios abordados por la infancia, las relaciones humanas dibujadas en la estela mítica del amor y la sencillez, etcétera. Tanto en Pequeño país (2000), como en La fábula y el tedio (2003) y en Fervor del regreso (2004), Cruz personaliza esa retórica lárica, pues ensaya y explora sus límites, no tanto como el establecimiento de sus propias fronteras a nivel léxico, por ejemplo, sino más bien, como indagación de sus requerimientos verbales en tanto representación de su propia experiencia: que la situación vivencial, geográfica y cultural que a Cruz le ha tocado vivir coincida con buena parte de lo que ha leído es una conjunción, si bien, sugestiva, no menos crítica para establecer caminos expresivos que, asumiendo su propia realidad, le instan a seguir en la búsqueda de su particularidad poética. Si Cruz fuera un poeta de menos talento, habría persistido una y otra vez en aquel gesto volviéndolo una reiteración ajena a su propia vitalidad imaginativa y escritural.
Con la publicación de Reducciones en 2009, Cruz, sin salirse de lo que hasta ese instante era parte vital de su proyecto, pareciera dar un giro fundamental: atrás queda esa retórica que hace del pueblo, los bandidos, el pozo, la acequia, la lluvia y las estaciones el eje primordial de sus intentos. Sin abandonar aquel imaginario, en los poemas de Reducciones como ha apuntado con agudeza Damaris Calderón, asistimos a una conjunción del canto con una actitud intelectual, cosa que implica en otros términos, un razonamiento que viene otorgado por la conciencia de la precariedad y el espanto ante la muerte. Pero, por otro lado, en Reducciones, Cruz pareciera ampliar un modo que ya era adivinable en Efraín Barquero: la exploración de cierta sensibilidad oriental con un énfasis en cierta poesía china, ya como paráfrasis, ya como la articulación de varios personae de hablas diferidas y distantes que, sin embargo, hacen sentir la cercanía de una reflexión que no teme verse apabullada por el miedo ni cercada por la caída de toda ilusión.
La caída de toda ilusión… con estas palabras se podría subtitular la última entrega de Cruz, Dónde iremos esta noche. Entender la singularidad de esta nueva entrega, insisto, implica comprenderla como una variación severa y adusta de su retórica anterior, pues lo que prevalece en ella no es el lenguaje nostálgico del lar, ni la exploración afectiva de los seres y enseres de la cotidianidad como maravillamiento. Para nada. En poemas como “Restorán sencillo”:
No has tocado el pan del menú,
no deseas tocar el corazón de nada.
La mesera, los pobres de corazón y yo
creemos ver el Sol en los espejos
o “Mala racha”: 
Las leyendas de los tragamonedas se encuentran en inglés,
pero todos juegan sin detenerse;
siempre que voy por cigarrillos
está la vecina de la mano cortada
y otra vecina rubia:
a ratos golpean la máquina,
murmuran y garabatean su mala racha.
el lenguaje ha adquirido un tono seco, casi prosaico, cercano a un realismo para nada complaciente donde imágenes de decrepitud –las ancianas del boliche que juegan en el tragamonedas- o de cierto vaho melancólico –la escena prosaica de la espera sin sentido en el restorán- muestran un modo de asumir cierta diferenciación radical ajena a cualquier idealismo que, no obstante, aún sitúa a su hablante en parajes identificables como márgenes de cierta derrota, pero sin el candor de lo que ha devenido una poética “lárica”.
Dónde iremos esta noche nos va mostrando, poema tras poema, una forma de entender como contradicción lo que hasta este instante había venido escribiendo nuestro autor. Un libro a ratos duro, en otras desgarrado, salpicado de derrota en cada poema, donde la vida se vuelve el atroz desplazamiento de la felicidad tal como es posible advertir, por ejemplo, en el poema “Sin decoro” que aquí cito completo:
Todo comenzó sin decoro,
el árbol de pascua en el suelo,
y la casa se venía abajo;
una buena tía nos ayudaba con la renta,
y aun así la casa se venía abajo;
no era la bebida, no eran
los fines de semana frente al televisor.
Era algo parecido a la noche.
O asimismo en otros poemas tales como “Nota”: 
En la nota de despedida
dejaste sin querer el título del poema:
Borracho y egoísta. Un hándicap literario.
O en “A la manera de Esenin”: 
No llores en los parques,
no escribas cartas temblorosas frente a fotografías
o cajas llenas de ropa;
el amor entre los seres no es nada nuevo,
y el fracaso, por supuesto, tampoco lo es.
Aquí, a lo que asistimos es menos a una exposición desnuda de la subjetividad carente ya de adornos ilusorios otorgados por la ficción del poeta lárico en tanto sujeto poseedor de una relación mágica o especial con su entorno, que a un abandono consciente de la quimera del lar como presencia activa: si acaso hay espacio para la esperanza, esta no se encuentra en la ensoñación que permite entrever la poesía, sino en la nostalgia misma de considerarla una posibilidad pasada. Y ello implica, como en los poemas antes citados, advertir que la realidad cruel y agónica de la vida cotidiana no esconde ningún aliciente reponedor ante el desgarro de la subjetividad. El tono confesional de buena parte de los poemas de este libro creo que va hilvanando un relato que no es la mera exposición flagrante de una intimidad destruida o fracasada, sino más bien una subjetividad a la que se le han quitado todas las prebendas que la sustentan como particularidad de reconocerse a sí misma como “poética”. Y eso me parece altamente significativo pues indicaría que la poesía de Cruz, abandonando la retórica en la que aprendió su propia identidad, se desplaza ahora hacia nuevos derroteros que sugieren el despojarse de cualquier adorno “lárico” por más prestigioso que pueda ser. No deja de volverse singular aquel gesto. Implica no solo cierta valentía expresiva, sino también una conciencia escritural que en este libro también está presente y de un modo como nunca antes en la poesía de Cruz.
Lo anterior puede advertirse sin duda en la vigorosa reflexión metapoética que aparece persistente una y otra vez en poemas claves como “De cómo un poeta provinciano charla con un poeta citadino” y, sobre todo, en “La trama”; poemas en los que se plantea un problema para nada insignificante respecto al relato de fracaso y precariedad que el libro ha ido articulando: que el mero dato de experimentar lo real del modo que sea –como percepción de las cosas en nuestra conciencia o como proyección ilusoria de nuestra subjetividad respecto de lo que cree atisbar delante de sí- nunca es suficiente para dar cuenta del poema como un algo que se encuentra en un más allá de cualquier aprehensión sensible de los datos con que creemos percibir esa misma experiencia. Como manifiestan los versos iniciales de “La trama”:
El poema es la trama que está sobre nosotros sin darnos cuenta,
es la avioneta que deja entrar su ruido por la ventana
y pensamos en el piloto que mira nuestra casa.
Aquel “más allá”, ciertamente no es metafísica, tal vez de modo mucho más humilde es la condición necesaria de entender que el poema como objeto imaginario y verbal se nutre y alimenta de la realidad y aún de la precariedad, qué duda cabe, pero es él mismo su propia realidad, donde el valor autónomo que sustenta para existir, no es confundible con un mero dato que lo haría documento y no obra. En ese sentido y apelando a la vieja tradición que refiere al poeta como el ser humano que “recibe” el mensaje de algo en el sueño y donde el despertar es, muy probablemente, la conciencia escritural de volver material como escritura las imágenes y los ritmos verbales arrancados a lo onírico, otros versos posteriores de este mismo poema me parecen reveladores:
Nosotros que a esa hora dormíamos en casa
interpretamos el sonido del poema
que entraba por la ventana;
más bien era el sonido del cielo,
porque las avionetas son el sonido del cielo.
Pero era el poema que ululaba tras los visillos
para que yo lo escribiera.
En los poemas finales del libro –pienso en “Parafraseando a Dickens en la navidad moderna” y en “De cómo miro por la ventana”- creo que Cruz logra su non plus ultraexpresivo: poemas de largo aliento, con versos de una cadencia lenta y de respiración entrecortada; poemas saturados de imágenes que han sido saqueadas de las ruinas del lar, pero que no lo reivindican con nostalgia alguna; poemas carentes ya del tono epigramático rastreable en poemas anteriores, pero también poemas que poseen en su desarrollo una fuerte dosis reflexiva en lo que implica establecer las condiciones mismas de su existencia como poemas que relatan la precariedad y el abandono y que hacen de su conciencia escritural la fragilidad misma que enuncian: un deseo que se manifiesta como nostalgia, pero, sobre todo, como perplejidad.
En esa perplejidad es que leo un feliz atrevimiento de parte de Cruz: un atrevimiento para intentar escribir una poesía sin aura, en la desnudez cruel de lo que creemos puede ser la realidad, pero sin saber acaso si el poema es una epifanía de aquella desnudez o solo su mera fantasmagoría.
Con este nuevo libro, un poeta como Cristian Cruz vuelve a comenzar. Y eso, como lector, se agradece.