I
El
viernes 1 de diciembre del año recién pasado, se presentó en la
Sala Viña del Mar de la Ciudad Jardín el libro de poemas Modelo
económico de Alejandro Pérez (Valparaíso, 1954). Editado por
Ediciones Altazor, la presentación, a cargo de Luis Andrés Figueroa
y Marcelo Novoa, fue acompañada por algunas palabras del editor
Patricio González y por la proyección de El buscador de palabras
de Marcel Lecourant y Wladimir Rupcich, documental que retrata en
poco más de 20 minutos las vivencias del poeta en San Pedro de
Atacama, su nuevo hábitat desde hace algunos años.
Quien
lea las líneas precedentes tal vez no encuentre nada distinto o
diferenciador a tantos otros eventos similares donde se presentan
libros o se anima la alicaída vida cultural de la provincia más
allá del pretendido prestigio alternativo que ello implica. Nada
nuevo o diferente a lo que nos toca ver y participar durante buena
parte del año acá en la costa o allá en Santiago.
Pero
desprendiéndose de aquella impresión inicial, el acto de
presentación del tercer libro de Alejandro Pérez, trajo consigo una
serie de cosas sobre las que vale la pena volver y reflexionar un
poco más allá de la inmediatez velocísima que arrasa con todo. Hay
que hacer un ejercicio de memoria para apreciar en su justo valor no
sólo la publicación de Pérez -más que mal, siempre dependiente de
su propia inmanencia como texto y sobre lo cual me extenderé líneas
más abajo- sino el gesto que implicó para un espectador como uno,
la conjunción tanto del autor, como de los presentadores y el editor
en esa primaveral tarde de inicios de diciembre.
Con
el correr de los años, Alejandro Pérez se ha ido convirtiendo
paulatinamente en esa especie de poeta, si no mítico, sí algo
apartado, nunca silencioso por supuesto, pero poseedor a su vez de
una silueta entre evanescente y secreta cuya presencia se vuelve
imprescindible para abordar un pasado reciente problemático y
difícil, pero también rico y denso en coordenadas imaginativas y
formadoras. Haciendo un esfuerzo, hay que remontarse a inicios de la
década de los 80 para comenzar a calibrar todo esto con el fin de
dibujar una trama aún muy esquiva y provisional. Oriundo de
Valparaíso, pero con arraigos diversos en Santiago y otros sitios
del país, en la segunda mitad de los 70, Alejandro Pérez es un
poeta en formación que convive, colabora y participa de ese pequeño,
pero fértil cenáculo de poetas y artistas que tenían a Enrique
Lihn y a Rodrigo Lira como puntos de referencia ineludibles. Hoy en
día que está de moda solazarse con ese seductor malditismo
biográfico en torno a autores como Lira o Lihn o especular de
diverso modo con el esclarecimiento biográfico de figuras como Juan
Luis Martinez, el testimonio de Pérez en esos avatares y otros
similares al interior de aquella década trágica y fecunda, ha
quedado como eso: como testimonio que no transa con su formalización
mediática y que es guardado en una memoria personal que no cae en la
tentación de publicitar lo que considera aún como privado. Entre
ires y venires, Alejandro Pérez retorna a Valparaíso a fines de los
70 y lleva a cabo una intensa labor como poeta y “animador
cultural” -si acaso puede decirse algo así en aquella siniestra
época- en medio de una juventud universitaria y poética diversa,
amplia, a matacaballo entre la esperanza por tiempos mejores y la
opresión dictatorial. Aquel instante de la sociabilidad poética y
cultural porteña aún espera ser historiado en su compleja trama que
hoy rueda, por lo menos, hacia cierta amnesia desprolija: si acaso,
alguna vez, el famoso slogan “apagón cultural” tuvo sentido en
las alicaídas escenas culturales nacionales, sin duda que en
Valparaíso aquello sería mucho más que una frase de feliz, pero
desoladora descripción: con universidades intervenidas, revistas,
diarios y periódicos censurados, muchos de sus cultores artísticos
y culturales exiliados y con un campo cultural muy reducido, casi en
la clandestinidad, habría que esperar hasta la segunda mitad de los
70 y a principios de los 80 para que de forma silente y casi anónima,
se volviera a visibilizar aquel impulso creador pre-73 que rara vez
ha sido reseñado.
Ahora
bien, en este contexto, a principios de los años 80, la escena
poética porteña estaba reducida casi al mínimo. Varios de sus
actores principales se encontraban en el exilio (Eduardo Embry, Titho
Valenzuela, Luis Mizón, Juan Cameron, Sergio Badilla), sin un pronto
regreso y con escasas noticias. Otros como Ennio Moltedo y Juan Luis
Martínez habían comenzado, por otro lado, un largo intraexilio sin
dejar de ser referentes de relevancia para cualquiera que desease
aproximarse a la poesía, pero devenidos por las circunstancias, en
personajes entre legendarios y anónimos, replegados del espacio
público y si bien con publicaciones señeras -La nueva novela
de 1977, Mi tiempo de 1980- con un eco subterráneo entre los
laberintos de esa cultura alternativa que era enunciada en sordina y
con riesgo. Desde otra perspectiva, si bien Ediciones Universitarias
de la Universidad Católica de Valparaíso había estado desde fines
de los años 70 promoviendo la colección de poesía Cruz del Sur
-donde vieron la luz, entre otros, libros de Jorge Teillier, Hugo
Zambelli y Patricia Tejeda-, nadie aseveraría que el mundo editorial
era un aliciente. En el páramo editorial que era Valparaíso en los
primeros años de la década de los 80 aún no nacían editoriales
como Altazor o Trombo Azul.
Es
dentro de estas coordenadas que Alejandro Pérez retorna desde
Santiago y trae consigo una actitud entre irreverente y escéptica,
distante de todo sentimentalismo mal asimilado a lo que debiese ser
“lo poético” y que impregna conflictivamente a la joven
sociabilidad de la poesía porteña. Aquella actitud, Pérez la ha
aprehendido sin duda de su trato directo con Lihn y Lira, pero
también de sus lecturas de Parra, Marcial y Pound. Pero nuestro
poeta trae también un puñado de poemas que correrán de mano en
mano durante toda la década de los 80 y que se plasmarán en ese
primer libro significativo con el que cierra esa misma década:
Desencanto general y que publica la mítica
editorial Documentas en 1988. Estudiando de modo espasmódico en la
Universidad Católica de Valparaíso -constituyendo el hábitat
universitario un espacio de libertad creativa y vital a semejanza de
lo que fue el Pedagógico santiaguino para Lira en los 70- Pérez se
relaciona, dialoga, discute y lee con lo más granado de la juventud
poética de aquellos plazos: Luis Andrés Figueroa, Marcelo Novoa,
Andrés Fisher, Sergio Holas, Ignacio Vásquez, Alvaro Báez, entre
varios más.
Estos
son fragmentos de una crónica todavía por escribir, pues referirse
al mundo poético porteño de los años 80 es, entre nosotros, menos
una imagen memoriosa de un juventud aplastada entre los muros
universitarios y de la represión callejera, que el símbolo
recurrente de un instante capturado entre unas palabras ansiosas de
libertad y la posterior disolución y desilusión concertacionista.
Una crónica de la que la poesía de Alejandro Pérez tiene bastante
aún que decirnos.
II
Desde
Desencanto general de 1988, pasando por Expediente sumario
de 1999, la poesía escrita por Alejandro Pérez ha mostrado una
maestría que no cede al apuro y menos a las modas de la época.
Ciertamente aquello no ha sido fácil: la lectura, comentario y
apropiación inteligente de escrituras como las de Lihn, Parra, Lira
y sus coetáneos ochenteros -desde Eduardo Llanos Melussa hasta Jorge
Montealegre- como a su vez, el abrevar en la vasta tradición del
epigrama latino vía Pound y Cardenal, como también, los guiños
resplandecientes al minimalismo de William Carlos Williams, teniendo
como sotto voce a Gonzalo Millán, sin duda que constituyeron
más que meros hitos de un aprendizaje verbal: se levantaron con
precisión demoledora ante el efluvio léxico y fantasioso de una
poesía que reconstituía el espacio urbano como parte de un
imaginario devastado, como por otro, reivindicaba ciertas coordenadas
de subjetividad que no se plegaban tan fácilmente a la exposición
descarnada de sus referentes. Como lector, me aventuro a pensar que
en esa verdadera ordalía que debió ser aquel aprendizaje, la poesía
de Pérez adquirió sus rasgos fundamentales, siendo ella misma sin
la prisa de la publicación y haciendo de su propia reescritura el
santo y seña contra toda tentación publicitaria. Esos rasgos dicen
mucho con una economía envidiable: un lenguaje que busca la
precisión, un lenguaje concentrado, denso en su factura de
significados, pero también bastante polivalente con sus ironías y
críticas culturales, sin caer en el tentador facilismo de las
invenciones parrianas más llevaderas y, por ende, imitables y
catastróficas. En ese sentido, siempre he imaginado que la poesía
de Pérez, en aquellos plazos, tuvo entre otras significaciones, la
de ser una especie de “agente de enlace” entre esa sensibilidad
postparriana, por llamarla de alguna manera y que hacía de la
subjetividad malherida y desencantada bajo el alero de un imaginario
convulso después de un bombardeo y las exploraciones poéticas que
empezaron a desarrollar durante los años 80 , en Viña y Valparaíso,
poetas como Marcelo Novoa e Ignacio Vásquez, entre varios otros. Eso
es difícil de calibrar hoy en día: falta leer y examinar, comparar
y discutir, pero me parece que de alguna forma la poesía de Pérez
en un escenario tan singular como fueron los años 80, constituyó no
sólo un eslabón poético/experiencial que contribuyó a dotar de
forma expresiva a ciertos ámbitos que se abrían paso en el insípido
y fantasmagórico Valparaíso provinciano de los 80, sino que por sí
misma, constituía un ejemplo relevante de los límites formales que
había ido adquiriendo el lenguaje poético después de la tragedia
del 73. En otras coordenadas, algo parecido a lo que poetas como
Tomás Harris, Egor Mardones y Carlos Decap, por ejemplo, llevaban
acabo casi simultáneamente desde Concepción. No es menor que la
poesía de Pérez apostase por formatos breves (poemas de no más de
20 versos), con un prosaísmo a raya gracias a la ironía que
descoyuntaba el ritmo y haciendo uso de aquellos recursos puestos en
circulación por la poesía parriana y el desideratum lihneano que
consistían, entre otros, en levantar una especie de personae
grotesco en sus limitaciones humanas y políticas como a su vez, en
hacer de cada poema un acto autorreflexivo acerca de sus propias
posibilidades. Muchos poemas de Desencanto general, por
ejemplo, están marcados por ese temple de desembozada precariedad
existencial, pero escritos con un lenguaje prístino, agudo y
punzante, a veces risible, pero la mayoría de las ocasiones doloroso
ante el vacío que constata como ejercicio imaginario y como frontera
de su propia escritura.
Aquella
retórica de economía y desajuste, tan propia de muchos otros poetas
de los 80, en Pérez se rearticula una y otra vez. En esta ocasión
en su nuevo libro titulado
magramente Modelo
económico
y
que viene a ser su tercera publicación. Impresiona cómo acá Pérez
no renuncia a su propia escritura: el poema breve, punzante y agudo,
la ironía demoledora, el léxico sacado “del natural” y
transfigurado como poema en el acto de desplazamiento del sentido,
etc. ¿Acaso un revival
de una moda? ¿el retorno del poema breve con sus tonos bromistas por
más negro que sea el humor que vehicula? En este nuevo libro de
Alejandro Pérez creo vislumbrar bajo el alero de las preguntas
recién planteadas, al menos tres vertientes o ejes articulatorios de
sentido que lo vuelven, sin duda, un libro relevante en el más que
virtual “desarrollo” de su propia escritura.
En
primer término, una reflexión metapoética que no se desdice de las
posibilidades mismas de la enunciación, teñido todo aquello de una
ironía corrosiva y expectante. Pienso por ejemplo en poemas como
“Advertencia” y “Reingeniería poética” donde se vislumbra
no sólo o en exclusiva un gesto de ensimismamiento respecto a las
facultades expresivas del lenguaje poético -cosa de suyo obvio en
esta poesía- sino también el marco referencial en donde esta
reflexión puede ser dada. Es interesante cómo en el primer poema
-cinco versos
sintéticos- la analogía entre poema y producto no se rinde tanto a
la evidencia desplegada por la teoría literaria al equiparar la
escritura como materialidad, al quehacer de la poiesis
de modo como lo haría notar Valery, por ejemplo. Más bien, lo que
hay en Pérez es una puesta en (des)equilibrio entre producto y obra,
entre un hacer
y un tener,
equilibrio
que desmonta toda idolatría
redentorista del acto poético:
“Consuma
este producto/ en el tiempo que estime necesario.//Lea según
ritmo personal/No preste atención
al código
de barras// La poesía no tiene fecha de vencimiento”. Por
otro lado, en el poema “Reingeniería
poética”,
se establece una especie de “cursus honorum” para el ejercicio
del sujeto poético:
su adscripción
a lo “pertinente”, “a la moda necesaria”, al gesto
acomodaticio
de ser “poeta
en estos tiempos”. De ahí que las alusiones a una sensibilidad
globalizada que puede rentar del imaginario
degradado del poeta como outsider, devela una mala conciencia que se
plasma en relaciones
permeadas por el economicismo depredador que se filtra por el
lenguaje en una serie de reconvenciones que suenan hasta cómicas en
el momento
de la enunciación:
“El poeta global cavila en su ONG de papel/ Piensa el arte agresivo
y competitivo/ Se perfecciona en administración
y gestión/
Actualiza su imagen corporativa con una consultora (...)”
En
segundo término puede advertirse en este tercer libro de Pérez, la
apropiación y regateo sombrío y juguetón de un léxico de talante
económico/monetario que más que mostrar o evidenciar con una
eventual subversión el deslinde de un sujeto en resistencia, sirve o
más bien deja al descubierto la clausura de toda instancia de
salida. En esto, el “humor” de la poesía de Pérez no se
articula a base de contradicciones flagrantes del sentido lógico del
discurso para, de aquella manera, sacarnos una sonrisa, sino más
bien, y de un modo más aterrador, ese mismo humor constata la
naturalización de hábitos lingüísticos que se han apoderado del
habla y de la imaginería del lenguaje poético en toda su línea de
batalla. Palabras como “monopolio”, “pobreza”,
“rentabilidad”, siglas tales o cuales, “crédito”, “fortuna”,
“cuenta”, “tecnología”, “tesoro”, “patrimonio”,
“capitalismo” y varias más, pertenecientes todas ellas a
familias semánticas muy semejantes hacen alusión directa o
indirectamente al mundo y/o sensibilidad “productiva y económica”
del neoliberalismo actual. Es así que estas palabras y varias otras
aparecen en todos los poemas, más aún, son su fundamento, son su
nervio, su sangre. Menos que un lenguaje “técnico” que pone al
día un estado de cosas epocal, lo que acá se muestra, es más bien
el asfixiante tono kafkiano u orwelliano que adquiere el lenguaje
cuando ha sido deshumanizado y se ha vuelto una jerga desprovista de
toda alusión, sacrificando su magia significante. Esto me parece
singular por algo muy específico: el lenguaje poético de Pérez
rehuye procesos metafóricos de envergadura y, evidentemente, la
imagen en un sentido onírico como asociación arbitraria de
significados. Tiene más bien la pretensión, creo, de mostrarnos las
ruinas de las palabras en su desgaste cotidiano y eso a base de un
cruel humor que no se desdice de sus antecedentes parrianos y que nos
hace tomar cierta distancia de aquella monstruosidad. Pero para nada
estamos en presencia de una reivindicación de la magia como podría
entenderlo, por ejemplo un Neruda o un Huidobro. Ni siquiera, estamos
en presencia de un lenguaje de batalla o de resistencia
poético-histórica, como podría acontecer en cierto De Rokha o en
Alcalde, por ejemplo. Aquella pérdida de la “magia” de las
palabras en tanto poder evocador de transformación lírica y que
acude respecto de un sujeto que aún cree o se manifiesta en torno a
la “sensibilidad íntima” es un camino de desilusión, por
llamarlo así, que la poesía de Pérez no sólo toma de su lectura
de Parra, es también una reinterpretación del ejercicio poético
que es observable en Ennio Moltedo que, viniendo desde el lirismo
evocador y hasta lárico de sus primeros libros de los años 50 y 60,
se adentra desde los 80 hasta el presente, en una poesía
descoyuntada, prosaica, limítrofe de todo aspecto lírico y que hace
del desprolijo apunte del cotidiano, no tanto una “protesta”
contra el estado del mundo en su desquicio, si no más bien, una toma
de pulso, casi impersonal, de un estado de situación catastrófico.
En los poemas de La noche (1999)
y Las cosas nuevas (2011),
Moltedo lleva acabo una poesía en donde la prosa, más que un
artificio retórico para auscultar la densidad de la subjetividad, es
el camino que recorre ese mismo sujeto descentrado ante las heridas
causadas por una modernidad destructiva. Pérez, sin duda ha leído
muy bien a Moltedo -su cercanía personal, su conversación son aún
un punto de registro bastante opaco para nosotros- y en ese acto,
puede vislumbrarse toda una manera de entender el poema como
prosaísmo, donde las diferencias genéricas se diluyen y donde la
conciencia del hablante se pasma ante tanta sospecha. Esto es así,
probablemente, porque el así llamado “lenguaje popular” se ha
volatizado como un programa de televisión hasta tal punto que los
sujetos que transitan en los poemas de Pérez no poseen una
individuación esclarecedora de su propio derrumbe en tanto parias de
un sistema lingüístico degradado.
En
tercer término y derivado de los puntos anteriores, es posible
apreciar en los poemas de Modelo económico un
destello de iluminación menos lúcida que sensible: no es pura
inteligencia que se asume en el desencanto, ni tampoco una fría
descripción de un estado terminal de los vínculos humanos. En estos
poemas es rastreable una comprensión y afecto que se enternece ante
la catástrofe que implica la vida cotidiana con sus tragedias
risibles y opalinas. Un gesto en la estela vallejiana de la
comprensión del otro, de la infinita compasión por el destino
desafortunado de ese otro. Pienso en varios poemas. Se me vienen a la
mente, por ejemplo, el titulado “Y cómo les pagamos” que hace
alusión a un par de viejos jubilados que padecen el deterioro vital
y económico: “Los abuelos construyeron las ciudades/ sin un sólo
préstamo/No pagaron intereses/Simplemente lo dieron todo/ Y fueron
sabios”. Pero ese deterioro no va tanto hacia la precariedad
presente de esos abuelos, sino más bien hacia una autocompasión
respecto de nosotros mismos, enajenados en una ciudad que sabemos no
es nuestra, pues no la construimos y apenas habitamos. En los abuelos
hay un gesto de desprendimiento y gratuidad que rivaliza con el
interés y el cálculo. En otro poema, titulado “Bienes”, se
establece una clásica dicotomía entre el tener y el ser. Sin
embargo, en su brevedad, este poema no es una diatriba moralizante
desde el prejuicio de la superioridad, es más bien un aterrizada
reflexión sobre esa conciencia que aún resta en el sujeto sobre lo
que es realmente respecto a toda posesión: “Hay muchos -tal vez
demasiados-/ bienes de consumo que no poseo/ Pero tampoco poseo/ el
afán de poseer”. Por otro lado, en poemas como “Acotación al
margen” o “Para ser sinceros”, el sujeto enuncia no una dejadez
despersonalizada de todo intento de subversión, sino que se alza
contra todo pronóstico redentorista. Como dice en el segundo poema
aludido: “para el poeta, los futuros/ como que vienen a la baja”.
En aquel cuestionamiento ante el advenimiento de “algo” y la
concentración frente al presente, es lo que hace a esta poesía un
acompañamiento de la precariedad humana y para nada una guía u
orientación hacia un activismo alejado de sí mismo. Es como si cada
poema de Modelo económico estuviese habitando un presente
permanente, un presente cruel, es verdad, pero nuestro y
calurosamente nuestro. Esta no es una poesía sólo de denuncia o de
compromiso, es una poesía de escalofriante diagnóstico de un estado
de cosas que se vuelven hacia nosotros mismos, pero sin consigna, sin
promesa de paraísos artificiales, sólo con un adusto gesto de
sonreír ante la debacle en que todos habitamos.
Quilpué,
otoño de 2018