miércoles, 23 de mayo de 2018

Para llegar a Alejandro Pérez. Algunas observaciones sobre Modelo económico


 



I
El viernes 1 de diciembre del año recién pasado, se presentó en la Sala Viña del Mar de la Ciudad Jardín el libro de poemas Modelo económico de Alejandro Pérez (Valparaíso, 1954). Editado por Ediciones Altazor, la presentación, a cargo de Luis Andrés Figueroa y Marcelo Novoa, fue acompañada por algunas palabras del editor Patricio González y por la proyección de El buscador de palabras de Marcel Lecourant y Wladimir Rupcich, documental que retrata en poco más de 20 minutos las vivencias del poeta en San Pedro de Atacama, su nuevo hábitat desde hace algunos años.
Quien lea las líneas precedentes tal vez no encuentre nada distinto o diferenciador a tantos otros eventos similares donde se presentan libros o se anima la alicaída vida cultural de la provincia más allá del pretendido prestigio alternativo que ello implica. Nada nuevo o diferente a lo que nos toca ver y participar durante buena parte del año acá en la costa o allá en Santiago.
Pero desprendiéndose de aquella impresión inicial, el acto de presentación del tercer libro de Alejandro Pérez, trajo consigo una serie de cosas sobre las que vale la pena volver y reflexionar un poco más allá de la inmediatez velocísima que arrasa con todo. Hay que hacer un ejercicio de memoria para apreciar en su justo valor no sólo la publicación de Pérez -más que mal, siempre dependiente de su propia inmanencia como texto y sobre lo cual me extenderé líneas más abajo- sino el gesto que implicó para un espectador como uno, la conjunción tanto del autor, como de los presentadores y el editor en esa primaveral tarde de inicios de diciembre.
Con el correr de los años, Alejandro Pérez se ha ido convirtiendo paulatinamente en esa especie de poeta, si no mítico, sí algo apartado, nunca silencioso por supuesto, pero poseedor a su vez de una silueta entre evanescente y secreta cuya presencia se vuelve imprescindible para abordar un pasado reciente problemático y difícil, pero también rico y denso en coordenadas imaginativas y formadoras. Haciendo un esfuerzo, hay que remontarse a inicios de la década de los 80 para comenzar a calibrar todo esto con el fin de dibujar una trama aún muy esquiva y provisional. Oriundo de Valparaíso, pero con arraigos diversos en Santiago y otros sitios del país, en la segunda mitad de los 70, Alejandro Pérez es un poeta en formación que convive, colabora y participa de ese pequeño, pero fértil cenáculo de poetas y artistas que tenían a Enrique Lihn y a Rodrigo Lira como puntos de referencia ineludibles. Hoy en día que está de moda solazarse con ese seductor malditismo biográfico en torno a autores como Lira o Lihn o especular de diverso modo con el esclarecimiento biográfico de figuras como Juan Luis Martinez, el testimonio de Pérez en esos avatares y otros similares al interior de aquella década trágica y fecunda, ha quedado como eso: como testimonio que no transa con su formalización mediática y que es guardado en una memoria personal que no cae en la tentación de publicitar lo que considera aún como privado. Entre ires y venires, Alejandro Pérez retorna a Valparaíso a fines de los 70 y lleva a cabo una intensa labor como poeta y “animador cultural” -si acaso puede decirse algo así en aquella siniestra época- en medio de una juventud universitaria y poética diversa, amplia, a matacaballo entre la esperanza por tiempos mejores y la opresión dictatorial. Aquel instante de la sociabilidad poética y cultural porteña aún espera ser historiado en su compleja trama que hoy rueda, por lo menos, hacia cierta amnesia desprolija: si acaso, alguna vez, el famoso slogan “apagón cultural” tuvo sentido en las alicaídas escenas culturales nacionales, sin duda que en Valparaíso aquello sería mucho más que una frase de feliz, pero desoladora descripción: con universidades intervenidas, revistas, diarios y periódicos censurados, muchos de sus cultores artísticos y culturales exiliados y con un campo cultural muy reducido, casi en la clandestinidad, habría que esperar hasta la segunda mitad de los 70 y a principios de los 80 para que de forma silente y casi anónima, se volviera a visibilizar aquel impulso creador pre-73 que rara vez ha sido reseñado.
Ahora bien, en este contexto, a principios de los años 80, la escena poética porteña estaba reducida casi al mínimo. Varios de sus actores principales se encontraban en el exilio (Eduardo Embry, Titho Valenzuela, Luis Mizón, Juan Cameron, Sergio Badilla), sin un pronto regreso y con escasas noticias. Otros como Ennio Moltedo y Juan Luis Martínez habían comenzado, por otro lado, un largo intraexilio sin dejar de ser referentes de relevancia para cualquiera que desease aproximarse a la poesía, pero devenidos por las circunstancias, en personajes entre legendarios y anónimos, replegados del espacio público y si bien con publicaciones señeras -La nueva novela de 1977, Mi tiempo de 1980- con un eco subterráneo entre los laberintos de esa cultura alternativa que era enunciada en sordina y con riesgo. Desde otra perspectiva, si bien Ediciones Universitarias de la Universidad Católica de Valparaíso había estado desde fines de los años 70 promoviendo la colección de poesía Cruz del Sur -donde vieron la luz, entre otros, libros de Jorge Teillier, Hugo Zambelli y Patricia Tejeda-, nadie aseveraría que el mundo editorial era un aliciente. En el páramo editorial que era Valparaíso en los primeros años de la década de los 80 aún no nacían editoriales como Altazor o Trombo Azul.
Es dentro de estas coordenadas que Alejandro Pérez retorna desde Santiago y trae consigo una actitud entre irreverente y escéptica, distante de todo sentimentalismo mal asimilado a lo que debiese ser “lo poético” y que impregna conflictivamente a la joven sociabilidad de la poesía porteña. Aquella actitud, Pérez la ha aprehendido sin duda de su trato directo con Lihn y Lira, pero también de sus lecturas de Parra, Marcial y Pound. Pero nuestro poeta trae también un puñado de poemas que correrán de mano en mano durante toda la década de los 80 y que se plasmarán en ese primer libro significativo con el que cierra esa misma década: Desencanto general y que publica la mítica editorial Documentas en 1988. Estudiando de modo espasmódico en la Universidad Católica de Valparaíso -constituyendo el hábitat universitario un espacio de libertad creativa y vital a semejanza de lo que fue el Pedagógico santiaguino para Lira en los 70- Pérez se relaciona, dialoga, discute y lee con lo más granado de la juventud poética de aquellos plazos: Luis Andrés Figueroa, Marcelo Novoa, Andrés Fisher, Sergio Holas, Ignacio Vásquez, Alvaro Báez, entre varios más.
Estos son fragmentos de una crónica todavía por escribir, pues referirse al mundo poético porteño de los años 80 es, entre nosotros, menos una imagen memoriosa de un juventud aplastada entre los muros universitarios y de la represión callejera, que el símbolo recurrente de un instante capturado entre unas palabras ansiosas de libertad y la posterior disolución y desilusión concertacionista. Una crónica de la que la poesía de Alejandro Pérez tiene bastante aún que decirnos.



II
Desde Desencanto general de 1988, pasando por Expediente sumario de 1999, la poesía escrita por Alejandro Pérez ha mostrado una maestría que no cede al apuro y menos a las modas de la época. Ciertamente aquello no ha sido fácil: la lectura, comentario y apropiación inteligente de escrituras como las de Lihn, Parra, Lira y sus coetáneos ochenteros -desde Eduardo Llanos Melussa hasta Jorge Montealegre- como a su vez, el abrevar en la vasta tradición del epigrama latino vía Pound y Cardenal, como también, los guiños resplandecientes al minimalismo de William Carlos Williams, teniendo como sotto voce a Gonzalo Millán, sin duda que constituyeron más que meros hitos de un aprendizaje verbal: se levantaron con precisión demoledora ante el efluvio léxico y fantasioso de una poesía que reconstituía el espacio urbano como parte de un imaginario devastado, como por otro, reivindicaba ciertas coordenadas de subjetividad que no se plegaban tan fácilmente a la exposición descarnada de sus referentes. Como lector, me aventuro a pensar que en esa verdadera ordalía que debió ser aquel aprendizaje, la poesía de Pérez adquirió sus rasgos fundamentales, siendo ella misma sin la prisa de la publicación y haciendo de su propia reescritura el santo y seña contra toda tentación publicitaria. Esos rasgos dicen mucho con una economía envidiable: un lenguaje que busca la precisión, un lenguaje concentrado, denso en su factura de significados, pero también bastante polivalente con sus ironías y críticas culturales, sin caer en el tentador facilismo de las invenciones parrianas más llevaderas y, por ende, imitables y catastróficas. En ese sentido, siempre he imaginado que la poesía de Pérez, en aquellos plazos, tuvo entre otras significaciones, la de ser una especie de “agente de enlace” entre esa sensibilidad postparriana, por llamarla de alguna manera y que hacía de la subjetividad malherida y desencantada bajo el alero de un imaginario convulso después de un bombardeo y las exploraciones poéticas que empezaron a desarrollar durante los años 80 , en Viña y Valparaíso, poetas como Marcelo Novoa e Ignacio Vásquez, entre varios otros. Eso es difícil de calibrar hoy en día: falta leer y examinar, comparar y discutir, pero me parece que de alguna forma la poesía de Pérez en un escenario tan singular como fueron los años 80, constituyó no sólo un eslabón poético/experiencial que contribuyó a dotar de forma expresiva a ciertos ámbitos que se abrían paso en el insípido y fantasmagórico Valparaíso provinciano de los 80, sino que por sí misma, constituía un ejemplo relevante de los límites formales que había ido adquiriendo el lenguaje poético después de la tragedia del 73. En otras coordenadas, algo parecido a lo que poetas como Tomás Harris, Egor Mardones y Carlos Decap, por ejemplo, llevaban acabo casi simultáneamente desde Concepción. No es menor que la poesía de Pérez apostase por formatos breves (poemas de no más de 20 versos), con un prosaísmo a raya gracias a la ironía que descoyuntaba el ritmo y haciendo uso de aquellos recursos puestos en circulación por la poesía parriana y el desideratum lihneano que consistían, entre otros, en levantar una especie de personae grotesco en sus limitaciones humanas y políticas como a su vez, en hacer de cada poema un acto autorreflexivo acerca de sus propias posibilidades. Muchos poemas de Desencanto general, por ejemplo, están marcados por ese temple de desembozada precariedad existencial, pero escritos con un lenguaje prístino, agudo y punzante, a veces risible, pero la mayoría de las ocasiones doloroso ante el vacío que constata como ejercicio imaginario y como frontera de su propia escritura.
Aquella retórica de economía y desajuste, tan propia de muchos otros poetas de los 80, en Pérez se rearticula una y otra vez. En esta ocasión en su nuevo libro titulado magramente Modelo económico y que viene a ser su tercera publicación. Impresiona cómo acá Pérez no renuncia a su propia escritura: el poema breve, punzante y agudo, la ironía demoledora, el léxico sacado “del natural” y transfigurado como poema en el acto de desplazamiento del sentido, etc. ¿Acaso un revival de una moda? ¿el retorno del poema breve con sus tonos bromistas por más negro que sea el humor que vehicula? En este nuevo libro de Alejandro Pérez creo vislumbrar bajo el alero de las preguntas recién planteadas, al menos tres vertientes o ejes articulatorios de sentido que lo vuelven, sin duda, un libro relevante en el más que virtual “desarrollo” de su propia escritura.
En primer término, una reflexión metapoética que no se desdice de las posibilidades mismas de la enunciación, teñido todo aquello de una ironía corrosiva y expectante. Pienso por ejemplo en poemas como “Advertencia” y “Reingeniería poética” donde se vislumbra no sólo o en exclusiva un gesto de ensimismamiento respecto a las facultades expresivas del lenguaje poético -cosa de suyo obvio en esta poesía- sino también el marco referencial en donde esta reflexión puede ser dada. Es interesante cómo en el primer poema -cinco versos sintéticos- la analogía entre poema y producto no se rinde tanto a la evidencia desplegada por la teoría literaria al equiparar la escritura como materialidad, al quehacer de la poiesis de modo como lo haría notar Valery, por ejemplo. Más bien, lo que hay en Pérez es una puesta en (des)equilibrio entre producto y obra, entre un hacer y un tener, equilibrio que desmonta toda idolatría redentorista del acto poético: “Consuma este producto/ en el tiempo que estime necesario.//Lea según ritmo personal/No preste atención al código de barras// La poesía no tiene fecha de vencimiento”. Por otro lado, en el poema “Reingeniería poética”, se establece una especie de “cursus honorum” para el ejercicio del sujeto poético: su adscripción a lo “pertinente”, “a la moda necesaria”, al gesto acomodaticio de ser “poeta en estos tiempos”. De ahí que las alusiones a una sensibilidad globalizada que puede rentar del imaginario degradado del poeta como outsider, devela una mala conciencia que se plasma en relaciones permeadas por el economicismo depredador que se filtra por el lenguaje en una serie de reconvenciones que suenan hasta cómicas en el momento de la enunciación: “El poeta global cavila en su ONG de papel/ Piensa el arte agresivo y competitivo/ Se perfecciona en administración y gestión/ Actualiza su imagen corporativa con una consultora (...)”
En segundo término puede advertirse en este tercer libro de Pérez, la apropiación y regateo sombrío y juguetón de un léxico de talante económico/monetario que más que mostrar o evidenciar con una eventual subversión el deslinde de un sujeto en resistencia, sirve o más bien deja al descubierto la clausura de toda instancia de salida. En esto, el “humor” de la poesía de Pérez no se articula a base de contradicciones flagrantes del sentido lógico del discurso para, de aquella manera, sacarnos una sonrisa, sino más bien, y de un modo más aterrador, ese mismo humor constata la naturalización de hábitos lingüísticos que se han apoderado del habla y de la imaginería del lenguaje poético en toda su línea de batalla. Palabras como “monopolio”, “pobreza”, “rentabilidad”, siglas tales o cuales, “crédito”, “fortuna”, “cuenta”, “tecnología”, “tesoro”, “patrimonio”, “capitalismo” y varias más, pertenecientes todas ellas a familias semánticas muy semejantes hacen alusión directa o indirectamente al mundo y/o sensibilidad “productiva y económica” del neoliberalismo actual. Es así que estas palabras y varias otras aparecen en todos los poemas, más aún, son su fundamento, son su nervio, su sangre. Menos que un lenguaje “técnico” que pone al día un estado de cosas epocal, lo que acá se muestra, es más bien el asfixiante tono kafkiano u orwelliano que adquiere el lenguaje cuando ha sido deshumanizado y se ha vuelto una jerga desprovista de toda alusión, sacrificando su magia significante. Esto me parece singular por algo muy específico: el lenguaje poético de Pérez rehuye procesos metafóricos de envergadura y, evidentemente, la imagen en un sentido onírico como asociación arbitraria de significados. Tiene más bien la pretensión, creo, de mostrarnos las ruinas de las palabras en su desgaste cotidiano y eso a base de un cruel humor que no se desdice de sus antecedentes parrianos y que nos hace tomar cierta distancia de aquella monstruosidad. Pero para nada estamos en presencia de una reivindicación de la magia como podría entenderlo, por ejemplo un Neruda o un Huidobro. Ni siquiera, estamos en presencia de un lenguaje de batalla o de resistencia poético-histórica, como podría acontecer en cierto De Rokha o en Alcalde, por ejemplo. Aquella pérdida de la “magia” de las palabras en tanto poder evocador de transformación lírica y que acude respecto de un sujeto que aún cree o se manifiesta en torno a la “sensibilidad íntima” es un camino de desilusión, por llamarlo así, que la poesía de Pérez no sólo toma de su lectura de Parra, es también una reinterpretación del ejercicio poético que es observable en Ennio Moltedo que, viniendo desde el lirismo evocador y hasta lárico de sus primeros libros de los años 50 y 60, se adentra desde los 80 hasta el presente, en una poesía descoyuntada, prosaica, limítrofe de todo aspecto lírico y que hace del desprolijo apunte del cotidiano, no tanto una “protesta” contra el estado del mundo en su desquicio, si no más bien, una toma de pulso, casi impersonal, de un estado de situación catastrófico. En los poemas de La noche (1999) y Las cosas nuevas (2011), Moltedo lleva acabo una poesía en donde la prosa, más que un artificio retórico para auscultar la densidad de la subjetividad, es el camino que recorre ese mismo sujeto descentrado ante las heridas causadas por una modernidad destructiva. Pérez, sin duda ha leído muy bien a Moltedo -su cercanía personal, su conversación son aún un punto de registro bastante opaco para nosotros- y en ese acto, puede vislumbrarse toda una manera de entender el poema como prosaísmo, donde las diferencias genéricas se diluyen y donde la conciencia del hablante se pasma ante tanta sospecha. Esto es así, probablemente, porque el así llamado “lenguaje popular” se ha volatizado como un programa de televisión hasta tal punto que los sujetos que transitan en los poemas de Pérez no poseen una individuación esclarecedora de su propio derrumbe en tanto parias de un sistema lingüístico degradado.
En tercer término y derivado de los puntos anteriores, es posible apreciar en los poemas de Modelo económico un destello de iluminación menos lúcida que sensible: no es pura inteligencia que se asume en el desencanto, ni tampoco una fría descripción de un estado terminal de los vínculos humanos. En estos poemas es rastreable una comprensión y afecto que se enternece ante la catástrofe que implica la vida cotidiana con sus tragedias risibles y opalinas. Un gesto en la estela vallejiana de la comprensión del otro, de la infinita compasión por el destino desafortunado de ese otro. Pienso en varios poemas. Se me vienen a la mente, por ejemplo, el titulado “Y cómo les pagamos” que hace alusión a un par de viejos jubilados que padecen el deterioro vital y económico: “Los abuelos construyeron las ciudades/ sin un sólo préstamo/No pagaron intereses/Simplemente lo dieron todo/ Y fueron sabios”. Pero ese deterioro no va tanto hacia la precariedad presente de esos abuelos, sino más bien hacia una autocompasión respecto de nosotros mismos, enajenados en una ciudad que sabemos no es nuestra, pues no la construimos y apenas habitamos. En los abuelos hay un gesto de desprendimiento y gratuidad que rivaliza con el interés y el cálculo. En otro poema, titulado “Bienes”, se establece una clásica dicotomía entre el tener y el ser. Sin embargo, en su brevedad, este poema no es una diatriba moralizante desde el prejuicio de la superioridad, es más bien un aterrizada reflexión sobre esa conciencia que aún resta en el sujeto sobre lo que es realmente respecto a toda posesión: “Hay muchos -tal vez demasiados-/ bienes de consumo que no poseo/ Pero tampoco poseo/ el afán de poseer”. Por otro lado, en poemas como “Acotación al margen” o “Para ser sinceros”, el sujeto enuncia no una dejadez despersonalizada de todo intento de subversión, sino que se alza contra todo pronóstico redentorista. Como dice en el segundo poema aludido: “para el poeta, los futuros/ como que vienen a la baja”. En aquel cuestionamiento ante el advenimiento de “algo” y la concentración frente al presente, es lo que hace a esta poesía un acompañamiento de la precariedad humana y para nada una guía u orientación hacia un activismo alejado de sí mismo. Es como si cada poema de Modelo económico estuviese habitando un presente permanente, un presente cruel, es verdad, pero nuestro y calurosamente nuestro. Esta no es una poesía sólo de denuncia o de compromiso, es una poesía de escalofriante diagnóstico de un estado de cosas que se vuelven hacia nosotros mismos, pero sin consigna, sin promesa de paraísos artificiales, sólo con un adusto gesto de sonreír ante la debacle en que todos habitamos.


Quilpué, otoño de 2018



jueves, 3 de mayo de 2018

Cuaderno de naufragio. Fragmentos.





* Ser impopular nunca es fácil, aunque serlo por una buena causa es una garantía frente a la desesperación.

* A Cioran le debo varias cosas, entre ellas, tomar es sana distancia irónica respecto de la esperanza...sobre todo cuando ésta se formaliza o institucionaliza en un partido, un movimiento social o un grupo determinado, entrando en extraño concubinato con la utopía.

* A veces pienso, cuándo abandonamos la infancia, en qué instante, en qué minuto. Tal vez cuando nos dimos cuenta por primera vez que la felicidad de nuestro presente dejaría de ser algo constante y presentíamos su pérdida inminente.

* Esos escritores discretos, reservados o casi anónimos, con una obra reducida de un estilo único e insuperable, casi aristócratas del lenguaje, al leerlos es como si te hicieran partícipe de un club de caballeros muy británico, pero el triple de entretenido. Por ejemplo, José Bianco o Alejandro Rossi.

* ¿Qué significa "darle más densidad a la poesía leyendo filosofía"? Es para llorar sin acudir al viejo Aristóteles. Como si la poesía no fuera pensamiento en acto. Creo que esas muletas develan a un poeta que no sabe reconocerse en el misterio al que se debe.

* En épocas de oro, para el poeta la mejor manera de escapar es imaginar. En épocas de oropel, como la nuestra, la mejor manera de escapar es persistir.

* La promesa , para cumplirse, deviene división y, al adquirir conciencia de sí, deviene aniquilación.

* Un objetivo imposible de alcanzar, escogido por su pureza abstracta, capaz de conciliar las diferencias, superar los conflictos y fundir el género humano en una unidad metafísica, no puede cuestionarse, dado que jamás se podrá poner en práctica.

* Es increíble la facilidad con la que somos seducidos por la aparente bondad de teorías abstractas.

* Alcanzar la certeza total de las causas no significa para nada lograr aprehender el sentido. Por eso, cada día que pasa, me voy volviendo más y más escéptico de todo progresismo.

* Hoy por hoy, ser convencional es ser hostil a las convenciones.

* Ahhhh....la novela, ese eterno género irridento

* A veces me gusta imaginarme como Tayllerand o De Maistre: nacido y educado en el áncime regime, testigo a través de los años, del desmenuzamiento de lo que me ha tocado vivir. En verdad no puedo ni quiero renunciar a ser muy siglo XX.

* Sin duda que el mundo es mucho más complicado -y secreto- que nuestra pretenciosa habilidad de comprender.

* Me siguen sorprendiendo esas opiniones que dan a entender que a tal supuesto avance social corresponde casi causalmente un "avance" en lo literario. ¿Qué significa avance?,¿y lo social es lo que establece un glamoroso cenáculo autorreferente de redes sociales? Es para la risa

* Maldición de los poetas que confunden pureza con sabiduría, la forma con la vida, su deseo con los misterios del lenguaje.

* La alteración entusiasta del discurso no es sinónimo de utopía como a su vez la transparencia se puede convertir en la pesadilla que la música ha establecido gracias a lo efímero de su propio vacío.

* El éxito sin honor es el mayor de los fracasos.

* El encontrar el libro justo para el momento adecuado lo propicia el ángel de la biblioteca.

* El poema como un precario acto de restitución de un habla que ya dejamos de hablar

* El mundo no se vuelve más seguro o acogedor en la medida que avanzamos en la vida, para nada. Simplemente nos volvemos más capaces o hábiles para soportarlo.

* Todo entusiasmo es pasajero. En verdad, la realidad es el reverso del espejo.

* José Lezama Lima paso casi toda su ida en una isla, Robert Frost, casi nunca salió de Nueva Inglaterra, Fernando Pessoa y Constantino Kavafis vivieron enclaustrados en sus ciudades -Lisboa y Alejandría- ¿quien dice entonces que para escribir viajar es algo más físico que imaginario?

* A veces hay gente que se molesta o extraña conmigo por no escribir tal o cual reseña o ensayo acerca de tal o cual libro. Les digo que no es por pereza: simplemente hay textos que uno termina admirando tanto que se vuele imposible decir algo a su altura que no sea ruido inútil.

* Cuando en un artículo de actualidad, aparecen expresiones como "reeducación política" "normalización" "herramienta de control y sumisión" creo que los límites entre autoconciencia y paranoia se difuminan y empiezo a sentirme como un personaje de una novela de Pasternak o Soyelnitsin

* El fanatismo purificador esgrime sus principios de censura con el cinismo de una máscara implacable. Esa máscara lleva una sonrisa de bondad que, a cada rato, dice seductoramente al oído: "esto no es discriminatorio, al contrario es totalmente inclusivo".

* Como la catástrofe no tiene remedio, tal vez lo literario es sólo un medio de restaurar la añorada distancia frente a las ruinas del mundo moderno.

* Escuchar a Antanas Rekasius, Galina Ustvolskaya y Rodion Shchedrin hace pensar cómo era hacer música bajo la régimen soviético entre los años 50 y 90: desde el éxtasis místico, hasta el gesto irónico y desenfadado que es propio de toda desesperación.

* La sensibilidad para oír en obras literarias el eco de hombres y mujeres que vivieron un instante del tiempo y trataron de conjurar, entender o maldecir su sentido en un puñado de palabras que, para ellos, al escogerlas de esa manera se les volvieron relevantes ¿no es acaso la literatura?

* Lo trágico de los personajes de Dostoievski es que desean vivir su negación de Dios como un fanatismo religioso.

* La exclusión de la belleza como criterio artístico no significa que la autoridad de la belleza esté vaciada o en decadencia. Más bien implica advertir el declive de la creencia de que hay algo llamado "arte".

* Si juzgáramos una obra con la moralidad del autor -esa consabida frase de que obra y biografía son inseparables- pues nuestra literatura, no sé, quedaría reducida a cosas como La cabaña del Tío Tom, Pregúntale a Alicia o a esos poemas "edificantes" de los que se burlaba Ezra Pound o al novelista bienpensante que es tendencia en twitter.

* Lo más peligroso con un iluminado que cree tener una misión, es ignorarlo.

* El “yo” en la escritura es una cruel paradoja: la única palabra que no es un verbo y que tiene la pretensión de ser, simultáneamente, un estado y una acción.

* La nostalgia como saber: único conocimiento que al poeta le está permitido.

* ¿Por qué a veces uno a imaginado que lo que escribió hace un instante es perfecto? Porque conoce lo que es el fracaso.

* La sensación de miedo más horrible: cuando niño, el vértigo al caer.

* En la profundidad del insomnio, los fantasmas no aparecen como tales, a lo sumo como transeúntes que vienen desde la derrota.

* Como algunos que podrían señalar el instante en que sintieron por primera vez amor o tristeza, yo recuerdo la primera vez que sentí aburrimiento: cuando a los cinco años, para hablar, tuve que callar.

* A partir de la caída, nuestra degradación histórica se hace perceptible a través de la pérdida de ese patrimonio común y maravilloso que alguna vez fue nuestra posesión ilusoria: el lenguaje del paraíso.

* Imaginar a Joseph De Maistre como el Carl Schmitt de la Restauración me lo hace sentir muy actual

* Creo que ser pesimista implica darse cuenta que el árbol de la modernidad ha crecido torcido desde la raíz.

* Las personalidades inteligentes y brillantes, seguras de sí mismas, me abruman e intimidan. Quizás porque no son compatibles con la trivialidad que es propia del aburrimiento o la desesperación.

* No me aproblema en absoluto ser un escritor menor , en la medida que alejo de mí cualquier tipo de vulgaridad.

* La inteligencia no tiene nada que ver con la sabiduría. Porque ésta, no pide pruebas.

* Lo más cerca que he estado de una “solidaridad literaria” es haber imaginado un ensayo sobre el rencor.

* Estar en el anonimato es vivir en la felicidad. Tal vez por eso nuestros padres fueron expulsados del Paraíso.

* Por instinto no me atraen las causas destinadas al éxito. Más bien me atraen los perdedores a pesar de que su causa fuera estéril. La tragedia es preferible a la justicia.