lunes, 18 de febrero de 2013

Herzgewächse



Hacia 1908 o 1909, el pintor Wassily Kandinsky asistió a un concierto donde se interpretaba música de Arnold Schönberg. Sensible como era a todo lo referido a la música –el pintor ruso era un buen intérprete de violonchelo- lo que oyó en esa oportunidad lo dejó pasmado: intuyó de manera genial que lo que él estaba intentando hacer en sus exploraciones pictóricas, un músico, Schönberg, lo estaba logrando en el campo musical. De ahí a la conversación y al intercambio epistolar hubo un solo paso. De esa forma dio inicio a una de las relaciones artísticas más notable de todos los tiempos cuyo principal testigo fue una intensa correspondencia que se prolonga hasta poco después de iniciada la Primera Guerra Mundial en 1914 –Kandinsky, como ciudadano ruso fue deportado por las autoridades alemanas a su país natal y Schönberg se vio obligado poco después a ingresar al ejército austriaco-. Ambos artistas intercambian opiniones sobre el arte de su época, ven la necesidad de una renovación total de éste en la anquilosada sociedad alemana y europea de principios de siglo y discuten acaloradamente en torno al eventual diálogo o correspondencia entre la música y la pintura. Kandinsky intenta de una u otra forma acercar a esta última al “espíritu de la música” y, por otro lado, Schönberg encuentra en el artista ruso un apoyo suficiente para darse confianza a sí mismo y hacer sus propios cuadros. Ambos se sienten atraídos por el gran arte del pasado –Bach en un caso, Grunewald en el otro-, ambos admiran el arte primitivo alemán y ruso respectivamente, pero también sienten una fascinación por la poesía de su tiempo –Stefan George, Paul Verlaine, Alexander Block- pero coinciden de modo inusitado en su admiración por la obra de Maurice Maeterlinck.
Son sobre todo las obras de teatro del escritor belga las que permiten atisbar en ambos artistas una posibilidad de renovación del arte entendido como algo total y abarcador. Junto a Chejov, Strindberg, Ernst, Beer-Hofmann y otros, Maeterlinck expresa en su teatro estados anímicos de un mundo irreal y simbólico, impregnando al drama una atmósfera estática de personajes inmóviles, pasivos y receptivos ante lo desconocido y misterioso, personajes que luchan inútilmente contra la muerte, el destino o la fatalidad y que se hallan imbuidos en una desventura cotidiana donde no es posible ningún heroicismo y en que el simple hecho de vivir es ya una tragedia. La acción, mediante la interpretación de los actores, debe sugerir los diversos estados de ánimo. Es de imaginar que una propuesta como esa, habría de seducir a Schönberg y Kandinsky, por la posibilidad que implicaba representar aquello que las palabras sugerían y no manifestaban y donde la música y el color podrían hacer patente de mucho mejor manera. En ese sentido no deja de ser sugestivo el modo en que ambos artistas planeaban colaborar entre sí para, bajo el embrujo del teatro del escritor belga, esbozar la renovación tanto de la música como de la pintura, apuntando uno hacia la atonalidad y el otro hacia lo no figurativo. Todo esto nos permite comprender mejor y en una perspectiva más amplia una serie de proyectos que llevan a cabo cada uno de estos artistas y que el año 1911, viene a simbolizar el anno mirabilis de este intercambio: Kandinsky publica De lo espiritual en el arte, Schönberg publica las Seis pequeñas piezas para piano op 19 y ambos coinciden en lo que será probablemente la culminación de todos sus afanes de colaboración artística: el proyecto Der Blaue Reiter –El Jinete Azul-. Éste no sólo es el nombre de un movimiento pictórico que inaugura el arte no figurativo y da paso a la pintura abstracta, es también el nombre de un almanaque que reúne a lo más granado de los artistas de vanguardia centroeuropeos de la época y donde encontramos tres “textos” que pueden ser vistos como interrelacionados entre sí: La relación con el texto de Schönberg, ensayo donde el músico plantea sus principales líneas teóricas para dar cuenta de la relación entre la música y las palabras en el arte que ha de venir; una “composición escénica” de Kandinsky titulada El sonido amarillo que se basa en las respuestas sinestésicas que habrían de provocar a un eventual espectador, el éxtasis otorgado por la percepción de los colores que se encontraría vinculada a los gestos y movimientos que los actores realizaran con sus cuerpos –en una analogía muy sugerente con el teatro No japonés- y una partitura de Schönberg titulada Herzgewächse que podría traducirse así como “follaje del alma” o “excecrencias del corazón” y que es una pieza para soprano y acompañamiento de celesta, armonio y arpa.
En esta pieza exquisita de no más de tres minutos y medio de duración, oímos una voz que describe un vuelo tremendo por el registro alto que, analógicamente, podemos sentir como las zonas del espacio que hemos de considerar como las más "altas" recorridas por cualquier ser humano. Ese vuelo de la voz tiene una lejanía doble: de un lado, la debida a su distancia por la tesitura con respecto al acompañamiento de los instrumentos; de otro lado, la que dimana de su condición atonal. Distancia no es relación. Y es porque la altura de la voz es el vuelo que se "aparta" literalmente del mundo, de la tierra, con todos sus jardines y desiertos. Como querían Schönberg y Kandinsky, el gran arte es aquel que permite captar lo esencial, lo intrínsecamente necesario, lo fundamental de lo fundamental: nada de arabescos, nada de cosas accesorias: la abstracción como símbolo de concentración suprema como en un poema de Trakl o en un aforismo de Wittgenstein.
Ahora bien, el texto es de Maeterlinck y describe exactamente un vuelo inimaginable y superior a todos los vuelos físicos que nos llevan a otras galaxias, a otros espacios. Dice la voz que va cantando que su corazón es un jardín con vegetaciones de símbolos, nenúfares monótonos, lianas blandas y lentas palmeras. Pero que en ese jardín hay un lirio que se eleva bajo una campana de cristal azul, o mejor, que se eleva bajo ese palio en su "mística plegaria blanca". La música "representa" analógicamente por la distancia de tesitura y atonalidad ese portentoso vuelo. Y lo más importante es que la "plegaria blanca" está también contenida en la simbolización musical. El alejamiento o distanciamiento, mejor, el "extrañamiento" del mundo a que llevan el vuelo del lirio y el cántico de Schönberg, exponen la necesidad de ir al encuentro de un más allá en un universo que ya no tiene relación con éste, o que, de tener alguna, es una relación "disonante", como la que ha de existir forzosamente entre lo absoluto y lo relativo, entre lo que es amor solo, en sí, (o amor de/a Dios) y cuanto pueda moverse en nuestra contingencia 

Herzgewächse es similar a otras obras de Schönberg de la misma época –por ejemplo Erwartung de 1909- dado que no está musicalmente organizado por un desarrollo estricto de un tema evidente. Se experimenta básicamente con el color instrumental, pero tal vez lo más interesante de esta pieza es la relación de la música con el texto, una relación aún más evidente por el hecho de que el compositor comenzaba la escritura del texto del que sería uno de sus más controvertidos proyectos: la cantata Die Jakobsleiter –La escala de Jacob- que quedaría sin terminar. En una obra tan pequeña y compleja en sus pretensiones teóricas y filosóficas como Herzgewächse, Schönberg estaba empezando a explorar más a fondo las posibilidades de expresar en una mezcla de lenguaje y música referencias muy densas en su conceptualidad abstracta. Sin duda Herzgewächse representa la búsqueda de un vínculo entre la música y las palabras, un vínculo que renunciara a la dependencia de apoyos visuales o la creación de imágenes mentales. En esta pieza, si bien la noción de lo poético aún reinaba como el eslabón dominante de conexión entre música y lenguaje, se abre la posibilidad de superar esa dicotomía. Además, esta obra sólo vino a ejecutarse en 1928, en parte debido al inusual conjunto de instrumentos empleados y las exigencias casi desmesuradas para la vocalista. En el ensayo La relación con el texto que hemos mencionado, Schönberg argumentó que después de Schopenhauer la música, debido a su naturaleza y carácter, nunca debe tratar de ilustrar un texto. El contacto directo con el sonido de las primeras palabras debe ser suficiente para permitir el desarrollo de una declaración musical del compositor, sin referencia alguna al sentido literal o "contexto poético" que el poema está estableciendo. Los sonidos de las palabras deben ir en lugar de las imágenes mentales que generan, ni su contenido o sentido gramatical, y así poder desencadenar la llamada "comparación directa". La "verdadera" esencia de los poemas -no la ilustración de contenido- está cerrada con llave por la música y la esencia inalcanzable e imperceptible se muestra sin la ayuda de ésta. Para Schönberg la música y el texto se relacionan entre sí, se complementan en un nivel “espiritual” como resultado de la integración de ambos recursos –sonidos y palabras- en manos del artista creador. Pero en el sentido ordinario, en términos de "declamación" o "tempo" o "volumen", o en términos de descripción narrativa, la música y el texto divergen entre si, de hecho, la música debe conservar su autonomía. En esta exposición teórica tentadora, pero un tanto inconsistente, Schönberg abraza la idea de que el lenguaje tiene que ser purificado si desea ser, como sugirió Karl Kraus, la "madre de las ideas". Si el lenguaje desempeña su imperativo ético -para hablar sus verdades en el sentido más amplio– su unidad espiritual puede ser revelada por el arte y sólo gracias a la música emergerá. Sin embargo, el lenguaje común que escuchamos en la vida diaria o que leemos en los periódicos es un modelo insuficiente. Lo que el pintor y el compositor deben hacer es despegar desde el lenguaje y generar obras en cuya expresión y por cuya percepción se “comprenda” un reino más alto donde la experiencia humana sea creada y revelada. El lenguaje como un texto proporciona un indicio de la idea estética. Es en este marco que se debe escuchar la conexión entre el poema de Maeterlinck y la música de Herzgewächse, en particular cuando el poeta describe los estados de ánimo y la evolución del sentimiento. No es ni lo metafórico ni la inclinación literal del poema de Maeterlinck que se conecta a la música o justifica su presencia. El texto se ha transformado y se ha convertido en un elemento integral del discurso musical.

Acá dejo un enlace a una interpretación de Herzgewächse


viernes, 8 de febrero de 2013

Pedro Lastra como lector: apuntes sobre Sala de lectura.


Sala de lectura es el nuevo título en prosa que Pedro Lastra agrega a un corpus formado por Relecturas hispanoamericanas (1987); Leído y anotado (1998) e Invitación a la lectura (2001). Como bien indica su subtítulo, el libro reúne una serie de notas, prólogos, apuntes y discursos, constituyéndose en un volumen misceláneo que abarca temas y autores diversos, en un marco temporal de casi diez años. Material seleccionado y antecedido por un prefacio de Patricio Lizama, el nuevo libro de Lastra se articula en dos grandes secciones: la primera titulada “Sobre literatura chilena e hispanoamericana” y la segunda llamada escuetamente “Otros escritos”.Y no es que en un gesto como aquel se pretenda predisponer la lectura por una orientación temática o estilística, más bien es apreciable una ordenación, diríamos, modulada con una flexibilidad que invita más a la aventura lectora que al ensimismamiento circunscrito. Ciertamente los títulos de ambas secciones son amplios e inclusivos, rastreando obras y autores, tendencias y momentos de la más variada índole, abriendo un horizonte de múltiples expectativas en el dinámico espacio literario hispanoamericano y chileno. De esta forma se dan cita en el libro de Lastra el interés por revistas fundacionales de nuestra historia literaria como fueron Revista de Valparaíso y El Crepúsculo en los albores del siglo XIX; asimismo una predilección por indagar el sugestivo mundo fantástico y mágico que anida en la obra de Leopoldo Lugones, Francisco Contreras y José María Arguedas; el regreso siempre cargado de detalles vivenciales y sugerentes observaciones interpretativas que plantea la relectura de Huidobro, Mistral, Neruda, Rojas, Lihn, Teitelboim y Cortázar; la fijación tan característica de Lastra por dar noticia, información o articular una “imagen de situación” de autores ubicados un tanto al margen de las corrientes principales y que vuelven a darnos una sorpresa no menor en sus aciertos como lo son Jorge Teillier y Eliana Navarro; las observaciones en torno a poetas como Eugenio Montejo y Oscar Hahn que permiten entrever la búsqueda de un lenguaje que se precie de cabal y exacto en la puntualidad de sus diversas experiencias. A esto agregar el diálogo nunca interrumpido allende el Atlántico y que encarna en una serie de textos que evocan la presencia de Grecia en la poesía hispanoamericana y a figuras señeras de la poesía española del siglo XX: Rafael Alberti, Juan Ramón Jiménez, Luis Cernuda, autores, tendencias y culturas con las cuales Lastra indaga no tanto una pretensión “originaria”  sino más bien un mapa de referencias que da cuenta de un idioma, pero a su vez de una imaginación y pertinencia epocal que se traduce en encuentros siempre fecundos y aleccionadores.
La autodefinición de Lastra –tomando prestado un término de Enrique Lihn- como “escrilector”, tal como señala Lizama en su prefacio, establece la marca con que esta diversidad de textos se plasman frente a nosotros: pues no estamos ante textos sancionados por el academicismo al uso, aquel que pretende ofrecer interpretaciones certeras o emitir juicios categóricos en la autoconciencia de su estatuto “investigativo”. Nos hallamos más bien, ante una escritura móvil y versátil, una escritura que teje una trama ininterrumpida de referencias, testimonios, alusiones y aperturas de sentido que no se enclaustran en la pretensión definitoria de lo comprobable y que es justificada en grado sumo por el asombro, la curiosidad, el cuestionamiento y el placer. Desde esta perspectiva, los textos de Lastra son invitaciones de lectura, gestos persuasivos motivados por el asombro o la complicidad, textos que se prestan a la evidencia de nuestra propia fragmentación emotiva e intelectual en la medida que nos reconozcamos como sujetos inmersos en un océano de situaciones contradictorias plasmadas por el azar y a las que la literatura otorga refugio o desazón.
Ahora bien, toda forma de escritura conlleva una manera de abordar o entender la lectura. Por antonomasia, ello implica dejar constancia de un pensar, de un modo de pensar. “La forma –decía Karl Kraus- es el pensamiento”. Porque cuando se escoge, por las razones que sean, un medio de expresión determinado, no sólo se está escogiendo un “estilo” o abordando un género literario de las características que sean, se escoge un modo inconfundible y preciso de pensamiento, un modo peculiar de entender la escritura respecto a lo leído como en relación a otras escrituras que desearían mentar sobre lo mismo de manera diferente para hacer resaltar cosas semejantes o diametralmente distintas. Así, por ejemplo, escribir sobre la obra de un poeta con pretensiones de ver en ella un “objeto de estudio” que necesita ser auscultado analíticamente es bastante diferente a escribir sobre esa misma obra desde la perspectiva del recuerdo memorioso, la impresión primigenia o desde la soltura del ensayo de apreciación que pretende preguntar sobre significados posibles que sobre el levantamiento de un cerco definitorio. El talante de cada escritura, por decirlo así, muestra o deja evidentes, las distintas maneras con que se articula ese pensar que encarna en la forma y que se define por ella.
En este sentido, si bien estaríamos tentados a utilizar la palabra “ensayo” para caracterizar los textos de Lastra, lo que nos indica el autor y lo que su propia escritura deja entrever es la recurrencia permanente a un término que bien podría ser considerado una “forma simple” al decir de Andre Jolles: la nota.
Es singular la elección que para su escritura en prosa efectúa Lastra de tal denominación, pues lo que en ello se advierte no es tanto un repliegue hacia los ámbitos de la “intimidad lectora” de parte del sujeto de la escritura, ni tampoco una minusvaloración de la forma, sino que de modo muy sagaz, se aprecia una elección consciente de lo que puede significar aquella forma escritural en tanto una constatación que busca en la sugerencia, su sentido amplio y caracterizador. De todas maneras la nota difiere funcionalmente del artículo como a su vez del ensayo y no es, como pudiera creerse, un artículo corto o un esbozo abreviado de un escrito superior o de mayor amplitud. Más bien, como lo ha señalado con lucidez Martín Cerda, la nota es un texto que se encierra a partir de una función específica: notar –o si se prefiere, anotar- algo que transcurre en el mundo, en el cuerpo o en la conciencia del escritor. La nota es dejar una huella escrita del proceso de lectura y más aún, es evidencia de su entrelazamiento singular, la prueba de que una depende de la otra, sirviendo de soporte para dejar testimonio del juicio que suscita en la conciencia aquello que la misma escritura motiva, cuestiona o plantea. La nota es la evidencia dejada por la lectura como proceso de un deleite inteligente. Por ello no explica nada, ni certifica nada, encontrándose alejada de ese tipo de escritura académica que pretende para sí misma la exhaustividad y la pretensión de la demostración teórica. De aquello pueden sustraerse una serie de interesantes implicancias para optar, valorar y decidir sobre eventuales significados críticos cuya exploración rebasaría los límites de la presente reseña. 
 Baste apuntar que esto, sin duda, conlleva a reflexionar acerca de lo que hay en la prosa de Lastra en tanto meditación reflexiva del hecho literario con sus aristas diversas de convergencia y amplitud, pero no como un ejercicio sistemático a modo de un tratado, ni siquiera buscando la reflexión palmaria que se cuestione a sí misma a manera de una eventual poética de la lectura. Porque si bien es cierto, aquello sería deseable, lo concreto es que tenemos ante nuestros ojos una serie de textos breves, precisos, sugerentes y circunscritos a su propia experiencia de producción como una especie de excepción significativa, menos articulada hacia el dogmatismo esclarecedor que hacia la necesidad de disuasión que encierra todo texto que, como la nota, se precie de su propia red de referencias. Por eso, no deja de ser relevante que en los textos de Lastra reunidos en este volumen, se nos invite reiteradamente a fijarnos en los detalles que una visión de conjunto, más total o totalitaria, haría de ellos, caso omiso. Así sucede por ejemplo cuando se nos hace llamar la atención hacia la personalidad literaria de Francisco Contreras, otrora famosa, hoy olvidada y que bajo la lectura atenta y singular de Lastra puede ser leída como una personalidad mucho más vasta y compleja de lo que en apariencia es, al rastrear en el “Proemio” a su libro El pueblo maravilloso, un antecedente preclaro de las aventuras imaginativas de un Carpentier y toda su descendencia “real-maravillosa”. O cuando de modo inmejorable en su brevedad y agudeza, establece una filiación inesperada, pero rica en resonancias entre James Joyce y Vicente Huidobro. O cuando nos invita a leer a un escritor como Volodia Teitelboim como un memorialista en la estela americana de Mariano Picón Salas o en la estela  de un José Victorino Lastarria o un Vicente Pérez Rosales, abriendo con ese solo gesto de lectura, perspectivas posibles de interpretación que en su fineza y detalle dicen mucho más que decenas de páginas sobre el autor de Hijo del salitre.
Desde esa perspectiva, me parece que la escritura en prosa de las notas de Lastra son más que nada una “lectura del detalle”, es decir son un gesto escritural que implica la práctica de un riesgo, pues ponen en peligro una idea monolítica del libro, en tanto se considere a este último como portador sistemático de una idea apriori de lo que debiese ser la crítica literaria y, por ende, un tipo de texto cercado en sus fugas de sentido para que éste no huya de su propia monumentalidad. La nota, como lectura del detalle violenta esa pretensión y desencadena un aparente desorden y confusión, en tanto éstos son básicos para comprender el movimiento que toda lectura hace de sí misma. Ese movimiento en la prosa de Lastra reunida acá, posee una sugestiva economía en su despliegue de significados, pero una generosa amplitud de registros posibles que permiten entrever no sólo un talante testimonial nacido de un profundo amor a los libros, sino una reflexión más que pertinente acerca de la literatura, su ejercicio y su goce de sucinta lucidez.