En Chile, como en otros lugares de
Hispanoamérica, la aventura de la poesía vanguardista llegó a un callejón sin
salida a fines de los años 40: ¿agotamiento de los géneros, esterilidad de la
expresión verbal o coincidencia con el escepticismo de un mundo que surgía de
las ruinas de la
Segunda Guerra Mundial? Sea como sea, mediando el siglo XX,
la utopía de vanguardia convertida, a pesar suyo, en un nuevo “academicismo”
había cedido paso al desencanto ante el grotesco espectáculo que dejaba
entrever la Guerra Fría. Pero más
allá de detectar con prontitud la legitimidad de tal aseveración, no puede
desconocerse que a mediados del siglo recién pasado era posible advertir un
momento crucial en la comprensión del desenvolvimiento de la poesía escrita en
Chile: los impulsos rastreables en Vicente Huidobro, el grupo surrealista Mandrágora y/o las figuras y obras de
Humberto Díaz-Casanueva, Rosamel del Valle y el Pablo Neruda “residenciario” habían
jugado sus mejores cartas y se aprontaban a abandonar la primacía del discurso
poético. Asimismo, con la aparición en 1954 de Poemas y antipoemas de Nicanor Parra y de Estravagario de Pablo Neruda, como a su vez el surgimiento de un
puñado de poetas más jóvenes que desde fines de los años 40 y durante toda la
década de los 50 publican sus primeros, segundos y hasta terceros libros, se
evidencia un giro hacia un entendimiento más localizado de lo que debería ser
la poesía y su ejercicio: por un lado, el compromiso con el avatar histórico y la
consolidación –proveniente ya desde los autores de la generación del 38- de una
idea o concepto de literatura que mostrase la vinculación explícita con el
devenir, encarnado éste en la emergencia social que adquiría un tono perentorio
dado el paulatino proceso de modernización impulsado por el estado y el
conflicto que ello significaba política y simbólicamente. Por otro lado, la
necesidad de dar cuenta de una densidad subjetiva manifestada en tanto
“experiencia interior”, en algunos casos con un tono “existencialista” de la
comprensión de lo humano y su miseria, como en otros, la de una crisis de
fuerte cariz religioso y hasta confesional. A su vez, el experienciar por vez
primera -como síntoma de ese mismo proceso de modernización- la aparición de
una sensibilidad característicamente urbana que revertía en la necesidad de
articular simbólicamente el arraigo o su virtual desacralización o destrucción,
propiciaba el cultivo de la memoria en variantes que ya no eran meramente
descriptivas como fue la oleada criollista/telurista de principios de siglo y
que redundaría posteriormente en la denominada poesía lárica. En todo esto se advierte la búsqueda y la necesidad
de una inmediatez expresiva que se condiga con la vivencias de una subjetividad
en plena crisis de acomodos modernizadores, pero sin abandonar la mediación del
poema en tanto forma y que se muestra como contraste frente a la comprensión
que de lo poético poseen los proyectos de estos poetas en torno a la recepción
y modulación de la noción de “vanguardia” recibida de la generación
inmediatamente precedente. Tratando de sintetizar en una fórmula operativa que
nos muestre tal contraste, tal vez los poetas que emergen bajo estas
circunstancias dan menos énfasis a un tratamiento “lúdico” del lenguaje que a
uno “expresivo” o “existencial”.
Enrique Lihn (1929-1988) es probablemente uno de los poetas que con más ardor
experienció este proceso. Su apuesta radical de entender la vida como
epifenómeno rastreable en tanto reflexión validada por y en la poesía, lo
convierte en uno de los autores más intensos del parnaso chileno y aún del
idioma cuando se trata de averiguar si es posible establecer una equivalencia
entre vida y poesía. Esa equivalencia a la que apeló una y otra vez la
vanguardia heredada desde el surrealismo, para un poeta como Lihn no es algo obvio
y menos algo asegurado. Más aún, era un asunto altamente problemático. Su poesía
que abarca cerca de 40 años de escritura es un gesto permanente por plantear
una y otra vez la validez de su propia existencia: en una época de explosión planetaria,
de convulsiones políticas de variado sello, de compromisos y militancias exigentes y que hacen al
escritor terciar de distintos modos su aceptación o rechazo de la realidad, la
postura de Lihn en su poesía y en su vida era lúcidamente cauta y cáustica,
reflexiva y crítica. En su obra, se cumple el dictum que es propio de buena
parte de los escritores de valor en Hispanoamérica: toda creación literaria se
valida en tanto contradiscurso imaginativo ante la precariedad ambiental del
estado de cosas de la realidad que les toca vivir. “Una poesía escéptica de sí
misma” es el lema que Lihn toma de Huidobro y que operativiza para su propio
ejercicio escritural con un dejo radical de auscultación que poco deja en pie.
Un ejercicio que le distancia del poder, de las camarillas tan recurrentes en
los ambientes literarios, un ejercicio que le causa conflictos con tirios y
troyanos –derechas e izquierdas hispanoamericanas de pelos crispados y
agresivos en el escenario cruel que es la Guerra Fría en nuestro continente-
Un ejercicio que indaga feroz los recovecos de la subjetividad –el mundo
perdido de la infancia, el desamor en las urbes latinoamericanas, el ir y venir
de la imaginación entre viajes y añoranzas, el cuestionamiento de esa misma
subjetividad para aplacar los monstruos que ha invocado, la poesía
reflexionando sobre sí misma en un acto al borde del suicidio es pos de una
lucidez aclaratoria- y que llega al final del día con la única certeza de
aceptar al poema como recurso desesperado de inscripción vital e imaginaria.
En Lihn
aquella manera condiciona su insobornabilidad a toda prueba: nunca se instaló
en trabajo, ocupación o puesto rentable y seguro. Su existencia “civil” fue una
deriva permanente en los arrabales de la “ciudad letrada” y que la dictadura
militar chilena agudizó aún más. Así, las prebendas de la sociedad literaria le
fueron esquivas y él, por lo demás, nunca las buscó: su desdén crítico era el
rostro severo de una eticidad como pocas en el mundo de la literatura. Errante
de una ciudad a otra y en tiempos de naciente globalización, nómada de un país
a otro, Lihn fue siempre fiel a su propia experiencia, aún a pesar del
desencanto más radical, desencanto que conlleva una aguda crítica al estado de
cosas respecto al lugar y posición que en nuestras sociedades hispanoamericanas
ocupan la poesía y el poeta.
Deslenguado, íntimo, político, existencial, angustiado, lúdico, rebelde y
perplejo: su actitud vital se condice con su propia escritura y es de los pocos
poetas del idioma que intentó explicar y entender su propia vida desde la
peculiaridad demandante de la poesía misma. Muerte del autor y ocultamiento de
la subjetividad biográfica en un empeño desmesurado y a veces fallido por su
propia utopía negativa, pero también irreverencia locuaz que se plasma en poemas
intensos y desconcertantes como muy pocas veces se han dado entre nosotros.
*
Enrique Lihn consideraba que La pieza oscura era su libro de poemas
que le había legitimado su “mayoría de edad” en la poesía chilena. Ciertamente, después de publicar Nada se escurre (1949) y Poemas de este tiempo y el otro (1955)
bajo sellos más o menos recónditos y con un tiraje menor, La pieza oscura era, en cambio, una publicación bajo un sello de
difusión amplia y un reconocimiento crítico-editorial relevante, pues fue un
libro que desde su aparición, ayudó a posesionar a Lihn en el campo cultural
chileno como una de las voces poéticas contemporáneas más importantes por más
que su recepción crítica inmediata no fuera auspiciosa. Los poemas de este
libro habían sido escritos en un lapsus que va de 1956 a 1962 y según los
comentaristas más informados de la obra de Lihn, la diversidad de aristas desde
donde pueden ser abordados, los muestran como un conjunto de una complejidad
conceptual, lingüística e imaginativa de primer orden. Ahora bien, toda obra
poética relevante se debe a su contexto, no sólo social o cultural, sino
también al ambiente literario con el cual comparte obsesiones, imágenes y
cierta sintonía epocal. En aquel sentido, para cuando La pieza oscura se publicó, Gabriela Mistral había fallecido hacía
muy poco y poetas de primera línea como Pablo Neruda, Nicanor Parra, Gonzalo
Rojas y Pablo de Rokha se encontraban en pleno proceso de producción y
publicación, siendo figuras conocidas y valoradas que marcaban con sus
respectivas obras el horizonte dentro del cual los autores más jóvenes de la
época blandían sus tentativas expresivas. Lo que era claro era que desde
mediados de los años 50, la rica vanguardia poética chilena surcada por la
recepción, buena o mala, superficial o profunda del surrealismo, había
decantado hasta constituirse como un eslabón más en la incipiente tradición
poética del país y de aquel modo, buscar en ella referencias creativas no era en
ese instante un punto de arranque para las prácticas poéticas de autores como
Lihn. Era ni más ni menos, una experiencia vital que había devenido histórica.
Por otro lado el influjo que una obra como la de Nicanor Parra podía ejercer en
la inmediatez de sus invenciones y descubrimientos era un camino tentador a
seguir, pero que tampoco estaba dentro de los lineamientos que a Lihn le
parecían necesarios explorar, por más que algunos recursos parrianos –cierto
fraseo plagado de coloquialidad lingüística, la desacralización del hablante-
fueran primordiales en la articulación retórica de varios poemas de La pieza oscura. ¿Cuáles serían entonces
las principales coordenadas de este libro? Como ha indicado Carmen Foxley, sin
duda las que matizan y dibujan un mapa configurado bajo el alero que posibilita
la memoria. Así, en los poemas de este libro es posible advertir la
circulación, el merodeo, el vaivén de personajes que asumen roles familiares
–padre, hijo, abuela, primos- bajo diversas circunstancias vitales como
asimismo, figuras que en su lejanía temporal, se niegan a desaparecer, haciendo
hincapié en sus mensajes lanzados hacia el presente del hablante que los
invoca: profetas bíblicos, poetas muertos, voces del pasado que van y vienen
como fantasmas que recomponen escenas dramáticas o situaciones de traumas
reales o imaginarios. Centro desde el cual es posible organizar una lectura de
estos poemas es el que le da título al conjunto: “La pieza oscura”. Éste es,
qué duda cabe, uno de los poemas más notables de la poesía chilena de la
segunda mitad del siglo XX, poema de largo aliento, de un tono pausado y
versículo cercano al ritmo de la prosa, poema que gira alrededor de una escena
cardinal: la ambivalencia de la niñez ante la pérdida de la inocencia en la iniciación
sexual. Pero este poema no sólo es la constatación de una experiencia, es
también una vasta reflexión que hace del transcurso de la temporalidad, su
centro gravitatorio: los niños que fuimos en contraste con los adultos que
somos. En esa dicotomía, la conciencia del tiempo es conciencia de la finitud,
conciencia de la muerte y conciencia, al fin, de lo efímero de toda vivencia
que trasunta lo fragmentario de toda memoria. En este poema que sirve de pieza
ordenadora al resto del conjunto y que le da un énfasis entre trágico y
reflexivo, puede apreciarse la densidad expresiva con que Lihn acomete su afán
de diferenciación frente a la poesía chilena de su tiempo, marcando además, un
camino distinto que lograría la admiración y emulación de las generaciones
venideras.
*
Publicado en 1969, La musiquilla de las pobres esferas
recibió desde su aparición, los comentarios lúcidos y celebratorios de lectores
tan distintos como José Miguel Ibáñez, Waldo Rojas, Carmen Foxley y Pedro
Lastra, por mencionar un puñado de nombres clave en la densa y variada
bibliografía lihneana. Con los matices propios de grupo tan diverso, las
opiniones convergen en considerar los poemas de este libro magistrales en todo
nivel: formal, temática y estilísticamente. Como nunca, Enrique Lihn da muestra
de una constante profundización y variación de su propia escritura,
convirtiendo en motivo central de la misma, las reflexiones que suscita la
posibilidad de su realización. Poesía que se plantea acerca de la pertinencia
de la poesía, autoconciencia escritural llevada a uno de sus límites más
lúcidos y productivos.
Las declaraciones que abren el
libro –tituladas A modo de prólogo y
que en la edición original iban en la contraportada- son aclaratorias y
orientan sin duda su recepción, pero en ningún caso se convierten en
unilaterales “señas de ruta” que coarten la discrepancia de eventuales
comentarios como lo indica en una temprana reseña de 1969 José Miguel Ibáñez.
Entre otras cosas ahí se manifiesta lo siguiente: “(…) he terminado por hacer
poesía contra la poesía; una poesía, como dijera Huidobro, escéptica de sí misma (…) El valor de las palabras y el cuidado por
integrarlas en un conjunto significativo han sido lo suficientemente
abandonados aquí como para constituirse –aquella devaluación y esta
negligencia- en los signos de un desaliento más profundo (…) A falta de otra
salida, creo que me he propuesto, una y otra vez, poner de relieve, por medio
de las palabras –sin concederle a ninguna de ellas un privilegio especial- ese
silencio que amenaza a todo discurso desde dentro”. Estas palabras marcan una
pauta, un seguimiento detenido y virtuoso de la decrepitud, de lo que se
denominaría el “desaliento” ante la imposibilidad de la poesía como discurso
asible a lo real; crisis de la necesidad histórica a la que la poesía chilena
-e hispanoamericana en general- se veía expuesta dado el contexto
socio-político de la época con sus utopías que muy pronto –en los 70-
desembocarían en las trágicas dictaduras militares del continente. Por ello no
deja de ser sintomático la aparente e intensa contradicción entre momento
histórico y discurso poético: como queriendo disculparse por parecer demasiado
escéptico de las instancias políticas que hacían furor a fines de los 60 y
principios de los 70, la escritura de Lihn aparece evidenciando no el supuesto
entusiasmo y entrega a “los procesos históricos” que la hora pedía, sino más
bien el desencanto y distanciamiento propio de toda escritura crítica. Ese
desencanto se trasvasija, ciertamente, en la duda de ver en la poesía una
posibilidad emancipadora concreta de la realidad, duda que se extiende hasta
poner en cuestión su validez misma como discurso. Poemas tan notables y, hoy
por hoy, clásicos de la bibliografía lihneana como “Mester de juglaría”,
“Revolución”, “De un intelectual a una muchacha del pueblo”, “Seis soledades” y
“La musiquilla de las pobres esferas” que otorga el título al libro, son
constataciones fehacientes de ello, pero al mismo tiempo, se muestran como
consumados poemas de una factura impecable donde, paradojalmente, Lihn logra un
límite expresivo con el lenguaje como rara vez se ha llevado a cabo en la
poesía contemporánea de la lengua y que lo hacen ser el poeta que es. Por
supuesto que toda poética es
tributaria de su contexto, pero ¿clausura eso su entendimiento, su sentido? Aventurando una opinión este
libro deviene la necesidad de crear su propia recepción en el contexto que
significan los más de veinte años de la muerte de Lihn. Quizás, para fijarse en
algo que se transforma en perentorio al ser formulado como pregunta: ¿cuál es
la pertinencia de una poética como ésta en nuestra actual sociabilidad
literaria? Porque la escritura de La
musiquilla de las pobres esferas no es en absoluto acomodaticia, plana o
tranquilizadora. Difícilmente podría ser neutralizada con el rótulo de
“clásico”, si es que entendemos esa palabra como algo sin vida ni movilidad,
como algo fijo per sécula y sin estimulantes provocaciones: “Un mundo nuevo
se levanta sin ninguno de nosotros/ y envejece, como es natural, más confiado
en sus fuerzas que en sus/ himnos” Estos versos, tomados casi al azar del poema
“Mester de juglaría”, son un recordatorio para entender la precariedad de las
pretensiones irracionales de cualquier trasnochado redentorismo que intente
fundarse sin asumir la contradicción de su discurso como algo “nuevo”,
“original”, “tierno” o “único” y que trasluce su propia violencia fundante que
no una asunción crítica de su estado. Versos como del poema recién citado, son
dardos venidos desde lejos hacia una actualidad poética a veces ebria de sí
misma en un ejercicio que mutila su propia memoria. Pero también implica
aceptar que la poesía es una trama difícil que acompaña la historia, pero que
ha tenido que renunciar a su orientación y tal vez a su esclarecimiento ya que
ha nacido de la contradicción, convirtiendo a ésta en su fecundo origen.