Pocas
veces un lugar hace de correlato tan certero como lo es respecto de la poesía
de Rubén Jacob: como entre las calles de Quilpué, en los versos de Jacob
experimentamos un misterio: la vivencia casi física del transcurso del tiempo
que anida en el desplazamiento entre real e imaginario de calles y palabras
como prueba única de la imposibilidad de mensurar algo tan evanescente. Esa
vivencia hace que nuestros pies se encadenen al asfalto y se dejen llevar a
modo de un flaneur que no sabe de sí
mismo o que se asemejen a esa niña que juega con el aro en la pintura de
Giorgio de Chirico Melancolía y misterio
de una calle tan cara a Jacob como símbolo y síntesis de sus libros y que,
andando y jugando, atisba en cada esquina un gesto, una sombra o un fantasma:
ese rostro sin rostro que adquiere el tiempo no como duración, sino como
transcurrir y que nos embebe entre asombrados e indistintos. En un poema de su
último libro Granjerías infames,
titulado “Caminata”, Jacob hace alusión a ese desplazamiento que es más que un
mero recorrido físico en los espacios palpables de una ciudad de provincia. El viaje
involucra a modo de aventura, el horizonte desconocido de esos lugares
sospechados por una memoria que se ve asediada: (…) He de partir pronto/viajaré
con rumbo desconocido/Me iré bordeando la avenida principal/ en la vaga
claridad del ocaso/ hasta encontrar los gastados andenes/ de la estación
ferroviaria (…). Pero también atisbamos que ese desplazamiento alude de una u
otra forma a un viaje imaginado, más como melancolía que como impotencia: así, las
calles de la ciudad recorrida por Jacob son como las calles de Lisboa para
Pessoa o las de Alejandría para Kavafis: rutas secretas y fantasiosas para dar
cuenta de una peculiar experiencia de desarraigo que no sale de su misma
circularidad rutinaria. En la segunda mitad de la “Variación XIX” de The Boston Evening Transcript, se nos dice:
(…) Yo soñé mucho con partir/Y arribar al suave olor de los jardines/ En una
ciudad extranjera sin equipaje/ solo y desprovisto de todo/ Hubiera vivido
quizás cuánto tiempo/ Con humildad en un hotel modesto/ En las afueras casi
pobremente/Dejando las futilidades de la vida diaria/ Viviendo muchas vidas
secretas/ En espera de volver (…). Esa naturaleza de viandante solitario que
aparece en lugares estratégicos de los poemas de Jacob, es una naturaleza cargada
con referencias, libros, citas, autores y notas: es su paráfrasis imaginaria,
pero también vivencial por los caminos secretos de la literatura –viandantes
literarios al decir de Latcham- que se vuelven en nuestro autor parte de él
mismo. ¿Cómo experienciar el tiempo si no es acaso como desplazamiento, ya no
sólo por calles reales o ficticias de una ciudad provinciana, sino también como
un ir y venir entre los textos –visuales, musicales y letrados- que aparecen en
la memoria como ante una gigantesca pantalla blanca de un antiguo cinematógrafo?
Tal vez porque Jacob sabía que la respuesta a esa interrogante quedaría siempre
inconclusa es que sólo la música puede ayudarnos a entender aquel misterio, pero
sin la certeza de saber su anhelada e imposible resolución.
Llave de sol,
el segundo libro de Jacob, es menos un libro que reúne poemas sobre música que
poemas que tratan sobre la experiencia de oír música. Hay ahí una radical
diferencia que hace de aquella ligazón invisible, el animus de buena parte de
sus poemas: la música, ya como forma, ya como reminiscencia infinita de una
experiencia que se asume como la poesía misma…¿acaso su pérdida o su evocación?
Ya diremos algo sobre esto. Pero lo que en Llave
de sol aparece evidente –la experiencia de oír música como se muestra en
poemas como “Variaciones Sinfónicas”: (…) Las Variaciones Sinfónicas / de César
Frank/ Son un lamento callado que escucho (…) o “Septiembre”: (…) Estoy solo
confinado/ En la cabaña de un balneario invernal/Y ahí escucho Septiembre/ Ese
tema indefinible de Ricardo Strauss (…)-
es en sus otros poemas algo que subyace ondulante entre sus presupuestos
más recónditos o fundamentales. Aquello tiene nombre: circularidad,
recursividad, acaso eterno retorno de lo mismo. Sea como sea, es una
disposición en el poema que la linealidad de su decir se quiebre y no progrese,
volviéndose de aquel modo un aspecto fundamental de esta poesía: vuelve sobre
sí misma una y otra vez, ya como reiteración temática, ya como repetición de
imágenes o palabras. Entre otros ejemplos pienso en la tan traída y llevada
imagen de la calle cubierta de hojas otoñales: menos que una innovación
metafórica a estas alturas imposible, lo que la poesía de Jacob realiza con
esas imágenes y palabras sancionadas una y mil veces por el uso y una vasta
tradición lírica, es la necesidad de fijar a modo de leitmotiv ciertos instantes, ciertos gestos, ciertas señas de
identificación, rememorización o simple evocación en una recurrencia digamos
“estructural” que organiza la experiencia del transcurrir del tiempo en puntos
de referencia a ser tomados por nosotros, en tanto lectores, para asir esa
misma evanescencia que se intenta mentar. Así ese verdadero símbolo que es la
calle como un ir y venir entre la verticalidad de la experiencia y la horizontalidad
del devenir del tiempo, se ve no sólo en The
Boston Evening Transcript como su símbolo articulatorio, sino que en sus
otros poemas de Llave de sol y Granjerías
infames, vemos aparecer ese mismo símbolo ya cubierto con añosas hojas
otoñales, ya con muertas buganvilias, ya con las sombras irreconocibles de los
muertos, ya entre las noches pasadas en claro en la meditación vagabunda o de
las cosas exiliadas en una infancia irrecuperable. Habría que volver sobre una
serie de poemas en The Boston Evening
Transcript como son las Variaciones XIII, XVII, XIX, XXIV, entre otras, y a
poemas como “Canciones sin palabras”, “Septiminio”, “Variaciones sinfónicas”, “Septiembre”,
“Quinteto” de Llave de sol y “Otoño”,
“Caminata”, “Fantasma”, “Evocación” de Granjerías
infames, entre otros, para poder apreciar esto con detalle Un volver que
implicaría leer, con distintas palabras, el mismo poema. Pero que siempre es otro poema.
Esa
capacidad de Jacob, su “voluntad formal” para hacer del poema no tanto el
registro del transcurrir del tiempo, sino su recreación experiencial, se nos
hace innegable por la necesidad que esta poesía tiene de la música: en The Boston Evening Transcript como
asunción de la forma “variación” que lo estructura y define, en Granjerías infames y Llave de sol la recursividad y
reiteración de ciertas imágenes, palabras y símbolos. En una poesía cuyo asunto
fundamental e imposible es plasmar verbalmente la vivencia del transcurso del
tiempo, la música no es algo añadido ni menos mera retórica vana: es algo
esencial, es su non plus ultra como
necesidad exploratoria de un “contenido” teórico para sus articulaciones de
sentido. No tanto porque la poesía de Jacob busque un verso de sonora semblanza
o sabia armonía: todo lo contrario, creo que la organización formal de su
versificación rehúye tanto la “música de la conversación” en el sentido de
Eliot -o de Parra entre nosotros- como también la más melodiosa búsqueda de
analogías sugerentes y sensoriales al modo de los simbolistas -incluido Darío-
o Gonzalo Rojas, por ejemplo. En Jacob oímos otra cosa: un ritmo duro, recio,
meditativo, ajeno a evocaciones de sensual eufonía, un ritmo constituido por
vestigios de un prosaísmo que muestran la nostalgia por una discursividad más
antigua, más añeja y amplia, propia del discurrir hablado con cierta solemnidad
verbal y que tiene a la buena prosa de su parte –ya llegará el día en que
leeremos en la poesía de Jacob sus referencias a Balzac, a Dostoievski, a Borges,
a Cortázar, a Nicomedes Guzmán, a Cadwell, a Proust, a Bacon, a Montaigne, a La
Rochefoucauld- Así, la poesía de Jacob no es “prosaica” en el
sentido banal del término, más bien la pienso y leo como ampliamente
“discursiva”, pero asumiendo, la mayoría de las veces, un verso corto y hasta
cortante, -rara vez supera en su versificación el endecasílabo como cesura
natural de su ritmo- , pero que siempre nos hace evocar lo ido, lo fugaz, lo
que no puede asirse. Analogía. Su poesía no es música ni musical, pero tiende
hacia la experiencia de hacernos sentir como lectores lo evanescente de las
presencias que huyen, tal como lo hace la música. Su irrupción es la
interrupción del continuum. ¿Acaso
una cesura ante la muerte?
En
la bella y melancólica película de Alain Corneau Todas las mañanas del mundo, hay una escena hacia el final que
siempre me ha parecido decisiva para comprender la poesía de Rubén Jacob: en un
diálogo entre Marin Marais ávido y desesperado por encontrar el sentido o razón
de ser de su arte, avidez que lo ha llevado a buscar en la fama y el reconocimiento
una fallida respuesta y su antiguo maestro el Señor de Sainte-Colombe, éste le
manifiesta que la música no tiene que ver con esa búsqueda ni con el honor, ni
tampoco con la expresión de los sentimientos por más hermosos y nobles que
éstos sean. Ante el requerimiento angustioso de Marais, Sainte-Colombe responde
con total serenidad: la razón de ser de la música es traer a presencia a los
muertos, ni más ni menos. La música, el arte, la poesía son invocación. Con
estas palabras quedan dichas muchas cosas, resueltos, quizás, muchos enigmas.
Si pensamos que tras las palabras de Sainte-Colombe están muy probablemente las
ideas y reflexiones de Pascal Quignard, -el autor de cuya novela Corneau tomó
lo fundamental para su película- lo que tenemos ante nosotros es menos una
reflexión estética que una filosofía de vida –o de un “buen morir” más bien- y,
por ende, menos una doctrina que una profunda y personal reflexión que no es
identificable de inmediato con la ética o un imperativo categórico, sino más
bien, con un sentir que se interroga acerca de su propia mortalidad. Tener
conciencia de aquello es también tener conciencia del acontecer del tiempo: su
violencia avasalladora, ya como mero transcurrir, ya como asunción de acciones
diversas encarnadas como historia.
Si
en el decir de Sainte-Colombe la música trae a presencia a los muertos, ¿no hay
acaso en la poesía de Jacob idéntica razón para justificarse a sí misma? Porque
la de Jacob es una poesía que está una y otra vez invocando a los muertos,
llamándolos, pidiéndoles presencia, añorándolos, interrogándolos,
preguntándoles por su partida y guardando por unos segundos, en las palabras,
una imagen cristalizada de un instante que define señeramente el gesto con que
esos muertos nos han quedado grabados en la memoria. En ello se vuelca la
reflexión que sobre sí misma efectúa esta poesía en tanto se desea ver en el
opaco espejo de la imposibilidad como metapoesía. Pero en ningún caso poesía
fúnebre o de pretensiones teóricas o experimentales tan al uso. Para nada, en
absoluto. Y si bien en algunos pasajes de sus poemas hay una intensidad que
bordea el abismo de la desesperación como un aliento trágico –pienso sobre todo
en la maravillosa y terrible “Variación” XVIII de The Boston Evening Transcript o en poemas como “Suite lírica” de Llave de sol o “Plagio” de Granjerías infames por recordar un
puñado de ejemplos- lo cierto es que la invocación que hace la poesía de Jacob
es vasta y plural, abarcando en diversos círculos de amplitud desbordante desde
la intimidad de los seres amados –el padre, el hermano, la amada, Eduardo Muñoz
Alid el amigo muerto en la violencia dictatorial-, pasando por los anónimos
detenidos desaparecidos que sucumbieron bajo la dictadura de Pinochet, los muertos
por la violencia de la historia como Robespierre, Marat, Walter Benjamin, Rosa
Luxemburg y Bakunin y esos personajes literarios y de la cultura popular, tan
caros para Jacob como Ungaretti, Borges, Kant, Rulfo, Lovecraft, Amiel, Eliot y
Beckett o Schubert Gambetta y Obdulio, para llegar finalmente a quienes
murieron por la violencia inútil de los errores de guerras y revoluciones: los
anónimos soldados masacrados en Dieppe, Anzio, Stalingrado, El Ebro, La
Concepción, el Chaco. Las referencias son enormes, pero signadas bajo la
violencia que implica el paso del tiempo como inmisericorde aplastamiento de la
memoria que se desvanece con el signo de su propio avatar bajo el nombre de
“olvido”. Muy pocas veces la poesía entre nosotros, en nuestro medio insistió
con tal fuerza, con tal insistencia en contra del olvido, en contra de la
anulación. Pocas veces en nuestra poesía se ha dado el caso de la necesidad de
la redención de todos y todas, de los inocentes y los culpables, de los
ignorados y los famosos, de los simples y las celebridades, de los que murieron
bajo el imperio del desquicio de la necesidad histórica como los que se
opusieron contra esa misma cruel necesidad. Tal como Vallejo –que tiene aquí
con Jacob puntos de encuentro secretos y brillantes-, nos hallamos ante una
poesía que hace de la redención su carácter más significativo, más allá incluso
de lo conjetural que implica asumirse como un discurso efímero y marginal.
De
alguna forma, es dable en Jacob una manera muy peculiar de entender su poesía
como poesía política Sin duda eso es
deseable y espera una lectura detenida e informada. Pero creo que en Jacob no
hay una poesía política propiamente tal, más bien hay una reflexión en torno a
la herida con que la memoria se ve abierta y profundizada, legitimando la
reflexión aguda en torno a la violencia para que ésta intente, sino ser
conjurada, al menos comprendida en accionar, accionar que se traduce en la
desaparición de cuerpos, destitución de nombres, olvido de situaciones y
perplejidad ante cualquier posibilidad de redención. Hay creo en la poesía de
Jacob, una especie de temple melancólico trasuntado en la experiencia de ver en
la poesía la rotura de esa misma experiencia y que hace de la comprensión de la
temporalidad uno de los abismos vivenciales más certeros, lúcidos y dolorosos
de lo humano. Porque esa comprensión de la temporalidad, implica intentar entender
la pérdida y la ausencia y cuando éstas se ven reflejadas en el espejo de lo
histórico, pues se vuelve inevitable verlas como puntadas de un quiebre social
y político.
La
poesía de Rubén Jacob es un puñado de palabras entretejidas con sapiencia, sin
apuro, sin necesidad de llamar la atención de nada y de nadie, palabras enmarcadas
bajo ese ropaje culterano de las preguntas siempre fundamentales acerca de lo
finito, la experiencia del tiempo y la desesperación y aquel sentir que los
alemanes –tan caros a él- rotulan como sehnsucht.
Para nosotros, convertidos ahora sólo en lectores, eso es tal vez lo que nos
queda: una fidelidad en la restitución que la lectura efectúa de la efigie de
un poeta que no temió volverse invisible y que nos observa con su gesto otoñal
desde un punto que aún no conocemos.