sábado, 7 de enero de 2017

De un poeta de la Antología Palatina

para Marcelo Rioseco 



También habíamos conocido la incertidumbre:
ningún dios hacía posible la realidad de las respuestas,
sólo la experimentación con la hiperestesia
como un efímero y deseable juego de magia.


Habíamos conocido la dulce promiscuidad
del hechizo retórico, la ambivalencia del poder,
la embriaguez de los cuerpos suntuosos,
el desprecio para con los bien pensantes
y los que creían ser políticamente correctos
-ascetas, platónicos, neoplatónicos,
profetas y otros eunucos-


Sabíamos perfectamente que la inmortalidad, al final,
no era un asunto de mármol ni de herencia alguna
ni el ingenuo orgullo por una polis
que no dudaría en desterrarnos;
que el homenaje de este o aquel tirano
sólo sería equivalente a la transcripción de un erudito
para una pretendida e imaginaria, pero ajena fidelidad.


Conocíamos el precio a pagar
por un instante de placer verdadero,
por la ilusión de una piel virgen
y por entregarnos a la sabiduría más inútil,
a la irresponsabilidad cívica más apetecida
y, a la vez, desdeñable.


Nada era seguro,
tampoco la filiación al gremio de las musas,
ni menos la presunta bienaventuranza
de lograr serenidad espiritual
ante la sonrisa brutal del insípido barquero.


Estábamos a las puertas de la desesperación,
en los límites deseables de una esperanza absurda,
desconfiando del naciente cristianismo
y de las prebendas del Estado.
Ciertamente en un mundo sin palabras
la poesía era y es el reflejo infecundo de un cristal opaco:
una oscuridad dorada
por la que nuestra vida justifica estar hecha de ceniza.