jueves, 12 de octubre de 2017

La consagración de la primavera






 
Ahora, cuando me vienes a decir que entre nosotros
la distancia es un camino que conduce a otro tiempo
y donde ya no quedan flores ni guirnaldas para Apolo,
la tentación del arrepentimiento es una variación manierista
de una mala traducción de un poema latino:
quizás la burda imitación de Persio
o tal vez una defectuosa paráfrasis de Juvenal.

En todo caso, donde el placer dibujó nuestros nombres,
yace un motivo floral que es símbolo de un presente
que deseó perpetuarse gracias a la imaginación de la sangre.
Pero tras todos esos fantasmas eruditos, para nosotros
sólo sobrevive la reticencia de lo imprevisto esculpiendo
su signo áureo y solitario: en la pérdida se ama lo perdido
y en el delirio del instante, el espejismo de la felicidad.

Así, mientras sigue circulando el precio de los días
y el depósito del sentido mengua sus activos
con cada noticia anunciando calamidades diversas,
la evocación arcádica de tus labios y tu sonrisa maliciosa
presuponen la legibilidad de otro relato,
uno apenas contado entre bastidores y donde el ritmo de la piel
y el afable azar del tacto, marcaban el ritual
consagratorio de una estación diferente: un ballet oscuro, algo salvaje,
abundante y sin propósito, similar a un centelleo de luz
confirmando el goce inacabado de todo vértigo

Ahora que entre nosotros la distancia es un camino
que conduce a la imagen de otro tiempo
y que ha capitulado a las ordalías del reconocimiento,
a la pequeña cotidianidad de las catástrofes personales
y a las soluciones prescritas por el motivo recurrente de la edad,
toda respuesta consolatoria hace de Boecio y Montaigne
un baluarte opaco que confirma sin dramatismo
que nos encontramos en otro episodio de una comedia risible y melancólica.
Mientras vamos de lugar en lugar,
aplazando el óxido del olvido con la tibieza de la noche
la primavera adolece de todo principio:
siendo todavía agosto, el agua disuelve nuestras siluetas
y los días aún retienen esa humedad que rehúsa asumir su transformación.

lunes, 9 de octubre de 2017

Arte Mayor



Tal vez no se trata de esquivar la distancia
entre lo que deseamos decir y lo que decimos realmente;
esa distancia que vuelve fecunda la contradicción
como imposibilidad de unir actos y palabras: el cuerpo herido por lo real,
la elusión permanente del signo agotado en su fiebre fin de siecle ,
la oscuridad dorada que fustiga todo pastiche modernista o de vanguardia.

Lo que se abre, se vuelve a cerrar,
la paradoja entre el poema escrito y su lectura, el descrédito
de cualquier rumor que semeje algún augurio y el fracaso
del discurso que pone en peligro nuestra estabilidad psíquica
-exilio, suicidio, locura- Artaud citado por estudiantes de postgrado
o una taxonomía del dolor que abarca espacios inconmensurables;
posibilidad e imposibilidad, la cicatriz de Ulises que redunda
en una falta de memoria, la impotencia del significado
o el lujo verbal de cualquier caligrama pasado de moda.

Tal vez no se trata de esquivar la distancia
y renunciar simplemente a la imagen y su sentido,
a las maniobras de una escritura desierta cuando el bosque ha sido talado,
el verano agoniza y los símbolos del amor son paráfrasis de usura.
Tal vez lo que hace y deshace al poema –su crisis, su asfixia- es la pérdida
de contacto con la conciencia: sólo nubarrones magallánicos,
la mirada extraviada, la inconsistencia de recursos léxicos
cuando migajas de experiencia son embotelladas en el corsé del lenguaje:
un silencio como fruta madura e indigesta.

Entre lo que deseamos decir y lo que decimos realmente
no hay conciliación: sólo lucha armada, ojos trasnochados y enrojecidos,
la piel humeante de sacrificios inútiles, la expresión subjetiva secuestrada como documento,
la euforia salvaje de lo que se asume como políticamente correcto,
el desvanecimiento de la acción en el vapor avinagrado de las conveniencias.

Mientras tanto, Pentecostés es un fragmento de infancia
recordado como una vieja ceremonia en una parroquia de provincia.