domingo, 15 de mayo de 2016

Poesía e identidad: breve aproximación a la poesía de Sergio Muñoz Arriagada.

Cuando nos acercamos a la poesía no es raro que busquemos en sus imágenes y palabras cosas que, creemos o intuimos, sólo ella puede otorgar. Tal vez no la seguridad de una respuesta, pero muy posiblemente una especie de orientación, alguna pista cifrada o, en el mejor de los casos, un develamiento que nos ayude a comprender quiénes somos. A veces un poema nos descubre de otra forma, permite vernos a nosotros mismos de un modo insospechado o nos deja pensativos acerca de lo que creíamos cierto y seguro. En algunas ocasiones –en casi todas más bien- el poema no es esa tierra firme que nos salvaguarda de nosotros mismos, a lo más es un puñado de signos a la deriva que, en su extraña fidelidad, nos acompaña a la intemperie. Así, las preguntas que rondan en sordina nuestra conciencia, de pronto, en virtud del poema, se materializan de manera inusitada. Indagar y preguntar sobre eso, es decir, sobre aquello que nos constituye en aquel halo que habla por nosotros y sobre nosotros para intentar apreciar, asimismo, qué hay en el nombre que nos designa y por qué aquello es así, es algo que ha fascinado –estremecimiento y horror unidos- a decenas de poetas. En su hondura y exigencia, la poesía nos invita a plantearnos frente a nuestra propia efigie ya para reconocernos, ya para iniciar una aventura que nos lleve en pos de nuestra propia búsqueda. A veces la invitación que se nos hace para aquel viaje insondable no trae pasaje de vuelta. Pero sin duda, el vértigo de esa experiencia redime de cualquier amparo. Tal vez a eso aludía Novalis cuando manifestaba que el camino misterioso siempre se dirige a nuestro interior, pues el deslumbramiento de apreciar nuestra propia intimidad con sus abismos y maravillas es, primordialmente, un punto capital para comprender el fenómeno poético en su más amplia lasitud. En el fondo, la poesía pone en escena la pregunta por nuestra identidad y los conflictos que ella posee para verse a sí misma y para rastrear su origen o ulterior despliegue.
Creo que esta sencilla reflexión es pertinente al momento de plantearnos la lectura de algunos poemas de Sergio Muñoz Arriagada (Valparaíso, 1968), poeta que a través de los años ha ido escribiendo, sin gesticulaciones llamativas, ni con gestos erráticos, una obra que me parece concienzuda y clarificadora, atenta a la evolución de su propio lenguaje y ajena a todo vendaval de exposición tan al uso y que, en su silencio, permite adivinar una visión que pone en primer plano justamente a la poesía como identidad, más bien, a la poesía como indagatoria problemática para afrontar la identidad. Pero ¿qué hace que esta poesía no haya sido abordada con el cuidado que merece?, ¿qué hace que esta poesía haya sido apenas leída, al menos en los conciliábulos críticos más sagaces?
Parece evidente que a estas alturas, donde el nuevo siglo avanza veloz, se puede apreciar que durante los años 90 del siglo pasado y durante el primer decenio de éste, una serie de libros personales, antologías y publicaciones diversas –revistas de formato y hechura disímil, nacientes páginas electrónicas- pusieron en circulación una serie de nombres y más que nada, una serie de poemas que casi al instante de su aparición, fueron rotulados con mayor o menor fortuna como “poesía de los 90”. A partir de ahí, mucha agua ha pasado bajo los puentes imaginarios de la poesía escrita entre nosotros. Y más de alguna vez esas aguas han sido turbias, opacas o demasiado veloces para calibrar su eventual transparencia o su trasiego de inverosímil heterogeneidad. Pero han pasado los años y “los de ayer, no somos los mismos”. Algunos poetas de aquellos plazos, sobrepasando ya los 40 han guardado silencio o dejaron de publicar –no sé si de escribir-. Sus apariciones mediáticas en lecturas, foros o polémicas artificiales han disminuido proporcionalmente respecto a poetas más jóvenes que van a la palestra de ese Moloch mal llamado “poesía chilena”. Otros con silencio, paciencia, tesón o escepticismo, con una singular indiferencia del medio, siguen cada cierto tiempo haciéndonos entrega de sus libros. A veces en ellos hay poemas que relucen una prestancia verbal o imaginativa que ya uno quisiera. En otras ocasiones vemos que el arco que dibujan es amplio y da para todo: se persiste en escribir de un modo idéntico a sí mismo en un gesto de fidelidad que deja pensativo o hay un afán por ver, explorar o registrar en cada libro nuevo, algún recoveco de experiencia que amerite ser enunciado. Otros se han visto a sí mismos como “escritores” y se han volcado al cultivo del género novelesco. Algunos con mayor éxito o resonancia que otros. En todo caso con mayor eco público –aparentemente- que si hubieran persistido en la fidelidad de la musa. Por otro lado, mientras una serie de comisariatos críticos y poéticos en aras de su propio posesionamiento -cosa legítima después de todo para quien, en nuestra época de “espectáculo integrado”, desea volverse velozmente canónico o académicamente rentable-, decretan y denuncian ukase tras ukase el fin, la nulidad, el vacío o el desenmascaramiento justiciero de la irresponsable impostura de conciencia cívica de todos esos poetas y sus poemas durante la postdictadura, emergen sin preámbulo y totalmente fuera de libreto por acá y por allá algunos nombres “rezagados” que nunca estuvieron en primera línea durante todos estos años y cuyos poemas son muestra inequívoca que el asunto es mucho más complejo, variado y disímil. Hay poemas que hacen tambalear decretos críticos y nos hacen leer otros poemas con una mirada más rica. Como también nos hacen olvidar lo que creíamos era valedero en alguna lectura de años atrás.
Sin duda que lo escrito por Sergio Muñoz Arriagada obedece a ese último apartado, es decir, a esas escrituras que siendo relevantes, por su misma impronta o por su gesto silente, rara vez han entrado en los procesos de circulación legitimadora que, en tantos otros casos menos felices, siempre han sido generosos hasta el hartazgo. Ni la perspicacia crítica de lectores avezados como Cristian Gómez Olivares, Marcelo Pellegrini, Carlos Henrickson o Jaime Pinos –por mencionar un puñado de nombres de poetas/críticos coetáneos a Muñoz Arriagada y cuya solvencia lectora me parece indesmentible- ni la aparición secuencial, espasmódica y hasta torrencial de revistas, antologías, lecturas, encuentros o foros, pródigas al tutti cuanti con autores de diversa procedencia, calidad o densidad, han podido o querido dar cuenta de la trama que articula lo mejor de la poesía de Muñoz Arriagada en un lapsus que va desde mediados de los años 90 hasta el presente. Si bien es tentador elaborar un mapa de preferencias, temas o motivos que se dejan entrever en la poesía de este autor porteño, lo cierto es que por ahora es pertinente leer lo que su propio escrutinio ha decidido hacer público y esperar que prontamente su numerosa obra inédita, vea la luz. En ese entendido quisiera tentar un acercamiento que es meramente aproximativo y aún provisional.

                                                       II
Sergio Muñoz ha publicado hasta ahora, tres libros: Lengua muerta (1998),  27 poemas lengua en blues (2002) y Lengua ósea (2003). Libros de tiraje pequeño y en editoriales más o menos recónditas, su divulgación se ha efectuado en lecturas y conferencias o simplemente de boca en boca entre conocedores y curiosos.

Pero más allá de estos datos, Muñoz Arriagada ha ido desarrollando una visión particular y característica que instala en primer plano el acucioso y sugerente tema que referíamos: la poesía como identidad. Una aseveración como esa, directa y sin ambages, puede sin embargo, suscitar equívocos al lector desprevenido, formado aún en el romántico arquetipo que conjuga vida y obra o poesía y personalidad sin mediación alguna. Con aquellas prevenciones en mente, la lectura de esta poesía se nos abre como un decir que pregunta por el origen, que ve en el origen lo problemático de la identidad. En aquel sentido, al menos dos títulos de Muñoz Arriagada son significativos: Lengua muerta y Lengua ósea. Pues lo que mentan no sólo es la eventual originalidad de un título, sino más bien una especie de marco referencial que hace o vuelve presente una identificación primordial: la lengua poética, la poesía es equiparable a la presencia física y cultural de lo que llamamos lengua materna, idioma o lenguaje. Pero asimismo es posible advertir una variación a esta idea y que apunta a que la lengua materna tomada como sustrato en su cobijo de toda aventura inventiva es náufraga al instante de consolidarse desde el sujeto que la enuncia como muerta, sin vida. Ahí existe una contradicción sugerente que no vuelve inútil el planteamiento de la poesía como acción, sino todo lo contrario, insta a reflexionar sobre qué puede significar la carencia y la lucha para enfrentar esa misma carencia: la lengua materna (el lenguaje, la palabra) no es un refugio donde se resuelva felizmente la inseguridad de un sujeto poético a la deriva, sino todo lo contrario, es el sitio donde existe el más alto abandono por estar ausente la vida.
Es de aquel modo que el sujeto de esta poesía, entregado al nacimiento, vislumbra no la vida, sino un escenario en derrota que hace tambalear cualquier asidero obligándole a rememorar un pasado previo a sí mismo para buscar una eventual conciliación de sentido o la construcción de un linaje que responda por él a sabiendas de la imposibilidad de cualquier certeza de significado. Como veremos, desde allí es posible trazar una eventual línea interpretativa que permita orientarnos en la significación primordial del proyecto poético de Muñoz Arriagada, sin desmedro de otras posibilidades a explorar en lecturas distintas. Por ahora resta ver esa línea que atraviesa su escritura y que encarna en instantes consagratorios identificables al menos en tres ámbitos: la identidad como pregunta por el origen, la identidad como memoria prelinguística, la identidad como linaje.

                                                       III
En la poesía de Muñoz Arriagada la identidad como pregunta por el origen puede ser entendida como una virtual fusión que hace equiparable el lenguaje (comprendido como lengua materna), la muerte y la poesía. En varios textos aquello es apreciable, fundamentalmente por el cuestionamiento de la escritura como muestra de su opacidad que no revierte en modo alguno como constatación de una singularidad expresiva que comprenda a su propio referente más allá de sí mismo. Si leemos el poema “Fugaz” del libro 27 poemas lengua en blues advertiremos una demarcación significativa de aquel cuestionamiento: “(…) la sombra anexa y su caída hacia el cuchillo/ minuto que tajo a tajo engendra el vuelo/ para este idioma tosco y con olor a herida/ para esta alquimia húmeda de nuestro espejo (...)” “(…) y aunque la muerte entra en esta cicatriz/ tibias de memoria/desnudan el juego las palabras/ con su carácter y símbolo (...)”. La cicatriz (¿la escritura?) es justamente puerta de entrada para la muerte que “desnuda” como “juego” a las “palabras”; juego que al parecer posee una única salida como se nos indica en el verso final del poema: “(…) ese silencio que amenaza con silencio”.
Observamos que en esta poesía el origen se ha vuelto mudo. No otorga certeza al sujeto para que éste se identifique. Va a la deriva en el océano de las significaciones, pero sin poder atrapar su eventual sentido en la tierra firme del signo certero que esperaríamos del poema como una especie de refugio ante la intemperie vital. Por otro lado tenemos en el libro Lengua ósea algo que constituye por sí mismo una ruta ardua y compleja en torno al desprendimiento de lo que se es en pos de una búsqueda: la necesidad de asir un nuevo nombre. Ciertamente no es el momento aquí de efectuar un escrutinio acabado y en detalle de lo que en este libro de carácter antológico se propone con esa necesidad que, sin embargo, delimita las fronteras del esfuerzo poético de Muñoz Arriagada en un intento que justifica por su propia desmesura, todo afán de articular un concepto de obra nacido desde la precariedad misma de la enunciación. Esa precariedad que revierte en Lengua ósea como uno de los libros más relevantes de inicios de 2000, es sin duda un ejercicio arduo que no se reduce a la mera caracterización de su contenido. Es más bien una ruta, un desafío lector y un singular testimonio de coraje poético de lo que implica hacer poesía en una época ágrafa y donde la nominación es puesta en entredicho dados los mecanismos de ocultamiento que han sido impuestos al lenguaje en nuestra sociabilidad civil y política. No puedo aquí “leer” la densidad que trae a lugar un trabajo como éste. Sin embargo, por aquel mismo carácter no deja de ser interesante indagar en un par de ideas básicas que pueden ser subsumidas al interior de la problemática del origen y que orienta lo provisorio de esta lectura.
En Lengua ósea hay un poema que me parece decidor para mostrar lo que se viene refiriendo: ese poema se titula “Postdata” y con él se cierra el volumen. Entre sus versos más relevantes, se nos dice: “(…) voy errático al olvido que se abre en la figura de estos pétalos/ mal vestidos de ritmo y noche (...)/ ¿qué somos? ¿quiénes fuimos?/ Uno no sabe (...)/ pálido viene uno a vestir el origen/ y lo viste con dolor y con furia/ masticando mil veces/ la ironía de un tiempo que nos vence/ ¿qué somos? ¿quiénes fuimos? (…)”
Estos versos nos muestran el problema que habita esta escritura y que revierte productivamente en la retórica que invoca y hasta constituye: el misterio del lenguaje y el misterio de la poesía como identidad y oposición. Así, el lenguaje más básico, más elemental, más palpable, lleva en sí un movimiento hacia su propia realización, pero vemos de modo simultáneo el esfuerzo de ese mismo lenguaje para liberarse de sí en la metamorfosis que implica el sentido al fijar las palabras en su propia incertidumbre en tanto configuración del poema como pregunta. La poesía como tiempo de la “noche” y por ende, como cuestionamiento de toda identidad, se vuelca sin apariencia, hacia su propio vacío que se vuelve una exigencia temible: qué de cierto puede haber entre la presencia invocada y su revocación como conciencia que se desliza desde sí misma autodisolviéndose.
Por supuesto que no pretendo entregar las claves interpretativas de un libro como Lengua ósea –tarea imposible y desmesurada-, pero creo que el problema del origen en sus poemas se agudiza y hasta diría que se radicaliza más allá del estigma biográfico que es tan fácil adosarle. En este libro, Muñoz Arriagada se encuentra a sí mismo no tanto como sujeto de una biografía poético-ficcional, sino como articulador de una propuesta que no teme verse como paradoja o contradicción.

                                                         IV
Si la poesía articulada como lenguaje resulta ser una lengua muerta al instante de enunciarse, ¿dónde buscar la identidad que sea plena? Responder esto al interior de los poemas de Muñoz Arriagada pareciera que significara emprender una indagatoria audaz a través de una memoria que se manifiesta allende las palabras. No obstante,  sabemos que eso es imposible, que nuestro requerimiento exige evidencias palpables –palabras- más allá de la desaparición del sentido. Por tal motivo me parece que en esta poesía, la escritura se convierte en evidencia fragmentaria de una identidad buscada a pesar de sí misma y que necesita “pruebas” que validen su naturaleza.
Por eso sale a luz una de las experiencias más decidoras de esta poesía: el encuentro con el otro y el desgarro del sujeto en relación a ese otro. En el trabajo de Muñoz Arriagada esa experiencia se materializa en poemas que efectúan una indagación a un misterio vivencial de difícil articulación y que por lo mismo, al manifestarse poéticamente como escritura, adquiere rasgos enigmáticos y dolidos: la experiencia de la hermana muerta al nacer. Ahí hay un tema fecundo y de hondura casi fantasmal, el que se despliega en los rincones más sinuosos de esta poesía y que ciertamente posibilita su acceso de comprensión. Pues el tema de la hermana muerta al nacer evidencia una concepción especialísima del problema de la identidad: la concepción del doble, es decir, la idea de un sujeto dividido que recuerda en la nostalgia su “otra mitad” ya inexistente. En la literatura universal este tema ha obsesionado a los artistas y creadores de modo afiebradamente productivo desde Antígona de Sófocles hasta las fascinantes indagaciones de ensueño y pesadilla de poetas románticos como Tieck y Hoffmann. Contemporáneamente el tema se hace presente de modo variado en numerosos artistas y poetas para quienes el problema del doble y de la virtual identidad dislocada son tema preferencial y hasta capital: Artaud, Apollinaire, Lawrence y entre nosotros, sin duda poetas como Eduardo Anguita, Omar Cáceres y hasta cierto Huidobro que podría ser leído desde aquella perspectiva contribuyen con su personal indagatoria al esclarecimiento estremecedor de esto.

Lo capital viene a ser, según nuestro parecer, lo siguiente: que en la poesía de Muñoz Arriagada la experiencia de la hermana muerta al nacer muestra una concepción del doble peculiar y diferenciadora: es la incomunicación, pues la poesía como lenguaje, como palabra, como habla implica en sí misma la muerte y por ende, entrega sólo rastrojos de evidencia. Ello está en contraste con algo de difícil comprensión y que tiene que ver, probablemente, con la fluidez del contacto originario en el útero materno en donde la armonía perfecta de un eventual sujeto andrógino no necesita o no le es dable el lenguaje para constatar su identidad. Por ello ésta, en tanto plenitud, es eso sólo en la medida que sea una identidad prelinguística y por ende no decible sino como palabra de finitud. Y como eso, al menos lógicamente es imposible, pues permite aseverar un modo de entender la poesía como la precariedad de un desgarro que no puede ser cauterizado por más que todos sus recursos léxicos, metafóricos e imaginarios, se presten para otorgar del mejor modo una rememoración que se vuelve casi inexpresable. Ahora bien, esto último es paradojal, pero poéticamente productivo y es posible apreciar que se enraíza en varios poemas muy bien logrados de 27 poemas, entre ellos “Placenta”: “(…) ese remoto afán con que persigo/aquel río irreal de maravilla/ que riega exactitud en lo que digo”; “Fugaz”: “(…) la sombra anexa y su caída hacia el cuchillo//minuto que tajo a tajo engendra el vuelo/para este idioma tosco y con olor a herida (…)” y “Jadis”: “(…) antes mucho antes de ser/ antes de hablar de esa mitad de uno/ que anda suelta que se hunde hasta el cuello/ del festín fetal del arrullo” (...). En estos poemas, como en otros, la misteriosa experiencia del doble, de su desgarro y de la poesía como “evidencia imposible”, hacen que lo planteado en la obra de Muñoz Arriagada sea un movimiento que se despliega más allá de sus motivos aparentes de cariz biográfico hacia una concepción acaso cierta de verbalizar lo improbable de toda experiencia.
             
                                                         V
Lo hasta aquí escrito muestra un ejercicio poético que hace presente una paradoja: la poesía en tanto lenguaje es una lengua muerta pues impide dar cuenta acabada de la identidad del sujeto que recuerda su pertenencia a un instante en que junto a otro(a) era uno en la vivencia de la armonía perfecta brindada por el silencio. Pero si esta poesía se plantea como imposibilidad (invitando acaso por ese gesto al mismo silencio a que la corone ya no como plenitud sino como mudez) cabe preguntar entonces si concluye en este límite. Mi lectura responde negativamente a esto. Ello en virtud de algo especial que anida, sino en la totalidad, al menos en varios poemas que revelan otro tema personal o biográfico: el tema de la descendencia, del hijo. Y acá hay que ser en extremo cuidadoso, pues una lectura apresurada de esta poesía nos podría llevar a lugares inadecuados que imposibiliten su propia comprensión, aquella idea expresada al inicio de estas líneas y que se refería a lo “personal” de los planteamientos de este discurso. En aquel sentido, los poemas de Muñoz Arriagada no son meros poemas celebratorios al nacimiento de un hijo por más que encontremos gratos y dulces sus eventuales intenciones. Eso sería errar estrepitosamente el paso. Es posible ver esos poemas en donde este tema se desarrolla más como un complemento ideal a la noción de identidad que sólo como testimonio biográfico.
En el poema que se inicia con el verso Tu llanto es literal...y que se encuentra en la sección “Alumbramiento” del libro Lengua muerta se puede advertir esto de manera ejemplificadora: “(...) se invierte en luz la penumbra/y envuelve cada vez la rota imagen/ que yo mismo rasgo en tiniebla.”
En aquellos versos, en ese poema en particular –síntesis de una sección relevante del primer libro de Muñoz Arriagada- volvemos a encontrar al sujeto desgarrado entre la memoria de una oscuridad prelingüística (realidad al fin y al cabo indecible, pero no menos significativa y lacerante) y el presente que apuesta a un desarrollo en pos de una luz que debiese reivindicar el azoramiento del sujeto que habita una rota imagen. Pero en este bello poema se introduce un matiz, el tema de la luz que deriva hacia la articulación del día como nacimiento del hijo el cual, según mi lectura, encarna o asume la nostalgia que llega desde una plenitud experienciada sólo como recuerdo y que él puede vivenciar sin fractura: “(…) no es tu voz la que triza el silencio del mundo/es la voz temblorosa de la especie y del tiempo/que yace escondida en medio de nosotros (…)/tu voz relampaguea como un aullido sin fin (…)”
Queda abierta sin embargo la pregunta por el linaje, por la descendencia que no sabemos dónde pueda enraizar adecuadamente. En este sentido la poesía de Muñoz Arriagada, al menos en los poemas de su libro final Lengua ósea (última publicación cronológica del autor), se retrotrae al cuestionamiento del nombre como posibilidad de abrir una brecha en el mundo de las significaciones y poder inaugurar así un espacio poético habitable en que la identidad sea otra.

Con lo hasta aquí expuesto, puede apreciarse que esta poesía es un work in progress y por tanto habrá que aguardar otras manifestaciones para apreciar cabalmente un proyecto de suyo atractivo e interesante que, justamente, en el lugar geográfico y político más autoconsciente del país (zarandeado con un discurso de fuerte identidad y autorreconocimiento vacuo: patrimonio, capital cultural, etc) propone desde una hondura existencial poco común, una serie de dudas casi fantasmagóricas en torno a quién se es y si ese sujeto cuestionador y caviloso posee asidero de raigambre real.

miércoles, 11 de mayo de 2016

Dos notas de lectura: sobre Tala y Lagar de Gabriela Mistral

I
La triste y célebre frase de Pedro Prado sobre Gabriela Mistral –“madre y virgen”- y la lectura que de ella habían hecho críticos literarios chilenos como Alone y Silva Castro, nos la mostraba como madre, mujer altruista y sacrificada, como pedagoga infinita que se entrega a la renuncia y la soledad. Esa es la idea que se tiene de Mistral y su poesía en la década del 20 y hasta mediados de los años 30. Sin embargo, lo primordial no está en esas coordenadas, ni en la efigie que se desprende desde ahí a modo de monumento incontestable. La publicación del libro Tala, de 1938, en Ediciones Sur de Buenos Aires, desmienten férreamente esa imagen y establece lo primordial de esta poesía, fundando en este magistral libro un verdadero lenguaje mistraliano –otra cosa es ver hasta qué punto una y otra cosa –la efigie de la poeta y su poesía- se confunden en nuestro imaginario y aún si es posible separarlas. De todos modos, lo fundamental de ese “lenguaje” es un afán por intentar caracterizar lo que es lo “americano” y por otro lado y muy unido a ello, el ejercicio por cartografiar las cosas y el mundo como si fueran contemplados por primera vez. Tenemos que estar atentos a eso: en Tala se vislumbran esas virtudes para nada secundarias de la poesía de Mistral, aquellas que, ciertamente, encarnan ese ideal de despojamiento verbal y entrega fiel a la materialidad de las cosas contempladas y que, de modo muy agudo, habían ya advertido lectores privilegiados de Mistral como fueron los poetas Pablo Neruda y Gonzalo Rojas. Sobre los poemas de este libro, otro lector agudo de la primera hora mistraliana, el también poeta y ensayista chileno Luis Oyarzún, establece una línea de interpretación fecunda y decidora: la materia en la poesía de Gabriela Mistral tiene alma e idioma y habla con el lenguaje de la infancia o con el verbo de la pasión. Así, las diversas esferas de realidad están en Tala bien delimitadas, pero, aún sin fundirse, se abrazan mutuamente las cosas y el alma, y ésta, en expansión creadora, se derrama desde su centro y envuelve a las cosas minerales y vivas, palpándolas hasta sentirse a sí misma en ellas, sin deformarlas ni desnaturalizarlas, descubriéndose en ese ser extraño, como en las pruebas de cognición extrasensorial provocada
Ese acto como vemos implica hacer aparecer ante nuestra percepción las cosas tal como son, en una prístina manera de acercarnos a su naturaleza intrínseca. De aquel modo la poesía de Tala responde a esa necesidad casi genésica de reconocer las diversas materialidades que conforman las capas de lo real en niveles cada vez más sutiles y por, ende, misteriosos. Es como si en Mistral el descubrimiento notable de una aproximación ante las entidades del mundo para mostrárnoslas en su prestancia única, fuera la instancia que al parecer sólo la poesía puede lograr.
El gesto de lectura que se adivina en Tala nos insta a leer la poesía de Mistral como un discurso que hay que ir deshojando paulatinamente para admirar su intimidad más oculta como si en la desnudez de su lenguaje las cosas se nos revelaran en su propia particularidad: nada de artificios, ideas accesorias, ni malabares barrocos o neobarrocos, ni menos apología de tal o cual discurso de ocasión. Pareciera ser que en Tala las palabras que Mistral convoca para tejer su escritura, son una especie de sutil mecanismo de develación. Sin espacio para la culpa, ni menos viendo a la poesía como salvación de no sabemos qué cosa, ni menos como compensación de algo aproximado al pecado, la poesía de la Mistral se nos otorga como el discurso más apto para entender ese ejercicio de percepción paciente, solitario y callado, pero no menos severo en su economía y sobriedad, para hacernos palpable de una vez por todas que lo que llamamos “realidad” no se fundamenta trascendiendo al mundo, sino que es su pura presencia inmanente.


                                                       II
La publicación de Lagar en 1954, nos pone a los lectores de Gabriela Mistral ante una de las obras poéticas más portentosas del idioma en lo que fue el siglo XX. No tanto por el cariz experimental de su propuesta, ni tampoco por el temple transgresor evidente que se habría esperado de una obra lírica que convivió con las más diversas manifestaciones vanguardistas. En absoluto, en Lagar lo que es dable de rastrear con asombro y maravilla es el modo en que esta poesía, asumiéndose como un lenguaje tallado en la roca multiforme del idioma, se nos muestra siempre como una cordillera viva que ha enseñado ser la piedra fundadora de la imaginación terráquea. Hay en Lagar una manera de establecer vínculos hacia una sensibilidad oracular que entiende en su matriz una serie de elementos básicos, cuasi arcaicos, decidores en la búsqueda de su constitución poética: ahí se advierte la crudeza del sol cordillerano, los ojos de la poeta que se ve a sí misma como habitante animal de una temperatura ardiente expuesta en las latitudes rocosas de las alturas cordilleranas y que oficia un rito de purificación. La cordillera es madre, pero también cuerpo arisco de poseer y la poeta, tropezando, pero admirando y poseyendo las diversas texturas pétreas que le salen al camino, lleva a cabo una verdadera procesión para hacer suya esa energía elemental de las cosas que se manifiestan en su modo rústico, casi ajeno al lenguaje, pero que sólo tiene al lenguaje como forma de designarse en su errancia.
Mistral en Lagar es una piedra, en tanto acendrada por un rostro esparcido por multitud de espacios, como por ser la presencia que dispone en su prestancia “cordillerana” de vigor, soledad y piel caldeada ante el sol implacable de la naturaleza y del lenguaje, un punto de referencia ineludible para configurar su propia razón de ser, para asimilarse a esa identidad que hace de todo poeta y su escritura, uno solo en su amplitud física, en su amplitud material, donde cada palabra, y cada vocablo es una presencia granítica de logro y maravilla.
Ahora bien, siempre se ha hecho alusión en el mundo crítico a la “religiosidad” mistraliana: una mezcla muy belle epoque de teosofía, judaísmo, espiritismo, cristianismo católico y un vago orientalismo en sintonía con esa sensibilidad modernista de cambio de siglo que Amado Nervo y cierto Rubén Darío encarnan a la perfección, pero que tienen también en Leopoldo Lugones y Julio Herrera y Reissig sus cultores más eximios. Tal vez hay ahí igualmente esa predilección epocal, más allá de temas, por el agnosticismo que se aprecia, asimismo, en la mejor poesía de Pedro Prado, característica de un muy peculiar “espiritualismo laico” que busca, en los restos del simbolismo francés y del modernismo hispanoamericano, un modo de establecer un discurso alterno tanto a la ortodoxia cristiana como a la ideología positivista que hizo verdaderos estragos en la sensibilidad intelectual de principios de siglo. En fin, referirse a la sensibilidad metafísica y/o religiosa de nuestros poetas de 1900, es una tarea ardua y aún en ciernes. De todo ese mundo aún tan poco conocido por nosotros, lo que me importa acá es sólo insinuar que en ese contexto, Mistral adopta en Lagar un temple, una actitud que, a falta de mejor nombre, se le ha llamado como “budista”: una contemplación enraizada en sí misma que renuncia a las cosas en el instante mismo de aprehenderlas al constatar en ellas, en doble paradoja, puras apariencias y, por ende, engaños metafísicos, pero a su vez, una invitación a desentrañar la quintaesencia de ese vacío fundante que implica la contemplación de esas mismas cosas en su más intrínseca naturaleza. Creo que Luis Oyarzún intuyó eso de modo muy pertinente al referirse a la “experiencia espiritual de las cosas físicas” que se desprende de la lectura de los poemas de Mistral. A mi entender, será ahí donde se puede vislumbrar un vínculo no menor entre esa admiración que se tiene por aquel lenguaje tan mistraliano que se desea a sí mismo en su concentración pasmada y esa nada –vía Sartre, y Heidegger, pero también, probablemente vía Blanchot- que nuestra propia experiencia cultural y epocal ha asumido como parte primordial de su constitución contemporánea.
Es así que un libro como Lagar, nos conecta en un presente donde es muy probable que Mistral nos muestre la experiencia primordial de establecer en la paradoja de la aprehensión de las cosas –los referentes- un vacío que sólo puede constatarse como lenguaje: palabras que son fantasmas, efigies amadas que son sombras. Esa nada que llama hacia la disolución del sentido y que es quizás para Mistral fuente de sosiego y reposo.