domingo, 20 de noviembre de 2011

Una escritura fragmentaria. Martín Cerda

Celebrando el año de vida de este blog -visitado por más personas de lo que hubiera, en un principio, sospechado- es que subo el siguiente texto: otra vez Martín Cerda como pretexto de escritura, como pretexto de reflexión. Todo -o casi todo- lo que pueda decir acerca de lo que implica escribir , pues me parece que este escritor chileno lo dice de modo inmejorable. En fin, gracias a todos aquellos que me han seguido con paciencia durante este año de existencia virtual

                                                         

La escritura de Martín Cerda evidencia la ausencia del libro. Por omisión o destino, sus textos reunidos bajo títulos diversos no son la organicidad esperable del tratado, la monografía, ni la investigación literaria. Tampoco la mera acumulación inconsecuente de textos flotantes de origen disperso. Incluso los volúmenes publicados en vida de Cerda no se muestran con la coherencia de querer demostrar una tesis en el seguimiento de un argumento reconocible. Más aún, si pensamos en Escritorio (1987) lo que sale a la palestra son un puñado de palabras, frases, ideas, aforismos y fragmentos rescatados de un escrutinio severísimo y que se actualizan en la escritura de un presente que no teme revertir el tiempo originario de la redacción de cada uno de ellos. Así, a modo de una recapitulación tardía, pero no menos feliz en la consecución de su afán exploratorio acerca del lugar de la escritura, Escritorio es el resultado de un viaje memorioso que rescata escombros escriturales para otorgarles un orden de legibilidad altamente sugerente.
Pero que tanto ese título como a su vez La palabra quebrada: ensayo sobre el ensayo (1982) muestren una legibilidad seductora y de alto rendimiento reflexivo, no es ápice para apreciar una carencia, una falta. Carencia o falta que, por otro lado, no es obstáculo para entender a esta escritura como fragmentaria y que deviene más un instinto formal ligado a la experiencia que un error o debilidad acusada por la institucionalidad literaria. Ya en el breve prefacio al volumen de 1982, nuestro autor señalaba esa predilección estilística como un horizonte hacia el cual cabía dirigir toda expectativa de lectura: no tanto convertida en una justificación metodológica para allanar su propio ejercicio ensayístico, sino más bien para intentar dilucidar el problema mismo del escribir: “no se trata, sin embargo, de invocar un linaje formal, sino de justificar una forma, modo o práctica de escribir (…) una forma de escritura que, en lo esencial, responde no sólo a un determinado tipo de coyunturas históricas sino, además, a un modo de mirar, asumir y valorar el mundo.”
De ahí que la escritura de Cerda se vislumbre fragmentaria donde cada fragmento que la constituye –notas, frases, auscultación de referentes culturales varios, remembranza de lugares antaño visitados, ensimismamiento con pedazos de biografía trunca y doliente, aforismos, comentarios, dilucidación de un posible sentido por medio de la celebración o el asombro electrizante- configura una totalidad respecto de sí misma y de un fantasmagórico y nunca existente libro, pero también y simultáneamente aquella totalidad lleva dentro de sí la ausencia del todo, del cual ella forma no obstante una entidad acabada. En la escritura de Cerda ningún fragmento se basta a sí mismo, y cada uno lleva en sí, por el contrario, lo que lo atrae hacia su recomienzo, hacia su infinita reiteración. Cada fragmento expresa y constituye, a la vez, un todo limitado y la ausencia de totalidad.

Un estilo ensayístico sin duda, buscado y explorado, soportado y extendido, un estilo que no es un estilo, sino la interrupción de todo estilo: no hay continuidad, ni linealidad abrasadora bajo un concepto temporal unívoco, pues si el tiempo se inscribe en la duración, si puede decirse artificialmente en términos de pasado, presente y futuro, y si como afirma el dicho popular “el tiempo pasa”, la escritura de Cerda sería ese momento, ese acontecimiento en que el tiempo se interrumpe, interrumpiendo la misma interrupción. Por ello el privilegio concedido a esta escritura: interrupción, quiebra del espacio y, paradójicamente, tiempo de la repetición, de la insistencia, escritura circular que regresa a su origen como si en cierto modo nada hubiera acontecido salvo las palabras liberadas, anónimas y susurrantes. Aquello tiene un nombre: expansión. Sí, sólo la expansión abarcadora que en Cerda se vuelve opaca al reiterarse una y otra vez manifiesta la certeza de la interrupción repetitiva, insistente: de ahí que la pregunta por el ensayo –su forma, su caracterización, su sentido, su necesidad- vuelva una y otra vez bajo ropajes indistintos en las referencias a Ortega, Lukacs y Montaigne, pregunta que en su porfiada voltereta irrumpe como la pregunta por la escritura misma. A fin de cuentas una metaescritura que no se resuelve sino en el ejercicio mismo de concebirse en acto permanente y que convierte a cada fragmento en una virtual poética de sí mismo.
En la interrupción repetitiva de este estilo ensayístico, en la angustia recurrente ante lo que podría significar el estado decadente de toda relación social, como en la lucidez reiterativa de ver en distintos contextos y en diversos autores, pretextos para advertir la crisis epocal que subsume al sujeto en sus propias meditaciones, es posible apreciar que la escritura no quiere dar cuenta de nada que esté fuera de sí misma: su libertad es el quebrantamiento de la temporalidad y, por tanto, parece indicarnos una y otra vez que ella no es medio para transmitir conocimiento, ni es por ella que la experiencia recibe sentido, ni mucho menos por ella se establece la continuidad de ese mismo sentido. Es la certificación del tiempo sin tiempo que, convertido en astillas que vuelan y certifican su propia condición aleatoria y gratuita, se ve como el desfondamiento de todo intento de fundar en lo unívoco del discurso, una certeza que pudiese esclarecer a esa totalidad que el libro justifica y que la vida niega.
Pero, si bien es dable aislar en la escritura de Cerda grupos de fragmentos –ejercicio fantasmal, pero no imposible- que pertenecen a cierta temática (recuerdos de ciudades, referencias a autores predilectos, reflexión ante el hecho mismo de escribir, descripción de tendencias intelectuales varias, etc.), los fragmentos no se oponen sino que se yuxtaponen, se sustraen tanto a la simultaneidad como a la sucesión, en una experiencia no dialéctica del lenguaje pero que tampoco excluye la dialéctica. El fragmento habla como fuera del tiempo, de la linealidad, rompe en silencio la unidad y la continuidad del logos. Blanchot nos indica que la ruptura que caracteriza a toda escritura fragmentaria no es en absoluto un fenómeno simple: las primeras y las últimas palabras de los fragmentos no señalan nunca una apertura y un cierre dados de una vez por todas; al contrario, señalan la imposibilidad de establecer un verdadero comienzo de la escritura. Entre el espacio en blanco de los vacíos y el espacio negro de la escritura, ésta ya ha comenzado: el primer fragmento no es nunca el primero, como si hiciera eco, huella, a lo que Blanchot llama “lo espantosamente antiguo”. De esta manera, una de las cosas fascinantes de la escritura fragmentaria de la ensayística de Cerda es que cada fragmento, cada parte, cada rincón moroso o tensamente dispuesto, expresa y atrae lo conocido dejándolo desconocido, pues no afirma más que su presencia y renuncia a toda forma de poder.

Ahora bien, esto se condice cuando el mismo autor ha declarado en diversos sitios de su escritura y en especial en el prefacio a La palabra quebrada, que lo que realmente importa de todo escrito fragmentado es lo que fragmenta o quiebra la escritura, donde lo que es quebrado o transgredido no es otra cosa que la infracción permanente a los diversos discursos instituidos, socializados y que, según Cerda, citando a Bacon, se hallan doxologizados, es decir, cristalizados en tanto opinión. No en vano señala nuestro autor que lo que caracterizaría al ensayo, en tanto escritura fragmentaria, es esa infracción o herejía para con una idea o noción de totalidad y que el ritmo escritural del fragmento mismo, deja al descubierto como disolución progresiva, disolución que desenmascara toda exigencia dominante que desee manifestar una pretendida exposición. De esta forma, la escritura ensayística de Cerda es fragmentaria en tanto tensión de partes que no se resuelve en un centro que disponga la legibilidad como sentido total. Ni siquiera sus volúmenes publicados en vida asumen esa arquitectura de entrever una totalidad articulada en cuanto forma. Para nada, son más bien evidencia de sobreposición, de contradicciones apenas pulidas entre sí para mostrarse como rostro de la fractura mayor que implica el desarraigo socio-histórico de la escritura en un época de crisis, donde la crisis es en sí fragmentación de un imaginario que ha llegado a última instancia a un puerto sin abrigo, como también prueba veraz de una concepción temporal que ha expelido de su propia impronta toda posibilidad conciliatoria entre el sujeto y su plasmación histórica. De una u otra manera, la escritura fragmentaria es connatural de un sujeto fragmentado, moderno y agónico.
Esta caracterización, sin duda permite establecer la validez de todo escrito que, como el ensayo, pretende introducir una mirada discontinua en un mundo que, en lo más sustantivo, se enmascara u oculta con una diversidad de lenguajes totales, monolíticos y opresivos.
No es menor que Martín Cerda, a través de su escritura hubiese deseado revertir cualquier posibilidad degradante para con el ser humano: era su sino, su pasión.






1 comentario:

  1. Tuve la fortuna de conocer y tratar a MC durante los años 60, en la SECH y en los sitios de reunión informal de los escritores, como el Bosco o el refugio López Velarde de la misma SECH. Era un gran conversador además de un escritor muy publicado pero sin libros o casi. Es lástima que la muerte sorprenda a estos valores culturales chilenos, antes que el reconocimiento o siquiera el conocimiento

    ResponderEliminar