miércoles, 11 de mayo de 2016

Dos notas de lectura: sobre Tala y Lagar de Gabriela Mistral

I
La triste y célebre frase de Pedro Prado sobre Gabriela Mistral –“madre y virgen”- y la lectura que de ella habían hecho críticos literarios chilenos como Alone y Silva Castro, nos la mostraba como madre, mujer altruista y sacrificada, como pedagoga infinita que se entrega a la renuncia y la soledad. Esa es la idea que se tiene de Mistral y su poesía en la década del 20 y hasta mediados de los años 30. Sin embargo, lo primordial no está en esas coordenadas, ni en la efigie que se desprende desde ahí a modo de monumento incontestable. La publicación del libro Tala, de 1938, en Ediciones Sur de Buenos Aires, desmienten férreamente esa imagen y establece lo primordial de esta poesía, fundando en este magistral libro un verdadero lenguaje mistraliano –otra cosa es ver hasta qué punto una y otra cosa –la efigie de la poeta y su poesía- se confunden en nuestro imaginario y aún si es posible separarlas. De todos modos, lo fundamental de ese “lenguaje” es un afán por intentar caracterizar lo que es lo “americano” y por otro lado y muy unido a ello, el ejercicio por cartografiar las cosas y el mundo como si fueran contemplados por primera vez. Tenemos que estar atentos a eso: en Tala se vislumbran esas virtudes para nada secundarias de la poesía de Mistral, aquellas que, ciertamente, encarnan ese ideal de despojamiento verbal y entrega fiel a la materialidad de las cosas contempladas y que, de modo muy agudo, habían ya advertido lectores privilegiados de Mistral como fueron los poetas Pablo Neruda y Gonzalo Rojas. Sobre los poemas de este libro, otro lector agudo de la primera hora mistraliana, el también poeta y ensayista chileno Luis Oyarzún, establece una línea de interpretación fecunda y decidora: la materia en la poesía de Gabriela Mistral tiene alma e idioma y habla con el lenguaje de la infancia o con el verbo de la pasión. Así, las diversas esferas de realidad están en Tala bien delimitadas, pero, aún sin fundirse, se abrazan mutuamente las cosas y el alma, y ésta, en expansión creadora, se derrama desde su centro y envuelve a las cosas minerales y vivas, palpándolas hasta sentirse a sí misma en ellas, sin deformarlas ni desnaturalizarlas, descubriéndose en ese ser extraño, como en las pruebas de cognición extrasensorial provocada
Ese acto como vemos implica hacer aparecer ante nuestra percepción las cosas tal como son, en una prístina manera de acercarnos a su naturaleza intrínseca. De aquel modo la poesía de Tala responde a esa necesidad casi genésica de reconocer las diversas materialidades que conforman las capas de lo real en niveles cada vez más sutiles y por, ende, misteriosos. Es como si en Mistral el descubrimiento notable de una aproximación ante las entidades del mundo para mostrárnoslas en su prestancia única, fuera la instancia que al parecer sólo la poesía puede lograr.
El gesto de lectura que se adivina en Tala nos insta a leer la poesía de Mistral como un discurso que hay que ir deshojando paulatinamente para admirar su intimidad más oculta como si en la desnudez de su lenguaje las cosas se nos revelaran en su propia particularidad: nada de artificios, ideas accesorias, ni malabares barrocos o neobarrocos, ni menos apología de tal o cual discurso de ocasión. Pareciera ser que en Tala las palabras que Mistral convoca para tejer su escritura, son una especie de sutil mecanismo de develación. Sin espacio para la culpa, ni menos viendo a la poesía como salvación de no sabemos qué cosa, ni menos como compensación de algo aproximado al pecado, la poesía de la Mistral se nos otorga como el discurso más apto para entender ese ejercicio de percepción paciente, solitario y callado, pero no menos severo en su economía y sobriedad, para hacernos palpable de una vez por todas que lo que llamamos “realidad” no se fundamenta trascendiendo al mundo, sino que es su pura presencia inmanente.


                                                       II
La publicación de Lagar en 1954, nos pone a los lectores de Gabriela Mistral ante una de las obras poéticas más portentosas del idioma en lo que fue el siglo XX. No tanto por el cariz experimental de su propuesta, ni tampoco por el temple transgresor evidente que se habría esperado de una obra lírica que convivió con las más diversas manifestaciones vanguardistas. En absoluto, en Lagar lo que es dable de rastrear con asombro y maravilla es el modo en que esta poesía, asumiéndose como un lenguaje tallado en la roca multiforme del idioma, se nos muestra siempre como una cordillera viva que ha enseñado ser la piedra fundadora de la imaginación terráquea. Hay en Lagar una manera de establecer vínculos hacia una sensibilidad oracular que entiende en su matriz una serie de elementos básicos, cuasi arcaicos, decidores en la búsqueda de su constitución poética: ahí se advierte la crudeza del sol cordillerano, los ojos de la poeta que se ve a sí misma como habitante animal de una temperatura ardiente expuesta en las latitudes rocosas de las alturas cordilleranas y que oficia un rito de purificación. La cordillera es madre, pero también cuerpo arisco de poseer y la poeta, tropezando, pero admirando y poseyendo las diversas texturas pétreas que le salen al camino, lleva a cabo una verdadera procesión para hacer suya esa energía elemental de las cosas que se manifiestan en su modo rústico, casi ajeno al lenguaje, pero que sólo tiene al lenguaje como forma de designarse en su errancia.
Mistral en Lagar es una piedra, en tanto acendrada por un rostro esparcido por multitud de espacios, como por ser la presencia que dispone en su prestancia “cordillerana” de vigor, soledad y piel caldeada ante el sol implacable de la naturaleza y del lenguaje, un punto de referencia ineludible para configurar su propia razón de ser, para asimilarse a esa identidad que hace de todo poeta y su escritura, uno solo en su amplitud física, en su amplitud material, donde cada palabra, y cada vocablo es una presencia granítica de logro y maravilla.
Ahora bien, siempre se ha hecho alusión en el mundo crítico a la “religiosidad” mistraliana: una mezcla muy belle epoque de teosofía, judaísmo, espiritismo, cristianismo católico y un vago orientalismo en sintonía con esa sensibilidad modernista de cambio de siglo que Amado Nervo y cierto Rubén Darío encarnan a la perfección, pero que tienen también en Leopoldo Lugones y Julio Herrera y Reissig sus cultores más eximios. Tal vez hay ahí igualmente esa predilección epocal, más allá de temas, por el agnosticismo que se aprecia, asimismo, en la mejor poesía de Pedro Prado, característica de un muy peculiar “espiritualismo laico” que busca, en los restos del simbolismo francés y del modernismo hispanoamericano, un modo de establecer un discurso alterno tanto a la ortodoxia cristiana como a la ideología positivista que hizo verdaderos estragos en la sensibilidad intelectual de principios de siglo. En fin, referirse a la sensibilidad metafísica y/o religiosa de nuestros poetas de 1900, es una tarea ardua y aún en ciernes. De todo ese mundo aún tan poco conocido por nosotros, lo que me importa acá es sólo insinuar que en ese contexto, Mistral adopta en Lagar un temple, una actitud que, a falta de mejor nombre, se le ha llamado como “budista”: una contemplación enraizada en sí misma que renuncia a las cosas en el instante mismo de aprehenderlas al constatar en ellas, en doble paradoja, puras apariencias y, por ende, engaños metafísicos, pero a su vez, una invitación a desentrañar la quintaesencia de ese vacío fundante que implica la contemplación de esas mismas cosas en su más intrínseca naturaleza. Creo que Luis Oyarzún intuyó eso de modo muy pertinente al referirse a la “experiencia espiritual de las cosas físicas” que se desprende de la lectura de los poemas de Mistral. A mi entender, será ahí donde se puede vislumbrar un vínculo no menor entre esa admiración que se tiene por aquel lenguaje tan mistraliano que se desea a sí mismo en su concentración pasmada y esa nada –vía Sartre, y Heidegger, pero también, probablemente vía Blanchot- que nuestra propia experiencia cultural y epocal ha asumido como parte primordial de su constitución contemporánea.
Es así que un libro como Lagar, nos conecta en un presente donde es muy probable que Mistral nos muestre la experiencia primordial de establecer en la paradoja de la aprehensión de las cosas –los referentes- un vacío que sólo puede constatarse como lenguaje: palabras que son fantasmas, efigies amadas que son sombras. Esa nada que llama hacia la disolución del sentido y que es quizás para Mistral fuente de sosiego y reposo.





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