I
La triste y célebre frase de Pedro Prado sobre
Gabriela Mistral –“madre y virgen”- y la lectura que de ella habían hecho
críticos literarios chilenos como Alone y Silva Castro, nos la mostraba como
madre, mujer altruista y sacrificada, como pedagoga infinita que se entrega a
la renuncia y la soledad. Esa es la idea que se tiene de Mistral y su poesía en
la década del 20 y hasta mediados de los años 30. Sin embargo, lo primordial no
está en esas coordenadas, ni en la efigie que se desprende desde ahí a modo de
monumento incontestable. La publicación del libro Tala, de 1938, en Ediciones Sur de Buenos Aires, desmienten
férreamente esa imagen y establece lo primordial de esta poesía, fundando en
este magistral libro un verdadero lenguaje
mistraliano –otra cosa es ver hasta qué punto una y otra cosa –la efigie de
la poeta y su poesía- se confunden en nuestro imaginario y aún si es posible
separarlas. De todos modos, lo fundamental de ese “lenguaje” es un afán por
intentar caracterizar lo que es lo “americano” y por otro lado y muy unido a
ello, el ejercicio por cartografiar las cosas y el mundo como si fueran
contemplados por primera vez. Tenemos que estar atentos a eso: en Tala se vislumbran esas virtudes para nada
secundarias de la poesía de Mistral, aquellas que, ciertamente, encarnan ese
ideal de despojamiento verbal y entrega fiel a la materialidad de las cosas
contempladas y que, de modo muy agudo, habían ya advertido lectores
privilegiados de Mistral como fueron los poetas Pablo Neruda y Gonzalo Rojas.
Sobre los poemas de este libro, otro lector agudo de la primera hora
mistraliana, el también poeta y ensayista chileno Luis Oyarzún, establece una
línea de interpretación fecunda y decidora: la materia en la poesía de Gabriela
Mistral tiene alma e idioma y habla con el lenguaje de la infancia o con el
verbo de la pasión. Así, las diversas esferas de realidad están en Tala bien delimitadas, pero, aún sin
fundirse, se abrazan mutuamente las cosas y el alma, y ésta, en expansión
creadora, se derrama desde su centro y envuelve a las cosas minerales y vivas,
palpándolas hasta sentirse a sí misma en ellas, sin deformarlas ni
desnaturalizarlas, descubriéndose en ese ser extraño, como en las pruebas de
cognición extrasensorial provocada
Ese acto como vemos
implica hacer aparecer ante nuestra percepción las cosas tal como son, en una
prístina manera de acercarnos a su naturaleza intrínseca. De aquel modo la
poesía de Tala responde a esa
necesidad casi genésica de reconocer las diversas materialidades que conforman
las capas de lo real en niveles cada vez más sutiles y por, ende, misteriosos.
Es como si en Mistral el descubrimiento notable de una aproximación ante las
entidades del mundo para mostrárnoslas en su prestancia única, fuera la
instancia que al parecer sólo la poesía puede lograr.
El gesto de lectura que
se adivina en Tala nos insta a leer la poesía de Mistral como un
discurso que hay que ir deshojando paulatinamente para admirar su intimidad más
oculta como si en la desnudez de su lenguaje las cosas se nos revelaran en su
propia particularidad: nada de artificios, ideas accesorias, ni malabares
barrocos o neobarrocos, ni menos apología de tal o cual discurso de ocasión.
Pareciera ser que en Tala las palabras que Mistral convoca para tejer su
escritura, son una especie de sutil mecanismo de develación. Sin espacio para
la culpa, ni menos viendo a la poesía como salvación de no sabemos qué cosa, ni
menos como compensación de algo aproximado al pecado, la poesía de la Mistral se nos otorga como
el discurso más apto para entender ese ejercicio de percepción paciente,
solitario y callado, pero no menos severo en su economía y sobriedad, para
hacernos palpable de una vez por todas que lo que llamamos “realidad” no se fundamenta
trascendiendo al mundo, sino que es su pura presencia inmanente.
II
La
publicación de Lagar en 1954, nos
pone a los lectores de Gabriela Mistral ante una de las obras poéticas más
portentosas del idioma en lo que fue el siglo XX. No tanto por el cariz
experimental de su propuesta, ni tampoco por el temple transgresor evidente que
se habría esperado de una obra lírica que convivió con las más diversas
manifestaciones vanguardistas. En absoluto, en Lagar lo que es dable de rastrear con asombro y maravilla es el
modo en que esta poesía, asumiéndose como un lenguaje tallado en la roca
multiforme del idioma, se nos muestra siempre como una cordillera viva que ha
enseñado ser la piedra fundadora de la imaginación terráquea. Hay en Lagar una manera de establecer vínculos
hacia una sensibilidad oracular que entiende en su matriz una serie de
elementos básicos, cuasi arcaicos, decidores en la búsqueda de su constitución
poética: ahí se advierte la crudeza del sol cordillerano, los ojos de la poeta
que se ve a sí misma como habitante animal de una temperatura ardiente expuesta
en las latitudes rocosas de las alturas cordilleranas y que oficia un rito de
purificación. La cordillera es madre, pero también cuerpo arisco de poseer y la
poeta, tropezando, pero admirando y poseyendo las diversas texturas pétreas que
le salen al camino, lleva a cabo una verdadera procesión para hacer suya esa
energía elemental de las cosas que se manifiestan en su modo rústico, casi ajeno
al lenguaje, pero que sólo tiene al lenguaje como forma de designarse en su
errancia.
Mistral en Lagar
es una piedra, en tanto acendrada por un rostro esparcido por multitud de
espacios, como por ser la presencia que dispone en su prestancia “cordillerana”
de vigor, soledad y piel caldeada ante el sol implacable de la naturaleza y del
lenguaje, un punto de referencia ineludible para configurar su propia razón de
ser, para asimilarse a esa identidad que hace de todo poeta y su escritura, uno
solo en su amplitud física, en su amplitud material, donde cada palabra, y cada
vocablo es una presencia granítica de logro y maravilla.
Ahora bien, siempre se ha
hecho alusión en el mundo crítico a la “religiosidad” mistraliana: una mezcla
muy belle epoque de teosofía,
judaísmo, espiritismo, cristianismo católico y un vago orientalismo en sintonía
con esa sensibilidad modernista de cambio de siglo que Amado Nervo y cierto Rubén
Darío encarnan a la perfección, pero que tienen también en Leopoldo Lugones y Julio
Herrera y Reissig sus cultores más eximios. Tal vez hay ahí igualmente esa
predilección epocal, más allá de temas, por el agnosticismo que se aprecia,
asimismo, en la mejor poesía de Pedro Prado, característica de un muy peculiar
“espiritualismo laico” que busca, en los restos del simbolismo francés y del
modernismo hispanoamericano, un modo de establecer un discurso alterno tanto a
la ortodoxia cristiana como a la ideología positivista que hizo verdaderos
estragos en la sensibilidad intelectual de principios de siglo. En fin,
referirse a la sensibilidad metafísica y/o religiosa de nuestros poetas de
1900, es una tarea ardua y aún en ciernes. De todo ese mundo aún tan poco
conocido por nosotros, lo que me importa acá es sólo insinuar que en ese
contexto, Mistral adopta en Lagar un
temple, una actitud que, a falta de mejor nombre, se le ha llamado como
“budista”: una contemplación enraizada en sí misma que renuncia a las cosas en
el instante mismo de aprehenderlas al constatar en ellas, en doble paradoja,
puras apariencias y, por ende, engaños metafísicos, pero a su vez, una
invitación a desentrañar la quintaesencia de ese vacío fundante que implica la
contemplación de esas mismas cosas en su más intrínseca naturaleza. Creo que Luis
Oyarzún intuyó eso de modo muy pertinente al referirse a la “experiencia
espiritual de las cosas físicas” que se desprende de la lectura de los poemas
de Mistral. A mi entender, será ahí donde se puede vislumbrar un vínculo no
menor entre esa admiración que se tiene por aquel lenguaje tan mistraliano que
se desea a sí mismo en su concentración pasmada y esa nada –vía Sartre, y
Heidegger, pero también, probablemente vía Blanchot- que nuestra propia
experiencia cultural y epocal ha asumido como parte primordial de su
constitución contemporánea.
Es así que un libro como Lagar, nos conecta en un presente donde
es muy probable que Mistral nos muestre la experiencia primordial de establecer
en la paradoja de la aprehensión de las cosas –los referentes- un vacío que
sólo puede constatarse como lenguaje: palabras que son fantasmas, efigies
amadas que son sombras. Esa nada que llama hacia la disolución del sentido y
que es quizás para Mistral fuente de sosiego y reposo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario