I
Desde su origen mismo, la creación cinematográfica ha llevado acabo
la práctica de la transposición de textos literarios al cine.
Ciertamente encontró muy pronto su mayor potencial en la creación y
comunicación de historias; por eso su interés en recurrir a la
literatura, tanto dramática como narrativa, buscando nuevos
argumentos, ha sido algo casi natural para su propia caracterización.
Por otro lado, es decir, desde el discurso literario, la comprensión
de esa transposición de sus obras a un soporte como lo es el cine,
ha implicado una singular manera de ampliar un concepto de
comparativismo, ya no sólo o exclusivamente referido a la
peculiaridad textual entre obras literarias de distintos órdenes,
géneros o idiomas, sino también ha conllevado un ensanchamiento de
los horizontes de posibilidad interpretativa que el mismo discurso
literario posee como eventual modo de verse a sí mismo en un marco
de claro timbre semiótico.
En esta presentación quisiera efectuar un ejercicio comparativo e
interpretativo, leyendo a dos clásicos de ambos géneros que ya han
sido rastreados en sus características fundamentales varias veces:
me refiero a Muerte en Venecia, la novela de Thomas Mann,
leída e interpretada por Luchino Visconti en la película homónima
y cuyo ejercicio lector constituye uno de los más interesantes y
preclaros ejemplos de cómo es posible que una obra de arte lea a
otra obra de arte bajo la premisa de un acto crítico activo. En
primer término delinearé en líneas gruesas lo que podríamos
entender por acto crítico activo, para posteriormente, especificar
tanto a la novela como a la película en sus características más
relevantes, para luego, establecer algunos puntos que me parecen
singulares en la lectura que efectúa Visconti de la novela de Mann,
enfatizando los siguientes: la literatura, la música, las artes
visuales y el cine. Intentaré dilucidar cómo operan estas
manifestaciones como parte del mecanismo interpretativo de Visconti
en tanto amplían la perspectiva de sentido de la novela de Mann, no
negándola, ni haciendo algo radicalmente diferente a ella, sino más
bien, comprendiéndola en todas sus posibilidades de potencialidad
creativa en lo que significa desarrollar sus cualidades intrínsecas
que sólo el lenguaje cinematográfico puede mostrar en toda su
extensión.
II
Tal como manifiesta con acierto George Steiner, -sobre cuyas premisas
descansa esta breve reflexión- todo arte, literatura y música
serios, constituyen un acto crítico. Ya sea realista, fantástica,
utópica o satírica, la obra de todo artista es una
contradeclaración al mundo, pues implica encarnar interacciones
concentradas y selectivas entre las restricciones de lo observado y
las ilimitadas posibilidades de lo imaginado. Esta intensidad formada
de la visión y el ordenamiento especulativo es siempre una crítica,
ya que afirma que las cosas podrían ser diferentes. Asimismo, la
literatura y las artes son crítica en un sentido particular y
práctico: encarnan una reflexión expositiva, un juicio de valor
sobre la herencia y el contexto al que pertenecen. Ciertamente toda
creación estética es inteligencia en grado sumo, dado que relaciona
la materia prima, las anárquicas prodigalidades de la conciencia y
del subconsciente con las latencias, a menudo inadvertidas e
inexploradas, de la articulación. Es esta traducción la que
convierte lo inarticulado y lo privado en materia general de
reconocimiento en una cristalización e inversión máxima de
introspección y control. Por ello las lecturas, las interpretaciones
y los juicios críticos del arte, la literatura y la música,
ofrecidos desde el interior mismo del arte son de una penetrante
autoridad, raramente igualada por los ofrecidos desde fuera, los
presentados por el no creador, es decir, el reseñador, el crítico,
el académico. Así, cada poeta, artista y cineasta coloca a la luz
de sus propios recursos expresivos y compositivos, los logros
formales y sustantivos de sus predecesores, permitiendo que la
práctica misma someta dichos antecedentes al análisis y a la
apreciación más estrictos. Tal tipo de acto crítico desempeña una
función preminente en toda lectura digna de consideración. Bajo
esas coordenadas se establece una vitalización valorativa del
carácter presente de lo pasado, de lo ya acontecido, junto con la
previsión crítica de sus apelaciones a la futuridad que establece y
define su propia retórica de lucidez. Cuando el poeta critica al
poeta desde el interior del poema, cuando el pintor critica al pintor
desde el interior de la tela, el músico al músico desde el interior
de la composición, podemos advertir una hermenéutica viviente que
se ejecuta con responsabilidad creativa. Esa responsabilidad creativa
implica un compromiso con el riesgo, una respuesta que necesariamente
se expresa como radicalidad y que adquiere su densidad interpretativa
bajo la presión de la puesta en acto. Una responsabilidad que
responde, que incita a la respuesta, respuesta que a su vez es una
auténtica experiencia de comprensión que solicita una apropiación
del significado como asimismo su valoración y donde apropiación no
es sinónimo de explicación, reducción o nivelación, sino más
bien, solicitud de ampliación, reclamo y consecuencia. Dicho en
otros términos, la crítica estética que intento esbozar se
manifiesta cuando adquiere una forma responsable comparable a su
objeto o, parafraseando a Borges, cuando todo artista u obra de arte
inventa a sus precursores en la recreación de sus posibilidades
expresivas, ya sea materiales y simbólicas.
En este tenor es que me parece que la lectura que Visconti hace de la
novela de Mann, es un acto crítico activo. En lo que sigue
intentaré esclarecer el desafío que ello significa.
III
Publicada en 1912 Muerte en Venecia de Thomas Mann es una
novela breve que cuenta los últimos días del laureado escritor
Gustav von Aschenbach, quien sucumbe ante la belleza del joven
Tadzio, de solo trece o catorce años, a quien conoce en el Hotel
Lido, de Venecia. A partir de esta fascinación que se convierte en
obsesión, el narrador reflexiona, siguiendo el pensamiento de su
protagonista y discutiendo las propuestas del Fedón de Platón
y El nacimiento de la tragedia de Nietzsche en torno a la
belleza y el arte, si acaso son un producto natural o del trabajo y
la razón, viviendo en carne propia la lucha entre la fuerza apolínea
(que Aschenbach –y tal vez el mismo Thomas Mann– ha encarnado
toda su vida) y la dionisíaca (esa fuerza destructora a la vez que
dadora de vida, que ahora lo embriaga); sobre la pasión y la
contención, etc. De este modo, la breve novela se convierte en una
ficción, con una trama bastante concisa, llena de reflexión
abstracta, cruzada de pensamiento estético, referencias simbólicas
y mitológicas.
Después de ser uno de los más notables representantes del
neorrealismo italiano durante los años 50 y la primera mitad de los
años 60 con películas tales como Rocco y sus hermanos
y Senso, Visconti aborda lo que se ha denominado la trilogía
tedesca con La caída de los dioses, Ludwig y la película que
nos convoca, Muerte en Venecia. Estrenada en 1971 y con una
soberbia interpretación de Dirk Bogarde, la película de Visconti es
célebre por su notable trabajo de fotografía, su hábil montaje que
conjuga escenas saturadas de detalles estéticos y decadentes escenas
de herrumbre y enfermedad, como asimismo por mantener la atención
del espectador a través de largos y parsimoniosos paneos que recrean
de modo bastante verosímil, una mirada atenta que nos involucra en
un ritmo casi natural, al interior de la trama. A su vez, la música
de Mahler –el adagietto de la 5º sinfonía, como asimismo
fragmentos de su 3º sinfonía- se convierte en un protagonista más,
facilitando en un lenguaje no verbal, la densa trama que evoca la
narración de la novela.
Establecida esta presentación general tanto de la novela como de la
película, veamos cómo Visconti lee a Mann. En primer término
apreciamos, al interior del desarrollo fílmico de Visconti, una
estilización en lo temático como en los recursos que emplea: a
diferencia de lo que ha efectuado con la otra película que toma como
referente una novela –El Gatopardo de Lampedusa- no
asistimos acá a la búsqueda de la fidelidad narrativa que otorga la
novela. El dato no menor que Visconti decida comenzar la acción con
la llegada de Aschenbach a Venecia a diferencia de lo que sucede en
la novela de Mann, es un gesto decidor, como a su vez, tres
referencias inmediatas que modifican de modo radical la consideración
del texto original: Aschenbach es presentado como músico, no como
literato, la música de Mahler crea una atmósfera característica
que inundará todo el film y, como detalle sugestivo, el vapor en el
cual nuestro protagonista llega a Venecia, tiene un nombre
significativo: Esmeralda. Ya volveré sobre cada uno de estos
detalles en un instante más, ahora sólo los enuncio como ejemplos
para dar a entender la manera que Visconti tiene para, desde el
inicio, marcar diferencia con la novela de Mann, de la cual, nos
anuncia, no será una mera recreación, sino algo muy distinto, pero
sumamente fiel.
Pues bien, he dicho que la película de Visconti es un acto crítico
activo de la novela de Mann, ¿cómo dar cuenta de eso? Me detendré
en algunos elementos que lamentablemente, no podré desarrollar como
quisiera dado las restricciones de tiempo que implica esta
presentación.
En primer término es interesante explorar el rol primordial que la
música juega en la película. Por diversos testimonios, sabemos que
Mann indica que una de sus fuentes inspiradoras de la novela fue la
de saber de la muerte de Gustav Mahler en mayo de 1911. Ese dato no
es menor, si advertimos no sólo en lo referido a las eventuales
fuentes de Muerte en Venecia, el interés de Mann por la
música: podemos ver que es un interés medular, en absoluto
accesorio. En novelas como Los Buddenbrock, La Montaña
Mágica y evidentemente en Doktor Faustus, la música para
Thomas Mann es no sólo el correlato significativo de las diversas
acciones que articulan sus obras, es la fundamentación misma de la
motivación que inclina a sus personajes hacia el desencadenamiento
de sus destinos. Bajo la influencia formadora de Schopenhauer,
Nietzsche y Wagner, a quienes dedica sendos ensayos en el transcurso
de su vida literaria, Mann hace de la música el centro de sus
inquietudes estéticas y morales, conductuales y de conocimiento. Es
como si el arte de los sonidos fuera la lámpara que guía la
percepción de nuestras acciones deseadas y reales y nos las hace ver
bajo un prisma siempre diverso y problemático. Por ello no es
descaminado que Visconti, en un acto de fiel creatividad, dispusiera
que su Aschenbach fuera músico y no literato, como a su vez, la
música de Mahler fuera escogida con certera decisión para no sólo
ilustrar la acción del film, sino como un verdadero comentario
sonoro a las escenas que se suceden. ¿Por qué el adagietto de la 5º
sinfonía? La respuesta es múltiple y compleja, sólo me limitaré a
indicar que el adagietto se basa en dos motivos: la del lied "Liebst
du um schönbeit" (Si me amas por mi belleza) del ciclo de
canciones sobre poemas de Rückert compuesto por el mismo Mahler y
hace una cita del “motivo de la mirada” de la ópera “Tristán
e Isolda” de Wagner, verdadero paradigma de la pasión y el deseo.
Esta sutil manera que posee Visconti para desentrañar el sentir de
Aschenbach dice mucho más que cualquier dialogo o discurso verbal:
es una verdadero escaner de la subjetividad en tensión, entre placer
y dolor que adivinamos en el personaje. Pero a su vez, el adagietto
no es la única pieza de Mahler incluida. De modo fugaz, pero
decisiva, hay una escena notable: Tadzio está en la playa, jugando
con sus amigos y la brisa marina trae a los ojos de Aschenbach la
imagen de unos cuerpos adolescentes casi perfectos en un despliegue
de belleza, fuerza y entusiasmo. El rostro de Aschenbach se ve feliz,
admirando la escena. Y mientras eso acontece, oímos el canto de la
contralto del IV movimiento de la Tercera Sinfonía, el "O
Mensch ¡Gib Acht!” que hace alusión a la parte final de Así
habló Zaratustra. ¿Qué refiere? Que el placer es más profundo
aún que el dolor, pues este solicita acabarse y aquel pide la
eternidad. Un poema que habla precisamente del proceso de creación y
sus relaciones con el dolor, el deseo y la muerte. Vemos ahí, una
profunda ironía, una ironía que establece la distancia entre el
deseo y su objeto, ¿acaso solamente el anhelo físico que atrae del
adolescente? Claro que no, es mucho más que eso: es la certera forma
que posee el cineasta para poner ante nuestros ojos, literalmente,
una reflexión de hondura estética y existencial en lo que refiere
la fidelidad del artista hacia los motivos que gatillan todo arte: la
gratuidad de su respuesta hacia el llamado de su “vocación” y el
costo que eso significa para el sujeto. Esto a su vez, podemos
apreciarlo en el modo que Visconti, emplea la cita pictórica, en
alusión a las artes visuales, para advertir la compleja trama que va
dibujando. Quiero aquí detenerme someramente en tres ejemplos:
primero, la figura de Tadzio que en la novela parece más una figura
abstracta sacada de un dialogo platónico que una verdadera
presencia. En el film, en cambio, Björn Andresen encarna,
literalmente, esa belleza indistinta, andrógina y seductora. No es
menor que la referencia física para Tadzio, sea la pintura de
Botticelli, para algunos la estilización de algún rostro de El
nacimiento de Venus o en su defecto de La Primavera. En
ese gesto, nos acercamos no sólo a entender la belleza como un
discurso especulativo, tal como la novela nos incita, sino a verla en
el rostro que alude a las magistrales pinturas del maestro italiano
del renacimiento. Segundo: en la escena final, Aschenbach agonizando
en la playa, tienen una última visión de Tadzio: atardece, los
juegos han acabado y el joven adolescente, en una posición muy
especial que la cámara logra captar de modo genial en su
ambivalencia -¿nos está dando la espalda o gira hacia nosotros de
modo paulatino?- con la mano en la cintura, eleva la otra hacia el
sol que va escondiéndose en el horizonte, mientras las aguas del mar
envuelven sus pies. Imposible no dejar de pensar en Apolo, no sólo
en tanto lo que implica como símbolo del arte en tanto distancia e
ironía –recordemos que era el dios de la belleza y el arte, pero
también del distanciamiento y de la enfermedad- sino también en las
múltiples referencias que nos está dando Visconti: las esculturas
de David de Donatello y Miguel Angel que, a su vez, toman como
referente el Apolo de Belvedere. Acá vemos un cruce entre el
paganismo de la antigüedad clásica y el mensaje judeo-cristiano del
joven elegido llamado a salvar a su pueblo. Aquel cruce se densifica
en clara alusión a los desafíos que solicita el arte para quien lo
ejercita: distanciamiento, renuncia y conciencia de la mortalidad,
pues es un ejercicio “enfermizo”. Ciertamente el vínculo
decadentista que Mann establece con esas alusiones, Visconti las
desarrolla de modo magistral en la imagen, pero ¿sólo es acaso un
revival setentero de una sensibilidad de Belle Epoque ya mirado con
distancia y aún con tierna ironía? No me atrevo a responder eso de
modo unilateral, pero ciertamente pone sobre la mesa de discusión,
las intrincadas relaciones entre el arte, la subjetividad y el valor
formativo del dolor, el placer y la añoranza para con su propia
constitución. Una tercera imagen significativa la tenemos cuando
Aschenbach descubre en el salón del hotel a Tadzio quien, solitario,
toca al piano un fragmento de Para Elisa de Beethoven,
llevando a Aschenbach a recordar un instante de su juventud: entrando
en un prostíbulo se une a una joven prostituta llamada Esmeralda.
Después de un instante, Aschenbach se excusa y sale de la habitación
y lo que vemos a través del espejo que hay dentro, es la imagen de
la muchacha sentada a los pies de la cama. Esa imagen es una cita
indistinta ya de Toulouse Lautrec o de Edvard Munch: una clara
alusión a la unión entre erotismo (prostituta), enfermedad
(sífilis), inocencia (jóvenes adolescentes) y belleza (líneas de
cuerpos plenos y seductores), en una amalgama bastante sugestiva.
Pero a través del nombre de la joven prostituta –Esmeralda- vemos
que Visconti alude también a una escena de otra novela de Thomas
Mann, Doktor Faustus, donde el protagonista, el músico Adrian
Leverkhun, vive la misma experiencia que nos muestra la película.
Aquello es significativo, pues en esa otra novela de Mann, aquel
acontecimiento será por el cual Leverkuhn se contagiará de sífilis
a cambio de obtener por parte de Mefistófeles, el don de la
genialidad artística. A su vez, recordemos que es también el nombre
del barco en el que Aschenbach llega a Venecia y obtendremos así,
una circularidad de sentidos que, respetando las cualidades de la
novelística de Mann, Visconti nos permite apreciar en una amplitud
que no se queda exclusivamente en la transposición de lo literario
al mundo de la imagen cinematográfica.
Lo que podemos advertir con estos pocos ejemplos, es el modo en que
una película no sólo recrea una novela, ni es sólo su equivalente
semiótico. Para nada, estamos en presencia de un verdadero acto de
creación crítica donde Visconti utiliza con vigor y sutileza a la
novela de Mann para hacerle decir aquello que ella misma posee in
nuce, lo cual es una sugestiva reflexión de cariz estético acerca
de la naturaleza del arte y sus implicancias formadoras para con
nosotros tanto como espectadores, lectores o creadores.
Tanto la novela de Mann como la película de Visconti pareciera ser
que nos plantean no sólo una escenificación morbosa de una
sexualidad decadente –cosa que ciertamente es-, sino también una
atenta reflexión para que entendamos el alegato que la belleza
suscita en nuestra autocomplacencia muy propia de una sociedad que
rehúye el llamado lacerante de Apolo.
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