Tal
vez no se trata de esquivar la distancia
entre
lo que deseamos decir y lo que decimos realmente;
esa
distancia que vuelve fecunda la contradicción
como
imposibilidad de unir actos y palabras: el cuerpo herido por lo real,
la
elusión permanente del signo agotado en su fiebre fin de siecle ,
la
oscuridad dorada que fustiga todo pastiche modernista o de
vanguardia.
Lo
que se abre, se vuelve a cerrar,
la
paradoja entre el poema escrito y su lectura, el descrédito
de
cualquier rumor que semeje algún augurio y el fracaso
del
discurso que pone en peligro nuestra estabilidad psíquica
-exilio,
suicidio, locura- Artaud citado por estudiantes de postgrado
o
una taxonomía del dolor que abarca espacios inconmensurables;
posibilidad
e imposibilidad, la cicatriz de Ulises que redunda
en
una falta de memoria, la impotencia del significado
o el
lujo verbal de cualquier caligrama pasado de moda.
Tal
vez no se trata de esquivar la distancia
y
renunciar simplemente a la imagen y su sentido,
a
las maniobras de una escritura desierta cuando el bosque ha sido
talado,
el
verano agoniza y los símbolos del amor son paráfrasis de usura.
Tal
vez lo que hace y deshace al poema –su crisis, su asfixia- es la
pérdida
de
contacto con la conciencia: sólo nubarrones magallánicos,
la
mirada extraviada, la inconsistencia de recursos léxicos
cuando
migajas de experiencia son embotelladas en el corsé del lenguaje:
un
silencio como fruta madura e indigesta.
Entre
lo que deseamos decir y lo que decimos realmente
no
hay conciliación: sólo lucha armada, ojos trasnochados y
enrojecidos,
la
piel humeante de sacrificios inútiles, la expresión subjetiva
secuestrada como documento,
la
euforia salvaje de lo que se asume como políticamente correcto,
el
desvanecimiento de la acción en el vapor avinagrado de las
conveniencias.
Mientras
tanto, Pentecostés es un fragmento de infancia
recordado
como una vieja ceremonia en una parroquia de provincia.
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