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Todas
las calles, de cualquier ciudad, huelen en verano. De los rincones
más apartados se elevan vapores que se consumen con el calor o se
difuminan entre el follaje decaído que serpentea en los huecos de
las veredas trizadas. A veces emergen desde un no muy lejano puente
cuyo riachuelo, algo apagado, desprende un ritmo luminoso entre
saltamontes, ranas y avispas. Todas las calles huelen en verano. A
veces con el hedor de las noches pesadas que hicieron trastabillar a
más de alguien en lo que fue quizás una felicidad pasajera. En
otras ocasiones con ese aroma incendiario que se desliza entre las
paredes manchadas de las casonas añejas y cuyas verjas, oxidadas,
deletrean entre hábiles lagartijas, un aroma vacío y penetrante que
va sinuoso bajo las miradas de un cielo de zinc. En otras ocasiones
ese aroma se desliza entre los laberínticos caminos de tierra que se
entrecruzan con las pocas calles de un asfalto más denso y gris. Es
ahí, entre aquellos recovecos, donde se deja respirar esa atmósfera
que va siendo repetida y desplazada una y otra vez por la seca brisa
del mediodía, esa brisa que puede traer y con razón, noticias desde
lo profundo de un patio secreto, cubierto de maleza o de un viejo
portón de aquel garaje saturado de metales y ruidos que, cuando
niños, apenas imaginábamos como parte de nuestra caminata. Hay
veces que esos olores arrastran una pesadez que se desdice de toda
delicadeza: son golpes como aquellos orines que despabilan a
cualquiera al otro lado de la vieja estación, justo antes que el
tren atraviese con su singular pitido, toda la zona. A veces esos
olores claman desde la melancólica mirada de un perro tirado bajo un
plátano oriental, como queriendo huir del calor sofocante o se
escabulle, picante, desde esas matas amarillas que, entre diversas
ventanas abiertas, configuran una especie de postal pasada de moda
junto a ropa que aún no se ha recogido. Todas las calles huelen en
verano. A veces traen los restos de una Navidad pasada, aquel olor a
pino fresco ahora marchito y pútrido. Otras veces traen ese suave
olor de la panadería que a las seis de la tarde anuncia la última
hornada. Otras es aquel gris olor del aceite que se derrama triste
entre el asfalto ya tibio. No es fácil huir de esas calles en
verano. No es fácil huir de esos olores que son siempre cálidos y
fuertes. Por eso, tal vez la mañana sea el instante más adecuado
para intentar creer que el aire limpio de enero es real y no una mera
ficción que uno imaginaría en medio de la lluvia meses después. A
las seis o siete de la mañana, en un día indistinto de enero o
febrero, la placidez transparente del aire no anuncia aún su futura
dirección. Tampoco su eventual derrota ante los devaneos de la vida.
Ya con el sólo aletear de las aves que despiertan con su chillona
musicalidad, es posible advertir que el día traerá su propia
atmósfera, su propia lujuria de olores que se desplegará entre
suave y gruesa entre todos los rincones. Todas las calles, de
cualquier ciudad, huelen en verano.
*
El
patio aún no ha perdido del todo su verdor y los manzanillones se
inclinan ociosos ante la seca brisa de mediodía. A veces estériles,
transitan entre ellos algún abejorro extraviado o un enjambre de
moscas azules. Desde lejos, el aroma de un rincón trasnochado
propone una música salobre que vibra en el aire tibio. Sea como sea,
es un desafío estar aquí a pleno sol: el patio, en su amplitud, se
extiende de calle a calle y puede ser la región inexplorada de un
aventura o el amarillento destino de insectos desconocidos y
fabulosos. Sus brillos encandilan. Pero en verdad son pequeños
vidrios desperdigados sin ton ni son por todo el lugar: fragmentos,
pedazos transparentes y diminutos que alucinan la mirada decaída del
perro que bebe lento a la sombra del parrón y bosteza perezoso. Aquí
las horas pasan sin prisa y la ropa, tendida desde temprano en la
mañana, está reseca entre el polvillo de las hojas que se atreven a
pasear con un gesto adusto. El patio aún no ha perdido del todo su
verdor. Protegida por la sombra del naranjo, la tierra todavía posee
cierta humedad que recuerda la noche anterior, pequeñas gotas que
con ritmo pausado, se estiran hasta evaporarse y desaparecer como por
arte de magia. Mientras en las alturas del limonero varios pájaros,
indolentes al calor, hacen sus nidos, en lo más bajo del suelo,
hormigas infinitas se dirigen en hileras fantásticas hacia recovecos
que sobresalen en la pandereta carcomida, cuya piel de gris piedra,
hierve brutal y lánguida. En el patio, el mediodía es feroz y la
pesadez del aire trae el rumor de una radio lejana. En esa misma
pesadez la luz se vuelve opaca y lleva el anuncio de una monotonía
que hace eterno el transcurrir de las miradas, el devaneo de la
maleza marchita y la ociosa mirada del perro acurrucado sobre un
viejo chal. El patio aún no ha perdido del todo su verdor. Pero, sin
duda, con el avance de los días pronto lo hará. Por ahora sólo
resta ver en el cielo esa inmensidad azul que se vuelve casi
palpable. Esa inmensidad que parece la encarnación de la quietud y
el desasosiego de horas que aún no se adivinan. Mientras tanto, los
manzanillones jadean con el tacto de la brisa. Y desde la terraza un
niño observa todo esto mientras el aire tibio anuncia un atardecer
limpio, transparente. El
patio aún no ha perdido del todo su verdor.
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