Elegía
para Eduardo Anguita
En
este esfuerzo de nada para nada,
tu
nombre recorre mi voz como fuego a la ceniza.
Palabras
que van a dar a otras palabras
y
cuyo tintineo espectral es una galería destruída,
el
chasquido de un espejo roto,
una siniestra mañana de agosto.
Tu
nombre recorre mi voz como fuego a la ceniza
y el
cumplimiento de su vieja promesa
vuelve
taciturno todo deseo de espera o anhelo de retribución:
palabras
arrancadas de cuajo en medio del aire nocturno
como
si un mago hubiese fracasado en su triste sortilegio
como
si la escritura celeste que formaba parte de ti mismo
hubiese
sido transcrita en el pedernal gastado de un silencio indecible.
Pero
ya no está dentro de nosotros reconocer ese lugar,
ni
ningún otro, apenas el mapa de un gesto insulso
que
sueña con la escritura de lo efímero
o
del polvo restregando esquirlas de la historia
en
la sacudida que implica vivir en el olvido
tras
el olvido de toda nuestra memoria.
Sí,
hay muchas esperanzas,
pero
ninguna es para nosotros:
¿acaso
el trazo de lo impredecible
cuando
renunciamos a la exigencia de lo bello?
¿acaso
recortes de periódico, anunciando
una
nueva guerra, una revolución más,
el
recuerdo de un pasado, ahora imposible?
Ninguna
esperanza es para nosotros
donde
el silencio es fugacidad de un cuerpo que ignoramos.
Cuerpo
atravesado por tu extraña misericordia:
¿no
era hambre de infinito tu deseo?
¿sed
de eternidad el regocijo estival de pechos y muslos?
Placer
donde no existe la búsqueda del placer
sino
el afán del conocimiento: maldición de los poetas
que
confunden pureza con sabiduría,
la
forma con la vida, su deseo con los misterios del lenguaje.
Ninguna
esperanza es para nosotros,
ninguna
promesa válida, consuelo a nuestra indolencia.
En
este esfuerzo de nada para nada,
tal
vez ser redimidos del fuego por el fuego
es
la palabra que Orfeo no pudo oír y que trajo su catástrofe.
Para
nosotros, quizás, es la certidumbre de saber callarnos
en
medio del bosque inútil del lenguaje
cuando
la claridad de los ojos de la muerte
nos
hace creer esa bella ficción que es el beso de Eurídice.
Elegía
para Ennio Moltedo
En
este alicaído cielo de agosto,
cuando
la noche viene a interrumpir al tiempo
que
se halla fuera de sí mismo como furtivo cazador de madrugada
y
con esa llovizna que vuelve legible la palidez de otras tumbas,
cuando
en el horizonte el mar intenciona la desolación
de
nuestra frágil conciencia y se hace creíble
aquel
temblor que decía bien, mis ojos ahora descansan
y la
incertidumbre sólo era la humedad de la brisa
y no
una palabra que hubiese significado en algún poema tuyo
una
interrogante frente al misterio,
es
entonces cuando las comparaciones se vuelven odiosas
y el
eco de cualquier lamento llena el espacio como la caída del agua
que
se inclina ensimismada desde la distancia de un mar abolido.
Pero
tú sabías más que todos nosotros que ese mar es la pregunta
que
enrostra la insuficiencia de los días,
que
es el enigma que aguarda entrar en el círculo de las significaciones
como
ese alcatraz que dibujaste a mano alzada
en
los pliegues de tu escritura o como esas evocaciones infantiles
donde,
más que inocencia, había asombro, una sensación pasmada
por
aquel presente eterno en que el sabor de unas frutillas
o la
sombra dulce de un aromo, eran tregua para un verano
que
se prolongaba más allá del hundimiento de nuestras imágenes.
Como
en una vieja fotografía
el
vaso de leche, el juego con hermanos y primos, las golosinas
otorgadas
como promesa para después del Angelus
y
todos esos elementos que ahora se nos han hecho imposibles,
habitan
entre tus palabras, queriendo ser más que palabras:
quizás
la certeza de los años que nos inquieta por su transparencia
y
que en su origen era algo palpable como experiencias del mundo
que
no requerían ninguna explicación; cosas donde la nostalgia
no
tenía cabida y el lenguaje tenía pretensiones más modestas,
más
sencillas, pero tan verdaderas como un apretón de manos
o la
delicia de un dulce de mazapán
o
las aventuras que narraba un cuento de Jack London.
Ahora,
en extraña simetría
entre
aquel instante y la consagración presente
este
derrumbado cielo de agosto atestigua a esas nubes
como
la tibieza aclaratoria de un vendaval inminente,
atestigua
nuestro silencio más por impotencia que por hastío,
como
si la evasión a que obliga la angustia
fuera
un requisito para vivir la necesidad
de
un idioma que no despertara mutilado por sí mismo.
Con
esta llovizna que vuelve legible la palidez de otras tumbas
toda
interrogante evidencia la insuficiencia de los días
haciendo
cumplir la ley inexorable que nadie sabe comprender.
Así,
mientras quienes te debemos alguna palabra,
balbuceamos
inquietos la posibilidad del error
o
nos encerramos en el mutismo de una realidad desquiciada,
un
niño en la arena de una playa dibuja un muelle, una manzana o una
gaviota,
sabiendo
que este melancólico mediodía sólo será la ceniza del invierno.
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