Me interesa Luis Loayza (1934-2018)
Pronto espero escribir sobre él. Por ahora estas sentidas palabras de Vargas Llosa.
Estuve tratando de recordar cuándo había venido
al cementerio de Père-Lachaise por última vez antes de esta mañana
y creo que fue en 1960, para la cremación de los restos de la viuda
de Trotski, Natalia Sedova, porque quería escuchar a André Breton,
que era uno de los oradores. Ahora estoy aquí para una ceremonia
parecida, en la que vamos a despedir a Luis Loayza, que fue uno de
mis mejores amigos.
Hay cierta confusión en el crematorio, porque coinciden
varios actos fúnebres y uno de ellos, masivo, convoca a muchos
paquistaníes, que lloran a grito pelado. Por fin distingo entre la
muchedumbre a Rachel y Daniel, la viuda y el hijo mayor de Lucho. Me
apena verlos rotos por el dolor, haciendo esfuerzos denodados para no
romper a llorar también. Hace cincuenta y ocho años, exactamente,
por Rachel, Lucho Loayza cometió probablemente el único acto de
locura de su vida del que, estoy seguro, nunca se arrepintió. Su
padre le había regalado un año en París para cuando se recibiera
de abogado. El año estaba por cumplirse y, si mal no recuerdo, Lucho
tenía ya el pasaje de regreso. Pero, de despedida, fue al Festival
de Teatro de Aviñón y allí conoció a Rachel, todavía una
estudiante. Me escribió ese mismo día una carta desmedida,
diciéndome que se había enamorado; ya no se iría al Perú y
empezaba a buscar trabajo de inmediato en París. Poco tiempo
después, se casaron en la alcaldía del Barrio Latino y yo fui su
único testigo. Luego, fuimos los tres a celebrarlo a un bistrot
de la esquina con una copa de vino.
La ceremonia ha comenzado, con música de Bach, en
una pequeña salita que presiden los restos del difunto, en un cajón
cerrado y cubierto de flores. Habla Daniel recordando a su padre, y
él y la nieta mayor de Lucho leen, en francés y en español, un
fragmento de El avaro, relacionado con la muerte. Cuando me
toca decir unas palabras siento angustia y ganas de llorar. Pero me
aguanto, sabiendo muy bien que Lucho, siempre tan parco, encontraría
intolerable semejante huachafería.
Lo conocí en el año 1955, en Lima, y desde el
primer día hablamos sin cesar y sin límites de literatura. Él me
presentó poco después a Abelardo (lo llamábamos “El Delfín”,
y ellos a mí “El sartrecillo valiente”), con el que
constituimos un irrompible triunvirato. Nos veíamos a todas las
horas, para hablar de libros, los que leíamos y los que íbamos a
escribir cuando llegáramos a ser escritores. Para eso había que
escapar de Lima e irse a París, donde hasta el aire era literatura.
Mientras planeábamos el viaje, leíamos mucho y, a veces, Lucho y yo
discutíamos, él defendiendo a Borges y yo a Sartre, hasta quitarnos
el saludo. El sosegado Abelardo nos reconciliaba una hora o un día
después. (Lucho tenía razón; todavía sigo releyendo a Borges y sé
que, si tratara de releer a Sartre, el libro se me escurriría de las
manos).
Al fin, a Abelardo se le complicaron las cosas y
Lucho y yo partimos solos a Europa, en un barco que salía de Río y
llegaba a Barcelona. En el viaje, cuando no leía, que era rara vez,
Lucho se inventó un juego que llamaba “la contemplación del
infinito”. En la pensión donde recalamos, en Madrid, él empezó a
escribir Una piel de serpiente y yo La ciudad y los
perros. A fin de año, él se fue a París, y yo unos meses más
tarde. En un cuartito del Wetter Hotel, donde vivíamos, le di a
Rachel sus primeras clases de español. Fue en esa época, cuando
tratábamos de ganar lo que Cortázar llamaba el “derecho de
ciudad” para que París nos aceptara, donde nos vimos más, casi a
diario, y por carta, Abelardo participaba también de esas
conversaciones, discusiones y proyectos en los que la literatura
seguía siendo la estrella.
Luego Lucho, Rachel y sus dos hijos se fueron a
Lima, a Nueva York, a Suiza. Desde entonces nos vimos menos y poco a
poco dejamos de escribirnos. Pero la amistad y el cariño estuvieron
siempre allí y, por supuesto, los recuerdos. Las espaciadas veces
que nos veíamos, a veces con años de por medio, la comunicación,
los sobrentendidos, las bromas, eran las de siempre. En una de
aquellas veces acababa de leer su primer libro en italiano y estaba
feliz: se abría frente a él un universo de nuevas lecturas.
Ahora, las personas que asisten a la ceremonia se
van levantando y se acercan al cajón y lo tocan con respeto. Algunas
pocas se persignan. Un señor con el que trabaja Daniel en el Odeón
dice que nunca conoció a Lucho, pero, por lo que ha oído, entiende
que era admirable y quiere dejar sentado su homenaje. Tengo la
impresión de que todas las personas que asisten son francesas y que
soy el único peruano. Cuando éramos jóvenes, era yo el que hablaba
de “romper con el Perú”; al final, fue Lucho el que rompió, por
lo menos físicamente. Porque en sus ensayos y relatos la presencia
de lo peruano y los peruanos resulta obsesiva. Pero hace treinta años
que no volvió a pisar Lima y las razones que me daba para eso nunca
me convencieron del todo.
Sobrellevó su enfermedad con extraordinaria
elegancia. Yo me acuerdo, hace años, cuando empezaba esa larguísima
agonía de tratamientos sin fin, lo difícil que era sacarle algo al
respecto. Respondía con dos o tres frases y cambiaba de tema,
generalmente el libro que acababa de terminar o el que estaba
empezando. Aquello que escribió Borges —“Muchas cosas he leído
y pocas he vivido”— lo definía a él mejor incluso que a su
autor. Era también dificilísimo arrancarle algo sobre lo que había
escrito, estaba escribiendo o pensaba escribir. Tenía un pudor
extremo y se negaba a convertir lo íntimo y entrañable en tema de
conversación, como si ésta banalizara lo importante. Por eso, creo,
casi nunca hablamos de sus ensayos y relatos, que he leído y releído
muchas veces. Estoy convencido de que era un espléndido escritor,
pero secreto, de lectores tan lúcidos y sensibles como él mismo,
que llegó a depurar la lengua y volverla tan limpia, exacta y
transparente como la de los autores que más admiraba, como el
soñoliento Henry James (te estoy provocando, Lucho, ahora que no me
puedes responder). Por eso nunca será “popular”, pero tendrá
siempre lectores. Era un excelente traductor: a De Quincey, por
ejemplo, es preferible leerlo en su versión española que en inglés,
donde a menudo la prosa se enreda y oscurece, una prosa que Loayza
adelgazó y volvió esbelta y clara.
La música de Bach ha cesado y el funcionario del
Père-Lachaise que hace de maestro de ceremonias explica, con mucho
tacto, que ésta ha terminado y que tenemos que dejar la sala, donde,
me imagino, se celebrará ahora un nuevo funeral. El nuestro ha sido
pulcro y discreto, como le hubiera gustado al “borgiano de Petit
Thouars”. Abrazo a Rachel, a Daniel, a las dos nietas de Lucho que
acabo de conocer y que ya hablan un español que siguen
perfeccionando, nada menos que en Salamanca. Salgo y, aunque todavía
hace frío, ha despuntado el sol. En el taxi al aeropuerto de Orly,
sin hacer ruido, hago lo que he estado evitando hacer toda la mañana:
me pongo a llorar.
Publicado en El País:
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