Como Rainer María Rilke, como Franz Kafka o Hugo von Hofmannsthal,
como Hermann Broch, Elías Canetti o Joseph Roth, Robert Musil era un
escritor fronterizo: de su época, de su país, de su idioma, de su
imagen, de sus fantasmas. Exiliado a pesar suyo, su obra es sin duda
uno de los monumentos imaginativos más intensos de esa sensibilidad
centroeuropea arrasada por las salvajes hordas nazis que pusieron
punto final a un mundo que se veía a sí mismo como laboratorio del
Apocalipsis.
Ese mundo en vísperas de su destrucción es el tema primordial de su
obra inacabada, El hombre sin atributos, novela que como
verdadero sismógrafo de una época es también una guía delirante
por los laberintos de una sensibilidad que presagia con un tono
burlesco, sombrío y caricaturesco, buena parte de nuestras actuales
obsesiones y deseos ante la necesidad tan humana de dar cuenta de una
“gloria vacía” o, lo que es lo mismo, la fatuidad envolvente de
la existencia nimia llevada a límites heroicos.
Sí, El hombre sin
atributos es una novela inacabada: Musil se embarcó en ella
cuando sus otros proyectos literarios no lo convencieron de su
pretendida necesidad expresiva de abarcar con una mirada amplia,
satírica y finamente cruda, esa totalidad de la experiencia siempre
escurridiza. Musil comenzó a escribir su novela a fines de los años
20, publicó un primer volumen en 1930 y envalentonado por su éxito
entre críticos y lectores, dio a luz un segundo volumen en 1933. Sin
embargo, el ascenso de Hitler al poder, como las sombrías nubes que
se cernían en el horizonte próximo de la vida europea y que
llevaría a la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial, implicó que
Musil exiliado primero en Viena y luego en Suiza, se diera cuenta que
las condiciones para llevar a cabo la escritura de su novela capital
nunca se darían. Pero no eran sólo las condiciones ambientales, por
llamarlas así, las que pospusieron una y otra vez el avance de su
trabajo: era la naturaleza misma de éste en su inabarcable extensión
lo que atentaba de una u otra forma para llegar a buen puerto.
Y es que El hombre sin atributos es una novela río o más
bien una novela de diseño amplio y espacioso como una red
cordillerana vasta y escarpada en que nuestra mirada, se extravía al
otear hacia un horizonte lejano y nebuloso. Es una novela poseedora
de una inacabable y laberíntica trama -si acaso algo así puede
decirse de sus diversos episodios que se yuxtaponen como un mosaico
delirante que habría dejado perplejo al Balzac de La Comedia
Humana- y donde la palidez y nulidad externa del argumento se
densifica con minuciosos y extensos monólogos de los diversos
personajes como también en detalladas digresiones de verdadero
carácter ensayístico donde Musil se propone de modo descabellado y
genial, ir desmenuzando con su talento narrativo una serie de
teorías, especulaciones, propuestas y tesis de la más diversa
índole, desde la economía política, la estética filosófica, la
psicología profunda de la imaginación, el deseo y los sueños, como
a su vez las explicaciones más mordaces en torno a las banales y
terribles ideas que atraviesan los más chispeantes diálogos, las
más severas reflexiones y las más paradójicas descripciones de
lugares y estados de ánimo que el lector pueda imaginar.
El telón de fondo de tal relato y que le sirve de soporte es una
banalidad exquisita: la celebración del septuagésimo aniversario
del gobierno de su Majestad Imperial, Francisco José I de
Austria-Hungría y los avatares que ello significa entre una pléyade
de personajes diversos, caricaturescos, serios y risibles que se
plantean a sí mismos como “patriotas” ante la necesidad de
competir y ganar preeminencia ante la inminente celebración del
aniversario de otra testa coronada europea: los treinta años del
advenimiento al trono del káiser Guillermo II en Alemania. En ese
contexto, los protagonistas de la novela de Musil se designan a sí
mismos como la Acción Paralela, una especie indefinida de
comisión permanente que se entrampa buscando los motivos
teórico-metafísico-políticos más elocuentes e inverosímiles para
justificar su propia existencia y, por añadidura, de la propia
sociedad austriaca a la que pertenecen, permitiendo esto, ver en sus
acciones un verdadero fresco de amplio diseño de todo un mundo en
vísperas de su autodestrucción.
De todo ese barullo, destacan, sobre todo, Ulrich, el hombre sin
atributos, un matemático idealista y agudo observador de la banal y
delirante sociedad que le rodea, un espectador sarcástico que no
teme ponerse a sí mismo a prueba una y otra vez respecto de lo que
significa ser “hombre”, pero en una sociedad que ha desterrado
todo valor o más bien, toda idea de lo que significa tal cosa. Por
otro lado están Bonadea y Leona, las dos amantes simultáneas de
Urich que se odian a muerte, intentando que el matemático idealista
escoja a una de ellas como motor de sus indagaciones y especulaciones
filosóficas. Junto a ellas resalta una joven aristócrata, Diotima,
cerebro dirigente de la Acción Paralela, mujer cuya estupidez
en su magnitud cósmica sólo es comparable a su infinita belleza
física y que sin mucho problema, desbanca a Leona y Bonadea,
asumiendo el puesto de amante de turno de Ulrich. En otro plano,
resaltan Clarisa y Walter, pareja que simboliza con una ironía
suprema, los devaneos estéticos de toda una época y cuyas acciones
teñidas de un cruel kitsh, delatan suspiros afiebrados acerca del
“valor de la vida” entre tumultuosas lecturas de Nietzsche y
mediocres interpretaciones pianísticas del Tristan de Wagner.
En contraste con tan sofisticada e ilusa sociedad, se encuentran por
un lado, Arnheim un millonario alemán, lleno de mundo, viajes,
conocedor de las más modernas teorías de inseminación artificial,
como a su vez, de los más cómicos detalles de armaduras medievales
cuyo desprecio y burla a esa sociedad que se le rinde a sus pies sólo
es igualable a su vulgaridad de industrial excéntrico. Por otro lado
está Moosbruger, oscuro asesino que está en prisión por sus
crímenes, monstruo de perversión y cuya ignorancia y origen social
de baja estofa, representa quizás esa parte reprimida de la fealdad
animal que la sociedad de Acción Paralela teme y desprecia.
Los monólogos de Moosbruger son quizás uno de los elementos más
inquietantes de la novela, pues en su burla y queja, dejan entrever
una lucidez que permite hacer patente la enfermiza fatuidad de una
sociedad que niega su propio vacío. Finalmente, mientras la novela
avanza, aparece una mujer misteriosa, Agathe, bella, inteligente y de
una fina sensibilidad que página tras página, va seduciendo a los
protagonistas masculinos de la novela, pero sin consumar
absolutamente nada.
En el desarrollo de esta variopinta tabla de personajes y sus
acciones inocuas como en sus largos y especulativos monólogos, Musil
quedó encerrado en un dilema que no pudo o no quiso resolver: o
articular un mosaico general que mostrara burlesco la decadencia y
destrucción de esta sociedad o perfilar cada vez más, con un estilo
depurado, el encuentro siempre postergado entre Ulrich y Agathe. Así,
año tras año, la novela de Musil no pudo resolver aquello y quedó
inconclusa. Después de 1935 y ya publicado el segundo volumen,
trabajó incansablemente en ella hasta su muerte en 1942, pero
dándose cuenta que era una carrera contra el tiempo y
simultáneamente, una lucha titánica e inútil: sus materiales se le
escapaban de las manos una y otra vez en digresiones, en capítulos
diversos, en desarrollos infinitos: al final no pudo controlar su
propia escritura y El hombre sin atributos quedó sin
concluir. En los apuntes póstumos de Musil, publicados por su viuda
después de la Segunda Guerra Mundial, se puede apreciar que al
parecer, la idea de Musil era provocar el tan deseado encuentro entre
Ulrich y Agathe con un giro inesperado y que daría un vuelco al
argumento primitivo de la novela: ambos personajes descubrían que
eran hermanos, separados al nacer. El dilema para Musil era ver si
acaso llegaban a ese reconocimiento después de su enamoramiento y
consumación sexual o si caso, a sabiendas que eran hermanos, se
entregaban a su pasión. Así puede verse que lejos quedaba el diseño
de una novela con sabor a genial esperpento y se priorizaba una
verdadera apología del amor místico entre hermanos. Tal tema, para
nada poco común en la literatura alemana y universal, se terminó
volviendo un dilema para Musil: ¿cómo englobar esa variación
mística, con el diseño de un fresco que tratara sobre la antesala
del Apocalipsis?
Hoy en día, El hombre sin atributos está articulado en
cuatro libros: los dos primeros son los que publicó Musil en 1930 y
1933 y los dos restantes contienen sus apuntes, sus historias
inconclusas, sus esbozos y la historia sin fin entre Ulrich y Agathe.
Nunca sabremos el final de esta inacabada novela. Por lo que dejó
Musil y sobrevivió al escrutinio editor del tiempo, su propósito a
semejanza de lo que ocurre al final de La montaña mágica de
Thomas Mann, era concluir la acción con un Deus ex machina:
el estallido de la guerra en el verano de 1914. Pero sólo podemos
conjeturar cómo habría sido eso.
Como fresco de una época y sociedad en vías de destrucción, El
hombre sin atributos, tal vez pueda relacionarse de cierta manera
con Doktor Faustus de Thomas Mann, pero sin su densidad
trágica o sus diversos filosofemas de pesimismo cultural que niegan
la posibilidad de toda redención. Quizás en la ligereza burlona de
muchas de sus páginas, se asemeja a las novelas breves, edulcoradas,
bellas y nostálgicas de Hofmannsthal o Schnitzler. En otro plano, no
le hallo paralelo si no en Los últimos días de la humanidad,
esa desquiciada e irrepresentable obra dramática de Karl Kraus o de
manera más oblicua en esa vasta trilogía novelesca de Hermann
Broch, Los sonámbulos.
Sea como sea, El hombre sin atributos es una tarea titánica
para el lector, no tanto o sólo por su extensión -En busca del
tiempo perdido de Proust, el Ulyses de Joyce o las novelas
de Thomas Mann no le van a la zaga- sino por la voluntad delirante de
narrar el vacío, la inanidad de una sociedad que se veía a sí
misma como reflejo enloquecido de una sombra en el espejo de la
Historia.
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