Hoy en día cuesta imaginar la necesidad expresiva de las que era
sedienta la intelectualidad musical soviética a fines de los años
60. El fantasma del “realismo socialista”, si bien muerto o al
menos aplacado desde la muerte de Stalin en 1953, de tarde en cuando
resucitaba para hacer presente sus derechos sobre la joven generación
de artistas y músicos que se veían a si mismos como herederos de
una larga tradición europea occidental y, a la vez, como hijos de
una generación sesgada por la censura, el exilio o la muerte. Ser
acusado de “formalista” o “socialmente no comprometido” eran
frases que cualquier músico o poeta podía recibir a modo de mote
acusatorio en el instante menos pensado. Después del bullado caso de
Dimitri Shostakovich que a fines de los años 50 había tenido que
hacer un mea culpa de sus poco “claras” composiciones -sus 10ma y
11na sinfonías- era evidente que no cualquiera “idea musical”
era válida en el imaginario de los censores de la Unión de
Compositores Soviéticos.
En
ese contexto, la música de Alfred Schnittke (1934-1998), entró en
conflicto con el establishment sovietico desde muy temprano. Su
primer gran trabajo, su cantata de graduación Nagasaki, para
coros y orquesta (1958) y que era una declaración y una propuesta
pacifista contra el aniquilamiento del ser humano, ya desde su
estreno fue considerada una obra “poco ortodoxa”, sobre todo por
el uso genial y fantasmagórico del serialismo postweberiano en
varias secciones de esta cantata donde se reflejaba o se intentaba al
menos, presentar la horrorosa experiencia del estallido de la bomba
nuclear sobre la ciudad japonesa. Frente al carácter tonal de buena
parte de la obra, estas secciones “rebeldes” “burguesas” y
“formalistas” sonaran más que una mera disonancia: fueron un
desafío del joven estudiante a las normas todopoderosas del Estado
soviético y su política cultural y musical. No es raro entonces que
la cantata Nagasaki fuera quitada de los programas de
conciertos por más 50 años y recién con el cambio de siglo a
mediados de la década de 2000, fuera oída íntegra.
Durante
la década de los 60 Schnittke comprendió la doble vida que como
músico soviético debía vivir: compuso ingente cantidad de piezas
para el cine y una serie de composiciones musicales que pasaban por
aceptables y melódicas, impregnadas de ese espíritu social y
comunitario que la música soviética decía tener para así formar
parte de un discurso cultural “auténticamente popular y
proletario”. Paralelamente, Schnittke estudiaba y leía todas las
partituras que podían llegar a sus manos de aquellos músicos que
serían impensable hacer oír en las salas de concierto de Moscú o
Leningrado: Berio, Boulez, Webern, Ligeti, Stockhausen. Pero su
estudio no era solo de admiración y menos de admiración ciega. Con
asombro, Schnittke apreciaba que la evolución de la música
occidental desde la muerte de Webern y bajo las premisas de la
Escuela de Darmstadt estaba al borde del silencio o el desquicio
sonoro.
Es
interesante apreciar que en este instante, Schnittke se siente entre
la espada y la pared: la rutina musical sovietica no le convence para
nada y la oferta estética de Occidente le exaspera por su aparente
nihilismo expresivo. Ante esta encrucijada, Schnittke, tal como
paralelamente estaban haciendo en Lituania Arvo Paart y en Polonia
Krzysztof Penderecki, se vio en la necesidad de volver a decirlo
todo. Y eso significaba, ni más ni menos asumir la tradición como
fuente material de sus exploraciones y no como una anquilosada
referencia abstracta.
Este
“temple” de parte de Schnittke asumía su primera concreción en
su singular Sinfonía n.º 1. Esta obra según
el propio compositor hace desde su título -la palabra "sinfonía"-
un gesto que debe ser entendido como algo serio, pero también
como algo irónico. Escrita en un momento (1969-72) crucial de las
exploraciones sonoras de Schnittke, esta sinfonía representa
evidentemente un intento de abrir un camino hacia el futuro,
demoliendo el paisaje musical de la década de 1960 como un especie
de preludio a partir de fragmentos sacados de un pasado remoto, así
como de un pasado mucho más reciente. Aquí las nuevas técnicas no
sólo se exponen para criticar y burlarse del “realismo
socialista”, sino también son usadas contra ellas mismas en un
gesto de crítica autorreferencial donde el serialismo
post-weberiano es puesto en entredicho. Es así que oímos y
advertimos desde el primer instante una estructura sinfónica que
surge de un proceso de demolición, a veces brutal, a semejanza de la
arquitectura de una iglesia de Varsovia que, destruida por el
bombardeo en la guerra, fue reconstruida insertando fragmentos que
quedaban del antiguo edificio dentro de los muros del nuevo sin
preocupación por “unidad estilística ". Pero por otra parte
esta sinfonía reconstruye
la historia,
no solo del género sino de la música desde el siglo XVIII. En
ella pueden rastrearse trozos
y pedazos de Beethoven, Chopin, Strauss, Grieg, Tchaikovsky, Dies
Irae, canto gregoriano
y Haydn, todo ello mezclado
con material nuevo y disolvente, en armonías juguetonas o
mortalmente serias, pero siempre manteniendo
un tono entre el grito doloroso y la risa sarcástica.
El
collage estructural resultante intenta cuestionar la existencia misma
de la sinfonía como una forma contemporánea significativa. Al igual
que un manifiesto musical, expresa la determinación de Schnittke de
ignorar las ansiedades estilísticas que atormentan a tantos
compositores actuales y, al mismo tiempo, mantenerse
fiel a sí mismo. Como
manifestaría el mismo compositor años después:
"se trataría de
invocar libremente las
tensiones contemporáneas sin intentar llegar a soluciones falsas".
Algunas de estas tensiones se expresan a través del argumento
estilístico, otras en términos del grado en que un compositor puede
tener control sobre su propio material. No es difícil imaginar las
implicaciones políticas - ya sea por diseño o por no - de una
declaración musical tan anárquica: el
estreno en 1974 fue relegado a la remota ciudad de Gorki y
casi fue suspendido como señal del todavía todopoderoso estado
soviético. La primera
interpretación
en Moscú tuvo lugar sólo el año 1985 coincidente
con el arribo al poder de Gorbachov.
La
sinfonía se compone de orquesta cuádruple (más tres saxofones) y
bronces,
cuarenta y ocho cuerdas, piano, celesta, clavicordio, órgano, dos
arpas, guitarra eléctrica y una gran cantidad de percusión -
incluyendo una sección rítmica. Impresionantemente elaborado, el
tejido de la obra está
lleno de contrastes que a menudo es
crudo y
emocionalmente inquietante, incluso chocante. También es casi
imposible describir o reparar en cualquier detalle. Sin embargo, está
claro que el primer y tercer movimiento son los nuevos muros del
edificio sinfónico, el segundo y el cuarto contienen los fragmentos
remendados del viejo. El primer movimiento se pone en marcha con
un sonido de campanas estridentes
llamando
al orden antes de empezar.
A partir de ahí
y a pesar de la intrusión temprana de un grupo de ideas rebeldes
en su disonancia, es como si
este
movimiento evocara en su
gesto sonoro, a todo el sonido
sinfónico moderno, tratando seriamente de emerger desde
una nube de escritura cromática a
la que nunca se le permite
adquirir rasgos
discernibles. A pesar de que estemos esporádicamente intentando unir
la música a los centros tonales, todo el movimiento tiene una
sensación agitada e inquietante, con numerosos elementos
interruptivos y con los
vientos
y la percusión cada vez más separados de la influencia solemne del
material oído en los violines desde el principio, creando
una sensación de disociación a ratos espeluznante.
No es hasta cerca del final cuando
hay un estallido de tutti
concertado como la primera cita obvia lo
que por un momento da
la apariencia de mantener
el control.
El
siguiente movimiento, un
scherzo parece estar a punto de entrar en otro mundo cuando las
cuerdas anuncian un tema elegantemente clásico que evoca
a Haydn. Mientras tanto,
todo tipo de caos al modo de
Charles Ives interviene,
cobrando ímpetu para convertirse en una batalla giratoria en la que
el elemento de la banda de baile gradualmente sale a la luz -
borrando al
resto en una cadencia improvisada. Durante la repentina quietud de
una breve coda, los instrumentos
de viento abandonan la plataforma, hasta que sólo queda la flauta
para llevar el hilo de la música hasta su final inconcluso.
En
muchos sentidos, el corazón filosófico de la obra es el tercer
movimiento: un adagio extendido y ampliamente autónomo para orquesta
de cuerdas. Sin más que un ocasional toque de color de uno u otro de
los instrumentos de percusión dejados en el escenario, tiene una
belleza grave y a veces extraña que la distingue del resto. Desde su
comienzo pianissimo en dos violines solistas, el tono aumenta
gradualmente a medida que la textura se espesa para llegar a un
clímax intermedio en un acorde menor que se refuerza desde lejos por
los instrumentos de viento.
El
final comienza con los instrumentos fuera del escenario -una alusión
formal a Mahler que aquí no está al servicio del misterio, sino que
es su cruel parodia- que regresan al pliegue, trayendo consigo una
serie de citas que reflejan adecuadamente la vena elegíaca del
movimiento recién terminado. Pero este estado de resignación pronto
se rompe para ser recapturado sólo en las circunstancias
intensamente conmovedoras de una penúltima peroración que es una
vez más iniciada por el unísono de la orquesta. Los viejos
recuerdos reviven una última vez como un eco lejano de la Sinfonía
"La despedida" de Haydn. Con este gesto final el círculo
queda completo: la obra concluye con la cita de sus propios orígenes
en la turbulencia improvisada desde donde todo comenzó. Así, el
final de esta sinfonía al citarse a sí misma, da la sensación que
ha dicho todo al no haber nada nuevo que decir.
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