Leer bien es constatar al texto, ser equivalente al texto, una
“equivalencia” que contiene los elementos cruciales de respuesta
y de responsabilidad. Leer bien es participar en una reciprocidad
responsable con el libro que se lee, es embarcarse en un intercambio
total. Leer bien es ser leídos por lo que leemos. Es ser equivalente
al libro. Así, el gesto ceremonioso de fijar la mirada, abre a ésta
no sólo a la posibilidad de un sentido que se desliza múltiple en
sus coordenadas, sino que implica, entre otras muchas cosas, un
motivo de verdadera cortesía donde se ritualiza el desafío tanto de
la imaginación como a su vez las sutiles, explícitas y necesarias
estrategias que emplea la memoria para representar el encuentro con
la presencia que anima el acto mismo que guía nuestros ojos y
nuestros labios.
Hace aproximadamente tres semanas, Patricio González de ediciones
Altazor y miembro de la Fundación Juan Luis Martínez, se
contactó conmigo para invitarme a participar de esta presentación.
Más allá de mi reticencia inicial -no soy especialista en la obra
de Martínez, a lo sumo un admirador y un lector en ciernes- el
motivo no pudo sino dejarme perplejo y despertar en mí una
ineludible curiosidad: una nueva edición de carácter facsimilar de
La Nueva Novela, pero esta vez reproduciendo las
notas, observaciones y eventuales correcciones y comentarios que,
producto de la mano del propio Martínez, surcan los márgenes y los
intersticios de un ejemplar que, según tengo entendido, escapó al
escrutinio de su obra y que vino a ser descubierto recién a
principios de este año. Cuando Patricio me relataba por teléfono
las características de dichas anotaciones, trataba de imaginar por
un lado el diseño de la grafía en cuestión y sus particularidades:
¿acaso eran meras correcciones de eventuales erratas? ¿acaso
tarjados de imágenes, palabras o números? ¿inclusión acaso de
otros textos a modo de apostillas? ¿acaso una mera recorreción a
que cualquier autor obseso con su escritura somete lo suyo cuando
esto adquiere el frágil cariz de lo definitivo luego de haber sido
publicado? Por otro lado, imaginaba y sospechaba si acaso en este
súbito descubrimiento, como en las notas y observaciones que surcan
el texto, no habría ciertamente un desliz más sutil de la ironía
suprema de Martínez al incitar nuestra imaginación a constatar que
La Nueva Novela tal como la que hemos conocido, no era en
verdad La Nueva Novela, sino un borrador -lujoso, canonizado,
objeto de culto, lectura y exégesis tremenda, pero borrador al fin-
de otra Nueva Novela por leer y descubrir y que aguardaba su
edición pasados ya más de veinte años desde el fallecimiento de
Martínez y cuarenta desde su primera edición. Es difícil calibrar
esos pensamientos cuando te comunican por teléfono cosas de un modo
semejante. No niego que por un instante mi perplejidad derivó hacia
un vértigo parecido, quizás, al de Borges cuando baja al
subterráneo de la casa de Argentino Daneri y contempla por vez
primera el Aleph y su prodigiosa simultaneidad de todas las cosas del
mundo, reales o imaginarias y que, a cualquiera, sin duda, aturdiría.
Por eso, pasados algunos días y ya en posesión de un ejemplar de
esta nueva edición de La Nueva Novela, el examinarla supera
cualquier expectativa. Es en verdad un texto anotado con profusión.
Las notas, observaciones, apostillas y comentarios, plasmadas tanto
en el margen de las páginas, como en los intersticios del cuerpo
principal del texto o de sus imágenes, lo complejiza y densifica y
se presta para las más alucinantes especulaciones. La intervención
manuscrita va desde una simple y aislada palabra que complementa o
sugiere algo alrededor de un cuerpo de texto más amplio, hasta
grandes glosas que se desprenden al pie de la página o a su costado
convirtiéndose en verdaderos contratextos que no se limitan a ser
asumidos como meros comentarios, sino más bien, como más que
posibles aperturas de sentido que, me parece, invitan a ampliar,
contradecir, corroborar o replantear lo que ese mismo cuerpo de texto
manifiesta. Sin duda que las consecuencias hermenéuticas de todo
esto están todavía por verse. En un estado tan inicial de recepción
como éste, no puede calibrarse aún hasta dónde las
interpretaciones que han habido de La Nueva Novela podrán
permanecer incólumes después de haber rastreado y analizado
pormenorizadamente cada una de estas intervenciones que, sin duda,
nos plantean otro texto y por ende, incitan hacia un viaje del que no
sabemos nada todavía.
Cada una de estas notas y glosas marginales son qué duda cabe,
indicios de una respuesta lectora que Martínez efectúa de su propio
texto: un diálogo entre La Nueva Novela como materialidad y
la figuración que fluye desde la asunción crítica de su propia
retoricidad. Como nunca, me parece que acá asistimos a la
comprobación del viejo dictum que indica que toda obra
artística moderna lleva dentro de sí misma su propia resonancia
maquinal de autocrítica. En este caso, intuyo, como un juego no tan
sólo lúdico y/o lúcido, sino también como desmontaje de su propia
recepción. En efecto, me parece que las diversas notas e
intervenciones manuscritas que efectúa Martínez, deslinda una
manera o si se desea, un modo de vérselas con la potenciación de un
libro que no se concluye y en que el proceso de lectura no debe ser
entendido como aclaratorio de sí mismo. Acá, me parece, la
abundancia de luz es oscurecer aun más los eventuales sentidos que
se abren hacia la indistinción de la corriente discursiva. Las
diversas notas, comentarios y glosas, pueden, en virtud de su
extensión y densidad organizativa y enunciativa, llegar a rivalizar
con el texto mismo y apoderarse no sólo de los márgenes propiamente
dichos, sino de la parte superior e inferior de la página y de los
espacios interlineales. El resultado de ese ejercicio es monstruoso y
seductor. Es como en esas viejas bibliotecas donde al momento de
visitarlas, nos aturde no tanto la voluminosidad laberíntica de los
textos que nos asaltan en el ordenamiento de sus límites materiales
o de sus esquemas de comprensión figurada, sino también esa
contrabiblioteca formada por cientos y cientos de notas y apuntes
marginales que sucesivas generaciones de lectores taquigrafiaron,
codificaron, garabatearon o pusieron por escrito con elaboradas
expresiones a lo largo, encima, debajo y entre los renglones del
texto impreso.
Esta nueva edición de La Nueva Novela, se muestra como esa
contrabiblioteca que se asume no sólo contra sí misma, sino también
contra la montaña de exégesis, libros, ensayos y artículos que,
hasta ahora han proliferado para intentar dilucidar su sentido y
vinculaciones. Como contratexto que puede poner en entredicho
probablemente más de alguna lectura que se ha hecho de este libro,
esta nueva edición abre caminos impensados para la tarea de la
recepción crítica.
No estoy en condiciones de valorar y mucho menos de interpretar el
denso y vasto material que constituyen estas notas, glosas y
observaciones. Hará falta mucha paciencia, mucha lucidez y, por
supuesto, mucha humildad para no tirar al traste de la basura la más
mínima minucia que en esta nueva edición aparece desarticulando
nociones o conceptos que creíamos estabilizados.
Para finalizar esta breve intervención, sólo deseo decir que este
trabajo pone en evidencia la fragilidad de nuestros mecanismos de
edición y de recepción. Por supuesto que el de Martínez no es ni
de lejos el último caso en la larga serie de incomprensiones, taras
e irresponsabilidades editoriales y críticas que surcan nuestra
sociabilidad literaria. Pienso en el moroso y accidentado trabajo de
edición de la obra de Gabriela Mistral, pienso en el espasmódico
trabajo editorial de la obra de Enrique Lihn hecha con más glamour
que conciencia critica para establecer la fijación del texto, pienso
en la inacabada edición de los escritos póstumos de Martín Cerda y
así en varios más. Pero lo que aparece en todos ellos como
carencia, es casi un paraíso si pensamos y advertimos que de muchos
poetas, novelistas y ensayistas chilenos, no existen siquiera
reediciones responsables de obras y textos que se consideran
canónicos y que han salido de circulación hace mucho rato. Pienso,
entre otros, en Eduardo Anguita, en Pablo de Rokha, en Rosamel del
Valle, en Pedro Prado, en Ennio Moltedo y así hasta el infinito. Si
es así con estos autores y varios otros, ¿qué queda para aquellos
que tradicionalmente se consideraron como “autores menores” o de
“segundo orden” por buena parte de la crítica literaria chilena
del siglo XX? ¿dónde están esas ediciones que nos devuelvan una
mirada abierta y lúcida que contradiga los, ahora anquilosados
lugares comunes de una crítica que no supo leer bien? Respecto a
esto, pienso en Gustavo Ossorio, Cecilia Cassanova, Boris Calderón,
Cristian Huneeus, Ximena Rivera y varios/as más que, si bien, en los
últimos años han sido editados con un esfuerzo tremendo por parte
de gente alucinada y valiente, siguen siendo autores y autoras que
aguardan en el limbo de la edición informada, analítica y
verosímil.
Como lector, espero que esta nueva edición de La Nueva Novela
pueda no sólo abrirnos hacia caminos interpretativos diversos, ricos
y novedosos, sino que también se nos convierta en una sugestiva
admonición para lo que significa la necesaria responsabilidad de
leer nuestra literatura. Pues al final, editar es también otra forma
de leer.
Quilpué, invierno de 2017.
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