Quien intente abordar o seguir la poesía chilena como una tradición
coherente y continua, sin duda quedaría desconcertado al iniciar su
lectura: las excepciones se constituyen en regla y el reconocimiento
de “escuelas”, “movimientos”, “tendencias” o
“generaciones” se vuelven conceptos que hay que manejar con sumo
cuidado. Generalizar se convierte en un gesto equívoco que puede
mostrar más la impericia lectora que una cierta sagacidad intuitiva.
¿Significa eso que nuestra poesía es imposible de ordenar,
clasificar o al menos mapear para lograr entender su caudalosa y
contradictoria aparición? Por supuesto que no y la crítica -llevada
a cabo por lo general por los propios poetas- siempre ha intentado
dejar en claro filiaciones, cercanías y diferencias, jerarquizando
obras mayores y menores o estableciendo una constelación de diversas
órbitas donde giran a contrapelo distintas maneras y formas de hacer
y entender la poesía. Por otro lado, la tentación tan sugestiva de
entronizar lo excepcional como marca mayor de un finalismo estético
que asalta la rutinaria complacencia de las aguas institucionales de
nuestro campo literario, siempre nos llevan a callejones sin salida,
nos lleva a dibujar sospechosos grupos de interés y lo que, a mi
juicio, es más perjudicial: el abandono de esa mínima, pero
necesaria cuota de conciencia histórica que más de alguna vez se
nos escapa o que dejamos para ocasión más propicia. Pregonar la
genialidad de obras excepcionales para instituir un parnaso de
notabilidades, deja mucho a fuera y es mucho más excluyente que
cualquier teoría clasificatoria de las academias de ayer y de hoy.
En este contexto que sólo muestra lo dificultoso, pero estimulante
de lo que significa leer nuestra poesía, se vuelve al menos para mí,
una premisa necesaria para intentar leer lo escrito por Julio
Espinosa Guerra y que esta tarde nos acompaña acá, en La Sebastiana
para presentarnos su nuevo libro de poemas.
Nacido en 1974 y radicado en España desde hace ya casi 20 años,
Espinosa Guerra podría ser considerado dentro de esa camada de
poetas que publicaron sus primeras obras durante la década de los
90. Partícipe en diversas actividades que jalonaron esa década como
bastante movida -lecturas, encuentros, presentaciones de libros, una
que otra revista- no era posible intuir originalmente la raigambre
severa a la que derivaría su escritura. Ciertamente, hay poetas que
nacen desde sus primeros textos, de cuerpo entero: su maravillosa
relación con el lenguaje hace que éste se transparente casi sin
dificultad en logros formales y estilísticos casi desde el inicio
mismo de su aventura. Los poetas de los 90 no fueron la excepción a
eso: pasados más de 20 años desde aquellos plazos, pienso en esos
primeros libros, sin duda decisivos para una escena poética que se
estaba reconstituyendo luego de la dictadura y que, digan lo que
digan los milenaristas y santones que vinieron después, son notables
maneras de encarnar un lenguaje que se quiere diverso, problemático
y sediento de memoria y experimentación. Pienso en La rosa del
mundo de Javier Bello, El árbol del lenguaje en
otoño de Andrés Anwandter, Señor del vértigo
de David Preiss, La insidia del sol sobre las cosas de Germán
Carrasco, Pájaros lágrimas de Enoc Muñoz, El árbol
donde envejece la muerte de Marcelo Pellegrini, Metales
Pesados de Yanko Gonzalez, El Apocalipsis de las palabras, la
dicha de enmudecer de Armando Roa Vial, entre varios otros más.
Pero sin duda hay otros poetas que, como diría el viejo Rojas, “se
demoraron”. Sus primeros libros fueron más bien tanteo y búsqueda,
confirmación individual del oficio y laboratorio para explorar
límites y proyectar necesidades. Como lectores gustamos más de sus
libros posteriores, pues por un arte de paciencia, ascetismo y pelea
con los demonios de la escritura, lo que vino después sin duda que
responde con creces a la exigencia inicial de apostar por la poesía
como labor perentoria.
Me parece que Julio Espinosa Guerra pertenece a este segundo grupo
de poetas. Ciertamente antes de su partida a España a inicios del
nuevo milenio, había publicado ya 2 libros Cuando
la rosa aún no existía y La soledad del
encuentro, pero lo que creo le otorga carta de ciudadanía plena
en el reino de la poesía chilena viene después, a mi juicio con sus
tres últimos libros: NN de 2008 , Sintaxis Asfalto de
2010 y La casa amarilla de 2013. En todos ellos, distintos
entre sí en factura, visión y densidad expresiva, se despliega algo
que ha ido caracterizando la escritura de nuestro autor: una
paulatina y cada vez más severa intensidad para cuestionar el
lenguaje desde sus premisas formales y existenciales. Ahora bien, me
explico un poco para evitar cualquier equívoco. Si bien Espinosa
Guerra posee una natural afinidad amical y hasta de comprensión de
lo poético que hace de lo experimental y exploratorio una de sus
marcas -no en vano es amigo y cómplice de poetas tan notables en
esto como el español Benito del Pliego y el chileno residente en el
extranjero Andrés Fischer, por ejemplo- el modo de abordar la
escritura de Espinosa Guerra, más bien es un deslinde que desde
dentro de una sintaxis familiar y reconocible, nos hace meditar
acerca de sus estructuras interiores, de sus fantasmas que quisieran
pasar desapercibidos, evidenciando la fractura de la experiencia a la
luz de una aparente normalidad expresiva. Soy categórico: la poesía
de nuestro autor no se aventura en la exploración que pretende
modificar el significante desde su hechura -o desde afuera-, sino que
se plantea la agónica pregunta si acaso las formas heredadas del
lenguaje pueden aguantar aún los cuestionamientos que el mundo en su
desquicio plantea desde el interior mismo de las palabras, pero sin
destruir todavía el edificio en que habitan, es decir, el poema.
Bajo esta premisa los libros de Espinosa Guerra van morosos en
indagar todo aquello que conforma un fin de siglo en fuga y la
apertura escéptica del nuevo milenio: la decadencia de la verdad
como discurso afirmativo, los restos de memoria enraizados en una
infancia anhelante, el cuestionamiento político de un pasado que
pena en el presente, la oblicua facilidad que significa entender un
idioma que se transforma, la hipócrita transparencia que desea
borrar el conflicto entre el significado y el significante no
sabiendo que en aquel gesto se nos hundiría la realidad con todos
nosotros adentro…
Pues bien, este nuevo libro de Espinosa Guerra, titulado De lo
inútil, plantea nuevamente todo eso, en una reiteración
intensa, con lo que su escritura ha ido desarrollando en los últimos
15 años. Organizado en tres secciones - “Elogio de la piedra”/
“Cosas que hay que decir”/ “Trasluz”- este nuevo libro desea
vérselas con un lenguaje que apela a diversos niveles de sentido.
Será de aquel modo, que la primera sección -que a mi modesto
parecer puede ser leído como un poema extenso fragmentado en 11
estancias, estrofas o partes- nos plantea en su economía -versos de
no más de 12 sílabas, versos donde se asoma la elipsis de manera
sugestiva, versos que no desbordan el poema más allá de una
veintena, siendo que lo más concentrado intensifica breves
fragmentos de no más de 3 o 4 versos-, nos plantea, digo, un
cuestionamiento de la razón de ser del lenguaje mismo. Pienso, por
ejemplo en el siguiente puñado de versos que por sí mismo
constituye toda una unidad: “La palabra piedra/ en el hocico mojado
de mi perra/ se hace pez”. Acá, una transfiguración que va desde
un objeto a otro (de una palabra a una materialidad palpable) y que
deja en suspenso la posibilidad del decir humano. O en otro
fragmento, brevísimo, donde el cuestionamiento se traduce en
conocimiento: “Te regalo una piedra/ Por favor/ entra en ella/
conoce el mundo”. Sin duda, en esta sección, la analogía del
lenguaje con la piedra, establece un ámbito de significados posibles
que van desde considerarlo como algo petrificado, hasta llegar a
estimarlo, todavía, como cantera de eventuales experiencias.
La segunda parte del libro desde su título es aclarador: “Cosas
que hay que decir”. A contrapelo de la primera parte, parece ser
que acá nos encontramos con una modo perentorio de no callar o más
bien, un modo perentorio de saber decir sin gestos estentóreos. Acá,
el poeta amplía la escueta economía de la primera sección y vemos
que aparecen coordenadas que nos llevan al universo de lo cotidiano:
una caminata, un levantarse, un reflexionar acerca de las cosas que
acaecen en el mundo, el recuerdo por aquellos que ya no están -los
muertos del Holocausto-, en definitiva, por todos aquellos ámbitos
que se prestan y son requeridos como necesarios para que no
abandonemos la cabalidad de nuestra propia existencia. Por otro lado,
en los poemas de esta sección no hay la pretensión de establecer
una unidad rigurosa: son poemas que están entrelazados de modo
deletéreo, rapsódico, pero que dejan entrever a esa cotidianidad
como lo “inútil”. Una poesía que se aleja de los grandes gestos
y retorno a lo breve, pequeño, común y privado. El poema titulado,
justamente “Lo inútil”, bien puede fungir como una aclaratoria
poética no sólo de esta sección, sino del libro entero. Enfatizo
los siguientes versos: “(…) Cosas que nadie quiere,/ eso que
llaman lo inútil,/ y que, alguna madrugada triste,/ algún año
lejano,/ le prende fuego a nuestro corazón.” Delante de esas
presencia que se han difuminado, el poeta rememora y la traída a
presencia de los seres y enseres de su afecto, se convierte en herida
que anima la decaída desaparición que implica la pérdida de toda
experiencia.
Finalmente, la tercera parte, “Trasluz”, nos lleva como al
reverso de lo planteado en las partes precedentes. No niego que es la
sección que más me sedujo y esto, por la confirmación de lo que
manifestaba más arriba. Acá Espinosa Guerra lleva a cabo su trabajo
más preciado, sabe ponerse dentro del poema para desmontar desde su
interior las pretensiones de sentido que se podrían cristalizar en
la bien pensante sintaxis que nos hace creer que la comunicación es
algo transparente y que siempre alude a su propio referente. Pienso
por ejemplo en los siguientes versos: “(…) Puedo sentir/ mi
garganta y su asfixia/ el ahorcado que soy/ sujeto de su flexible y
ciega/ membradura”. Lo que me gusta de esta sección es que la
puesta en sospecha de la referencialidad, no se hace o efectúa con
mala conciencia, para nada, menos con un gesto crítico que nos
dejaría en los labios la sensación desasosegada de impotencia o
escepticismo. Más bien, me parece que acá, el poeta, apela a una
eventual y aparente, muy aparente simplicidad expresiva que nos hace
ver las cosas de la realidad y la experiencia misma de la realidad
como algo oblicuo, como algo que está al reverso de nuestra propia
percepción. En esto, pienso, por ejemplo cuando dice: “A lo lejos/
lluvia/ y un despertar pesado/ La certeza de que la muerte/ es un
buen lugar/ para vivir.” Sin duda es el mundo cotidiano de la
segunda sección: acá hay vasos, lentes, habitaciones, animales,
objetos, pero que no son aprehendidos con una severidad
fenomenológica que nos los desee mostrar tal cual son en su desnuda
pureza para que nos solacemos de su aparecer en tanto cosas. Más
bien creo que se trata de otra cuestión: hacernos notar, que esa
mismas cosas no nos son dadas en la inmediatez y que bajo su sencilla
apariencia se esconde algo más complejo, un nuevo mundo, un ángulo
que no se nota a la primera, donde la concordancia entre las cosas,
el lenguaje y la percepción, no son necesariamente coincidentes y
mucho menos equivalentes. El siguiente breve poema en prosa me parece
decidor al respecto:
Entender que el café de las mañanas no es el café de las mañanas,
sino un café -nunca el mismo, ni con la misma cantidad de café, ni
de leche, ni de azúcar, ni de aroma- que una mañana -ni esta, ni
aquella, ni la que será- bebemos con una boca, una lengua, unas
células que no son las de ayer, ni serán las de mañana
Este gesto peculiar, Espinosa Guerra, lo logra sin aspavientos, sin
un lenguaje recargado, insisto, casi con la desnudez de la luz que se
transmuta en palabras que se esparcen en el ritmo cotidiano: en el
mirarse al espejo, en acariciar una mascota, en lavarse el pelo, en
tomar una taza de café, en contemplar a la persona amada. Con este
gesto, a pesar de todo lo que se nos pide a los poetas -ser críticos
de la realidad, ser una especie de antropólogos o sociólogos de los
hechos, compromiso político y cosas parecidas- Espinosa Guerra no
rinde pleitesía a eso, pues nos manifiesta que hay que cosas que son
intransables, entre otras, las cosas mismas, ¿acaso para
describirlas y hacérnoslas asequibles para que creamos que podemos
cogerlas y hacerlas nuestras?. Por supuesto que no, un poeta como él,
en su largo camino recorrido, sabe que eso es iluso, sabe que el
lenguaje es más opaco de lo que uno desearía creer. ¿Entonces,
para que? Creo que, simplemente, para hacernos recordar, como sucede
en la última sección de su nuevo libro que lo inútil, su gracia,
su gratuidad, está en recordar que el lenguaje pertenece, a pesar de
muchas cosas, a las propiedades de la magia. Y en ese sentido, todo
lo que digamos, trae sus repercusiones insospechadas, pues nos hace
creer en un mundo de posibilidad al que no sólo hay que constatar,
sino que también imaginar y hasta intuir.
Quilpué, invierno de 2018
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