I
Durante todo febrero el asunto era intentar buscar ese anaquel viejo
que mi papá habían puesto en el cuarto de atrás. Después del
invierno anterior, ya no era viable dejar los libros que iba
acumulando en el suelo al borde de la ventana: como toda casa
antigua, el agua de lluvia entraba inmisericorde y más de algún
volumen salía dañado. Por lo demás, los libros que iba juntando
eran de mala calidad. Esos tomos inacabables de Ercilla, con sus
colores rojos, grises, amarillos o negros, sin solapas y con un papel
miserable se volvía insufrible. Pero sin duda, la tipografía era
más atroz aún: una letra diminuta que hacia doler los ojos pasados
apenas una media hora de lectura. Porque de eso se trataba, de leer,
siempre de leer. Las vacaciones eran escasas, las rutinas familiares
eran como una vivencia dantesca por su eternidad que no dejaba salida
y las ocasiones para estar solo, escasas, como una mirada de bondad
proveniente de una chica desconocida. Sí, se trataba de leer porque
ahí había algo que no podía fallar, ahí había algo que todavía
se deseaba perfecto o al menos sin la permisividad de lo que aún
llamábamos “vida” y que encapsulaba con su ritmo cualquier ánimo
de la índole que fuera.
Además, el viejo y solemne mueble del living ya no toleraba más
habitantes: a los libros habría que agregar esas fastidiosas
figurillas de porcelana, las fotos familiares, los tomos pesados e
inútiles de un puñado de enciclopedias baratas y las manías de mi
madre que en todo veía desorden y no toleraba los escasos libros
existentes encima de sus propias chucherías.
Por eso, durante el verano, único tiempo en verdad propio para
cualquier estudiante, la tarea tenía un objetivo claro y decisivo:
encontrar el viejo anaquel plomo que antaño había servido para los
juegos infantiles en la pieza grande, justo cuando el invierno hacía
de las suyas y la humedad era insoportable en medio de tardes largas
y oscuras.
Después de varios días, hallé el viejo mueble. Desvencijado,
apenas destellando un gris opaco, recordatorio de haber sido pintado
con un barniz escuálido hacía años, su madera, en algunos sitios
carcomida por la humedad y el uso, aún se mantenía firme y como
llamando a tareas más nobles que ser un mero receptáculo de ramas y
restos de antiguas podas para el fuego de la chimenea. Estaba feliz.
A pesar de ahora verlo en realidad más pequeño de lo que
ciertamente lo imaginaba o recordaba, aquello no obstante no era un
problema para llevarlo a la terraza, limpiarlo, darle un par de
martillazos necesarios y de ahí raptarlo para mi pieza que pedía a
gritos algo dónde poner los pocos, pero persistentes libros que iban
ocupando el espacio al lado de mi cama. Todo eso, afortunadamente, no
me tomó más allá de una tarde. Pero la presencia del nuevo
inquilino me obligó a tomar decisiones que, no sabiéndolo en ese
instante, se repetirían con los años en otros espacios y con otros
muebles: qué libro privilegiar para habitar el anaquel y cuales
definitivamente desterrar al cajón de los recuerdos o al solemne y
viejo mueble mural del living. Al principio no fue difícil, pensando
que a los quince años los libros que uno tiene son escasos y la
mayoría son heredables para el hermano menor o son recuerdos de
infancia. Bajo esa premisa mi querida colección de Papeluchos
que iba recopilando desde los ocho años vivió su última hojeada
veloz antes de ser desterrada. Lo mismo pasó con mis escasos, pero
queridos volúmenes de Asterix y Obelix. Menos pesar o
nostalgia me asaltó con varios ejemplares de Erase una vez el
hombre. Por otra parte, con el medio centenar de ejemplares del
Quijote de la Mancha en versión de cómics -sucedáneo de la
versión televisiva que alguna vez dieron en los años 80-, no se me
ocurrió por el momento qué hacer: en mi pieza ocupaban mucho
espacio, ponerlos en el mueble del living habría sido una ofensa
para mi madre que los compró religiosamente durante meses. Tal vez
tenerlos en una caja, ordenados dentro de su bolsa azul, sería lo
más pertinente para evitar posibles roces. Pero hubo libros por los
cuales me costó mucho tomar una decisión: ¿qué hacer con Corazón
de Edmundo de Amicis, De la tierra a la luna, Veinte mil
leguas de viaje submarino o Viaje al centro de la tierra
de Julio Verne?, ¿qué hacer con Mónica Sanders, El
diario de Daniel, Alsino o El diario de Ana Frank?
Todos ellos no representaban mi mundo de infancia, sino ese mar
extraño que había comenzado a cruzar desde los diez u once años y
con los cuales aún me sentía unido a pesar de no querer
reconocerlo. Lecturas adolescentes alguien dirá. Puede ser, pero
tampoco me parecía que esos títulos merecieran el exilio. Aunque
varios de ellos no eran de míos en términos estrictos -llevaban el
nombre de mi mamá o de mi papá en sus bordes amarillentos o un
timbre que hacía alusión a la biblioteca del Hospital de Niños de
Viña del Mar, sitio donde años ha, mi mamá había sido enfermera-
los sentía a todos ellos como míos: en algún instante los había
tomado, los había leído ya por ocio, curiosidad o por deberes
escolares. Olerlos y sentir el picazón en la nariz por ese polvo
invisible que se escurría por sus páginas amarillas era una
experiencia que me regocijaba secretamente. Algunos traían
ilustraciones y más de una tarde me quedé arrobado mirando los ojos
melancólicos de Ana Frank o la mirada inquieta de los exploradores
de Verne. Por eso y por otras cosas, desterrar aquellos libros de mi
nuevo orden lo consideré por el momento, impropio. Además las
variadas portadas, con sus colores vistosos, pensaba, agregarían
algo de variedad al nuevo escenario que estaba inventando: romperían
la monotonía de los grises, amarillos, rojos, cafés y negros de las
áridas colecciones Ercilla que estaba dispuesto a raptar para mí
solo y que, perdidas en el estante que estaba en el comedor diario,
se atiborraban de pelusas o polvo, dejando en la indiferencia a toda
mi gente. Por supuesto que a mi no. Tomada la decisión, a esos
libros feos y torpes, les hice habitar el mismo lugar que a los que
se habían salvado del exilio. Apenas hecho eso, el viejo anaquel
plomo quedó casi lleno. Otra tarde ordené los diversos volúmenes
que ahí había. Pero eso es otra historia. Lo importante es que
sentí que mi biblioteca acababa de ser fundada.
II
Mi tía y mis primas vivieron con nosotros cuatro o cinco años. Mi
prima mayor estaba suscrita al Club de Lectores de El Mercurio. Por
tal motivo, cuando vinieron con sus cosas ha habitar el segundo piso
de la casa, fue inevitable que también viniera la respectiva
colección de libros de Ediciones Andrés Bello. Lo curioso es que
rara vez yo husmeaba eso: como tantas otras cosas de mi prima,
aquello era un territorio vedado. A pesar de que todos en casa ya me
bromeaban por mis afanes lectores, nunca hubo entre mi prima mayor y
yo alguna palabra o conversación en torno a los libros o a lo que
leía o qué autor me gustaba o a ella. En fin. Quizás la diferencia
de edad -veinte años- hacía lo suyo y quizás yo pasaba para ella
como un primo chico amurrado y distante. Luego que mis padres y mi
tía habían llegado a un acuerdo y a la inevitable mudanza, pensé
que esos libros quedarían desconocidos para mí por siempre. Sin
embargo no fue así. Ya estaban habitando la otra casa cuando volví
a subir al segundo piso después de varios años: los espacios que
siempre había considerado como míos, volvían en su vacío a
pertenecerme y la soledad tantas veces invocada como una promesa de
felicidad, pareciera que retornaba para restablecer ese diálogo que
quedó interrumpido un otoño de varios años atrás. Pero no fue lo
mismo. Ya no era un niño y si bien el segundo piso con su espaciosa
libertad y sus rincones una y otra vez explorados en mis juegos
infantiles invitaba a pasar como antaño, tardes enteras tendido en
el piso mirando el techo con sus arañas y sus malogrados rincones,
lo que de verdad atrajo mi curiosidad fueron una serie de cajas que
estaban en el que había sido el dormitorio de mi prima. Sin mucho
pensarlo, los hurgueteé pensando en algo prohibido. Mi impresión no
fue menor al percatarme que esas cajas contenían los libros a los
que nunca había tenido acceso. Al principio con timidez, luego con
voracidad, los fui sacando uno tras otro: los veía al revés y al
derecho, hojeaba una y otra vez sus páginas y si bien su formato era
sencillo, los nombres y los títulos me llamaban la atención con una
sugestiva seducción apenas perceptible. Conversé con mi papá sobre
la conveniencia de llevarlos a mi dormitorio y hacerlos parte de mi
biblioteca. Hasta que pasaran algunas semanas y la prima no los
reclamara, poco podía hacer. Pasaron tres o cuatro semanas que
fueron interminables. Al final, cumplido el plazo de eventual
reclamación, en una especie de ceremonia recluté a mi hermano menor
para que me ayudara a bajara las cajas y ya en mi habitación, el
viejo anaquel plomo se vio desbordado con los nuevos inquilinos que
eran una legión grande, vasta y misteriosa: ahí estaban Kafka y
Borges, Shakespeare y Wilde, H. G. Wells y André Gide, Goethe y
Azuela, Neruda y London: mi biblioteca no sólo había crecido
cuantitativamente, sino también en densidad.
III
No es fácil para un estudiante universitario engrosar su biblioteca.
Para mí no lo fue menos. Por un lado, los precios exorbitantes de
los libros que atentan contra la economía de guerra del permanente
discípulo de las lecturas, por otro lado, la voracidad con que se
lee, impidiendo la discriminación razonada, voracidad que se
encuentra signada por la emergencia del estatuto estudiantil: una
bibliografía tras otra y no siempre de las más placenteras,
interesantes o llamativas. Por lo general, esa edad en la cual la
lectura debiese ser un baño tibio de gustos seleccionados para ser
gozados con intensidad, pues se truca en una ducha fría que hiere la
piel, prejuicia el gusto y acelera lo que debiese ser natural: esa
procesión de materiales escritos que deben ser desechados porque su
función sólo es ser útil por un instante. Pero una biblioteca
estudiantil también se ve afectada por esas complicidades
maravillosas que son encontrar amigos y compañeros con afinidades y
obsesiones similares a las de uno. De ahí al intercambio de libros y
a esas transacciones que terminan en alegría jubilosa o en un luto
agrio hay un solo paso. El tiempo pasa y el espacio se hace pequeño:
a los ya sabidos inquilinos de siempre se les agrega un nuevo
personaje en principio indeseable, pero siempre necesario: el libro
fotocopiado y anillado. Ninguna nobleza, ningún interés, ni color:
sólo la funcionalidad para con quien no tiene el dinero para
adquirir esos volúmenes caros y además efímeros que, sin embargo,
se ven cooptando como una plaga no deseada los espacios reservados
desde la infancia para los sueños y para aquellos libros que
escogimos con una naturalidad que creemos perdida. Pero también
están esos instantes en que el mundo nos ha hecho suyo: el llegar a
casa con un libro nuevo, adquirido después de privaciones, juntando
peso a peso, moneda a moneda y que ha sido comprado en una
liquidación, en una librería de viejo o en un azaroso puesto en la
plaza entre carritos de comida chatarra y vendedores de baratijas
varias. El crecimiento es espasmódico y variado: novelas, poemas,
filosofía, sociología. Los saberes y diversos géneros se apuntalan
unos tras otros y nada adquiere relevancia, sino en el ritmo
discontinuo de la sorpresa. Un día es Rimbaud y su Temporada en
el infierno, otro día Rosamel del Valle y su
preciada antología publicada en Monte Avila, otro día, los escritos
de Heidegger sobre Hölderlin y más allá los cuentos de Cortázar
junto con un deshilachado volumen de Schopenhauer que alcanzaste a
rescatar de una librería de viejo. En otra ocasión, las Elegías
de Duino que publica Lumen bajo la versión de Valverde que te
permite al fin, tirar al basurero el manojo gris de las fotocopias
roñosas que te han acompañado por un par de años. A veces la
alegría de adquirir en una buena racha El arco y la lira de
Octavio Paz, junto a sus poemas de Libertad bajo palabra y ser
envidia de tus compañeros que perseguían esas misma edición. En
otra ocasión darte cuenta entre lágrimas y rabia que la tan
anhelada edición de Walter Benjamin está adulterada y le faltan las
últimas treinta páginas, borroneadas y feas…
En el estudiante, la biblioteca se transforma en estación de
trabajo, compañía de madrugadas infinitas y consuelo mudo ante la
propia imposibilidad de leerlo todo. El anaquel plomo está
atiborrado de libros de variada índole, origen y prestigio: a un
lado del Werther de Goethe están los ensayos de Greimas, al
lado de El proceso de Kafka, están las fotocopias de la
Filosofía de la composicion de Edgar Allan Poe junto a
los ensayos de Curtius que justo mañana entran en la prueba de
Literatura Medieval. Entre papeles, hay fotos, entre las fotos,
calendarios, entre los calendarios, lápices antiguos, muertos y
acabados, entre los lápices, papeles arrugados esperando ser botados
en alguna mañana de calma.
En la biblioteca del estudiante, las visitas son peligrosas y
prohibitivas, sobre todo si es un amigo obsesionado como uno con los
poemas de Lihn o Huidobro o con los ensayos de Nietszche: en la
biblioteca del estudiante, todo es cancha y el juego puede correr
riesgo de ser sucio. Mis ojos donde mis manos te vean. No hay
misericordia y a pesar de haber conversaciones sazonadas con una mala
cerveza o un vino no por malo, menos bebible, el asunto no es bajar
la guardia para evitar al día siguiente una resaca no sólo
incómoda, sino también dolorosa.
Aquí no hay orden, sino el aleatorio ritmo de la vida. Aquí no hay
cálculo, sino el necesario asombro de las lecturas intransitivas y
arriesgadas. Aquí el tiempo es infinito y circular y la mañana es
la madrugada y la luz oscuridad, la noche como espacio de lucidez y
la tarde como imposible descanso de unos ojos rojos y marchitos.
Pequeña y dulce barca.
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