sábado, 14 de abril de 2012

De un poeta de la Antología a un lector futuro


También habíamos conocido la incertidumbre:
ningún dios hacía posible la realidad de las respuestas,
sólo cieno entre días y silencios,
sólo la experimentación con la hiperestesia
como un efímero y deseable juego de magia.

Habíamos conocido la dulce promiscuidad
del hechizo retórico, la ambivalencia del poder,
la embriaguez de los cuerpos suntuosos,
el desprecio para con los bien pensantes
y los que creían ser políticamente correctos
-ascetas, platónicos, neoplatónicos y otros eunucos-

Sabíamos perfectamente que la inmortalidad, al final,
no era un asunto de mármol ni de herencia alguna
ni el ingenuo orgullo por una polis que no dudaría en desterrarnos;
que el homenaje de este o aquel tirano
sólo sería equivalente a la rancia transcripción de un erudito
para una pretendida e imaginaria fidelidad del sentido.

Conocíamos el precio a pagar por un instante de placer verdadero,
por la ilusión de una piel virgen y por entregarnos a la sabiduría más inútil,
a la irresponsabilidad cívica más apetecida y, a la vez, desdeñable.

Nada era seguro, tampoco la filiación al gremio de las musas
-estupidez bárbara que poco tiene que ver con el honor-
ni menos la presunta bienaventuranza de lograr la serenidad espiritual
ante la sonrisa brutal del insípido Barquero.

Estábamos a las puertas de la desesperación,
en los límites deseables de una esperanza absurda,
desconfiando del naciente cristianismo y de las prebendas del Estado.
Ciertamente en un mundo sin palabras
la poesía era y es el reflejo infecundo de un cristal opaco:
una oscuridad dorada por la que nuestra vida justifica estar hecha de ceniza.



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