domingo, 28 de septiembre de 2014

Roland Barthes y Martín Cerda (II)

De aquel modo y en segundo término, es posible advertir entonces la necesidad de amplitud significante que Cerda requiere para su propia reflexión y que de modo inequívoco, vislumbra en otro texto de Barthes: Mitologías. Sin duda que el punto de partida de esta obra es un sentimiento de impaciencia ante la apariencia de “naturalidad” con que la prensa, el arte, el sentido común, encubren permanentemente una realidad que no por ser la que vivimos deja de ser absolutamente histórica, ante la constante confusión entre naturaleza e historia en el relato de nuestra actualidad. Barthes pretende poner de manifiesto el abuso ideológico oculto en lo exposición decorativa de lo "evidente-por-sí-mismo", y lo hace recurriendo a la noción de mito para dar cuenta de esas falsas evidencias. Así, el mito es un lenguaje y, por ende, al ocuparse de hechos aparentemente alejados de toda literatura (un combate de catch, un plato de cocina, una exposición de plástica), Barthes explora otros tantos aspectos de esa semiología general del mundo burgués cuya vertiente literaria es el tema fundamental de la mayor parte de su obra. En este sentido, no deja de ser relevante que Cerda, bajo aquella impronta, efectúe una verdadera fenomenología del acto de la escritura: varias de sus notas, apuntes y reflexiones, no tanto abordan un estilo aforístico en su brevedad contundente, sino que se asumen como partículas dejadas al paso para constituir una reflexión punzante y fragmentaria acerca de cosas y situaciones que lo vuelven un intenso calidoscopio crítico: sus referencias a las ciudades que añora y visita, su recurrencia a libros, datos, personajes y circunstancias, tejen en Cerda una red de referencias que van desde Marcuse a Vicuña Mackenna, desde las calles de Santiago de Chile a las de París Viena o Caracas, desde la anécdota feliz de la circunstancia de un hotel pasajero, hasta la solemnidad melancólica de una evocación amorosa que tienen a Rilke y Kafka como telón de fondo. En esos textos breves, apuntes de lectura y apuntes de vida, -que en la imaginación verbal de Cerda éste denomina, notas- asistimos no sólo a un rapsódico narrar que se vuelve espasmódico, sino a una toma de pulso de las doxas que se suceden en el imaginario que teje su propia trama de sentido. Para Cerda, nuestra sociedad contemporánea inventa sus mitos en tanto mitos de lenguaje, mitos que se elevan a  categorías autosuficientes y que su escritura ensayística se ve en la necesidad de auscultar y contradecir: el nacionalismo literario, la violencia social avalada por ciertas tendencias intelectuales, la tentación del nihilismo en la antesala de todo proceso revolucionario, la mudez a la que invita el suicidio, la ironía como rasgo esencial de la escritura. No pretendo, por supuesto dilucidar en su totalidad la rica consecuencia que para el ensayismo de Cerda ha traído su lectura de este pequeño, pero magistral libro de Barthes, pero sin duda su marca, su efigie, su seña, es identificable para indicarnos una manera de pensar y un modo de leer.
Finalmente y en tercer término hay un modo de entender la escritura que Cerda vislumbra en Barthes y que orienta una de sus últimas y más intensas reflexiones, aquel modo de entender la escritura en tanto escritura encarnada y que hace del cuerpo su punto de referencia ineludible. Glosando al Barthes final, al de El placer del texto y de Fragmentos de un discurso amoroso, Cerda efectúa una reflexión que hoy nos parecería normal, pero que dadas sus circunstancias históricas –fines de los años 80- forma parte de ese puñado de gestos reflexivos que una parte relevante de la intelectualidad chilena lleva a cabo desde la asunción especial de lo físico y corporal en la comprensión de los fenómenos culturales, estéticos y políticos. Para Cerda, en la estela del último Barthes, escribir es “dragar en el propio cuerpo”, aún más, efectuar aquel ejercicio es registrar algo sustantivo y situado que, en su radicalidad enunciativa, implica preguntar sobre la desnudez, la enfermedad, el vestido, el deseo y el espectáculo. Es visualizar una posibilidad de la experiencia, ya clausurada por el silencio del significante en la exasperación de su mutilación social y que explica no sólo la peculiaridad del comportamiento del sujeto –y en este caso de Barthes mismo-en relación a un círculo determinado de circunstancias epocales, si no más bien deja entrever un habla que hace alusión a la sociedad misma que le cobija, explota, admira y desea. Pero es también la seducción de un estilo ensayístico buscado y explorado, soportado y extendido, un estilo donde no hay continuidad, ni linealidad abrasadora bajo un concepto temporal unívoco, sino la aparición y desaparición de palabras y frases, en un gesto interpersonal de cercanía y alejamiento, una retórica cargada de erotismo que es la representación del eros mismo y donde la “duración” es el privilegio concedido a la escritura como interrupción, quiebre del espacio y, paradójicamente, como tiempo de la repetición, de la insistencia, convirtiendo a la escritura misma en un ademán circular que regresa a su origen como si en cierto modo nada hubiera acontecido salvo las palabras liberadas, anónimas y susurrantes. La desnudez del cuerpo, es la desnudez de las palabras en su gratuidad, pero también es la advertencia de su apariencia y su retórica de lo oculto y superficial, retórica bajo la que subyace ideología, espectáculo y, por ende, irredención. En ese sentido, no deja de ser decidor en el ensayismo de Cerda, cierto pudor admirativo hacia este último Barthes. Un pudor que implica distancia y también cierta admonición que se traduce en la afirmación trágica de su propio ensayismo. En todo caso, la recepción de Cerda es cualquier cosa, menos complaciente, pues como indicaba más arriba, su lectura de Barthes implicaba un aprendizaje en el camino de su propio pensar.

Sólo deseo añadir como conclusión provisoria, una breve idea que me parece capital para entender, entre nosotros, la ordalía intelectual que ha implicado recepcionar a Roland Barthes y que ha tenido a Martín Cerda como uno de sus interlocutores subterráneos y excéntricos: frente a la imagen académica de Barthes como un “estructuralista” duro, hermético e inabordable –en curiosa analogía con la recepción ortodoxa de marxista infranqueable que el mundo académico nos ha otorgado de Georg Lukács- la aprehensión lectora fecunda y activa que Cerda nos otorga de él, nos lo devuelve como ensayista, como homme de lettres, como versátil escritor y, por tanto, como una sugestiva puerta de salida en el contexto de un discurso académico especializado: frente a la economía de riguroso calvinismo teórico –eficiencia demostrativa, economía léxica y asepsia subjetiva- Cerda, por medio de Barthes, nos invita, por un lado, a volver al ensayo como forma de escritura y, por otro, a dirigir la mirada con otros ojos al fascinante autor de tantos textos maravillosos, bellos, intensos y cuestionadores.


Viña del Mar, invierno de 2014.


jueves, 25 de septiembre de 2014

Roland Barthes y Martín Cerda (I)

A mediados de la década del 50, para ser más específicos, en junio de 1954, se llevó a cabo en el Salón de Honor de la Universidad de Chile un ciclo de conferencias donde participaron los escritores y críticos Ernesto Montenegro, Manuel Vega y Ricardo Latcham. Su título era decidor: La querella del criollismo. Su tema: la reevaluación de esta tendencia y/o movimiento literario para entender y comprender la literatura nacional e hispanoamericana en su conjunto. Sin duda, uno de sus objetivos era mirar en perspectiva la historia de esta corriente para darle fondo y alcance geográfico e histórico y así, considerar sus manifestaciones al interior de la literatura chilena, como asimismo, sus características comunes con otras literaturas del resto del continente y las consecuencias estéticas, políticas y sociales que se esperaban de su cultivo. Transcurridas algunas semanas de tal evento, el crítico Hernán Díaz Arrieta (Alone), publicaba en la revista Zig.-Zag un artículo titulado escuetamente “La querella del criollismo: Montaña Adentro” con el cual daba inicio a una polémica que lo tendría a él mismo y a Ricardo Latcham entre los principales protagonistas. No era la primera vez que Alone y Latcham medían sus fuerzas críticas –y valga decir, sus respectivas retóricas- en la arena de la ciudad letrada chilena. Ni tampoco era la primera vez que el criollismo como corriente literaria era puesta en entredicho. Ya en 1928, la denominada querella entre criollistas e imaginistas, revelaba más que una pugna entre escritores –por un lado Mariano Latorre, Marta Brunet, Eduardo Barrios y por otro Salvador Reyes y Luis Enrique Délano- en torno a los mejores “temas” y modos de abordar el  tratamiento del ejercicio narrativo, sino más bien revelaba una coyuntura más vasta: la crisis nacional y social que surgió alrededor del primer Centenario de la República y cuyas características han sido descritas con acuciosidad, entre otros, por los trabajos de Bernardo Subercaseux. Sin pecar de excesivo, podríamos resumir que en las primeras décadas del siglo XX asistimos a una complejización del imaginario nacional, producto de una tensión entre postulados e impulsos nacionalistas y modernizadores, donde la paulatina desintegración de la sociedad tradicional decimonónica, el crecimiento de las ciudades, la explotación laboral y la emergencia de nuevas capas sociales y, por ende, la reorganización de aspectos fundamentales de la vida cotidiana, junto a otras variables y situaciones, permitían advertir, en el campo literario chileno, una mezcla de prerrogativas sociales e identitarias, entre nacionalismo y modernización, donde expresiones tales como patria, raza y paisaje, se contraponían, entre otros, a imaginación, sensibilidad y buen gusto.
Lo que la querella de 1954 ejemplificaba simbólicamente en las premisas sostenidas por Latcham y Alone, más que la superación de aquellas dicotomías, era la pugna por representar del mejor modo posible el “deber ser” del discurso literario respecto a su función en el entramado social y cultural y que, de todas formas, implicaba plantear la relación y estatus que el discurso literario mantenía respecto de la realidad. Y si bien, ambas premisas parecían referirse una a la otra de modo antagónico para responder sobre aquella necesidad, coincidían a la larga en hacer del ejercicio literario, un ejercicio mimético que apelaba ya a la exterioridad del sujeto –con un énfasis en la descripción y estudio minucioso de la realidad nacional en todos sus aspectos, para reproducirla en obras que permitieran dar a conocer y enseñar a sus lectores de forma objetiva la verdad sobre la nación y la raza – ya, por otro lado, apelaba a su interioridad –con un énfasis en ser fiel representación de la sensibilidad, el espíritu, la imaginación y el alma con un fuerte acento intimista- . En ese sentido, más que abrir un camino hacia una literatura acorde a los procesos modernizadores que acontecían en el país y en el resto de América Latina, lo que podía apreciarse era una comprensión ancillar de lo literario, pero sobre todo, una comprensión enraizada en un concepto decimonónico de literatura.
Todo lo dicho hasta acá no es más que preámbulo, pero nos permite escenificar de forma irónica la disonancia entre las preocupaciones existentes en el desfasado campo literario chileno de mediados de los años 50 y las premisas que animaban lo más relevante de la literatura continental, no tanto o en exclusiva restringido a temas y convenciones de escritura, sino más bien sobre la idea que se podía desprender acerca del sentido y finalidad de la literatura respecto de sus mecanismos de representación.
En aquel debate, suena a ciencia ficción conjeturar hoy en día la resonancia que hubiese tenido la eventual publicación de El grado cero de la escritura de Roland Barthes en la traducción de Martín Cerda que, justamente, luego de su periplo europeo, arribó a Chile poco antes de que estallara la polémica a la que acabo de referirme. Es que, ciertamente, el caso de Cerda respecto a Barthes, no solo es singular y excéntrico: es medular tanto para el entendimiento que podamos hacer de la obra ensayística del propio Cerda como para apreciar los avatares de la recepción de Barthes en nuestro país. Hasta el final de su vida, Martín Cerda fue, sin duda, uno de los más relevantes escritores que con dedicación, celo y entusiasmo leyó, parafraseó, divulgó y explicó una serie de nombres que el mundillo literario chileno no conocía o mal había oído. El dato ejemplificador que enunciaba acerca de la querella del criollismo muestra a mi modo de ver, la asimetría desquiciante, asimetría ante la cual Cerda veía la necesidad quijotesca de traducir al castellano El grado cero de la escrituraEl dios cautivo de Lucien Goldmann.
Pero no se trata de constatar el interés de Cerda por esos autores como por otros de su predilección como Lukács, Axelos y Solyenitsin para ejemplificar un supuesto esnobismo intelectual, teñido de cierta ingenuidad provinciana, sino más bien para apreciar en aquel interés, una necesidad vital por buscar respuestas a las lacerantes preguntas que cualquier escritor que se precie se plantea acerca de sí mismo y su labor: ¿por qué escribir?, ¿para quién escribir?, ¿con qué sentido escribir? Preguntas sin respuesta inmediata y que, el joven Cerda intentó responder viajando muy temprano a Europa a fines de los años 40 y con la idea de dar oportunidad, no sólo a su natural curiosidad intelectual, sino a su exigencia íntima de escritor en ciernes. Porque no sólo se trataba de lecturas, datos eruditos o experiencias de viaje, se trataba de concientizar un rigor, una intensidad, una actitud hacia la escritura lo suficientemente decidida para comprometerse con ella a sabiendas de la indiferencia social y la chatura de la época, un verdadero desafío para aprender a pensar.
Para lograr ese aprendizaje, múltiples son las puertas entreabiertas por las lecturas de Cerda, no todas valoradas en su justa medida en su oportunidad, tal como puede verse en su temprana recepción de Barthes, pero decidoras al momento de plantearse como desafío de una literatura que se querría a sí misma como pensante y cuestionadora. La recepción de Barthes por parte de Cerda, con el correr de los años, se vuelve primordial e ineludible, formando parte medular de su propia manera de entender y practicar la escritura ensayística. Junto a Lukács y Ortega, Barthes es para Cerda la posibilidad de hallar una salida expresiva que esté equidistante entre las obsesiones subjetivas y la curiosidad que lo real puede ofrecer al intelecto escrutador de todo escritor.
Las referencias, citas, paráfrasis, explicaciones y alusiones a Barthes atraviesan buen parte de la escritura de Cerda, al menos de la que hasta ahora tenemos noticia. En tamaño océano escrito, es difícil dilucidar fehacientemente los detalles de esta apasionante relación. Me limitaré a esbozar tres instantes que creo advertir en la recepción de Cerda y de qué modo cada una de ellas articula maneras de reflexión peculiares según la ocasión.
En primer término, para Cerda la escritura de Barthes se convierte en una especie de “marco referencial” para comprender el discurso literario ni como historia o sucesión de estilos, ni como acumulación de eventos que condicionan lo literario, sino más bien le facilita coordenadas para dilucidar desde dónde escribir: el acontecimiento supremo que es la escritura y que se rinde ante sí misma en su opacidad que desea diferenciarse de la historia, pero sin renunciar a la posibilidad de su historización, es decir, a su fijación circunstancial que, por un lado permite abarcar no sólo la lengua desde la cual se escribe, sino también y sobre todo, su potencial articulación convencional respecto de construir sus propias marcas como, a su vez, su distinción inequívoca que le hace ser literatura. En aquel sentido, para Cerda, las principales premisas que aparecen, por ejemplo en El grado cero de la escritura –entre ellas y como la más relevante la que indica que la escritura nace de la reflexión del escritor sobre el uso social de la forma- le abren una irrenunciable operación fabulatoria que no es ajena al talante político que implica, en buenas cuentas, trazar una relación entre la escritura y la historia y cómo la primera nace de las circunstancias de la segunda. Esta manera de concebir la escritura nace también como un compromiso social, pero la autonomía de su forma es más grande en tanto que recibe una firma que borra la historia de la conversión del escribiente a ese compromiso y representa a la colectividad. Es justamente aquel talante el que es posible rastrear en Cerda  cuando se refiere una y otra vez a la necesidad de fijar la escritura, el mismo talante que vemos en sus recorridos genealógicos buscando la razón de ser de la escritura ensayística como cuando asume, asimismo, la tensión que pueda haber entre compromiso y lenguaje, tensión que le llevará a reflexionar latamente sobre la deflación y aún el fracaso del discurso utópico, como a su vez, apreciar la fractura que, como sujeto de escritura, verá en la clausura de la ciudad letrada. Bajo esas premisas, Barthes le otorga a Cerda no un mero estímulo de comprensión del fenómeno escrito, sino primordialmente, una invitación para evaluar de modo crítico las nociones positivistas de literatura y su más que evidente funcionalismo de apreciación ancillar que ésta, en tanto discurso enraizado en un proceso identitario que ha hecho de la “raza” uno de sus axiomas fundacionales, posee de sus cultivadores y apologetas. Axiomas que la querella de 1954 muestra de modo ejemplar como un impasse ante la crisis de la representación a que la literatura chilena estaba arribando. Es por eso que Cerda, en un gesto apropiatorio y característico, toma también de Barthes la noción del ensayo como escritura ocasional que es, a su vez, la práctica secreta de lo “indirecto”. Para eso, la referencia a la cual el autor chileno vuelve de modo permanente, será el “Prefacio” a los Ensayos Críticos del autor galo que, de modo ejemplificador, se asume como parte sustancial de una verdadera poética de la escritura ensayística que se encarna en la afanosa búsqueda que Cerda lleva a cabo en su libro La palabra quebrada. El dictum de Barthes es decidor: (…) el sentido de una obra (o de un texto) no puede hacerse solo; el autor nunca llega a producir más que presunciones de sentido, formas si se quiere, y el mundo es el que las llena. Todos los textos que se dan aquí son como eslabones de una cadena de sentidos, pero esta cadena es flotante. ¿Quién puede fijarla, darle un significado seguro? Quizás el tiempo: reunir textos antiguos en un libro nuevo es querer interrogar al tiempo, solicitar que nos dé su respuesta en fragmentos que proceden del pasado; pero el tiempo es doble, tiempo del escribir y tiempo de la memoria y esta duplicidad requiere a su vez un sentido siguiente: el tiempo mismo es una forma (…) lo que caracteriza al crítico es pues una práctica secreta de lo indirecto; para permanecer secreto, lo indirecto debe aquí ampararse bajo las figuras mismas de lo directo, de la transitividad, del discurso sobre otro.
Este dictum barthesiano será fecundo en el ejercicio escritural de Cerda: le permitirá reflexionar sobre su propio ejercicio y le facilitará su justificación ante el inacabamiento de su gesto que tiende hacia lo fragmentario e indirecto, que tiende a volverse opaco para sí mismo y a poner en entredicho la presunta “claridad” expositiva que se requiere de la emergencia epocal que la literatura contingente exige del autor chileno. De ahí que la escritura de Cerda se vislumbre fragmentaria en la asunción del ensayo como género privilegiado de exposición y reflexión, como un singular género “ocasional” donde cada fragmento que lo constituye –notas, frases, auscultación de referentes culturales varios, remembranza de lugares antaño visitados, ensimismamiento con pedazos de biografía trunca y doliente, aforismos, comentarios, dilucidación de un posible sentido por medio de la celebración o el asombro electrizante- configura una totalidad respecto de sí misma y de un fantasmagórico y nunca existente libro, pero también y simultáneamente aquella totalidad permite advertir, en una fecunda ironía, que lleva dentro de sí la ausencia del todo, ausencia de la cual el ensayo forma, no obstante, una entidad acabada. En la escritura ensayística de Cerda ningún fragmento se basta a sí mismo: cada uno lleva en sí, por el contrario, lo que lo atrae hacia su recomienzo, hacia su infinita reiteración. Cada fragmento expresa y constituye, a la vez, un todo limitado y la ausencia de totalidad.




viernes, 12 de septiembre de 2014

Pinacoteca





Francis Bacon

No sé a qué luz o fuego he sido atado.
Ni la prueba de la queja
ni el embrujo de cielos invisibles
pueden apresar el ruego que envío
desde esta pupila huracanada.

El paisaje gira.
Yo giro.
Y soy la espiral que se derrama
como leche sobre el caos,
olvidando voz y origen,
olvidando la figura exacta, desprendido por algo
que circula entre nosotros vestido de evidencia.

  

Joseph Turner

En un oleaje de ceniza
el agua se disuelve como piel de lava.
Abierta al aire, toca fondo por mis ojos.

¿Qué horizonte percibir
en la claridad de su huida?
Triste, cierra musgosa cualquier cuerpo
hecha manantial o rostro encendido.

Sólo sé que su cabellera es una gaviota
adentrándose desde el cielo.



John Everett Millais

Las orillas naufragan en el incendio del bosque.

Y un himno silencioso convoca ausencias
como la solitaria cascada de Orfeo.

Los días no rasgan el aliento de las nubes
mientras el hilo nocturno
se niega a tejer inscripciones deletreables.

Mientras el soplo de mayo es palabra inútil
la luz del jardín es el cadáver de una doncella bajo el agua.




Balthus

Los fantasmas que llegan
mueren con el agua al crepitar.
Y sólo su silencio enciende la ilusión
de hablar con ellos
sobre días que transcurren.
En su sonrisa invisible
adivino la humedad de mis labios
que reflejan esa mirada nunca conocida:
la venganza de otras muertes
que la lluvia guarda en su vientre
como aire que ha huido desde otro cuerpo.



jueves, 4 de septiembre de 2014

Después de ver a Brueghel, leer a Auden y escribir un poema




Musée des beaux-arts

Acerca del dolor jamás se equivocaron
Los Antiguos Maestros. Y qué bien entendieron
su función en el mundo. Cómo llega
mientras alguno cena o abre la ventana
o nada más camina sin objeto.
Cómo, mientras los viejos aguardan reverentes
el milagroso Nacimiento, habrá siempre
niños sin mayor interés en lo que ocurre,
patinando
en el estanque helado a la orilla del bosque.

No olvidaron jamás
que el eterno martirio ha de seguir su curso,
irremediablemente, en sórdidos rincones,
donde viven los perros su perra vida
y la yegua del verdugo se rasca
las inocentes grupas contra un árbol.

Por ejemplo, en el Icaro de Brueghel:
con qué serenidad
todo parece lejos del desastre.
El labrador oyó seguramente
el rumor de las aguas y el grito inconsolable.
Pero el fracaso no lo conmovió:
brillaba el sol como brilló en el cuerpo blanco
al hundirse en las aguas verdes.

Y la elegante y delicada nave
debió haber visto lo inaudito:
la caída de un niño que volaba.
Pero el barco tenía un destino
y siguió navegando en calma.

(W. H. Auden)
Versión de José Emilio Pacheco

                                                         


Stimmung
(Variaciones sobre un tema de Auden)

Mon âme pour d’affreux naufrages appareille
Paul Verlaine

Entre el ir y venir del otoño se cumple la circularidad de toda rutina:
la sangre sube por la enredadera
y vuelve a bajar en la prestancia de su indisposición sensorial,
las palabras repiten teatrales la palidez de su propio silencio
y el avance de los años dibuja la derrota de toda acción
en la amabilidad de los gestos que se vuelven símbolos de algo:
exigencias, nostalgias, indiferencia del medio,
                                                                     el error de la historia.

¿Podrías haberlo impedido?
Si el arte es la ilusión de lo representado,
entonces la tensión entre lo viejo y lo nuevo,
entre la tradición y la aventura es sólo retórica
que se ve a sí misma con sarcasmo en el espejo de lo real:
el miedo culpable de comprobar el vacío de las afirmaciones.
Para el viejo Brueghel aquello no era tema a considerar;
era parte del orden del mundo situar el sufrimiento a escala humana
entre lo más banal y la experiencia más espantosa.
Dar la espalda al desastre
como el labrador que sigue en su oficio
o el navío que mantiene su curso de modo impersonal,
sabiendo que en ello no hay indiferencia,
sino cumplimiento de algo arcaico que no se puede intervenir.

Pero sin duda, para nosotros,
no hay posibilidad de volver a ese pacto entre las cosas
y su expresión lingüística, a esa asunción serena
de la contradicción como parte de un libro
del que no deletreábamos página alguna, sino más bien
admirábamos la artesanía de los contornos
diseñados con una paciencia que hoy es incomprensible.
Lo que resta, quizás, es redactar un catastro con costumbres,
usos, hábitos, prácticas
y pensar que con ellos se pueden caminar playas,
visitar aeródromos y centros comerciales,
hacer pasables moteles de quinta categoría,
resignarse a ver en una película de fin de semana
una experiencia estética y, en fin,
todo ese catálogo de lugares y quejas cliché
que se vuelven un repertorio necesario
                                           para conjurar el suicidio o la locura.

Mientras el otoño va y viene con su dulce apatía,
la calidez de sus hendiduras imaginarias
levanta un relato legible con el cual bastaría entender
las aprensiones de nuestra propia existencia,
como asimismo la desconsideración para con esas palabras
que íbamos a resignificar en un ingenuo juego alquímico.
Es verdad, tal vez no hay posibilidad alguna de volver,
cosa que los Viejos Maestros sabían de antemano,
incluso cuando pintaban a Icaro como símbolo de la soberbia.

Pero la distancia, la mudez del espejo, esa tarde calurosa
que conoció la destreza de nuestros cuerpos,
la proyección de esos apuntes amarillos
en las pantallas del sueño son, cómo no,
el desplazamiento entre tu memoria
                                           y la inexactitud de la cámara lenta…
Pero la distancia
                                          y esa mudez siniestra…