domingo, 24 de marzo de 2013

En ausencia de Ximena o el abismo de la lucidez (In memoriam Ximena Rivera Ordenes 1959-2013)


En la noche más oscura donde el lenguaje se devela al poeta como presencia de opacidad resplandeciente se cumple la promesa del abismo: el regreso siempre otro desde allí abajo –en el dictum común que hermana a Arthur Rimbaud, a Eduardo Anguita y esa aventura del espíritu que fue el surrealismo- donde lo monstruoso se nos aparece transformado en el rostro del amante, en el quejido del animal herido, en la fugacidad de una imagen soñada o inventada o en el asombro ante las palabras que vuelven una y otra vez a mostrarnos la fragilidad insoportable de su propia transparencia.
En esa noche veo habitar a Ximena y a sus palabras, esas palabras cargadas de alucinante opacidad que recorren el laberinto de la infancia, el aprendizaje sigiloso del dolor, la espesura del cuerpo en las ordalías del deseo, los afanes silenciosos de apostar a conocer rehuyendo la posibilidad racional del conocimiento y que ella optó por convocar de la única manera con que es posible intentar el ejercicio superior de la imaginación: el poema.
En esa noche veo a Ximena en la soledad abismante de esas preguntas -¿trascendencia?, ¿amor?, ¿verdad?, ¿infancia?, ¿Dios?- con la mirada despejada y serena, insegura de sí misma en el gesto humano y necesario de unir videncia y escritura, pero convencida al máximo y sin retribución de lo imperioso de responder en el poema, la acuciante exigencia que no permite dobleces, ni excusas; la exigencia que todo verdadero poeta no puede evitar. Me ha sido dada una tarea. Bienaventurada sea la tarea. Hoy resplandece el mar, me doy cuenta de eso; y la cara de mi amante es una máscara bajo el oleaje, arquitectura del alma sin fondo secreto que me matará. No puede haber esperanza…
¿Será cierto como dice Blanchot que el poeta no sabe que es poeta porque no sabe si la poesía realmente es? Intentar responder aquello marca al poeta desde la ausencia, desde su propia ausencia como subjetividad que se tantea en los intersticios de ese sentido aleatorio y seductor, pero terrible y voraz con que el lenguaje se presta a sí mismo en la orfandad de su propia representación. Para afirmar la posibilidad de que la poesía sea es que cada poema se vuelve la experiencia del despojamiento, del diálogo vacío que implica conjurar a ese doble que el espejo, en su afiebrada locura, proyecta fascinante y que el lenguaje propone en la intensidad de su distancia.
Así, entre ser y parecer, Ximena está presente en su ausencia como en una red saturada/Que se distribuye enloquecidamente/ En un santuario que irradia/ Un no se qué/ Y un qué sé yo/ Que fascina. Fascinación que no teme la destrucción, que no teme la pobreza, que no teme la enfermedad, que no teme la necesidad de recurrir a los indicios secretos con que a todo vidente se le promete protección contra el desamparo de su propia intensidad verbal, de su propia lucidez de fuego.
Redimidos del fuego por el fuego dice Eliot en un verso memorable. Porque lo que hay en la poesía de Ximena, no es el pecado que hay que expiar en la purificación de la llama, sino la interrogante que sacude cada fibra de nuestro ser y que se consume a sí misma para darle a Orfeo la luz necesaria con que pueda iluminar el esquivo beso con que desea a Eurídice.


sábado, 16 de marzo de 2013

En el leer se encuentra el escribir


            

¿Cómo caracterizar la escritura ensayística? Quizás una forma posible sería comenzar a través del viejo modo que nos enseña la teología negativa: ilustrando lo que no es.
            De aquella manera pienso que todo ensayo no pertenece a una instancia de conocimiento positivo acerca de los temas y autores que abordan y, por lo mismo, si bien algunos han rozado la frontera del mundo académico o, aún más, se han instalado en su circunscripción, nunca han pretendido adentrarse en su debate con el afán de contribuir a su esclarecimiento. Lo que uno pueda decir acerca de Novalis, Rilke, Webern, Anguita o Huidobro, por mencionar algunos protagonistas de ensayos imaginarios que me gustaría leer y escribir, creo que agrega poco o nada nuevo al voluminoso edificio babélico que Georg Steiner ha denominado alguna vez como literatura secundaria. Por ello me parece advertir que un ensayo no es un estudio en el sentido corriente del término, es decir, aquel sentido al que nos tiene acostumbrados el ámbito universitario como signo de profesionalización intelectual y que hace, precisamente, de la palabra estudio, un eslabón más en el camino hacia el tratado o la definición que se proclama certera o lúcida. Es por eso que el ensayo no quiere abrir de modo directo el horizonte de expectativas de significado que sí sería deseable en intentos de mayor consistencia sistemática o con una apoyatura crítica al uso. Respecto a esto, Martín Cerda aseveraba algo que considero preciso y definitivo:

El ensayo está, de este modo, siempre “atado” al objeto que lo ocasiona (libro, obra de arte, “forma de vida”), pero, a la vez, siempre lo sobrepasa sin llegar nunca a la fría perfección del sistema. El ensayo es, en otros términos, siempre ocasional, en el sentido que está regularmente ocasionado por un objeto, y, al mismo tiempo, provisorio, en el sentido que no cesa nunca de buscar la forma cerrada del sistema. Esto explica que en cada ensayo donde los demás descubren valores, verdades, ideales y certezas, el ensayista sólo encuentre problemas, incertidumbres y despistes [1]

No es necesario ampararse en tales argumentaciones o en otras para dar una eventual “precisión explicativa” a lo que es la escritura ensayística: es producto, ciertamente, de la motivación ocasional a la que hace referencia el texto recién citado, ya por la exterioridad de su origen (apuntes de clase, conferencias o solicitudes eventuales del mundo académico), ya por la motivación gratuita de la reflexión permanente. Además, ese tipo de escritura no busca la exactitud del conocimiento, sino las coordenadas deletéreas de la fugacidad lectora que anidó en nosotros y levantó su casa para quedarse más allá de sus propias expectativas.
            Por supuesto que no anhelo definir este género anfibio para justificar un tipo de escrito de extensión e interés diverso. Pienso que hace falta una dosis de fina ironía anímico-estilística para llevar a cabo tal proceder, cosa que, por lo demás, importantes y significativos autores poseyeron de modo genial e insuperable, estableciendo así las coordenadas de comprensión necesaria para esta peculiar  forma textual. De esto se deriva, por otro lado, algo a mi parecer, en extremo obvio, pero que siempre se nos escapa u olvida: pues que sería redundante enumerar a esos maestros de la escritura que, por ser tales, se muestran en una gama de opacidad y transparencia únicas y que, por lo mismo, dejan en claro la aguda percepción que implica el ejercicio lector. Sin embargo, nombrar es también un modo de agradecer y de dejar constancia de fervores asumidos en la más íntima solicitud del silencio o la soledad. Me parece que si nombrara a Georg Lukács, Theodor Adorno, Walter Benjamin y J.M. Coetzee entre los europeos y a Martín Cerda, Luis Oyarzún y Clarence Finlayson entre nosotros, aquel agradecimiento, incompleto, sería el atisbo de una felicidad de rara factura, una felicidad que no teme desdeñar la alegría y muy afecta al deslumbramiento. Se hace evidente que aquel deslumbramiento es una vivencia (Erlebnis) que va unida a esos instantes que –no me cabe ninguna duda, imposible son de calibrar racionalmente- hacen posible la transfiguración del sentido, la exploración abismante de la subjetividad o el esclarecimiento de un orden al cual no habíamos arribado aún en nuestro ejercicio perceptivo. La única analogía de relativa concordancia podría ser aquella que brinda el oír por vez primera música absoluta (es decir, sin la intervención de la voz humana o de algún sonido de la naturaleza). Pero tan certera, como a la vez pobre comparación, se nutre de esa tragedia secreta que adivinamos al sólo plantearnos la posibilidad de llevarla a cabo: la lectura siempre será un volver atrás, siempre será un zigzagueo de nuestros ojos en la letra, siempre solicitará nuestra atención como concentrada disposición y, por lo tanto, mostrará su vulnerabilidad al instante de evidenciarnos poco fieles hacia su requerimiento. En cambio la música intervendrá intensa y única en la continuidad que le hace ser ella misma y que nos enrostra nuestra pertenencia al tiempo. En el oír música no existen segundas oportunidades para intentar descubrir el sentido, es siempre un devenir instaurado como ritmo, melodía y fugacidad, cosa que la convierte en algo irrepetible y, en gran medida, ausente al mismo segundo de ser enunciada. Pero en esta dicotomía entre el leer y el oír, más allá de atisbar una profunda perplejidad entre la tragedia del instante y la permanencia de la letra, creo que es posible rastrear un ejercicio de traducción que no se reduce a una antinomia irresuelta, ejercicio que se expande como consideración fecunda del trasvasije imaginativo-existencial de las producciones del arte y de la vida que llevan en su más profunda interioridad aquella marca ineludible: la lectura como traducción, pero no cualquiera, sino del modo en que lo manifestaba un poeta como Novalis, es decir, como Verändernd, en otros términos, como traducción transformante. ¿Qué querría decir esto? Pues que en el oír y en el leer, despegados de todo contenido que certifique su individualidad, de todo contexto histórico o psicológico e, incluso, de toda constricción formal, se eleva el objeto de la meditación al estado de símbolo, en otras palabras, a una imagen pura de sí mismo, imagen que conlleva procesos de identificación, rechazo, complemento y comentario. Es de aquel modo que en la fluidez del narrar, el talento poético se trasforma en la melodía del alma, en la visibilidad del ritmo que la música manifiesta como autoconciencia invisible de sí. Quizás por ello, pienso entonces, que a la escritura ensayística es posible remitirla, en la diversidad de su índole y origen, a un tema común, obvio y explícito: al tema que hace de ella ejercicio de entendimiento para captar al lenguaje y a su sombra, el silencio, teniendo evidentemente a la música como el bajo ostinato que subyace ondulante en su despliegue. ¿Una POÉTICA? En la medida que manifiesten las mismas obsesiones que los hermanan con los poemas que nos han sido dables leer de cientos, de miles de poetas de todas las latitudes y tiempos imaginables, pues es muy probable.
            En algún lugar de aquel libro maravilloso que es El alma y las formas, el joven Georg Lukács decía que hay vivencias que no podrían ser expresadas por ningún gesto y que, sin embargo, ansían expresión, vivencias que hacen de la conceptualidad algo sentimental (al modo de Schiller), es decir, como realidad inmediata, como principio espontáneo de existencia. ¿No estaba refiriéndose acaso el pensador de Budapest a ese ejercicio transformante y transformativo que nos hiere amorosamente, como a Santa Teresa, y que se devela en el leer-oír? Escribir como agradecimiento del leer-oír es, sin duda, una especie de Verändernd.
Ahora, en esta tarde de otoño, serena y plácida, mientras oigo tras la mampara los acordes iniciales de la Cuarta Sinfonía de J. Brahms, viene a mí el recuerdo de esos encuentros infinitos de fervor lector que incitaron en desmedida ingenuidad, una respuesta. Todo ensayo lo es y ciertamente la impresión que aquella vivencia trae a lugar sólo la puedo decir con un cultismo que encierra de modo opaco lo que la música de Brahms expresa muchísimo mejor: melancolía.



[1] Martín Cerda en La palabra quebrada: ensayo sobre el ensayo, ed Universitarias de Valparaíso, Valparaíso, 1982.

domingo, 3 de marzo de 2013

De poetas y filósofos


Para los Presocráticos, la poesía y la filosofía eran lo mismo. Las conjeturas cosmológicas y las argumentaciones eran expuestas en verso. El problema comenzó con la discriminación categórica que hizo Platón entre “las verdaderas funciones” del discurso filosófico y la pedagogía, por un lado, y la ficción, incluso irresponsable, a la que la poesía y sus rapsodias eran inevitablemente propensas, por el otro. El sentido inicial de armonía entre la filosofía sistemática y la expresión poética nunca ha estado por completo perdido. Se manifiesta en los escritos de Lucrecio, Pope o Voltaire. Repetidas veces, en sus diarios y cuadernos de notas, Wittgenstein expresa el deseo de que sus intuiciones filosóficas pudieran encontrar una articulación adecuada en poesía (Dichtung). Pero el vínculo ha sido cada vez más incómodo. Grandes maestros de la filosofía, como Descartes o Spinoza, hablan por muchos filósofos cuando sugieren que el ideal del análisis filosófico debiera ser el de las matemáticas o el de la abstracción sin compromiso de la lógica. Mallarmé (lector atento de Hegel) replicaba con agudeza que la poesía está hecha de palabras, no de ideas.
En el contexto del siglo XX, el encuentro más fascinante y productivo entre la filosofía y la poesía es el que se dio entre Paul Celan y Martin Heidegger. Ha sido objeto ya de una extensa literatura suplementaria, obstaculizada inevitablemente por el hecho de que el conjunto de la obra de Heidegger continúa en proceso de publicación, con frecuencia en ediciones inaceptables, y por “las circunstancias oscuras” que siguen, en gran medida, caracterizando la vida privada de Celan. Lo que ha abierto una línea de investigación es la disponibilidad de muchos de los papeles póstumos de Celan en el Archivo Literario Nacional de Marbach, donde se encuentran también, sobre todo, los ejemplares de los libros de Heidegger en los que Celan realizó anotaciones minuciosas durante periodos cruciales de su propio desarrollo teórico y poético. Quizá nada nos haya permitido echar un vistazo tan cercano e intrincado a la forma en que trabaja un poeta mayor desde que se publicaron los cuadernos de notas de Coleridge y sus apostillas. Ante los hechos, no hay duda. Celan estableció contacto con la obra de Heidegger en 1948. El intermediario parece haber sido Ingeborg Bachmann, con quien Celan mantenía una relación cercana. La tesis doctoral de Bachmann tuvo por tema La recepción crítica de la filosofía existencial de Martin Heidegger. De 1952 en adelante, Celan leyó y anotó un buen número de textos decisivos de Heidegger: Ser y tiempo, Introducción a la metafísica y Arte y poesía entre otros. Los comentarios a Hölderlin, Stefan George y Trakl llamaron especialmente su atención. Por su parte, Heidegger se había percatado del desarrollo de Celan y de su ya controvertida importancia en la poesía alemana. Después de un angustioso titubeo, y en respuesta a la presencia de Heidegger en una lectura de sus poemas —gesto extremadamente raro en Heidegger— Celan accedió a visitar el célebre retiro del filósofo en la “cabaña” de Todtnauberg, cerca de Friburgo. Este encuentro tuvo lugar a finales de julio de 1967. Se reunieron dos veces más, en junio de 1968 y en marzo de 1970 (de nuevo Heidegger había asistido a una de las últimas lecturas públicas de Celan). Fueron pocas las cartas que intercambiaron, y son todavía menos las que parecen haberse conservado.
Esto es todo, y cuán escaso es. No obstante, los comentarios, interpretaciones y conferencias con respecto a la relación entre el pensador y el poeta se han multiplicado rápidamente. Ahora inundan una academia parásita y la industria del periodismo. Numerosos “testigos” afirman haber escuchado tanto a Celan como a Heidegger debatir entre sí sus juicios e impresiones. Tomando en cuenta lo casi patológicamente reservado que era Celan, incluso con sus pocos amigos íntimos, y la arrogante cautela de Heidegger, tales afirmaciones son en su mayoría, autocomplacientes. Por su parte, los análisis de los textos, en especial el del famoso poema (1) en el que se sigue desde el comienzo la visita a Todtnauberg y la caminata por los alrededores, son demasiado a menudo polémicos, tienen una motivación ideológica y, de nuevo, son autocomplacientes. Los reportes que Celan hizo a su esposa y a su círculo de amigos cercanos sólo complican las cosas.
Lo que nos deja perplejos es que Celan haya estudiado con mucha intensidad las obras de Heidegger y que los dos autores se hayan conocido. El genio de Celan residía en la insoportable paradoja de tener que hablar en el idioma de quienes habían atormentado a su padre hasta matarlo y habían asesinado a su madre. Para él la muerte “era un amo más allá de las fronteras de Alemania” —esta frase resonante llegó a ser aplicada a Heidegger—, y un poema era un “apretón de manos”; un acto más desnudo de confianza mutua, más arriesgado para el espíritu humano que ningún otro. Como he intentado mostrar, la elíptica, exhaustiva inventiva de Celan y su alemán a menudo hermético es una autotraducción. Es un intento, siempre frustrado, aunque también radicalmente iluminado, como ninguna otra poesía después de Hölderlin, de “traducir” lo inhumano a un idioma alemán “al norte del futuro”.
Por su parte, Heidegger encarnaba no sólo aspectos ciertamente complejos y heredados del nazismo, sino la orgullosa convicción de que el alemán, la lengua de Kant, Schelling y Hegel, podía por sí sola (junto con el griego antiguo) exponer y transmitir el pensamiento filosófico de primer orden. El patrimonio hebreo en la cultura occidental, tan vital para Celan, jugaba un papel casi inexistente en las fuentes de Heidegger. La Selva Negra, la cabaña, la vestimenta rústica de Heidegger, habían llegado a simbolizar casi todo lo que aterrorizaba a Celan. Significaban el renacimiento potencial de la barbarie teutónica que obsesionaba a Celan, y que, gracias a las difamaciones esparcidas por Claire Goll acerca de su trabajo, lo condujo al borde de la locura. ¿Cómo aventurar una manera de medir la indudable empatía entre estos dos hombres o entre estas dos obras?

La influencia de Heidegger ya había penetrado en el pensamiento francés a lo largo de la década de los cuarenta. En diversos sentidos, Ser y tiempo fue considerado fundamental por Levinas, por Sartre y, más tarde, por Derrida. Jean Beaufret se volvió el portavoz del maestro. Durante la década pasada, y a pesar de la evidencia adversa, la guardia pretoriana francesa se agrupó en torno a la reputación política y humana de Heidegger. Hadrien France-Lanord es, con mucho, miembro de esta camarilla protectora y apologética. Por consiguiente, su tratamiento de la figura total de Heidegger, sin duda compleja, raya en el escándalo. Según él, la relación de Heidegger con el nazismo fue un breve “error”, esencialmente finiquitado y enmendado por su renuncia a la rectoría de la Universidad de Friburgo después de diez meses decepcionantes. Al cabo de lo cual, su permanencia fue una resistencia estoica, un esfuerzo incomparablemente profundo y clarividente por comprender al nazismo como un elemento de la enorme catástrofe del nihilismo occidental y de la tecnocratización. En el fondo, Heidegger nunca “olvidó su falta” pero eligió integrarla dentro de una crítica del destino del Ser, con lo cual el suyo fue un entendimiento único, profético. Los detractores de Heidegger son charlatanes malévolos o ideólogos contaminados con obsesiones radicales pro semitas.
Esto, por supuesto, es evadir o falsear lo obvio. Los pronunciamientos de Heidegger sobre el Verjudung, la “infección del judaísmo” en la vida espiritual alemana, son anteriores a la ascensión de Hitler al poder. Los discursos que pronunció en 1933 y 1934 elogiando al nuevo régimen, su trascendente legitimidad y la misión del Führer, perduran en la ignominia, así como la decisión de Heidegger de reimprimirlos — orgulloso de su integridad— en una edición de 1953 de su Introducción a la metafísica, la famosa definición de los altos ideales del nacionalsocialismo. Otra máxima, aún más célebre, ocurrió en una de las lecturas que Heidegger pronunció en Bremen en 1949. Equipara la masacre de seres humanos (Heidegger evade tímidamente la palabra “judíos”) con la agricultura en serie y la tecnología moderna. Como la entrevista publicada por Der Spiegel en 1966 deja en claro, Heidegger simplemente no estaba dispuesto a expresar cualquier opinión directa sobre el Holocausto o sobre el papel que él desempeñó en el miasma retórico y espiritual del nazismo. Era un silencio formidablemente astuto. Permitió a Lacan declarar que el pensamiento de Heidegger era “el más encumbrado del mundo” e hizo posible que Foucault basara su modelo de la “muerte del individuo” en el “post humanismo” heideggeriano.
No se trata necesariamente de valoraciones equivocadas. Sobre todo porque cada vez más el pensamiento de Heidegger apuntala el desarrollo de la filosofía moderna. El post estructuralismo, la deconstrucción —Derrida habla conmovedoramente de que Heidegger lo “ampara”— y el posmodernismo son variaciones, incluso artificiosas, de la colosal obra de Heidegger. “Heidegger es, por supuesto, incomparable”, enseñaba en sus clases Leo Strauss, a la vez que prohibía mencionar el nombre de Heidegger en su seminario. El asunto sigue siendo inmensamente complicado. Sin duda hay vulgaridades y omisiones en muchas de las violentas embestidas “liberales” con que se ataca la reputación de Heidegger. Las líneas que relacionan su “nazismo privado”, una brillante definición a la que llegaron las autoridades de Berlín a finales de 1933, con los argumentos ontológicos actuales y con las revisiones de Aristóteles y Kant, todavía no han sido ventiladas con una precisión responsable. En lo que no hay duda es en la gravedad del caso, en lo profundo de las implicaciones de Heidegger en la catástrofe alemana, o en las tácticas de evasión con las que se aseguró su estatus después de 1945 y en que se erigió su encumbramiento global. Los sofismas de France-Lanord en su Paul Celan et Martin Heidegger le hacen flaco honor a Heidegger.
Paul Celan sin duda estaba consciente de la afiliación nazi de Heidegger, a pesar de que muchos detalles (como por ejemplo que mantuvo su tarjeta del partido hasta 1945 o su postura contra Husserl) sólo emergieron después. Al filo de la locura por su cercanía con la sobrevivencia y el recrudecimiento del nazismo y el antisemitismo, propenso a romper incluso con los conocidos más íntimos ante cualquier insinuación de odio hacia los judíos o de apologías teutónicas, Celan, no obstante, se mantenía inmerso en los trabajos fundamentales de Heidegger. Cuando René Char, el gran poeta francés y líder de la Resistencia, le dio la bienvenida a Heidegger, el gesto fue de fascinación anárquica y carismática reciprocidad. Char no sabía alemán; Heidegger hablaba poco francés. Ambos reverenciaban a Heráclito y la luz del sol. El compromiso de Celan era de una profunda y amenazada intensidad. Volvía a la lengua alemana. Lo que Celan encontró en Heidegger fue una centralidad lingüística y un radicalismo, en muchos sentidos por completo opuestos a los suyos, pero aún así afines. Nadie después de Lutero y Hölderlin había reconstruido la lengua alemana como lo hizo el autor de Ser y tiempo. Nadie había tratado de abrir los recursos lexicológicos y gramaticales del alemán, de extraer de una herencia infernal las potencialidades de verdad y renacimiento, como lo hizo Celan. Casi fatalmente, incluso de maneras que por momentos se mantienen oscuras e impenetrables, sus caminos opuestos estaban destinados a encontrarse.
Como John E. Jackson ha observado en su traducción al francés de Poèmes de Paul Celan, la deuda que el poeta tiene con ciertas innovaciones lexicológicas y sintácticas de Heidegger es indiscutible. Jackson muestra sutilmente cómo sus validaciones de las formas verbales, de los adjetivos y de los adverbios inspiraron a Celan, así como la técnica de Heidegger —a menudo violenta— de separar al alemán de sus “raíces” arcaicas, de hundir los respiraderos de la etimología en lo que él consideraba revelaciones perdidas mucho tiempo atrás. Si bien Hölderlin era una fuente compartida, fueron los neologismos a menudo arbitrarios de Heidegger y sus construcciones paratácticas los que dieron lugar a muchos de los experimentos de Celan. Esto es casi completamente cierto en Meridian de Celan, su celebrado manifiesto poético moral en ocasión de haber recibido el Premio Büchner. La “antífona”, si así puede llamarse, es de Heidegger.
Como lo muestra la inspección minuciosa de France-Lanord a los subrayados y las anotaciones que Celan hizo en los márgenes de los textos de Heidegger, somos testigos de una de las colisiones o conjunciones supremas entre la poesía y la filosofía en el pensamiento occidental (un fenómeno exquisitamente “triangular” si tomamos en cuenta las inspiradas traducciones que Celan hiciera de Char). Si la cita es confiable Celan, poco antes de su muerte negó la famosa obscuridad de Heidegger, tal y como había negado la de sus propios poemas. Por el contrario, al volver a sus raíces, restituirle su sobrenatural, primordial energía a cada palabra e incluso a cada sílaba, Heidegger había restituido al lenguaje “su translucidez, su claridad” (“sa limpidité”). Celan concuerda con el énfasis de Heidegger en que las funciones del lenguaje son “nombrar” (tropo Adánico) y “develar” (aletheia). A pesar de que su “visibilidad” fenomenológica fuera crucial (das Reden Sehenlassen), como subrayó Celan en su ejemplar de Ser y tiempo, la audición, la capacidad de escuchar lo que está ocurriendo dentro del lenguaje, que “trasciende la utilidad humana de la comunicación”, puede ser más importante. Celan subraya en la Introducción a la metafísica de Heidegger, la preeminencia del lenguaje sobre lo que éste designa: “Es en la palabra, en el decir, que las cosas cobran existencia”, una paráfrasis virtual de Mallarmé. En “Y para qué poetas”, Celan subrayó el credo fundamental de Heidegger: “El lenguaje es el santuario (el templo), es decir, la casa del Ser [...] Y porque es la casa del Ser, el paso constante a través de ella hace que alcancemos aquello que es". Y en Carta sobre el humanismo, Celan elige enfáticamente la que bien podría ser la máxima de su propia poética: “El lenguaje es el adviento encubierto-iluminado del Ser en sí mismo”.
Tanto en Heidegger como en Celan está implícito un post —o quizá un pre— humanismo. Heidegger argumentaba que el hombre aún no ha empezado a saber cómo pensar, cómo comprender una sociedad de consumo en masa, inevitablemente tecnológica, al borde del nihilismo. Para Celan, la Shoah (el Holocausto) había puesto en inevitable cuestionamiento el papel del hombre, la posibilidad de cualquier recuperación posible de su humanidad. Mucho antes de Foucault, el ontólogo y el poeta ponderaron el eclipse del sujeto en primera persona. La expresión de Celan, casi seguramente en deuda con uno de los más controvertidos neologismos de Heidegger, no admite traducción ni paráfrasis: "Eins und Unendlich,/ vernichtet,/ ichten", donde la decisiva ambigüedad de ichten (“llegar a ser yo”) hace eco al famoso Nichten de Heidegger, “la nada en acción”. Igualmente para ambos, como France-Lanord señala, es el valor del silencio en una sociedad histerizada por el ruido, el chismorreo y la basura periodística. La imagen de Celan es asombrosa: “Atardecer de las palabras, buscador de manantiales en el silencio”. Heidegger se refiere a lo mismo cuando asevera, repetidamente, que sólo puede ocurrir cualquier intento real de pensamiento en la vía del silencio (subrayado de Celan). Y cuando Heidegger escribe que nadie puede comprender la magnitud en la que el lenguaje sólo “se concierne a sí mismo”, en que extrae sus revelaciones del silencio, está sentando directrices esenciales para Meridian de Celan y para la aún desafiante interioridad de sus últimos poemas.
Estos cabos sueltos se juntaron en un amasijo en “Todtnauberg” el 25 de julio de 1967. Por extraño que parezca, Heidegger apenas se enteró del judaísmo de Celan, a pesar de que le habían informado del asesinato de sus padres. Por su parte, Celan estaba en un estado extremo de estrés psicológico, entremezclado con destellos de energía creativa que seguramente eran de naturaleza maníaca. Por mucho tiempo se creyó de que Celan se alejó de Heidegger devastado por el silencio de éste. La esperanza de extraer “una palabra pensante/ el origen de una/ palabra/ en el corazón” había resultado vana. Sólo la oscuridad permaneció de ese paseo compartido a través de los fangosos caminos de la ciénaga, donde los términos Knüppel (garrote) y Moor (pantano) cargan ecos asesinos específicos de los campos de concentración. De ahí en adelante, las cosas se volvieron más opacas. Las cartas que Celan le escribió a su esposa y a su amigo cercano Franz Wurm describen el encuentro como positivo y “completamente claro”. Al contrario de los rumores, el contacto entre los dos no cesó por completo. Al recibir el poema “Todtnauberg”, Heidegger respondió calurosamente en una carta fechada el 30 de enero de 1968. Aquel día en la Selva Negra había sido “vielfalting gestmmt” (“pleno de sensibilidad”). Después de eso, Heidegger pronunció una de sus frases supremas: “Seitdem haben wir Vieles einander zugeschwiegen” (“Desde entonces, es mucho lo que nos hemos dicho en silencio el uno al otro, en silencio mutuo”). Por su parte, Heidegger escribió el “prefacio” en verso a uno de los más discutidos poemas de Celan. Esta introducción sólo fue publicada en 1992 y las circunstancias de su origen permanecen en cierto modo oscuras. Si nos apegamos al texto, Heidegger reitera su creencia de que las palabras ni designan ni significan, sino adquieren valor en esa inmaculada singularidad (“reiner Eignis”) en la que existe la respiración del silencio.
Como anoté arriba, la literatura secundaria generada por este encuentro y el poema de Celan es voluminosa. Consiste, a grandes rasgos, de rumores y conjeturas, a menudo oportunistas o incluso falsas. El uso por parte de France-Lanord de testimonios inverificables, en ocasiones sospechosos, de la concordancia entre el mago y el poeta, entre el “niño de Auschwitz” y el rector de la Universidad de Friburgo con una svástica en el ojal, constituyen argumentos a menudo resbaladizos.
Anotando el volumen de Conferencias y ensayos de Heidegger, Celan había subrayado con doble línea la propuesta de que la poesía y el pensamiento —la frase talismánica del alemán “das Dichten und das Denken”— sólo se unen cuando cada uno preserva su ser distinto. Para Heidegger, la poesía suprema, que es la de Sófocles y la de Hölderlin, revelaba y a la vez ocultaba la inmediatez del ser del lenguaje, lo cual ni el más penetrante discurso filosófico podría igualar ni parafrasear exhaustivamente. Si bien en "Todtnauberg", la desilusión de Paul Celan subyace incluso más profundamente que cualquier tragedia personal o circunstancia política. Sugiere la imposibilidad de cualquier diálogo amplio entre el lenguaje del poeta y el del pensador, aún cuando están en la cúspide de su respectiva verdad. Ningún “voyeurismo biográfico”, podrá agotar las connotaciones de ese fallido, indispensable diálogo o “anti-diálogo” de un día de verano.

1- TODTNAUBERG / Árnica, bálsamo de los ojos, el / sorbo de la fuente con el / cubo de la estrella encima, / en la / cabaña, / en el libro / —¿el nombre acogió de quién / antes del mío?—, / en ese libro / la línea escrita de / una esperanza, hoy, / en la palabra / venidera / de uno que piensa, / en el corazón, / claros de bosque, sin allanar, / orquídea y orquídea, solas, / lo crudo, más tarde, de viaje, / nítido, / el que nos lleva, el hombre, / que está a la escucha, / los senderos de / troncos a medio hollar / en la alta ciénaga, / lo húmedo, / mucho. (N. de M. Z.)

George Steiner
Publicado en The Times Literary Supplement, 1º de octubre de 2004.
Traducción de Juan Manuel Gómez.