lunes, 19 de diciembre de 2011

Elegía para Rosamel del Valle


En el jardín cultivado por el sueño
tu presencia comienza a convertirse en la promesa
que la ceniza no puede destruir.
Tal vez porque cubres el césped rojo del verano
y ahí se yergue el portal desde donde el corazón
se hunde en marea de catástrofes.
Inmersión que conjura el luto de toda maldición
como también  esa vieja fábula transformada en vil ceguera
y que confunde el rostro del Apóstol con la lengua sedienta
de un reino inalcanzable.
Inmersión que agrieta las preguntas de la espada invisible
que un mendigo dejó olvidada y que ahora reluce
como posibilidad de ese antiguo juego que consagra a la paciencia.

Ahora la tempestad ha conducido tu luz hacia la fiereza de las aguas
y el golpe de los ciegos se enciende como un mendrugo
que ninguna voz aprendió a interpretar con sus artes destructivas:
señales, signos, indicaciones que hacen crecer las piedras que son palabras,
que son huesos, que son los almendros del viejo Edén, que son campanas
entibiadas entre dedos, que son las raíces de los muertos
como la secreta pesadumbre del labio azulino del ahorcado.

Quizás por eso, Rosamel, en el jardín cultivado por el sueño,
ya no se dice la visión que se adentraba a esa edad taciturna
donde toda estrella hacía preguntas por el viaje cotidiano entre las olas.
Este tiempo, Rosamel, este tiempo para que nos arda el destino,
es la ajena soledad del hombre cuyas llaves son la conciencia olvidada
que no reconoce a sus ciudades en una lámpara invisible.

Ahora tu cuerpo cubre el césped rojo del verano
mientras los coros de la noche entonan a esa flor del Paraíso
que tu voz quiso entrever como sollozo que convirtió en derrumbe
la mirada que rehuíste de Verónica.
¿Cómo recoger la mano tendida en el aire?
Todo es siempre un reencuentro, un enigma oscuro
que nos saluda inesperado y que vuelve real la embriaguez de las luciérnagas.

Cuando los fantasmas pasan por espejos amarillos, Rosamel,
a veces es un cortejo que regresa de profundidades insondables:
ahí te ves tú, bailando junto a Orfeo.

sábado, 17 de diciembre de 2011

Fragmentos de un mapa escritural


Ayer por la tarde me enviaron un correo electrónico indicándome que era uno de los dos finalistas del Concurso de Ensayo en Humanidades de la Universidad Diego Portales en su versión 2011. Después de un día agotador y teñido de unos raros nubarrones de rabia e incomprensión, fue una más que justa finalización de la jornada. Mañana domingo se oficializará la noticia en El Mercurio y en la página web de la UDP.
El texto con el cual llegué a esto es uno que trata –otra vez- sobre la escritura ensayística de Martín Cerda. Quería con los lectores de mi blog, compartir este breve y efímero instante de alegría mundana. Para alguien como yo que, con suerte en todos estos años, ha ganado como mucho un regalo de mil pesos en algún juego como puede ser “el amigo secreto”, pues esto me deja un tanto perplejo. Bueno, el sólo hecho que otros encuentren interesante o de valor mi escritura me provoca más curiosidad que júbilo, pero ¡qué va! Y aunque amigos como Christian Miranda se rían de mis excentricidades, sería bello celebrar este asunto a mi manera, es decir, viendo una maratón de películas de David Lean –El puente sobre el río Kwai, Lawrence de Arabia, Doctor Zhivago, La hija de Ryan y Pasaje a la India- acompañado de algún vino estival, un vino dulce, tal vez un rosé. Adjunto ahora la sección final del ensayo en cuestión.

                                 Epílogo: la organización del pesimismo
                                                                
El espíritu crítico dable por antonomasia al ensayista y su escritura, no es un mero juego de orden donde la razón se despliega para indagarse a sí misma y de aquel modo quedar obnubilada de sus propios logros y de sus más que quiméricas pretensiones de entendimiento e interpretación de la totalidad. Se vuelve más bien la exploración y la constatación que hace objeto de cuestionamiento y de pregunta, la visión del derrumbe y la conmoción disolutiva de lo impensable.
En Chile y Latinoamérica lo impensable ha querido en más de una oportunidad no ser dicho, es decir, ha querido ser dejado en la mudez del silencio cómplice o de la indiferencia gregaria. Para Cerda, pensar lo impensable significó uno de los desafíos más intensos de su vida intelectual, aún más, cuando en nuestro país, lo impensable se halla atravesado y definido por la violencia, signado por la violencia: “(…) alguna vez hemos dicho que la violencia es, en nuestros días, una conversación imaginaria de los desesperados: un gesto extremo que se repite cada vez que en una sociedad la impotencia frente a los problemas que esboza el futuro se transfigura, de un modo u otro, en una acción descontrolada por la fantasía (…)”
Es de esta forma que el desencanto se apropia de la escena, desencanto que Cerda ha llamado “el destino de una ilusión”. ¿Y cuál sería ese destino y cuál esa ilusión? Pues la fractura de la posibilidad, el desengaño y la constatación al interior de la sociabilidad política y cultural chilena, de los horrores, tanto de derecha como de izquierda: “(…) la sociedad capitalista avanzada no era, después de todo, un simple objeto verbal, sino en rigor, una estructura histórica capaz de enfriar todas las recusaciones. Ésta es, justamente, la tesis expresa de Marcuse (…) la sociedad socialista, por otra parte, no era sino una brutal caricatura de lo que habían proyectado los grandes pensadores socialistas desde Karl Marx hasta Rosa Luxemburgo. La década del sesenta marcó, en efecto, una contracción extrema de la promesa utópica”. Por ello, para Cerda, el destino de toda ilusión es el desencanto. Hace falta, señala nuestro autor, una sociología del pesimismo contemporáneo, una sociología que debiese mostrar sin duda alguna que una de sus fuentes ocultas es la nostalgia de un tiempo histórico en el que las acciones de los hombres respondían, por encima de sus oposiciones, a la esperanza de poder llegar a domeñar el lomo incierto del futuro. Bajo estas circunstancias, Cerda no rehúye la necesidad de pensar el lugar que el ensayista y su escritura ocuparían en la articulación para entrever aquello. No ciertamente desde la nostalgia, sino más bien, advirtiendo el fraseo epocal que se encarna en formas, ideas y actitudes.
En el epílogo a La palabra quebrada, Cerda es muy claro respecto a las características del sujeto ensayístico y del lugar que ocupa ese mismo sujeto en el campo intelectual: “(…) Preguntar, buscar, interrogar es, de un modo u otro, reconocerse perdido. Ningún ensayista puede hoy, en consecuencia, invocar a la Providencia de Dios, ni la ley del Progreso Universal, ni la visión total y “totalitaria” de la Historia, ni ninguna otra seguridad confortable. Es un hombre a la intemperie, perdido entre los escombros de un mundo histórico y los restos de una visión arrogante de sí mismo (…)”
Vemos que, paradójicamente, la escritura del ensayista, asumida como escritura fragmentaria, muestra su riesgo allí donde querría ser la más reivindicativa, es decir, en su cuidado por alejar toda tentativa de unidad, convoca a ésta, finalmente, como voz entregada al desastre, reiterándose como última palabra. De aquel modo, la escritura ensayística convertida en verdadera variación de una experiencia escatológica -pero que no profetiza, ni se facilita a sí misma como la hipoteca de su propia defensa utópica- se transforma en una escritura del final, pero una escritura que, sin tapujos, no se interrumpe, aún más, exigiéndose, parafraseando a Blanchot, en la figura misma del desastre, siendo el desastre
Esta exigencia como escritura del final autoriza a pensar el desastre como ese otro a través del cual el desastre se escribe, el que el ensayista llega a ser por la escritura. La gran dificultad a la que se nos llama cuando leemos a Cerda es la de habérnoslas con una escritura que es una larga tentativa, una infinita tentativa por mostrarse a sí misma como condición memorable de su propio pensar. Quizás por eso, el tiempo –y el tempo- de la escritura de Cerda es el tiempo en el que lo real es trasvasijado, zaherido, rodeado mordazmente y, de manera simultánea, dilucidado –y diluido- en multitud de aristas, aproximaciones y oblicuidades. Pero también la escritura fragmentaria de Cerda es –quizás paradójicamente- el tiempo, el lugar de la imposible conjunción entre palabra crítica, palabra discursiva y relato. El tiempo de la ausencia descubre un lugar, un espacio en el que estas formas de escritura pueden coexistir sin que una menoscabe a la otra.
Después de todo, pareciera ser que para Cerda sólo resta una apuesta por el escepticismo como actitud vital y lúcida ante el descalabro epocal. A semejanza de su amado Montaigne, es posible advertir en ello un temple que vislumbra con serena entereza los infortunios marcados por la dictadura y sus consecuencias de inhumana modernización.  Tal vez para nuestro autor, como para Kafka, el dictum del presente se cumple como un atroz desplazamiento: “ciertamente hay muchas esperanzas, pero ninguna es para nosotros”



viernes, 9 de diciembre de 2011

Cuando la palabra asume el dolor

                              
La poesía de Juan Gelman (Buenos Aires, 1930) es una de las más importantes de América Latina en la segunda mitad del siglo XX. Pero tal generalización (que se ha manifestado de muchos otros poetas) sólo es comprensible cuando escrutamos su origen y a sus compañeros de ruta. Así, el autor de Citas y comentarios, es un poeta que ha hecho suya la sensibilidad primordial de una época de transformación social y política que tiene a la ciudad –en este caso especial a la urbe latinoamericana- como escenario de vivencias, acontecimientos y recuerdos, pero que posee también en la itinerancia de su formación, la experiencia del exilio y la contemplación del lenguaje hacia sí mismo como un férreo modo de asumir la crítica de la realidad. A su vez, el poeta bonaerense pertenece a la misma generación de Alejandra Pizarnik y Roberto Juarroz entre los poetas argentinos, es decir, pertenece a la generación de aquellos poetas que han indagado de la manera más fehaciente el conflicto vivo y desgarrador que existe entre las palabras y la representación del mundo a través de esas mismas palabras. Pero a diferencia de estos dos autores que intentan resolver aquel conflicto buceando en la interioridad de la conciencia (y que lleva hasta el suicidio a la Pizarnik o al borde del absurdo a las exploraciones de Juarroz), en Gelman es posible hallar un tono que exterioriza con fuerza y rabia aquella experiencia primordial. Por otro lado, Gelman es contemporáneo de los más notables poetas hispanoamericanos que inician su obra a fines de los años 50 y principios de los años 60, entre los que destacan Eugenio Montejo, José Emilio Pacheco, Antonio Cisneros, Oscar Hahn, Enrique Lihn y Jorge Teillier, entre otros. Ciertamente, cada uno de ellos, representa un país distinto en el siempre cambiante mapa de la poesía: con recursos retóricos, imaginativos y de conciencia lingüística de marcada individualidad, son, hoy por hoy, referentes inexcusables a la hora de plantear una comprensión global del fenómeno poético en América Latina en la segunda mitad del siglo XX. Por eso, tal vez una de las cosas que caracterizaría la escritura de todos ellos sería ese permanente y productivo enfrentamiento con lo que denominamos realidad y que conlleva, necesariamente, hacia una reflexión acerca de los fundamentos mismos del lenguaje poético. De aquella manera, en estos poetas y en Gelman, ya no es posible encontrar la seguridad plenaria que los seres humanos tienen en el poder de la palabra para otorgar un sentido fundacional y diferenciador, seguridad que poetas anteriores como Huidobro, Paz o Neruda, poseían a manos llenas, convirtiéndola en uno de los fundamentos de sus respectivas escrituras.
            El poeta hispanoamericano de la segunda mitad del siglo XX, en cambio, habita un continente de fuertes tensiones sociales y políticas, -golpes de estado, crisis económicas, alicientes revolucionarios, etc- donde el imperativo llamado de la historia hace que responda de modo diverso hacia tales solicitudes. Como veedor de las palabras, el poeta es el primero en observar y tomar el pulso del acontecer humano y de tratar de articular respuestas desde el mismo lenguaje con el afán de asumirlo, zahiriéndolo y depurándolo de la espuria vegetación de sentidos contrapuestos que impiden una cabal comprensión del desenvolvimiento de la sensibilidad. En este contexto es donde se puede entender la figura de un poeta como Juan Gelman. Autor de una prolífica obra que abarca cerca de veinte títulos, Gelman es un poeta que asombra al lector con un lenguaje intenso y desfachatado, cotidiano y agudo, con claros signos de bravura perentoria y que recoge con maestría la estela entrevista por César Vallejo: aquella que hace del lenguaje una forma abierta donde la queja puede hallar asidero. A partir de ahí es que se aprecia de modo paulatino en esta poesía, una tríada fundamental para aprehender el ejercicio de imaginación verbal que sustenta: dolor-rabia-lucha. En esa tensión es donde se vislumbra la dialéctica esencial del conflicto entre el poeta y el mundo, entre el poeta y la realidad Y Gelman ejecuta aquella tensión del modo más intenso y certero, convirtiendo al lenguaje en una manera de transformación de sentido en que hace aparecer lo humano con adecuada desnudez. Esa aparición, la lleva a cabo el poeta de la única forma posible: como reversión del acontecer doloroso que ya no es sólo denuncia de una realidad opresiva, sino que es un verdadero conjuro que posee un doble rostro, uno que muestra indefectible la precariedad a la que se ve sometida la experiencia y otro que, como lectores y partícipes de la visión indagatoria que propicia, devuelve a nuestro sentir una sencilla, básica, pero no menos importante claridad que se transmuta en compañía, en solidaridad. Es por ello que si bien, esta poesía recorre el pedregoso y sangrante camino de hacernos patente el dolor y el sufrimiento, no lo hace con la cínica objetividad de un registro fotográfico. Es como si Gelman en su escritura hiciese un esfuerzo de provocación que no se condice con el escepticismo, ni menos con la complacencia estética. La poesía de Gelman, nos muestra así la frágil filigrana de los desenvolvimientos humanos, de la lucha entre justicia e injusticia, no tan sólo de los grandes momentos de la historia -las dictaduras militares hispanoamericanas, el imperialismo yanqui, la revolución cubana, por mencionar tres verdaderas estancias retóricas que todo poeta de los años 60 hacía suyas-, sino de la pequeñas historias diarias, cotidianas, usuales y para nada extraordinarias, pero que poseen como telón de fondo nuestra finitud y la pregunta por el sentido de la vida.
            Sin embargo, sería impropio creer que tal asunción de la realidad se realiza sin conflicto en el escenario donde se monta el desconcertante y atrayente espectáculo que llamamos vida, es decir, en el poema. En absoluto: Gelman al pertenecer a una generación de poetas que pone en entredicho la validez del lenguaje poético como acuerdo entre realidad y palabra, demuestra aquello por el permanente esfuerzo por hallar el vocablo recuperado de la selva opaca, tanto de los discursos totalitarios de los media como de las angustias interiores del sujeto. En aquel sentido, no se trata de una poesía que reverencie miméticamente la realidad doliente de la cual es testigo perplejo, sino más bien nos encontramos ante la eventualidad de que la palabra cotidiana vuelva a ser intercambio de autenticidad entre los seres humanos, pero sin aquel cariz ingenuo de creer que eso puede suceder por sólo el gusto o anhelo de declararlo o desearlo. Para nada, estamos en presencia de una poesía que, sabiendo que no es posible llegar a una concordancia entre ella y la realidad de la que otorga testimonio, se vuelca sobre sí misma, explorando sus posibilidades de expresión, autoironizándose permanentemente, descreyendo de cualquier grandilocuencia discursiva que pretenda asir la totalidad de la comprensión, cosa que podría anular la fractura de sentido que desea denunciar y enrostrarnos. Porque esa fractura al tener un nombre –dolor- imposible es de exiliar de nuestro horizonte de percepción, imposible es de olvidar de nuestra memoria personal y colectiva. Y labor primordial, a nuestro entender, de esta poesía, es hacernos patente, de modo incisivo, de aquella fractura que se vuelve necesaria para aceptar nuestra mismidad más secreta, nuestra interioridad humana más real, nuestra pertenencia al mundo a pesar de su absurda sonrisa de sarcasmo y sufrimiento.
            Juan Gelman, galardonado con el Premio de Poesía Iberoamericana Pablo Neruda en su versión 2004, el Premio Reina Sofía en 2005 y el Premio Cervantes en 2007  demuestra no sólo que su obra sigue vigente como fenómeno circunscrito al espacio literario, sino que además, la querencia que desea que atisbemos sin máscara alguna, sigue viva y hoy más que nunca. Esa querencia es, qué duda cabe, nuestra conciencia del dolor, nuestra conciencia de la circunstancia vital de todos aquellos que nos rodean, conciencia que sólo puede lograr mediación en la medida de entender, como lo intenta demostrar esta poesía, que en ella  hay -como en Vallejo-, un gesto de caridad solidaria y no una mera queja individualista.