viernes, 29 de diciembre de 2017
Fragmentos
* Lo difícil de la felicidad no radica en su gratuidad, sino en el desquicio de querer transformarla en algo objetivo, es decir, definirla como proyecto político.
* A quienes gobernarán Chile y a quienes se les opondrán con pasión les vale recordar la idea de democracia de Tocqueville: un delicado equilibrio entre igualdad y libertad que si se rompe a favor del segundo hay riesgo de caer en la anarquía y si se inclina a favor del primero en el totalitarismo.
* A propósito de tuits de políticos "iluminados" como Hugo Gutiérrez: "El pueblo, admirable como clase, se convierte en detestable en cuanto aparece como nación. Pero el rechazo no traduce sino un desprecio de clase contra quienes están expuestos a la violencia de todos los flujos." A. Finkielkraut
* Lo atractivo del ensayista Philippe Muray es que sus reflexiones y ácidas críticas no aspiran emprender un diálogo, intercambiar ideas o debatir. Menos convencer. Para él lo literario es sólo un medio de restaurar su distancia frente al mundo moderno. Porque la catástrofe no tiene remedio.
* Para ser ingenioso y provocador, sin duda hay que ser inteligente. Pero no es el tipo de inteligencia que me seduzca o encuentre relevante.
* Los caminos y designios de Dios son misteriosos, contradictorios incluso a nuestra razón. Pienso en Job, por ejemplo.
* El tiempo de una fe sin costo ha acabado.
* Sólo me interesan aquellos liberales que, a pesar de su optimismo, sienten curiosidad y comprensión por las cosas abismales. Por ejemplo, Isaiah Berlin
* Frente a la conversión del mundo en un gigantesco jardín de corrección política, reír(se) y pensar se han convertido en términos sinónimos.
* Creo ser alguien dubitativo que siente rechazo moral por esas caras largas que hay a derecha como por la histeria ciega que hay a izquierda.
* Hace tiempo pensé un librillo que juntara mis impresiones sobre algo tan jabonoso como la decoración, el adorno y la moda. Se titulaba algo así como "Variaciones sobre un tema de Leopardi: moda y presente en Baudelaire, Simmel, Benjamin y Barthes" No hay límite para la pretensión y la vanidad.
* Sólo soy un aspirante a escritor que opina de política desde una perspectiva siempre subjetiva, literaria, dominada por divagaciones metafísicas y aún filosófico-religiosas como por reflexiones psicológicas. Bajo ese embrujo en que se constituyen mis obsesiones.
* Como una ola de accidentes de tráfico o reiteradas notas del cambio climático, la subida del precio del pan o el vaivén inmobiliario en Valparaíso, el surgimiento de tendencias "innovadoras" o "correctas" en nuestra literatura actual es como un resfriado infantil: pura ansiedad.
* En medio del aire enrarecido, me es tan oxigenante volver a leer ensayos maestros de antaño: Sanín Cano, Montalvo, Uslar Pietri, Martinez Estrada, Blanco Fombona, Alfonso Reyes, Fndo Ortiz, Picón Salas...y no sé cómo llegué hasta acá.
* Me cuesta entender a poetas que publican tres o cuatro libros en menos de un año: ¿quién leerá todo eso? Me parece más que nada un acto compulsivo.
* Llamo insinceras a las cosas hechas para asombrar y a las cosas que no contienen una fundamental idea metafísica.
* Combinar la doctrina de la inevitabilidad histórica con el Mito de la Revolución es una receta que puede llevar a cualquier tiranía.
* En una librería cualquiera, tomé al azar una "novela" de una ínclita autora actual. Leí 3/4 en 25 minutos. Eso sí que es literatura portátil.
* ¿A quien le puede preocupar la poesía chilena actual, si puede tener acceso a ese maravilloso libro que es "Mecenas" de Antonio Cussen?
* Conversaba con un amigo: la Revolución Rusa es tal vez un gigantesco comentario, cruel y sangriento a Los Hermanos Karamazov de Dostoievski.
* Es tan cierto que la vida no es como la vivimos sino como la recordamos.
* En la época de la sinrazón, el que va en dirección contraria a la masa, parece que huye.
* Tal vez, en la narrativa chilena actual, los árboles no dejan ver el bosque.
* Si no hay palabras para nombrar una cosa ésta deja de existir. La corrección política es la depuración del lenguaje respecto al dogma del día.
* Un mundo sin misterio, sin enigmas, donde sólo reine lo indiferenciado y donde todos sean iguales, sería lo más parecido al infierno.
* No renegaré haber estudiado en un colegio marista: un jardín en otoño, el olor a tierra mojada, fragmentos ideales de algo que no volverá.
* La novela nos somete al dictado de la ficción; el ensayo actúa sobre nuestras opiniones y sensaciones habituales.
* El artículo es al ensayo una imitación consumada destinada a envejecer pronto. Un artículo es chisme. Un ensayo es reflexión y visión interior.
* Un ensayo genuino no tiene aplicación educativa, polémica, ni sociopolítica; es el movimiento de una mente libre que juega.
* La vida interior existente en la mente del escritor es enemiga de la muchedumbre pues la muchedumbre apaga las murmuraciones de la mente.
* En una sociedad que niega el pecado, eufemiza el dolor y aborrece la oscuridad, el mal es la única solución fiable para la enfermedad del bien.
* La consecuencia nefasta de la ideología de la “evaluación total” es la imposición de la desconfianza como modo de relacionarnos.
* Pasan los años y sigo creyendo que la palabra "sincero" para referirse críticamente a un poema no sólo es inadecuada, sino también absurda.
* Creo que mi hijo de 9 años acaba de abandonar su primera infancia: me dijo que tenía recuerdos de cuando era chico. Estoy muy apesadumbrado.
* Después de leer, oír y ver me declaro ignorante. La "docta ignorantia" no es consuelo ni certeza, pero ayuda a tomar distancia.
* En el mundo académico, hay veces que me siento como un escritor de cartas dentro de un club de filatelistas.
* Chillán, ciudad culta y sensible, nada de provincianismos: ahí están los restos de Marta Colvin, Ramón Vinay, Claudio Arrau, Lalo Parra y Gonzalo Rojas.
* Always alone, always summer, the fruit always ripe, and Aloysius always in a good temper.
* Almorcé en un horrendo sucucho en Quilpué con un vinillo intomable. Pero me alegré al ver en la pared raída fotos de Jorge Teillier y Teófilo Cid.
* Lo irónico es que las normativas para la sensibilidad de izquierda ya no llegan de Europa del este, sino del mundo académico norteamericano.
* Mientras la estridente jauría de lo contingente sigue marcando "lo que debe ser", la lenta y larga caravana de la literatura sigue su camino.
* La literatura, como cualquier forma de arte, es la confesión de que la vida no basta.
* Lo que me seduce de Martín Cerda es un estilo que es desasosiego, pasión y lucidez: una profunda inquietud casi trágica de la escritura.
* Inmanencia y trascendencia siguen su lucha soterrada cuando discutimos si algo que nos acosa o asalta es de raigambre ontológica o cultural.
* Teófilo Cid: "la primera responsabilidad de un escritor, la más elemental y primaria, es la de no publicar libros superfluos".
* Somos mucho más dignos y libres de aquello que solo nos apetece…
* Tengo que alimentar a mi enemigo íntimo para cuando en la mañana me veo al espejo, ser feliz.
* Imagino un propedéutico después de la licenciatura y antes del postgrado donde sea obligatorio leer a León Bloy, Julien Benda y Raymond Aron.
* Acá vamos otra vez: ortopedia, rizoma, capitalismo o cómo circunnavegar un poema sin querer leerlo.
* Advertir que lo que nos causa pavor y nos violenta, también nos otorga placer. Esa ecuación es la que indigna a cualquier moralista. Pienso en Dante, en Wagner.
* "La vida no es un problema que tiene que ser resuelto, sino una realidad que debe ser experimentada". Soren Kierkegaard.
* Si la realidad se fundamenta en el lenguaje, el mal ¿podría enmendarse con una alteración gramatical tal como lo desea el progresismo contemporáneo? La respuesta es apreciar que las preguntas de Dostoievski son aún válidas.
* Totalmente efímeros: sólo por esfuerzo de mi papá recuerdo a mi bisabuelo. Mi hijo no sabe nada de él. Más allá de dos generaciones somos olvido.
* Tal vez la poesía tenga que ver más con la soledad que con el espíritu gregario, con la meditación ensimismada que con gestos estentóreos.
* Es entre patético y triste leer a un poeta que critica a sus congéneres por la vida que según él no vivieron, pero que él y sus amigos sí.
* Fragmentos, notas, apuntes, aforismos: nada de la "gran obra". Poder escribir así, a lo Lichtenberg, a lo Canetti y no temer la muerte.
* Me gustaría ser un lector cuyo oído no fuera estafado por cuestiones de principio.
* No son los proyectos políticos los que reescriben la historia de la poesía, sino los linajes literarios de los escasos poetas de valor.
* Estoy en una sintonía muy cercana a Shostakovich: qué música tan desesperada, neurótica, lírica, burlesca y siniestra a la vez: una verdadera síntesis del siglo XX, mi siglo.
* En un ambiente de desilusión y disolución, no puedo dejar de pensar en Beethoven como referencia de algo siempre mejor, noble y cercano. Tal vez equiparable a los ensayos de Schopenhauer o a esa prosa paradojal y fascinante de Cioran o a ciertas imágenes de Tarkovsky.
* La ilusión humana de querer cambiar la realidad y los hábitos con sólo la modificación del lenguaje. Una peligrosa ingenuidad.
* Un libro de más de 400 páginas de un autor vivo no debería publicarse por delicadeza, buen gusto y compasión.
* Vivir contra la evidencia, siempre.
* En una época que exige claridad , transparencia y desea explicarlo todo, anhelo una literatura opaca que se niegue a entregarse a sí misma.
* Hay que visibilizar tanto lo que ha estado invisibilizado que una ceguera espantosa aturde mis ojos impidiendo ver lo que antes era visible.
* Un poema por más que sea escrito hoy mismo, no lo vuelve un "texto necesario". Necesario es el texto que nos puede "decir" en la emergencia, pero desde la distancia.
* Suena provocativo leer al poema como un "ajuste de cuentas de la realidad", pero no me convence si acaso termina asumiéndose como documento.
* No hay caso: que un texto crítico relacione poema con su referente sin mediación, a modo de causalidad y que eso sea un "riesgo" me parece risible.
* La poesía acompaña la historia pero ni la orienta ni esclarece. A lo más puede volverse conciencia de su contradicción.
* Calma, calma recalcitrantes urbi et orbi: una obra de arte o un poema, a lo más, pueden hacer que la injusticia sea más soportable. Si es que eso.
* La Pasión comienza cuando Cristo sabe con dolor que ni con todo el amor que tiene en su corazón se vuelve posible salvar a Judas.
* No porque a coro se grite "este libro es bueno e imprescindible", significa que lo sea. En literatura opiniones mayoritarias son sospechosas.
jueves, 7 de diciembre de 2017
Claro azar, mi nueva publicación
Después de tres años, vuelvo nuevamente a la palestra publicando un poema extenso en tres secciones titulado Claro azar.
La imagen de portada es de la artista visual Carmen Gloria Valdebenito y el trabajo de edición estuvo a cargo del equipo de Ediciones Bogavantes de Valparaíso coordinado por Luis Riffo. A todos ellos, muchas gracias.
Pero vayan las gracias también al poeta Roberto Onell cuyas observaciones también sirvieron para enriquecer este trabajo.
Ahora a espera un par de semanas: Claro azar será presentado en la Feria Internacional del Libro de Valparaíso que se viene a partir del 21 de diciembre.
Están todos invitados
viernes, 3 de noviembre de 2017
Verano
*
Todas
las calles, de cualquier ciudad, huelen en verano. De los rincones
más apartados se elevan vapores que se consumen con el calor o se
difuminan entre el follaje decaído que serpentea en los huecos de
las veredas trizadas. A veces emergen desde un no muy lejano puente
cuyo riachuelo, algo apagado, desprende un ritmo luminoso entre
saltamontes, ranas y avispas. Todas las calles huelen en verano. A
veces con el hedor de las noches pesadas que hicieron trastabillar a
más de alguien en lo que fue quizás una felicidad pasajera. En
otras ocasiones con ese aroma incendiario que se desliza entre las
paredes manchadas de las casonas añejas y cuyas verjas, oxidadas,
deletrean entre hábiles lagartijas, un aroma vacío y penetrante que
va sinuoso bajo las miradas de un cielo de zinc. En otras ocasiones
ese aroma se desliza entre los laberínticos caminos de tierra que se
entrecruzan con las pocas calles de un asfalto más denso y gris. Es
ahí, entre aquellos recovecos, donde se deja respirar esa atmósfera
que va siendo repetida y desplazada una y otra vez por la seca brisa
del mediodía, esa brisa que puede traer y con razón, noticias desde
lo profundo de un patio secreto, cubierto de maleza o de un viejo
portón de aquel garaje saturado de metales y ruidos que, cuando
niños, apenas imaginábamos como parte de nuestra caminata. Hay
veces que esos olores arrastran una pesadez que se desdice de toda
delicadeza: son golpes como aquellos orines que despabilan a
cualquiera al otro lado de la vieja estación, justo antes que el
tren atraviese con su singular pitido, toda la zona. A veces esos
olores claman desde la melancólica mirada de un perro tirado bajo un
plátano oriental, como queriendo huir del calor sofocante o se
escabulle, picante, desde esas matas amarillas que, entre diversas
ventanas abiertas, configuran una especie de postal pasada de moda
junto a ropa que aún no se ha recogido. Todas las calles huelen en
verano. A veces traen los restos de una Navidad pasada, aquel olor a
pino fresco ahora marchito y pútrido. Otras veces traen ese suave
olor de la panadería que a las seis de la tarde anuncia la última
hornada. Otras es aquel gris olor del aceite que se derrama triste
entre el asfalto ya tibio. No es fácil huir de esas calles en
verano. No es fácil huir de esos olores que son siempre cálidos y
fuertes. Por eso, tal vez la mañana sea el instante más adecuado
para intentar creer que el aire limpio de enero es real y no una mera
ficción que uno imaginaría en medio de la lluvia meses después. A
las seis o siete de la mañana, en un día indistinto de enero o
febrero, la placidez transparente del aire no anuncia aún su futura
dirección. Tampoco su eventual derrota ante los devaneos de la vida.
Ya con el sólo aletear de las aves que despiertan con su chillona
musicalidad, es posible advertir que el día traerá su propia
atmósfera, su propia lujuria de olores que se desplegará entre
suave y gruesa entre todos los rincones. Todas las calles, de
cualquier ciudad, huelen en verano.
*
El
patio aún no ha perdido del todo su verdor y los manzanillones se
inclinan ociosos ante la seca brisa de mediodía. A veces estériles,
transitan entre ellos algún abejorro extraviado o un enjambre de
moscas azules. Desde lejos, el aroma de un rincón trasnochado
propone una música salobre que vibra en el aire tibio. Sea como sea,
es un desafío estar aquí a pleno sol: el patio, en su amplitud, se
extiende de calle a calle y puede ser la región inexplorada de un
aventura o el amarillento destino de insectos desconocidos y
fabulosos. Sus brillos encandilan. Pero en verdad son pequeños
vidrios desperdigados sin ton ni son por todo el lugar: fragmentos,
pedazos transparentes y diminutos que alucinan la mirada decaída del
perro que bebe lento a la sombra del parrón y bosteza perezoso. Aquí
las horas pasan sin prisa y la ropa, tendida desde temprano en la
mañana, está reseca entre el polvillo de las hojas que se atreven a
pasear con un gesto adusto. El patio aún no ha perdido del todo su
verdor. Protegida por la sombra del naranjo, la tierra todavía posee
cierta humedad que recuerda la noche anterior, pequeñas gotas que
con ritmo pausado, se estiran hasta evaporarse y desaparecer como por
arte de magia. Mientras en las alturas del limonero varios pájaros,
indolentes al calor, hacen sus nidos, en lo más bajo del suelo,
hormigas infinitas se dirigen en hileras fantásticas hacia recovecos
que sobresalen en la pandereta carcomida, cuya piel de gris piedra,
hierve brutal y lánguida. En el patio, el mediodía es feroz y la
pesadez del aire trae el rumor de una radio lejana. En esa misma
pesadez la luz se vuelve opaca y lleva el anuncio de una monotonía
que hace eterno el transcurrir de las miradas, el devaneo de la
maleza marchita y la ociosa mirada del perro acurrucado sobre un
viejo chal. El patio aún no ha perdido del todo su verdor. Pero, sin
duda, con el avance de los días pronto lo hará. Por ahora sólo
resta ver en el cielo esa inmensidad azul que se vuelve casi
palpable. Esa inmensidad que parece la encarnación de la quietud y
el desasosiego de horas que aún no se adivinan. Mientras tanto, los
manzanillones jadean con el tacto de la brisa. Y desde la terraza un
niño observa todo esto mientras el aire tibio anuncia un atardecer
limpio, transparente. El
patio aún no ha perdido del todo su verdor.
jueves, 12 de octubre de 2017
La consagración de la primavera
Ahora, cuando me vienes a decir que entre nosotros
la distancia es un camino que conduce a otro tiempo
y donde ya no quedan flores ni guirnaldas para Apolo,
la tentación del arrepentimiento es una variación manierista
de una mala traducción de un poema latino:
quizás la burda imitación de Persio
o tal vez una defectuosa paráfrasis de Juvenal.
En todo caso, donde el placer dibujó nuestros nombres,
yace un motivo floral que es símbolo de un presente
que deseó perpetuarse gracias a la imaginación de la sangre.
Pero tras todos esos fantasmas eruditos, para nosotros
sólo sobrevive la reticencia de lo imprevisto esculpiendo
su signo áureo y solitario: en la pérdida se ama lo perdido
y en el delirio del instante, el espejismo de la felicidad.
Así, mientras sigue circulando el precio de los días
y el depósito del sentido mengua sus activos
con cada noticia anunciando calamidades diversas,
la evocación arcádica de tus labios y tu sonrisa maliciosa
presuponen la legibilidad de otro relato,
uno apenas contado entre bastidores y donde el ritmo de la piel
y el afable azar del tacto, marcaban el ritual
consagratorio de una estación diferente: un ballet oscuro, algo
salvaje,
abundante y sin propósito, similar a un centelleo de luz
confirmando el goce inacabado de todo vértigo
Ahora que entre nosotros la distancia es un camino
que conduce a la imagen de otro tiempo
y que ha capitulado a las ordalías del reconocimiento,
a la pequeña cotidianidad de las catástrofes personales
y a las soluciones prescritas por el motivo recurrente de la edad,
toda respuesta consolatoria hace de Boecio y Montaigne
un baluarte opaco que confirma sin dramatismo
que nos encontramos en otro episodio de una comedia risible y
melancólica.
Mientras vamos de lugar en lugar,
aplazando el óxido del olvido con la tibieza de la noche
la primavera adolece de todo principio:
siendo todavía agosto, el agua disuelve nuestras siluetas
y los días aún retienen esa humedad que rehúsa asumir su
transformación.
lunes, 9 de octubre de 2017
Arte Mayor
Tal
vez no se trata de esquivar la distancia
entre
lo que deseamos decir y lo que decimos realmente;
esa
distancia que vuelve fecunda la contradicción
como
imposibilidad de unir actos y palabras: el cuerpo herido por lo real,
la
elusión permanente del signo agotado en su fiebre fin de siecle ,
la
oscuridad dorada que fustiga todo pastiche modernista o de
vanguardia.
Lo
que se abre, se vuelve a cerrar,
la
paradoja entre el poema escrito y su lectura, el descrédito
de
cualquier rumor que semeje algún augurio y el fracaso
del
discurso que pone en peligro nuestra estabilidad psíquica
-exilio,
suicidio, locura- Artaud citado por estudiantes de postgrado
o
una taxonomía del dolor que abarca espacios inconmensurables;
posibilidad
e imposibilidad, la cicatriz de Ulises que redunda
en
una falta de memoria, la impotencia del significado
o el
lujo verbal de cualquier caligrama pasado de moda.
Tal
vez no se trata de esquivar la distancia
y
renunciar simplemente a la imagen y su sentido,
a
las maniobras de una escritura desierta cuando el bosque ha sido
talado,
el
verano agoniza y los símbolos del amor son paráfrasis de usura.
Tal
vez lo que hace y deshace al poema –su crisis, su asfixia- es la
pérdida
de
contacto con la conciencia: sólo nubarrones magallánicos,
la
mirada extraviada, la inconsistencia de recursos léxicos
cuando
migajas de experiencia son embotelladas en el corsé del lenguaje:
un
silencio como fruta madura e indigesta.
Entre
lo que deseamos decir y lo que decimos realmente
no
hay conciliación: sólo lucha armada, ojos trasnochados y
enrojecidos,
la
piel humeante de sacrificios inútiles, la expresión subjetiva
secuestrada como documento,
la
euforia salvaje de lo que se asume como políticamente correcto,
el
desvanecimiento de la acción en el vapor avinagrado de las
conveniencias.
Mientras
tanto, Pentecostés es un fragmento de infancia
recordado
como una vieja ceremonia en una parroquia de provincia.
sábado, 23 de septiembre de 2017
Luis Oyarzún reflexiona antes de escribir en su Diario
Estas
palabras no son mejores que otras
pero
es lo que tengo como única oportunidad
para
saber de mí mismo.
Lo
escrito en estas páginas sólo demuestra
que
no ha habido tiempo feliz sin retribución
y
que la enfermedad, el dolor y el recuerdo
son
nombres recurrentes para una idéntica vivencia.
Tal
vez un joven olvido que cruza entre mis ojos puede traer
la
presencia anterior de un perfume etéreo
como
si en él existiese la posibilidad de rescatar horas perdidas
que
mi cuerpo cansado entrevió como anhelo o sabor terrestre.
Pero
la desilusión predice mi mirada
y
señala el cuarto donde noche a noche
mi
sangre transparenta la humedad de su propia extrañeza.
Me
siguen los presagios –meras suposiciones
pero
igualmente, gestos dispuestos para mi paulatino silencio-
las
advertencias de la desazón, la maraña de los días
y
el pavor insólito que jadea en mis manos
cuando
deseo abrir el cofre de esas cartas que guardan una infancia ajena.
Sólo
sé que el aire nocturno me ha dado su bienvenida
y
que en ese reino, tocar un cuerpo es convertir el rechazo
en
una indiferencia equivalente al miedo;
esa
aventura sigilosa donde las escamas de la luz
hieren
manos, ojos y rostro
semejando
la cruel respiración de un agonizante.
A
veces hay algo en la memoria que se pasea en peligro,
algo
que no responde a la fidelidad de la escritura
como
esa niebla extraña que permea toda exaltación
o
cristaliza la esterilidad que sentimos detrás de las puertas.
Pero
sé que no son mejores que otras estas palabras:
azarosas,
dispuestas en el tráfago de hacer aparecer un guijarro,
una
molestia antigua, el esplendor de ese paisaje
que
mi piel palpó de cerca convertida en polvo o lluvia:
antecedentes,
datos, fragmentos de la vida que escapan
a
dirección incierta tras la certeza de saberse habitando
esta
pequeña y maravillosa finitud.
Quizás
debo sentir con más imaginación
o
leer con mayor prestancia y pureza
la
respiración de las rocas, la serenidad de las aves en el cielo
o
la densidad melancólica de los árboles nocturnos.
Mientras
me quemo en estas páginas,
sé
que el mundo sigue su curso sin necesidad de mi presencia.
jueves, 31 de agosto de 2017
Apunte sobre un poema de Ennio Moltedo
En
la poesía de Ennio Moltedo siempre es sugestivo ver de qué forma se
articula la subjetividad. Y si bien esa articulación puede
rastrearse en sinnúmero de poemas y con variantes temporales y
estilísticos disímiles, vuelvo una y otra veza pensar que adquiere
una fuerza y hondura expresiva muy específica en buena parte de los
poemas que integran Concreto Azul (1967).
Advertir de qué manera el concepto de experiencia facilita o
permite aquella aprehensión, posibilitando, además, que en esta
“obra” sea apreciada un arraigo que hace de lo urbano un punto de
fuga que se evidencie más allá de la descripción naturalista, en
pos de un tanteo imaginativo que posee a la memoria y sus mecanismos
como sostenedores de su expresión, me parece un desafío lector
lleno de posibilidades. Ver cómo esa expresión formalizada como
poema en prosa, mostraría el afán narrativo y fundacional de
la experiencia en el marco de una subjetividad cambiante y
autoconsciente de su crisis, ciertamente no es nada de raro en la
poesía de Moltedo: en ella se modula una memoria activa para nada
nostálgica, una fragmentación de imágenes al servicio del
desentrañamiento de un ahora, en absoluto un ilustración de una
pérdida remota. Esto quizás conlleva a plantear el modo o la forma
en que se operativiza retoricamente en la poesía de Moltedo y en
especial en Concreto Azul, esa manera de decir que adquiere
una configuración muy específica en tanto poema en prosa. Y en este
sentido, es que este género como género exploratorio e híbrido
posibilita una adecuación retórica de la narración que la vuelve
la expectativa misma de relatar esa experiencia en la medida que
ofrece una manera de entender el poema como un “relato sincrético”
de imágenes, vivencias, objetos y lugares. El poema como “rescate”
de experiencias primigenias, como un intento de transmitir al lector
la vivencia perceptiva “de la primera vez”, la “primera
mirada”, en un esfuerzo ver el poema como el relato que recibe su
primacía inicial de entusiasmo y asombro. En
general, cruza a Concreto
Azul una atmósfera
narrativa que va configurando sus elementos con cosas tomadas en el
proceso de observación que el sujeto va teniendo al recorrer y
recordar lugares y situaciones de la vivencia urbana, pero nunca de
modo unilateral, es decir, nunca estableciendo las coordenadas
definitivas de su sentido, abriendo siempre orificios impensados de
significado que se filtran en la manera misma del poema, ya sea una
imagen, ya sea un objeto, ya sea una palabra que sirve de leit-motiv
y que organiza buena parte del enunciado:
es como
si
en la
narración del
poema se
volviera
patente el asombro que nos desea transmitir esa sensación de
“primera vez”: una primera vez justificada y
legitimada por un mirar y por un deambular, como si se
nos deseara transmitir en
esta poesía la experiencia
de colocarnos frente nuestro
a los objetos que nombra,
evoca y enumera. En aquel sentido, varios son los poemas que aluden
respecto de esto la referencia a una especie de nombrar mágico que,
en toda su potencia simbólica, se encuentran llenos de sugerencia.
Pienso, ahora, en
un poema como “Frente al mar” que, me parece, permite
apreciar una genial síntesis entre descripción espacial y reflexión
metapoética, síntesis que hace de la experiencia su punto
equidistante para comprender el “ahora” más allá de cualquier
queja alienada, o también para comprender la relación entre las
cosas que el sujeto advierte en su devaneo en la periferia de lo
urbano. Dice el poema:
Frente al mar
a Hugo Zambelli
Frente al mar he visto cosas poco comunes; por ejemplo, en pleno invierno, un alcatraz gigante, parado en medio de la playa, solo, y con los brazos cruzados sobre el pecho. Al acercarnos , el pájaro nos dio la espalda y comenzó a correr por la playa desierta; primero lentamente, con dificultad, luego más rápido, hasta alivianar su peso con las alas; hasta elevarse con gracia y perderse en el cielo
Este pequeño poema en prosa es un desafío interpretativo: en primer término, el sujeto que enuncia acompañado por alguien, deambula por la playa en donde presencian el espectáculo de un ave -el alcatraz- que pesadamente levante vuelo hasta lograr su verdadera plenitud en el despliegue de sus aptitudes en el cielo. Si bien es un poema en apariencia, meramente descriptivo, su complejidad, entre otras cosas, radica en el intertexto al que hace alusión, pero no pasivamente, sino como respuesta y hasta como desafío. Ese intertexto es el poema “El albatros” de Baudelaire. Ahora bien, debemos tener presente que en ese poema, del autor francés el ave que evoca representa o se compara con el poeta con la intensión de transmitir como se siente frente al mundo que lo rodea, ese mundo que él puede ver de una manera diferente a como lo ven los humanos (marineros en el poema). Una manera más objetiva mientras solitariamente observa a estos hombres en su tristeza y desdichas. Para lograr esta representación el autor hace uso de dos figuras poéticas: en el verso 8 dice: ''Sus grandes alas blancas abaten tristemente como remos que arrastran sus cuerpos pegados''. Esta es una comparación entre las alas y los remos ya que estos no sirven en un lugar diferente a donde son utilizados normalmente. Al decir esto se muestra cómo el poeta se siente inútil si no se encuentra en su ''ambiente'' donde puede ser él mismo sin miedos ni angustias hacia los marineros que, en este caso, representan a la humanidad que se dedica a destruir lentamente el mundo que estos dos comparten con errores e ignorancia. El paralelismo sinonímico se hace presente en los versos 9-10 en los cuales se repite la misma idea para resaltar que cuando estos animales son bajados del cielo se tornan en seres débiles y tristes. En lo fundamental, el poema de Baudelaire es un texto que reflexiona acerca del lugar del poeta en la sociedad moderna, su incapacidad para emprender el vuelo y su relación problemática para con sus semejantes, con la sociedad en general. En Moltedo, en cambio, no hay una queja, ni una admonición: hay más bien un espíritu de curiosidad ante el evento que implica encontrarse en un espacio urbano -una playa porteña, al borde del la vía férrea- a un animal que torpemente jadea entre sus alas para querer escabullirse. Pero en ningún momento hay una relación menesterosa con el animal. El sujeto del poema observa entre compasivo y admirado la tenacidad del ave que al ser correteada por él y por su acompañante, emprende el vuelo, logrando su plena gracia de alas extendidas en ese viaje que lo llevará a otras latitudes. Varias cosas pueden desprenderse de esto. En primer lugar, el espacio -la playa- como analogía de un espacio de posibilidad, está al borde o en la periferia de lo urbano, pero circunscrito a su ley. No en vano es una playa no de recreación, ni de turismo, es una playa de esas que se encuentran en el arrabal de la ciudad. En segundo término, ese mismo espacio, habitado o más bien, cruzado en andas por el sujeto, su acompañante y el alcatraz, representan muy probablemente, por analogía, un mismo tipo de sujeto emparentado, es decir, existe la posibilidad que sea un sujeto desdoblado que se contempla a sí mismo en el ave que corretea en la arena y que se identifica con su gracia en el vuelo. En tercer término ese sujeto, que puede desdoblarse, es un sujeto que reflexiona acerca de sí mismo al evocar en la gracia voladora del animal, la gracia misma que él en tanto ser terrestre, ha perdido, pero que respecto a la relación establecida entre la necesidad y la libertad encarnada en la búsqueda hacia el aire, hacia el cielo, muestra un modo diferente de plantearse ante esa convocatoria terrestre de la periferia, pues en pleno vuelo, el ave será capaz de contemplarlo todo. En un poema como éste, apreciamos que la experiencia es restituida a pesar de la precariedad, en la posibilidad que implica la poesía. De esta forma es posible vislumbrar el despliegue de la experiencia: evoca y rememora más que lamenta o anhela. Ahora bien, este “mundo de la posibilidad” no es dócil con el quiebre de su propia crisis debido, primordialmente, a la arremetida de lo histórico como violencia, cosa ésta, sin duda, que implica replantear la validez de la percepción experiencial anterior –ya no puede ser, ya no es posible indagarla o preguntar por su “lugar”-, porque ya no es dable sostenerla en cuanto utopía presencial nacida del asombro. En la poesía que Moltedo escribirá posteriormente a partir de 1980, aquello se agudizará más y más.
sábado, 8 de julio de 2017
La Nueva Novela de Juan Luis Martínez o el desafío del contratexto
Leer bien es constatar al texto, ser equivalente al texto, una
“equivalencia” que contiene los elementos cruciales de respuesta
y de responsabilidad. Leer bien es participar en una reciprocidad
responsable con el libro que se lee, es embarcarse en un intercambio
total. Leer bien es ser leídos por lo que leemos. Es ser equivalente
al libro. Así, el gesto ceremonioso de fijar la mirada, abre a ésta
no sólo a la posibilidad de un sentido que se desliza múltiple en
sus coordenadas, sino que implica, entre otras muchas cosas, un
motivo de verdadera cortesía donde se ritualiza el desafío tanto de
la imaginación como a su vez las sutiles, explícitas y necesarias
estrategias que emplea la memoria para representar el encuentro con
la presencia que anima el acto mismo que guía nuestros ojos y
nuestros labios.
Hace aproximadamente tres semanas, Patricio González de ediciones
Altazor y miembro de la Fundación Juan Luis Martínez, se
contactó conmigo para invitarme a participar de esta presentación.
Más allá de mi reticencia inicial -no soy especialista en la obra
de Martínez, a lo sumo un admirador y un lector en ciernes- el
motivo no pudo sino dejarme perplejo y despertar en mí una
ineludible curiosidad: una nueva edición de carácter facsimilar de
La Nueva Novela, pero esta vez reproduciendo las
notas, observaciones y eventuales correcciones y comentarios que,
producto de la mano del propio Martínez, surcan los márgenes y los
intersticios de un ejemplar que, según tengo entendido, escapó al
escrutinio de su obra y que vino a ser descubierto recién a
principios de este año. Cuando Patricio me relataba por teléfono
las características de dichas anotaciones, trataba de imaginar por
un lado el diseño de la grafía en cuestión y sus particularidades:
¿acaso eran meras correcciones de eventuales erratas? ¿acaso
tarjados de imágenes, palabras o números? ¿inclusión acaso de
otros textos a modo de apostillas? ¿acaso una mera recorreción a
que cualquier autor obseso con su escritura somete lo suyo cuando
esto adquiere el frágil cariz de lo definitivo luego de haber sido
publicado? Por otro lado, imaginaba y sospechaba si acaso en este
súbito descubrimiento, como en las notas y observaciones que surcan
el texto, no habría ciertamente un desliz más sutil de la ironía
suprema de Martínez al incitar nuestra imaginación a constatar que
La Nueva Novela tal como la que hemos conocido, no era en
verdad La Nueva Novela, sino un borrador -lujoso, canonizado,
objeto de culto, lectura y exégesis tremenda, pero borrador al fin-
de otra Nueva Novela por leer y descubrir y que aguardaba su
edición pasados ya más de veinte años desde el fallecimiento de
Martínez y cuarenta desde su primera edición. Es difícil calibrar
esos pensamientos cuando te comunican por teléfono cosas de un modo
semejante. No niego que por un instante mi perplejidad derivó hacia
un vértigo parecido, quizás, al de Borges cuando baja al
subterráneo de la casa de Argentino Daneri y contempla por vez
primera el Aleph y su prodigiosa simultaneidad de todas las cosas del
mundo, reales o imaginarias y que, a cualquiera, sin duda, aturdiría.
Por eso, pasados algunos días y ya en posesión de un ejemplar de
esta nueva edición de La Nueva Novela, el examinarla supera
cualquier expectativa. Es en verdad un texto anotado con profusión.
Las notas, observaciones, apostillas y comentarios, plasmadas tanto
en el margen de las páginas, como en los intersticios del cuerpo
principal del texto o de sus imágenes, lo complejiza y densifica y
se presta para las más alucinantes especulaciones. La intervención
manuscrita va desde una simple y aislada palabra que complementa o
sugiere algo alrededor de un cuerpo de texto más amplio, hasta
grandes glosas que se desprenden al pie de la página o a su costado
convirtiéndose en verdaderos contratextos que no se limitan a ser
asumidos como meros comentarios, sino más bien, como más que
posibles aperturas de sentido que, me parece, invitan a ampliar,
contradecir, corroborar o replantear lo que ese mismo cuerpo de texto
manifiesta. Sin duda que las consecuencias hermenéuticas de todo
esto están todavía por verse. En un estado tan inicial de recepción
como éste, no puede calibrarse aún hasta dónde las
interpretaciones que han habido de La Nueva Novela podrán
permanecer incólumes después de haber rastreado y analizado
pormenorizadamente cada una de estas intervenciones que, sin duda,
nos plantean otro texto y por ende, incitan hacia un viaje del que no
sabemos nada todavía.
Cada una de estas notas y glosas marginales son qué duda cabe,
indicios de una respuesta lectora que Martínez efectúa de su propio
texto: un diálogo entre La Nueva Novela como materialidad y
la figuración que fluye desde la asunción crítica de su propia
retoricidad. Como nunca, me parece que acá asistimos a la
comprobación del viejo dictum que indica que toda obra
artística moderna lleva dentro de sí misma su propia resonancia
maquinal de autocrítica. En este caso, intuyo, como un juego no tan
sólo lúdico y/o lúcido, sino también como desmontaje de su propia
recepción. En efecto, me parece que las diversas notas e
intervenciones manuscritas que efectúa Martínez, deslinda una
manera o si se desea, un modo de vérselas con la potenciación de un
libro que no se concluye y en que el proceso de lectura no debe ser
entendido como aclaratorio de sí mismo. Acá, me parece, la
abundancia de luz es oscurecer aun más los eventuales sentidos que
se abren hacia la indistinción de la corriente discursiva. Las
diversas notas, comentarios y glosas, pueden, en virtud de su
extensión y densidad organizativa y enunciativa, llegar a rivalizar
con el texto mismo y apoderarse no sólo de los márgenes propiamente
dichos, sino de la parte superior e inferior de la página y de los
espacios interlineales. El resultado de ese ejercicio es monstruoso y
seductor. Es como en esas viejas bibliotecas donde al momento de
visitarlas, nos aturde no tanto la voluminosidad laberíntica de los
textos que nos asaltan en el ordenamiento de sus límites materiales
o de sus esquemas de comprensión figurada, sino también esa
contrabiblioteca formada por cientos y cientos de notas y apuntes
marginales que sucesivas generaciones de lectores taquigrafiaron,
codificaron, garabatearon o pusieron por escrito con elaboradas
expresiones a lo largo, encima, debajo y entre los renglones del
texto impreso.
Esta nueva edición de La Nueva Novela, se muestra como esa
contrabiblioteca que se asume no sólo contra sí misma, sino también
contra la montaña de exégesis, libros, ensayos y artículos que,
hasta ahora han proliferado para intentar dilucidar su sentido y
vinculaciones. Como contratexto que puede poner en entredicho
probablemente más de alguna lectura que se ha hecho de este libro,
esta nueva edición abre caminos impensados para la tarea de la
recepción crítica.
No estoy en condiciones de valorar y mucho menos de interpretar el
denso y vasto material que constituyen estas notas, glosas y
observaciones. Hará falta mucha paciencia, mucha lucidez y, por
supuesto, mucha humildad para no tirar al traste de la basura la más
mínima minucia que en esta nueva edición aparece desarticulando
nociones o conceptos que creíamos estabilizados.
Para finalizar esta breve intervención, sólo deseo decir que este
trabajo pone en evidencia la fragilidad de nuestros mecanismos de
edición y de recepción. Por supuesto que el de Martínez no es ni
de lejos el último caso en la larga serie de incomprensiones, taras
e irresponsabilidades editoriales y críticas que surcan nuestra
sociabilidad literaria. Pienso en el moroso y accidentado trabajo de
edición de la obra de Gabriela Mistral, pienso en el espasmódico
trabajo editorial de la obra de Enrique Lihn hecha con más glamour
que conciencia critica para establecer la fijación del texto, pienso
en la inacabada edición de los escritos póstumos de Martín Cerda y
así en varios más. Pero lo que aparece en todos ellos como
carencia, es casi un paraíso si pensamos y advertimos que de muchos
poetas, novelistas y ensayistas chilenos, no existen siquiera
reediciones responsables de obras y textos que se consideran
canónicos y que han salido de circulación hace mucho rato. Pienso,
entre otros, en Eduardo Anguita, en Pablo de Rokha, en Rosamel del
Valle, en Pedro Prado, en Ennio Moltedo y así hasta el infinito. Si
es así con estos autores y varios otros, ¿qué queda para aquellos
que tradicionalmente se consideraron como “autores menores” o de
“segundo orden” por buena parte de la crítica literaria chilena
del siglo XX? ¿dónde están esas ediciones que nos devuelvan una
mirada abierta y lúcida que contradiga los, ahora anquilosados
lugares comunes de una crítica que no supo leer bien? Respecto a
esto, pienso en Gustavo Ossorio, Cecilia Cassanova, Boris Calderón,
Cristian Huneeus, Ximena Rivera y varios/as más que, si bien, en los
últimos años han sido editados con un esfuerzo tremendo por parte
de gente alucinada y valiente, siguen siendo autores y autoras que
aguardan en el limbo de la edición informada, analítica y
verosímil.
Como lector, espero que esta nueva edición de La Nueva Novela
pueda no sólo abrirnos hacia caminos interpretativos diversos, ricos
y novedosos, sino que también se nos convierta en una sugestiva
admonición para lo que significa la necesaria responsabilidad de
leer nuestra literatura. Pues al final, editar es también otra forma
de leer.
Quilpué, invierno de 2017.
jueves, 22 de junio de 2017
Geología de la memoria. La materia sensible. Antología personal de Claudia Masin
Claudia
Masin nacida en 1972 es una poeta argentina que ha venido publicando
desde fines de los años 90, una serie de libros de poesía que le
han valido un reconocimiento no sólo en su país natal, sino también
en Hispanoamérica y España donde en 2002 obtuvo con su libro La
vista, el premio Casa de
América.
Asimismo varios de sus poemas han sido traducidos al francés, inglés
y portugués cosa que
muestra la paulatina y justa difusión de su obra más allá de las
fronteras lingüísticas de nuestro idioma. Es
desde esta perspectiva
donde se puede apreciar la publicación a fines de 2015 en la
editorial bonaerense Viajero Insomne del volumen que es motivo de
esta nota: la antología La materia sensible, libro que hace
un recorrido generoso por más de 18 años de poesía diseminada en 9
libros y que dejan entrever una sensibilidad imaginativa que hace de
su fuerza lírica, un discurso que no teme abordar los más variados
hitos de la experiencia como una verdadera radiografía interior.
Esos hitos -el recuerdo de infancia, las presencias evocadas en esas
palabras que asoman en una empatía serena y mágica para con
nuestros sentidos, las imágenes de la más concentrada subjetividad
ya sea invitándonos a la reflexión o abismándonos hacia la sima
cavilosa de un desasosiego intenso- son eslabones de una cadena de
afectos, pero también episodios de una constante rebelión, tal como
apunta Masin en su nota introductoria al presente volumen: “(…)
una desobediencia que nos permite rechazar el discurso adulto,
patriarcal, blanco, el discurso de la normalidad (…) y abrazar el
habla, la sensibilidad de la infancia antes de que seamos sometidos
al proceso de embrutecimiento y desensibilización que nos permite
adaptarnos al mundo”. Será de esta manera que para Masin, la
poesía no es una mera adaptación al mundo que experienciamos y que
desembocaría en una superficial satisfacción de asombro, sino que
se trataría de hacerlo explotar hasta sus cimientos más recónditos,
hasta sus entrañas más secretas, en donde las palabras no develan
sino esas pasiones íntimas que se ocultan en el fondo de las cosas,
en la sima abismante de cada cosa. Porque no se trata de intercambiar
al mundo por poesía con sus contradicciones irresolubles en una acto
de ingenuidad, sino que se trata de buscar el modo más pertinente y
claro para poder sobrevivir entre las ruinas de la experiencia que,
el lenguaje, asumido como esclarecimiento de sí mismo, hace de
ellas, en tanto que conforman una verdadera costra de pasiones
tristes y que más que consolarnos, nos hacen olvidar nuestra
mismidad acosada por el desamparo y la finitud. Así, la poesía se
plantea como una tarea fundamental, no de mera rememorización, sino
de férrea auscultación, de perforación geológica sobre las capas
del lenguaje sancionadas por el uso y que predisponen a las palabras
hacia una resonancia no feliz de significados, tal vez obvios, pero
superficiales y en absoluto decisivos. Es tal vez por eso que entre
los títulos que reúne esta antología, resalten aquellos poemas que
advierten una acción de profundización, de verdadera introspección,
no tanto hacia el ámbito subjetivo de los sentires tan a la mano en
un romanticismo mal entendido, sino más bien, hacia una verdadera
fenomenología que inspecciona y describe lo que está en nosotros y
que nos conduce a relacionarnos con las cosas y sus nombres de otra
manera, de otra forma. Una poesía del reconocimiento y de la
exploración, del viaje hacia abajo y de la auscultación memoriosa.
En poemas tales como Geología, Grafito, Poligrafía
o Resistencia por ejemplo,
se puede apreciar cómo Masin lleva a cabo esa exploración,
utilizando imágenes y palabras del mundo de las ciencias de la
geología. Pero no se trata de “poetizar” un pretendido lenguaje
científico o de hacer neologismos ingenuos como a veces encontramos
en esa poesía de afán exploratorio de un Lugones o un Girondo, sino
que acá, el sujeto que enuncia se asume como un niño que juega con
las palabras en el uso impertinente de ellas mismas, estableciendo
así, una especie de mecanismo que posee por partida doble tanto un
entendimiento de sus consecuencias, como por otro la innovación
lúdica del tropo. De aquella forma, esta poesía, por un lado
“juega” y por otro lado, establece una relación inédita y por
ende crítica con la realidad que funda al esclarecerla en el acto de
decir, acto que implica tanto asombro como simultáneamente un
retorno hacia una atmósfera prístina de maravillamiento. Como dice
en el poema Geología: “De pequeña/ probablemente pensara
que la geología/era la ciencia que enseñaba a vivir en la tierra./
Geo, tierra, logía, ciencia. Era razonable,/y desde
entonces Yo voy a ser geóloga/cuando sea
grande, informaba/ como quien dice voy a averiguar sola/
lo que nadie me sabe contar,/ voy a clasificar todos los
géneros/ de dolor que conozco como si fueran piedras (...)”
Pero
ciertamente los recursos de esta poesía se amplían desde esta base
conceptual hacia universos que abarcan tanto los fragmentos de la
sensibilidad explorada, como los recodos del discurso cultural que se
asume como parte fidedigna de esa misma sensibilidad. Será de
aquella manera que se establece una singular asociación entre poemas
que dan cuenta de recuerdos de infancia o que proyectan las
repercusiones de experiencias vitales de alta densidad -la muerte de
un ser querido, la huida de lugares o sitios irrecuperables de una
geografía tanto real como simbólica- como su intenso correlato en
otros poemas que recrean a modo de fogonazo, siluetas sugestivas de
films de Fasbinder o Tarkovski. Es así, por ejemplo que poemas como
Paris/Texas o Una película de amor, no recrean tanto
la narrativa de un cuerpo de imágenes rememoradas, sino más bien,
sirven de referencia para hacer una exploración abisal en la
conciencia misma del sujeto que va enunciando los avatares que le
acaecen verso tras verso. Del último poema citado, estos versos me
parecen reveladores: “(…) Quizás la intimidad entre dos personas
dura/ lo que dura ese momento en que sabemos/ de los cuerpos y las
cosas que otro amó/(...)”. Es como si esta poesía, tan cercana a
los cuerpos materiales e imaginados, se viera en la necesidad de
cerciorar una y otra vez el talante despojado de su propio encanto.
En ese sentido, no deja de ser interesante que ello se logre con una
dicción que no se adentra en aventuras formales innecesarias: verso
libre, poema en prosa, verso blanco sin rima, versificación que no
rehuye el ritmo del pensamiento en lo que significa desbordar desde
el verso hacia el versículo, borrando seductoramente toda frontera
con la prosa. De aquella manera, la voluntad formal de Masin está al
servicio de la expresión, donde más que encadenarnos con el embrujo
metafórico de lo extraordinario, se nos invita a una consideración
sosegada y serena del fraseo verbal: una poesía carente de
aspavientos, una poesía que no teme las palabras comunes o hasta
mínimas, como también se aleja de las altisonantes o chillonas, una
poesía que huye de la paráfrasis como de la peste -pues nos delata
en aquel gesto una profunda vaciedad de aquellos que aman la
grandilocuencia- y que hace de la búsqueda de la palabra justa su
necesidad interior y, por ende, artística. Una poesía que asume lo
político desde la comprensión de algo otro que radica en nuestra
hondura subjetiva, más allá de cualquier consigna reivindicatoria,
tan a la moda. Para esta poesía, nada puede ser contemplado con
indiferencia, pues a descubierto que es un lente necesario para ver
las cosas del mundo tal como son, no en su vociferante hipérbole o
en su seducción espectacular. Esto, quizás, hace pensar que una
poesía como la de Masin es una llamada profunda y vasta para
recuperar lo sensible de las cosas y de la experiencia. Sensibilidad
que implica adentrarse en un gesto compasivo por los seres y enseres
que hacen del mundo algo más que una mera imagen.
domingo, 21 de mayo de 2017
Biblioteca
I
Durante todo febrero el asunto era intentar buscar ese anaquel viejo
que mi papá habían puesto en el cuarto de atrás. Después del
invierno anterior, ya no era viable dejar los libros que iba
acumulando en el suelo al borde de la ventana: como toda casa
antigua, el agua de lluvia entraba inmisericorde y más de algún
volumen salía dañado. Por lo demás, los libros que iba juntando
eran de mala calidad. Esos tomos inacabables de Ercilla, con sus
colores rojos, grises, amarillos o negros, sin solapas y con un papel
miserable se volvía insufrible. Pero sin duda, la tipografía era
más atroz aún: una letra diminuta que hacia doler los ojos pasados
apenas una media hora de lectura. Porque de eso se trataba, de leer,
siempre de leer. Las vacaciones eran escasas, las rutinas familiares
eran como una vivencia dantesca por su eternidad que no dejaba salida
y las ocasiones para estar solo, escasas, como una mirada de bondad
proveniente de una chica desconocida. Sí, se trataba de leer porque
ahí había algo que no podía fallar, ahí había algo que todavía
se deseaba perfecto o al menos sin la permisividad de lo que aún
llamábamos “vida” y que encapsulaba con su ritmo cualquier ánimo
de la índole que fuera.
Además, el viejo y solemne mueble del living ya no toleraba más
habitantes: a los libros habría que agregar esas fastidiosas
figurillas de porcelana, las fotos familiares, los tomos pesados e
inútiles de un puñado de enciclopedias baratas y las manías de mi
madre que en todo veía desorden y no toleraba los escasos libros
existentes encima de sus propias chucherías.
Por eso, durante el verano, único tiempo en verdad propio para
cualquier estudiante, la tarea tenía un objetivo claro y decisivo:
encontrar el viejo anaquel plomo que antaño había servido para los
juegos infantiles en la pieza grande, justo cuando el invierno hacía
de las suyas y la humedad era insoportable en medio de tardes largas
y oscuras.
Después de varios días, hallé el viejo mueble. Desvencijado,
apenas destellando un gris opaco, recordatorio de haber sido pintado
con un barniz escuálido hacía años, su madera, en algunos sitios
carcomida por la humedad y el uso, aún se mantenía firme y como
llamando a tareas más nobles que ser un mero receptáculo de ramas y
restos de antiguas podas para el fuego de la chimenea. Estaba feliz.
A pesar de ahora verlo en realidad más pequeño de lo que
ciertamente lo imaginaba o recordaba, aquello no obstante no era un
problema para llevarlo a la terraza, limpiarlo, darle un par de
martillazos necesarios y de ahí raptarlo para mi pieza que pedía a
gritos algo dónde poner los pocos, pero persistentes libros que iban
ocupando el espacio al lado de mi cama. Todo eso, afortunadamente, no
me tomó más allá de una tarde. Pero la presencia del nuevo
inquilino me obligó a tomar decisiones que, no sabiéndolo en ese
instante, se repetirían con los años en otros espacios y con otros
muebles: qué libro privilegiar para habitar el anaquel y cuales
definitivamente desterrar al cajón de los recuerdos o al solemne y
viejo mueble mural del living. Al principio no fue difícil, pensando
que a los quince años los libros que uno tiene son escasos y la
mayoría son heredables para el hermano menor o son recuerdos de
infancia. Bajo esa premisa mi querida colección de Papeluchos
que iba recopilando desde los ocho años vivió su última hojeada
veloz antes de ser desterrada. Lo mismo pasó con mis escasos, pero
queridos volúmenes de Asterix y Obelix. Menos pesar o
nostalgia me asaltó con varios ejemplares de Erase una vez el
hombre. Por otra parte, con el medio centenar de ejemplares del
Quijote de la Mancha en versión de cómics -sucedáneo de la
versión televisiva que alguna vez dieron en los años 80-, no se me
ocurrió por el momento qué hacer: en mi pieza ocupaban mucho
espacio, ponerlos en el mueble del living habría sido una ofensa
para mi madre que los compró religiosamente durante meses. Tal vez
tenerlos en una caja, ordenados dentro de su bolsa azul, sería lo
más pertinente para evitar posibles roces. Pero hubo libros por los
cuales me costó mucho tomar una decisión: ¿qué hacer con Corazón
de Edmundo de Amicis, De la tierra a la luna, Veinte mil
leguas de viaje submarino o Viaje al centro de la tierra
de Julio Verne?, ¿qué hacer con Mónica Sanders, El
diario de Daniel, Alsino o El diario de Ana Frank?
Todos ellos no representaban mi mundo de infancia, sino ese mar
extraño que había comenzado a cruzar desde los diez u once años y
con los cuales aún me sentía unido a pesar de no querer
reconocerlo. Lecturas adolescentes alguien dirá. Puede ser, pero
tampoco me parecía que esos títulos merecieran el exilio. Aunque
varios de ellos no eran de míos en términos estrictos -llevaban el
nombre de mi mamá o de mi papá en sus bordes amarillentos o un
timbre que hacía alusión a la biblioteca del Hospital de Niños de
Viña del Mar, sitio donde años ha, mi mamá había sido enfermera-
los sentía a todos ellos como míos: en algún instante los había
tomado, los había leído ya por ocio, curiosidad o por deberes
escolares. Olerlos y sentir el picazón en la nariz por ese polvo
invisible que se escurría por sus páginas amarillas era una
experiencia que me regocijaba secretamente. Algunos traían
ilustraciones y más de una tarde me quedé arrobado mirando los ojos
melancólicos de Ana Frank o la mirada inquieta de los exploradores
de Verne. Por eso y por otras cosas, desterrar aquellos libros de mi
nuevo orden lo consideré por el momento, impropio. Además las
variadas portadas, con sus colores vistosos, pensaba, agregarían
algo de variedad al nuevo escenario que estaba inventando: romperían
la monotonía de los grises, amarillos, rojos, cafés y negros de las
áridas colecciones Ercilla que estaba dispuesto a raptar para mí
solo y que, perdidas en el estante que estaba en el comedor diario,
se atiborraban de pelusas o polvo, dejando en la indiferencia a toda
mi gente. Por supuesto que a mi no. Tomada la decisión, a esos
libros feos y torpes, les hice habitar el mismo lugar que a los que
se habían salvado del exilio. Apenas hecho eso, el viejo anaquel
plomo quedó casi lleno. Otra tarde ordené los diversos volúmenes
que ahí había. Pero eso es otra historia. Lo importante es que
sentí que mi biblioteca acababa de ser fundada.
II
Mi tía y mis primas vivieron con nosotros cuatro o cinco años. Mi
prima mayor estaba suscrita al Club de Lectores de El Mercurio. Por
tal motivo, cuando vinieron con sus cosas ha habitar el segundo piso
de la casa, fue inevitable que también viniera la respectiva
colección de libros de Ediciones Andrés Bello. Lo curioso es que
rara vez yo husmeaba eso: como tantas otras cosas de mi prima,
aquello era un territorio vedado. A pesar de que todos en casa ya me
bromeaban por mis afanes lectores, nunca hubo entre mi prima mayor y
yo alguna palabra o conversación en torno a los libros o a lo que
leía o qué autor me gustaba o a ella. En fin. Quizás la diferencia
de edad -veinte años- hacía lo suyo y quizás yo pasaba para ella
como un primo chico amurrado y distante. Luego que mis padres y mi
tía habían llegado a un acuerdo y a la inevitable mudanza, pensé
que esos libros quedarían desconocidos para mí por siempre. Sin
embargo no fue así. Ya estaban habitando la otra casa cuando volví
a subir al segundo piso después de varios años: los espacios que
siempre había considerado como míos, volvían en su vacío a
pertenecerme y la soledad tantas veces invocada como una promesa de
felicidad, pareciera que retornaba para restablecer ese diálogo que
quedó interrumpido un otoño de varios años atrás. Pero no fue lo
mismo. Ya no era un niño y si bien el segundo piso con su espaciosa
libertad y sus rincones una y otra vez explorados en mis juegos
infantiles invitaba a pasar como antaño, tardes enteras tendido en
el piso mirando el techo con sus arañas y sus malogrados rincones,
lo que de verdad atrajo mi curiosidad fueron una serie de cajas que
estaban en el que había sido el dormitorio de mi prima. Sin mucho
pensarlo, los hurgueteé pensando en algo prohibido. Mi impresión no
fue menor al percatarme que esas cajas contenían los libros a los
que nunca había tenido acceso. Al principio con timidez, luego con
voracidad, los fui sacando uno tras otro: los veía al revés y al
derecho, hojeaba una y otra vez sus páginas y si bien su formato era
sencillo, los nombres y los títulos me llamaban la atención con una
sugestiva seducción apenas perceptible. Conversé con mi papá sobre
la conveniencia de llevarlos a mi dormitorio y hacerlos parte de mi
biblioteca. Hasta que pasaran algunas semanas y la prima no los
reclamara, poco podía hacer. Pasaron tres o cuatro semanas que
fueron interminables. Al final, cumplido el plazo de eventual
reclamación, en una especie de ceremonia recluté a mi hermano menor
para que me ayudara a bajara las cajas y ya en mi habitación, el
viejo anaquel plomo se vio desbordado con los nuevos inquilinos que
eran una legión grande, vasta y misteriosa: ahí estaban Kafka y
Borges, Shakespeare y Wilde, H. G. Wells y André Gide, Goethe y
Azuela, Neruda y London: mi biblioteca no sólo había crecido
cuantitativamente, sino también en densidad.
III
No es fácil para un estudiante universitario engrosar su biblioteca.
Para mí no lo fue menos. Por un lado, los precios exorbitantes de
los libros que atentan contra la economía de guerra del permanente
discípulo de las lecturas, por otro lado, la voracidad con que se
lee, impidiendo la discriminación razonada, voracidad que se
encuentra signada por la emergencia del estatuto estudiantil: una
bibliografía tras otra y no siempre de las más placenteras,
interesantes o llamativas. Por lo general, esa edad en la cual la
lectura debiese ser un baño tibio de gustos seleccionados para ser
gozados con intensidad, pues se truca en una ducha fría que hiere la
piel, prejuicia el gusto y acelera lo que debiese ser natural: esa
procesión de materiales escritos que deben ser desechados porque su
función sólo es ser útil por un instante. Pero una biblioteca
estudiantil también se ve afectada por esas complicidades
maravillosas que son encontrar amigos y compañeros con afinidades y
obsesiones similares a las de uno. De ahí al intercambio de libros y
a esas transacciones que terminan en alegría jubilosa o en un luto
agrio hay un solo paso. El tiempo pasa y el espacio se hace pequeño:
a los ya sabidos inquilinos de siempre se les agrega un nuevo
personaje en principio indeseable, pero siempre necesario: el libro
fotocopiado y anillado. Ninguna nobleza, ningún interés, ni color:
sólo la funcionalidad para con quien no tiene el dinero para
adquirir esos volúmenes caros y además efímeros que, sin embargo,
se ven cooptando como una plaga no deseada los espacios reservados
desde la infancia para los sueños y para aquellos libros que
escogimos con una naturalidad que creemos perdida. Pero también
están esos instantes en que el mundo nos ha hecho suyo: el llegar a
casa con un libro nuevo, adquirido después de privaciones, juntando
peso a peso, moneda a moneda y que ha sido comprado en una
liquidación, en una librería de viejo o en un azaroso puesto en la
plaza entre carritos de comida chatarra y vendedores de baratijas
varias. El crecimiento es espasmódico y variado: novelas, poemas,
filosofía, sociología. Los saberes y diversos géneros se apuntalan
unos tras otros y nada adquiere relevancia, sino en el ritmo
discontinuo de la sorpresa. Un día es Rimbaud y su Temporada en
el infierno, otro día Rosamel del Valle y su
preciada antología publicada en Monte Avila, otro día, los escritos
de Heidegger sobre Hölderlin y más allá los cuentos de Cortázar
junto con un deshilachado volumen de Schopenhauer que alcanzaste a
rescatar de una librería de viejo. En otra ocasión, las Elegías
de Duino que publica Lumen bajo la versión de Valverde que te
permite al fin, tirar al basurero el manojo gris de las fotocopias
roñosas que te han acompañado por un par de años. A veces la
alegría de adquirir en una buena racha El arco y la lira de
Octavio Paz, junto a sus poemas de Libertad bajo palabra y ser
envidia de tus compañeros que perseguían esas misma edición. En
otra ocasión darte cuenta entre lágrimas y rabia que la tan
anhelada edición de Walter Benjamin está adulterada y le faltan las
últimas treinta páginas, borroneadas y feas…
En el estudiante, la biblioteca se transforma en estación de
trabajo, compañía de madrugadas infinitas y consuelo mudo ante la
propia imposibilidad de leerlo todo. El anaquel plomo está
atiborrado de libros de variada índole, origen y prestigio: a un
lado del Werther de Goethe están los ensayos de Greimas, al
lado de El proceso de Kafka, están las fotocopias de la
Filosofía de la composicion de Edgar Allan Poe junto a
los ensayos de Curtius que justo mañana entran en la prueba de
Literatura Medieval. Entre papeles, hay fotos, entre las fotos,
calendarios, entre los calendarios, lápices antiguos, muertos y
acabados, entre los lápices, papeles arrugados esperando ser botados
en alguna mañana de calma.
En la biblioteca del estudiante, las visitas son peligrosas y
prohibitivas, sobre todo si es un amigo obsesionado como uno con los
poemas de Lihn o Huidobro o con los ensayos de Nietszche: en la
biblioteca del estudiante, todo es cancha y el juego puede correr
riesgo de ser sucio. Mis ojos donde mis manos te vean. No hay
misericordia y a pesar de haber conversaciones sazonadas con una mala
cerveza o un vino no por malo, menos bebible, el asunto no es bajar
la guardia para evitar al día siguiente una resaca no sólo
incómoda, sino también dolorosa.
Aquí no hay orden, sino el aleatorio ritmo de la vida. Aquí no hay
cálculo, sino el necesario asombro de las lecturas intransitivas y
arriesgadas. Aquí el tiempo es infinito y circular y la mañana es
la madrugada y la luz oscuridad, la noche como espacio de lucidez y
la tarde como imposible descanso de unos ojos rojos y marchitos.
jueves, 11 de mayo de 2017
Fulgor y ceremonia: Stefan George
I
Conjuro
es la Palabra
que
adviene desde toda eternidad;
la
tormenta en su escritura
que
provoca asfixia de purísimo silencio.
II
Estos
días crispados por oficio
son
cruce de palomas,
cuerpo
echado de repente
contra
el cielo hermoso,
ventana
de otra sangre.
A
veces imagen de la espuma.
III
Ahora
que esta luz está conmigo
¿dónde
perder el rostro
cuando
el indicio de las aves
señala
alumbramiento?
Mordedura
es el signo
entre
muertes y diluvio;
lo
que apostamos en el juego:
lozanía;
augurio de un nombre
que
no podemos pronunciar.
IV
Alumbramiento;
pétalo
secreto
elevado
en vaivén celeste.
La
ráfaga de vientre y muslos
transmutada
por delirio
donde
se dice la mirada.
V
La
Palabra es liturgia
que
nos bendice en su naufragio.
Hueso
de la llama,
su
caída es mi caída
o
la tuya siempre frágil.
Sol
que en derrumbe agita
mis
dedos como olas,
grieta
que aventura
una
catástrofe sagrada.
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