sábado, 24 de septiembre de 2011

El ensayo como hábitat crítico

En la literatura latinoamericana, el siglo XX bien podría ser llamado “el siglo del ensayo”. La variedad, intensidad y calidad de los textos circunscritos a este género anfibio y multifacético lo aseverarían. Por lo demás, en tanto escritura, el ensayo se ha consolidado con justicia al interior del campo literario contemporáneo, al verse convertido en la espina dorsal de la crítica en nuestro continente. Es de este modo que esta forma escritural ha posibilitado la creación de un espacio reflexivo atento a los disímiles avatares de nuestra modernidad tal como lo ha señalado el escritor hispano-uruguayo, Fernando Ainsa: “(…) el pensamiento latinoamericano se expresa a través de este género (ensayo) marcado por la urgencia y la intensa conciencia de la temporalidad histórica; elaborando diagnósticos socio-culturales sobre la identidad nacional y continental (…) El ensayo reflexiona sobre la diferencia y la alteridad, sobre lo propio y lo extraño en ese inevitable juego de espejos entre el Viejo y el Nuevo Mundo que caracteriza la historia de las ideas en un continente enfrentado a contradicciones y antinomias (…) el ensayo ha propiciado también denuncias de injusticias y desigualdades y ha inspirado el pensamiento antiimperialista o el de la filosofía de la liberación con un sentido de urgencia ideológica más persuasivo que demostrativo y donde el conocimiento del mundo no se puede separar del proyecto de transformarlo. De ahí su intensa vocación mesiánica y utópica (…)”
En este entendido, ensayo y crítica van de la mano en un maridaje que rebasa los compartimentos especializados de la discursividad intelectual en boga, haciendo tanto de la literatura, la historiografía, la filosofía, la antropología, la estética y otros muchos saberes, sus fuentes fecundas y aleccionadoras, convirtiéndose simultáneamente en la respectiva disidencia de los mismos. De esta forma, el ensayo contribuye con la peculiarísima retórica de su enunciado a acrecentar los horizontes del sentido o a su cuestionamiento siempre necesario. Aún más, ha logrado una notable autonomía y no teme manifestarse como poseedor de un saber fundado en una actitud indagativa y exploratoria que, a su vez, se sustenta en el rendimiento estético de su gratuidad escritural en un gesto que pone en permanente entredicho sus múltiples referentes. Por ello el ensayo, convertido en escritura crítica, devela la articulación de las discursividades hegemónicas que se hallan en el sustrato mismo de la “ciudad letrada”, propiciando un correlato alternativo fundado en la distancia que posibilita la autorreflexión que le es propia y característica. 
Tal como manifiesta la ensayista mexicana Liliana Weinberg, esta manera que posee el ensayo de autoconcebirse como escritura crítica, proviene sin duda de la diferencia existente entre él y otras formas de la prosa, diferencia que radica en la ostensible densidad significativa de su puesta en obra, como a su vez, en su organización discursiva que une tanto la voluntad formal como el concienzudo trabajo sobre el lenguaje y el estilo que convierten al ensayo en un tipo de texto con su propia intransitividad. Esto le permite al ensayo revestirse de marcas textuales específicas que remiten a una condición dialogante de su propia configuración retórica, cosa que implica, en pocas palabras, hacer de él una representación, una auténtica poética del acto de pensar, de la experiencia intelectual, de la búsqueda de enlace entre lo particular y lo universal, entre la situación concreta y el sentido general. Es por eso que al ser poseedor de una capacidad de mediación entre discursos, el ensayo trabaja conceptos y símbolos tomados de distintas esferas del quehacer cultural, reexaminando sus posibilidades ciertas de sentido, sus opacidades transitivas y, por ende, subvirtiendo sus significaciones evidentes para inscribir su accionar en un horizonte de interpretaciones posibles sin cuya consideración resultaría imposible el acto de comprensión.
De esta manera, el ensayo es mucho más que un mero hecho de “comunicación”, es mucho más que la actualización de acontecimientos de referencia “abstracta” a un objeto exterior y congelado, viéndose convertido en un permanente enlace entre el productor del texto y la realidad extrasemiótica en una actividad que corresponde plenamente al ámbito de la interpretación. Al interpretar, el ensayista despliega a su vez dos operaciones: el conocer, que lo liga a la indagación conceptual y a la crítica; el entender, que lo liga a la producción de metáforas y símbolos. Aún más, como señala Weinberg, el ensayo es una verdadera hiperinterpretación, esto es, conforme él mismo la define, interpretación no filológicamente fundada. Citando a T. W. Adorno, Weinberg  señala que el ensayo se vuelve entonces un desenmascarador de toda pretensión de existencia de conceptos absolutos.

Ciertamente que apreciar al ensayo como un proceso interpretativo es algo complejo y arduo y que requiere, al menos, de parte del ensayista, atravesar tres ámbitos interpretativos: el círculo de su propio campo intelectual en relación con el cual se vuelve crítico a la vez que creador; el círculo de su propia cultura y acervo enciclopédico de conocimientos y creencias y por último, el círculo de la tradición cultural que dicta las condiciones de inteligibilidad y que es en última instancia una determinada forma de ver el mundo y ordenarlo a través de categorías de tiempo, espacio y persona.
Finalmente es dable entender que el ensayo es una rica y excepcional posibilidad intermedia: el yo que a su vez piensa el nosotros; el yo que a la vez que habla, somete a examen las diversas condiciones de inteligibilidad. Por eso el ensayo, como hábitat crítico, despliega así una verdadera instancia de espacio público, una socialidad simbólicamente traducida como afirmación o como nostalgia de una vida comunitaria.

domingo, 18 de septiembre de 2011

Baudeleriana

Los días han pasado tórridos, cambiantes, sacudidos con su propia pesadez que se vuelve en ocasiones, insostenible. Es justamente en aquellos instantes donde casi por casualidad, la memoria vuelve por sus fueros e invocando la pluralidad de sus imágenes, se asienta en nuestra conciencia con una serie de sentidos capaces de rearticular o sorprender la esbelta arquitectura de aquello que denominamos tedio.
Frente a ello, por convencimiento o destino, condenados o más bien, adscritos a una misión menor, nos lanzamos arrobados a la contemplación que estados poderosos evocan como la silueta perfecta de una ciudad invisible. Esa evocación, ¿es posible comunicarla?, ¿es dable transmitirla?, ¿es lícito intentar enseñarla? Claro que no. De ahí la imposibilidad final, a pesar de ingenuos y sinceros entusiasmos, del Taller o la Clase. Dedicado por años a eso, sé perfectamente de lo que se trata. Pero no deseo rumiar mi descontento o desencanto: septiembre avanza y su viento ensordecedor puede más con mis pensamientos que cualquier pesimismo de cariz histórico.
Esto y otras cosas reflexionaba al leer nuevamente a Baudelaire. Sin él, ni Darío, ni Rilke, ni Eliot, ni Lihn y muchos, muchos otros, tendrían derecho a la existencia. Multiforme, variado, unión perfecta entre una intuición angelical y la pulsión casi animalesca por el lenguaje, es en verdad, el primer poeta moderno. Más que Rimbaud o Yeats, más que Mallarmé incluso –con el perdón de muchos lectores-.
Es que Baudelaire une casi todo: la necesidad trascendental desde lo inmanente, la fascinación por lo invisible, la perversión por la experiencia extrema y el desencanto del vivir en la ciudad, pero convencido de su necesidad. Sus analogías, sus colores, sus perfumes y su escepticismo van de la mano por la pasión por la escritura, como a su vez, su disposición anímica es hoy por hoy, un lugar común, un siniestro y cotidiano lugar común. Sin Baudelaire no es viable pensar la metafísica del aburrimiento en Benjamin o Heidegger, ni tampoco la conciencia que adquiere nuestro cuerpo como punto de inflexión para intentar experienciar el conocimiento.
Para unos un existencialista, para otros un nihilista, para mí todo eso unido por lo más atractivo: un esteta. Leer a Baudelaire me ha enseñado que la aventura de conocer se encuentra ligada sacralmente al placer y, por ende, a la belleza. Y no hay que ser un maldito para dar con esa combinatoria que se vuelve siempre atractiva. Quizás por eso no comprendo o hallo insuficientes a tantos poetas jóvenes contemporáneos: los leo demasiado moralistas para con el lenguaje, cosa que implica, confiar en él para hacerle decir lo impotente en que se ve transformada la buena conciencia burguesa que poseen ante el sufrimiento o la injusticia. Les falta esa ética del placer que Les Fleurs du Mal regala a manos llenas. Ética que no se condice con la moralina de una época como la nuestra que confunde consignas con reivindicación.
Basta por ahora, no deseo embarcarme en justificar mis lecturas. Sólo deseo poner aquí un fragmento que hace mucho tiempo no había vuelto a leer y que, en algún instante, consideré como el contrapunto ideal a las Cartas a un joven poeta de Rilke. Es un fragmento que refiere los efectos mágicos del haschisch, pero que de forma genial, puede ser visto como la descripción de las cualidades del ser humano que desea ser poeta, los temas que deben preocuparle, los usos que debe hacer del lenguaje, la relación que debe existir entre su preocupación mental y la realidad exterior…
En cualquier Taller o Clase estas palabras deberían ser entregadas el primer día para evitar equívocos siempre desagradables, en fin:

“Si eres una de estas almas, tu amor innato por la forma y el color encontrará ante todo inmenso pasto en los primeros estadios de tu intoxicación. Los colores adquirirán una desusada energía y entrarán en tu cerebro con una victoriosa intensidad. Las pinturas delicadas, mediocres o incluso malas de los techos se volverán enormemente vivas; el crudo papel pintado de las tabernas se hará más hondo, como un espléndido diorama. Ninfas de opulentos perfiles te contemplarán con sus grandes ojos, más profundos y límpidos que el cielo o el agua; personajes de la antigüedad, vestidos con ropas sacerdotales o militares, te transmitirán, con sencillos gestos, solemnes secretos en una mirada. La sinuosidad de las líneas es un claro lenguaje en el que lees la agitación y el deseo de las almas. Mientras tanto, se desarrolla en ti el misterioso y pasajero estado mental en que la profundidad de la vida, arrastrada por sus múltiples problemas, se revela totalmente en el espectáculo, por natural o trivial que sea, que se desarrolla ante tus ojos, donde el primer objeto que atrae tu vista se convierte en un símbolo parlante. Fourier y Swedenborg, el primero con sus analogías, el segundo con sus correspondencias, se han incorporado a la vida vegetal y animal que atrae tu mirada, y en lugar de adoctrinarte con su voz lo hacen mediante la forma y el color. La comprensión de las alegorías adquiere en ti proporciones que nunca hubieras sospechado; observemos incidentalmente que este “género” tan “espiritual” –que artistas torpes nos han hecho despreciar, pero que en realidad es una de las formas más primitivas y naturales de la poesía- vuelve a su fuerza original cunado la inteligencia está iluminada gracias a la intoxicación. Entonces el haschisch se difunde por toda la vida como un barniz mágico; la colorea solemnemente y su luz penetra hasta las más inconmensurables profundidades. Paisajes de encaje, horizontes flotantes, perspectivas de ciudades empalidecidas por la cadavérica lividez de una tormenta o iluminadas por el ardiente calor de los soles ponientes; abismos espaciales, alegorías de la profundidad del tiempo –la danza, el gesto o la declamación de los actores, si estás en un teatro; la primera frase que te salta a la vista, si estás ante un libro abierto-, todo y cada cosa, la entera universalidad de los seres, está ante ti con un esplendor insospechado. Hasta la gramática, la árida gramática, se convierte en una especie de instrumento evocador; las palabras resucitan, recubiertas de carne y huesos; el sustantivo en su sólida majestad; el adjetivo, transparente adorno que lo viste y colorea como un esmalte, y el verbo, ángel del movimiento, que impulsa la frase. La música, ese otro lenguaje, amada tanto por las mentes perezosas como por las profundas, que encuentran en ella el descanso mediante la diversificación del trabajo, esta música te habla, te dice el poema de tu vida. Se convierte en parte de ti mismo y tú te mezclas con ella. Te habla de tu pasión, no en términos vagos e indefinidos, como cuando vas a pasar una tarde en la ópera, sino de una manera particular, en que cada movimiento se conjuga con un pedazo de tu alma, cada notase transforma en una palabra, y el poema total entra en tu mente como un diccionario dotado de vida.”