domingo, 6 de septiembre de 2015

Algunos apuntes de lectura sobre Enrique Lihn

En Chile, como en otros lugares de Hispanoamérica, la aventura de la poesía vanguardista llegó a un callejón sin salida a fines de los años 40: ¿agotamiento de los géneros, esterilidad de la expresión verbal o coincidencia con el escepticismo de un mundo que surgía de las ruinas de la Segunda Guerra Mundial? Sea como sea, mediando el siglo XX, la utopía de vanguardia convertida, a pesar suyo, en un nuevo “academicismo” había cedido paso al desencanto ante el grotesco espectáculo que dejaba entrever la Guerra Fría. Pero más allá de detectar con prontitud la legitimidad de tal aseveración, no puede desconocerse que a mediados del siglo recién pasado era posible advertir un momento crucial en la comprensión del desenvolvimiento de la poesía escrita en Chile: los impulsos rastreables en Vicente Huidobro, el grupo surrealista Mandrágora y/o las figuras y obras de Humberto Díaz-Casanueva, Rosamel del Valle y el Pablo Neruda “residenciario” habían jugado sus mejores cartas y se aprontaban a abandonar la primacía del discurso poético. Asimismo, con la aparición en 1954 de Poemas y antipoemas de Nicanor Parra y de Estravagario de Pablo Neruda, como a su vez el surgimiento de un puñado de poetas más jóvenes que desde fines de los años 40 y durante toda la década de los 50 publican sus primeros, segundos y hasta terceros libros, se evidencia un giro hacia un entendimiento más localizado de lo que debería ser la poesía y su ejercicio: por un lado, el compromiso con el avatar histórico y la consolidación –proveniente ya desde los autores de la generación del 38- de una idea o concepto de literatura que mostrase la vinculación explícita con el devenir, encarnado éste en la emergencia social que adquiría un tono perentorio dado el paulatino proceso de modernización impulsado por el estado y el conflicto que ello significaba política y simbólicamente. Por otro lado, la necesidad de dar cuenta de una densidad subjetiva manifestada en tanto “experiencia interior”, en algunos casos con un tono “existencialista” de la comprensión de lo humano y su miseria, como en otros, la de una crisis de fuerte cariz religioso y hasta confesional. A su vez, el experienciar por vez primera -como síntoma de ese mismo proceso de modernización- la aparición de una sensibilidad característicamente urbana que revertía en la necesidad de articular simbólicamente el arraigo o su virtual desacralización o destrucción, propiciaba el cultivo de la memoria en variantes que ya no eran meramente descriptivas como fue la oleada criollista/telurista de principios de siglo y que redundaría posteriormente en la denominada poesía lárica. En todo esto se advierte la búsqueda y la necesidad de una inmediatez expresiva que se condiga con la vivencias de una subjetividad en plena crisis de acomodos modernizadores, pero sin abandonar la mediación del poema en tanto forma y que se muestra como contraste frente a la comprensión que de lo poético poseen los proyectos de estos poetas en torno a la recepción y modulación de la noción de “vanguardia” recibida de la generación inmediatamente precedente. Tratando de sintetizar en una fórmula operativa que nos muestre tal contraste, tal vez los poetas que emergen bajo estas circunstancias dan menos énfasis a un tratamiento “lúdico” del lenguaje que a uno “expresivo” o “existencial”.
Enrique Lihn (1929-1988) es probablemente uno de los poetas que con más ardor experienció este proceso. Su apuesta radical de entender la vida como epifenómeno rastreable en tanto reflexión validada por y en la poesía, lo convierte en uno de los autores más intensos del parnaso chileno y aún del idioma cuando se trata de averiguar si es posible establecer una equivalencia entre vida y poesía. Esa equivalencia a la que apeló una y otra vez la vanguardia heredada desde el surrealismo, para un poeta como Lihn no es algo obvio y menos algo asegurado. Más aún, era un asunto altamente problemático. Su poesía que abarca cerca de 40 años de escritura es un gesto permanente por plantear una y otra vez la validez de su propia existencia: en una época de explosión planetaria, de convulsiones políticas de variado sello, de compromisos  y militancias exigentes y que hacen al escritor terciar de distintos modos su aceptación o rechazo de la realidad, la postura de Lihn en su poesía y en su vida era lúcidamente cauta y cáustica, reflexiva y crítica. En su obra, se cumple el dictum que es propio de buena parte de los escritores de valor en Hispanoamérica: toda creación literaria se valida en tanto contradiscurso imaginativo ante la precariedad ambiental del estado de cosas de la realidad que les toca vivir. “Una poesía escéptica de sí misma” es el lema que Lihn toma de Huidobro y que operativiza para su propio ejercicio escritural con un dejo radical de auscultación que poco deja en pie. Un ejercicio que le distancia del poder, de las camarillas tan recurrentes en los ambientes literarios, un ejercicio que le causa conflictos con tirios y troyanos –derechas e izquierdas hispanoamericanas de pelos crispados y agresivos en el escenario cruel que es la Guerra Fría en nuestro continente- Un ejercicio que indaga feroz los recovecos de la subjetividad –el mundo perdido de la infancia, el desamor en las urbes latinoamericanas, el ir y venir de la imaginación entre viajes y añoranzas, el cuestionamiento de esa misma subjetividad para aplacar los monstruos que ha invocado, la poesía reflexionando sobre sí misma en un acto al borde del suicidio es pos de una lucidez aclaratoria- y que llega al final del día con la única certeza de aceptar al poema como recurso desesperado de inscripción vital e imaginaria.
      En Lihn aquella manera condiciona su insobornabilidad a toda prueba: nunca se instaló en trabajo, ocupación o puesto rentable y seguro. Su existencia “civil” fue una deriva permanente en los arrabales de la “ciudad letrada” y que la dictadura militar chilena agudizó aún más. Así, las prebendas de la sociedad literaria le fueron esquivas y él, por lo demás, nunca las buscó: su desdén crítico era el rostro severo de una eticidad como pocas en el mundo de la literatura. Errante de una ciudad a otra y en tiempos de naciente globalización, nómada de un país a otro, Lihn fue siempre fiel a su propia experiencia, aún a pesar del desencanto más radical, desencanto que conlleva una aguda crítica al estado de cosas respecto al lugar y posición que en nuestras sociedades hispanoamericanas ocupan la poesía y el poeta.
Deslenguado, íntimo, político, existencial, angustiado, lúdico, rebelde y perplejo: su actitud vital se condice con su propia escritura y es de los pocos poetas del idioma que intentó explicar y entender su propia vida desde la peculiaridad demandante de la poesía misma. Muerte del autor y ocultamiento de la subjetividad biográfica en un empeño desmesurado y a veces fallido por su propia utopía negativa, pero también irreverencia locuaz que se plasma en poemas intensos y desconcertantes como muy pocas veces se han dado entre nosotros.

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Enrique Lihn consideraba que La pieza oscura era su libro de poemas que le había legitimado su “mayoría de edad” en la poesía chilena.  Ciertamente, después de publicar Nada se escurre (1949) y Poemas de este tiempo y el otro (1955) bajo sellos más o menos recónditos y con un tiraje menor, La pieza oscura era, en cambio, una publicación bajo un sello de difusión amplia y un reconocimiento crítico-editorial relevante, pues fue un libro que desde su aparición, ayudó a posesionar a Lihn en el campo cultural chileno como una de las voces poéticas contemporáneas más importantes por más que su recepción crítica inmediata no fuera auspiciosa. Los poemas de este libro habían sido escritos en un lapsus que va de 1956 a 1962 y según los comentaristas más informados de la obra de Lihn, la diversidad de aristas desde donde pueden ser abordados, los muestran como un conjunto de una complejidad conceptual, lingüística e imaginativa de primer orden. Ahora bien, toda obra poética relevante se debe a su contexto, no sólo social o cultural, sino también al ambiente literario con el cual comparte obsesiones, imágenes y cierta sintonía epocal. En aquel sentido, para cuando La pieza oscura se publicó, Gabriela Mistral había fallecido hacía muy poco y poetas de primera línea como Pablo Neruda, Nicanor Parra, Gonzalo Rojas y Pablo de Rokha se encontraban en pleno proceso de producción y publicación, siendo figuras conocidas y valoradas que marcaban con sus respectivas obras el horizonte dentro del cual los autores más jóvenes de la época blandían sus tentativas expresivas. Lo que era claro era que desde mediados de los años 50, la rica vanguardia poética chilena surcada por la recepción, buena o mala, superficial o profunda del surrealismo, había decantado hasta constituirse como un eslabón más en la incipiente tradición poética del país y de aquel modo, buscar en ella referencias creativas no era en ese instante un punto de arranque para las prácticas poéticas de autores como Lihn. Era ni más ni menos, una experiencia vital que había devenido histórica. Por otro lado el influjo que una obra como la de Nicanor Parra podía ejercer en la inmediatez de sus invenciones y descubrimientos era un camino tentador a seguir, pero que tampoco estaba dentro de los lineamientos que a Lihn le parecían necesarios explorar, por más que algunos recursos parrianos –cierto fraseo plagado de coloquialidad lingüística, la desacralización del hablante- fueran primordiales en la articulación retórica de varios poemas de La pieza oscura. ¿Cuáles serían entonces las principales coordenadas de este libro? Como ha indicado Carmen Foxley, sin duda las que matizan y dibujan un mapa configurado bajo el alero que posibilita la memoria. Así, en los poemas de este libro es posible advertir la circulación, el merodeo, el vaivén de personajes que asumen roles familiares –padre, hijo, abuela, primos- bajo diversas circunstancias vitales como asimismo, figuras que en su lejanía temporal, se niegan a desaparecer, haciendo hincapié en sus mensajes lanzados hacia el presente del hablante que los invoca: profetas bíblicos, poetas muertos, voces del pasado que van y vienen como fantasmas que recomponen escenas dramáticas o situaciones de traumas reales o imaginarios. Centro desde el cual es posible organizar una lectura de estos poemas es el que le da título al conjunto: “La pieza oscura”. Éste es, qué duda cabe, uno de los poemas más notables de la poesía chilena de la segunda mitad del siglo XX, poema de largo aliento, de un tono pausado y versículo cercano al ritmo de la prosa, poema que gira alrededor de una escena cardinal: la ambivalencia de la niñez ante la pérdida de la inocencia en la iniciación sexual. Pero este poema no sólo es la constatación de una experiencia, es también una vasta reflexión que hace del transcurso de la temporalidad, su centro gravitatorio: los niños que fuimos en contraste con los adultos que somos. En esa dicotomía, la conciencia del tiempo es conciencia de la finitud, conciencia de la muerte y conciencia, al fin, de lo efímero de toda vivencia que trasunta lo fragmentario de toda memoria. En este poema que sirve de pieza ordenadora al resto del conjunto y que le da un énfasis entre trágico y reflexivo, puede apreciarse la densidad expresiva con que Lihn acomete su afán de diferenciación frente a la poesía chilena de su tiempo, marcando además, un camino distinto que lograría la admiración y emulación de las generaciones venideras.

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Publicado en 1969, La musiquilla de las pobres esferas recibió desde su aparición, los comentarios lúcidos y celebratorios de lectores tan distintos como José Miguel Ibáñez, Waldo Rojas, Carmen Foxley y Pedro Lastra, por mencionar un puñado de nombres clave en la densa y variada bibliografía lihneana. Con los matices propios de grupo tan diverso, las opiniones convergen en considerar los poemas de este libro magistrales en todo nivel: formal, temática y estilísticamente. Como nunca, Enrique Lihn da muestra de una constante profundización y variación de su propia escritura, convirtiendo en motivo central de la misma, las reflexiones que suscita la posibilidad de su realización. Poesía que se plantea acerca de la pertinencia de la poesía, autoconciencia escritural llevada a uno de sus límites más lúcidos y productivos.
Las declaraciones que abren el libro –tituladas A modo de prólogo y que en la edición original iban en la contraportada- son aclaratorias y orientan sin duda su recepción, pero en ningún caso se convierten en unilaterales “señas de ruta” que coarten la discrepancia de eventuales comentarios como lo indica en una temprana reseña de 1969 José Miguel Ibáñez. Entre otras cosas ahí se manifiesta lo siguiente: “(…) he terminado por hacer poesía contra la poesía; una poesía, como dijera Huidobro, escéptica de sí misma (…) El valor de las palabras y el cuidado por integrarlas en un conjunto significativo han sido lo suficientemente abandonados aquí como para constituirse –aquella devaluación y esta negligencia- en los signos de un desaliento más profundo (…) A falta de otra salida, creo que me he propuesto, una y otra vez, poner de relieve, por medio de las palabras –sin concederle a ninguna de ellas un privilegio especial- ese silencio que amenaza a todo discurso desde dentro”. Estas palabras marcan una pauta, un seguimiento detenido y virtuoso de la decrepitud, de lo que se denominaría el “desaliento” ante la imposibilidad de la poesía como discurso asible a lo real; crisis de la necesidad histórica a la que la poesía chilena -e hispanoamericana en general- se veía expuesta dado el contexto socio-político de la época con sus utopías que muy pronto –en los 70- desembocarían en las trágicas dictaduras militares del continente. Por ello no deja de ser sintomático la aparente e intensa contradicción entre momento histórico y discurso poético: como queriendo disculparse por parecer demasiado escéptico de las instancias políticas que hacían furor a fines de los 60 y principios de los 70, la escritura de Lihn aparece evidenciando no el supuesto entusiasmo y entrega a “los procesos históricos” que la hora pedía, sino más bien el desencanto y distanciamiento propio de toda escritura crítica. Ese desencanto se trasvasija, ciertamente, en la duda de ver en la poesía una posibilidad emancipadora concreta de la realidad, duda que se extiende hasta poner en cuestión su validez misma como discurso. Poemas tan notables y, hoy por hoy, clásicos de la bibliografía lihneana como “Mester de juglaría”, “Revolución”, “De un intelectual a una muchacha del pueblo”, “Seis soledades” y “La musiquilla de las pobres esferas” que otorga el título al libro, son constataciones fehacientes de ello, pero al mismo tiempo, se muestran como consumados poemas de una factura impecable donde, paradojalmente, Lihn logra un límite expresivo con el lenguaje como rara vez se ha llevado a cabo en la poesía contemporánea de la lengua y que lo hacen ser el poeta que es. Por supuesto que toda poética es tributaria de su contexto, pero ¿clausura eso su entendimiento, su sentido? Aventurando una opinión este libro deviene la necesidad de crear su propia recepción en el contexto que significan los más de veinte años de la muerte de Lihn. Quizás, para fijarse en algo que se transforma en perentorio al ser formulado como pregunta: ¿cuál es la pertinencia de una poética como ésta en nuestra actual sociabilidad literaria? Porque la escritura de La musiquilla de las pobres esferas no es en absoluto acomodaticia, plana o tranquilizadora. Difícilmente podría ser neutralizada con el rótulo de “clásico”, si es que entendemos esa palabra como algo sin vida ni movilidad, como algo fijo per sécula y sin  estimulantes provocaciones: “Un mundo nuevo se levanta sin ninguno de nosotros/ y envejece, como es natural, más confiado en sus fuerzas que en sus/ himnos” Estos versos, tomados casi al azar del poema “Mester de juglaría”, son un recordatorio para entender la precariedad de las pretensiones irracionales de cualquier trasnochado redentorismo que intente fundarse sin asumir la contradicción de su discurso como algo “nuevo”, “original”, “tierno” o “único” y que trasluce su propia violencia fundante que no una asunción crítica de su estado. Versos como del poema recién citado, son dardos venidos desde lejos hacia una actualidad poética a veces ebria de sí misma en un ejercicio que mutila su propia memoria. Pero también implica aceptar que la poesía es una trama difícil que acompaña la historia, pero que ha tenido que renunciar a su orientación y tal vez a su esclarecimiento ya que ha nacido de la contradicción, convirtiendo a ésta en su fecundo origen.