sábado, 23 de mayo de 2015

Marcelo Rioseco sobre mi libro Vendramin


A un año casi de la publicación de mi libro de poemas Vendramin, subo al blog las generosas palabras que Marcelo Rioseco leyó en la presentación. 

I

Resulta increíble, y hasta fascinante, que en un libro como Vendramin el discurso de la alta cultura esté asociado a cierta visión trágica del arte o, en otras palabras, al fracaso de la representación estética.  La asociación no es nueva si se piensa en la historia del arte. Lo inusual aquí es que esta asociación haya sido hecha en 2012 (el año en que mayoritariamente fue escrito este libro) por un poeta viñamarino. Y que el resultado de ello, más aún, se publique en Chile, un país donde la idea de la alta cultura parece diluirse con una espantosa rapidez. ¿Cómo entender entonces este libro que se escapa por todas partes de los moldes establecidos por gran parte de la poesía chilena contemporánea? ¿Es la alta cultura asociada como tragedia decadente, posiblemente romántica y, por lo tanto, crítica de su tiempo y, a su vez, esteticista y autodestructiva, lo que hace este libro tan singular? Sí y no. Sí, porque los temas de Vendramin parecen haber salido casi de circulación en el mundo de la literatura chilena: el arte como algo inútil y maravilloso. Esa piedra solar, refulgente y oscura, pareciera no tener hoy espacio en el mundo moderno. Y no porque la explicación (si es que la hay) de este inusual libro tenga algo más que ver con Ismael, algo que no está en su libro. Bueno, está, pero indirectamente. Ismael Gavilán es un poeta de la generación de los 90. Es mi generación. Y si Armando Roa no dice lo contrario, también es su generación. Algunos de los poetas de esta generación se caracterizaron -en contra, diría, casi conscientemente- por desarrollar escrituras donde prevaleciera un cuidado con la palabra y en que el estilo fue una preocupación. El lenguaje se podía deconstruir, claro. Y muchos poetas así lo hicieron, pero la poesía del feísmo de los 80, la poesía callejera, forzadamente marginal y, a veces, convenientemente política, saturó un camino que en los 90, poetas como Ismael Gavilán, se saltaron con bastante falta de remordimiento y con conocimiento de causa. Para poetas como él, la palabra poética es la palabra poética y no un signo de opresión de la hegemonía dominante.
Esta poesía iría entonces por la vereda de enfrente.
¿Y cómo sé esto? O, mejor dicho, ¿cómo se ve esto? Bueno, basta ponerle atención al título de este libro: Vendramin, el cual es el nombre de una rica y aristócrata familia veneciana del siglo XV que poseyó un palacio en Venecia donde Richard Wagner murió a finales del siglo XIX cuando el palacio se arrendaba en esa época como hotel. Vendramin es así una extraña metáfora: puede ser visto como la torre de marfil del Modernismo, especialmente si pensamos en cómo entró en Hispanoamérica la influencia europea, pero al mismo tiempo, como una tumba, un lugar exquisito que también es el lugar de la muerte. Vendramin sería el archi-símbolo, el epicentro ordenador de este libro que podría verse también como una construcción arquitectónica cuidadosamente pensada. ¿Y cómo decora el autor su propioVendramin? Ismael estuvo cerca de las influencias de la Neovanguardia (la cual, por cierto, nació en Valparaíso). Todos estuvimos cerca. La generación del 80 fue la generación de la posmodernidad, de la Neovanguardia, de La Nueva Novela y por tanto fueron ellos los que comenzaron intensamente a usar la cita, la intertextualidad (velada o profusa), la referencia erudita y la referencia apócrifa, estrategias textuales de las cuales Vendramin se nutre de una manera natural y hasta espontánea. En este libro, citar es realmente escribir. Vemos en estos poemas referencias a Ovidio, a anónimos poetas de la antología palatina, al cine de Luchino Visconti, a escritores, filósofos y ensayistas chilenos, a músicos como el pianista Glenn Gould, a escritores de la talla de Thomas Mann. Entre otras muchas referencias a pintores y poetas, unos son más conocidos que otros, unos más secretos que otros, debiera decir.
Este mundo poblado de los símbolos del arte podría ser mirado con sospecha. Alguien diría: ah, se trata de poesía culta, erudita, pedante. Claro, en Chile no se necesita permiso de la Municipalidad para decir desaciertos como éstos. Pero yo veo –leo- aquí algo muy distinto, y es que me arriesgaría a decir que Vendramin propone lo que propone porque fue escrito por un poeta desesperado, no por un poeta suicida (o quién sabe), sino por alguien que se desespera ante la realidad y el caos del mundo y cuyo único refugio no puede ser sino el mundo simbólico del arte. O sea, la reflexión por sobre el arte en sí, la poesía como objeto del poema. Vendramin es una guía de lecturas y una ruta espiritual, pues ambas cosas -en un verdadero lector- van casi siempre juntas. Poesía de la cultura sí, pero no poesía culta, poesía de la reflexión y la meditación, sin duda. Pero, por sobre todo, poesía vital.  Y digo esto a menos que haya alguien en esta sala que piense que la vida es más intensa que el arte. Por supuesto, esto es una provocación, pero es que para mí,Vendramin, sólo pudo haber sido escrito por un poeta que es un obseso del arte, un apasionado de las formas y el pensamiento. “Solo quienes realmente aman la literatura se enorgullecen de sus citas”, dirá Vila Matas.
       Vuelvo al libro con algunos ejemplos, algunas sugerencias desde mi propia lectura para señalar elementos muy puntuales. Uno de ellos es éste: quizás todo el libro se encuentre secretamente contenido en los cinco primeros versos de este mismo texto. En el comienzo de Vendramin, Ismael escribe:


A esta hora en que el silencio de las aguas
refleja su luz en las piedras transparentes,
el esplendor de cuerpos antiguos
se convierte en fugacidad del movimiento
llevando la floración de una lejana belleza.

Si ponemos atención a estos versos, la pregunta aquí es por el esplendor de esos cuerpos antiguos cuyo fugaz movimiento -quizás no sea éste más que el movimiento de la lectura o, debiera decir más apropiadamente, el de la meditación- arrastra el emerger de una lejana belleza. Apenas termino de escribir la palabra “meditación” y siento que se necesita una aclaración. Los poemas que componen este libro podrían ser vistos no como poemas. Creo que, a pesar de todo, esa categoría -“poemas”- limita o confunde lo que en este libro se encuentra. Me atrevería a llamar a estos textos “meditaciones”, “ejercicios meditativos”. No sería arriesgado tomar prestado el acertado título de Armando Roa “ejercicios de filiación” como una metáfora para entender una cierta manera de escribir. En Vendramin encontramos largos fraseos, un pensamiento inteligentemente insinuado, en los cuales emerge una voz reflexiva, meditativa que parece recordarnos algo que hasta hace poco parecía vital: la experiencia del arte y ¿por qué no?: la experiencia de la cultura también.  Vendramin, así, aparece como un breve, pero denso ejercicio meditativo sobre -como mencioné antes- ciertas obras y algunos personajes del arte. La escritura de este libro, como es de esperar, sigue esa obstinación a la que ya nos tiene acostumbrados su autor: la de la preocupación por el lenguaje.
Como buen poeta moderno que es, Ismael Gavilán también hace de su escritura una reflexión sobre la misma escritura, esto es, sobre la poesía. Y debiera decir sobre la poesía ejercida en este mismo texto. Así al final del poema “Vendramin” -y no es casualidad que este poema sea el primero del libro-, se pregunta:

¿Es entonces este puñado de palabras una interpretación
que proponemos de estas imágenes?
¿o es el poema sólo un desesperado esfuerzo de coherencia
para aplacar el vacío de un cortinaje de máscaras?

El vacío como la última forma de la poesía era una idea que también preocupaba a Octavio Paz. ¿Qué hay detrás de todas las formas que asume la poesía? ¿El intento desesperado de encontrar una línea de coherencia, un sentido final que pueda combatir de alguna manera el “vacío de un cortinaje de máscaras”?
Ismael Gavilán también se atreve en Vendramin con cinco elegías: una para el poeta chileno Eduardo Anguita, otra para el escritor y ensayista Martín Cerda, y tres más dedicadas a: Ennio Monteldo, Ximena Rivera y el filósofo y escritor chileno Clarence Finlayson. Ronda, por cierto, la muerte en las páginas de Vendramin. Pero no es la muerte en sí lo que nos importa, sino la memoria. Por ello la elegía es el género donde el poeta lamenta lo perdido.
Si revisamos los poemas de este libro más en profundidad nos encontraremos más allá de las cinco elegías mencionadas, con apuntes, arabescos, variaciones, citas y reflexiones, como si este libro hubiese sido pensado como un gran borrador, una página de la memoria para ejercitar -y con esto quiero subrayar el carácter infinito de este ejercicio- una meditación profundamente poética sobre el arte que en estos formatos encuentra su mejor expresión. Elocuente es el poema: “Apuntes para una breve historia del arte” donde encontramos la siguiente estrofa:

Movimientos desapasionados en el límite de la experiencia,
anuncios que podrían ser la antesala del fracaso
o la aspiración a decir lo inefable ante un auditorio desierto.
En verdad, ningún poder taumatúrgico,
apenas la recolección de objetos,
la intuición fragmentaria de una sensibilidad enfermiza,
apenas el vacío de signos y palabras,
de colores que simplemente son
pero que, salvo su propia precariedad, jamás designan algo.

El poeta aquí duda -muy en la línea de Enrique Lihn- sobre la efectividad de este oficio, intuye el fracaso, el lugar de la representación podría estar vacío, el arte no cambia nada, las palabras son palabras, los colores son simplemente eso, colores; el arte es precariedad, desconcierto y, probablemente, fracaso. El arte no es otra cosa que un espejo vacío mirándose a sí mismo en “la pesadilla de un espacio en blanco”. Así Vendramin, como la serpiente que se muerde a la cola, vuelve a la pregunta inicial: “¿es el poema sólo un desesperado esfuerzo de coherencia / para aplacar el vacío de un cortinaje de máscaras?”

II
 A modo de coda

Sin duda que la poesía puede ser muchas cosas distintas. Eso lo sabe bien, Ismael Gavilán. Por eso su apuesta es más arriesgada. No quiere estar a la moda, no le interesa liderar una generación, exhibe una natural desconfianza hacia el poder y, sobre todo, hacia los grupos de poder. No tiene talento para esas cosas y, creo, las evita como Superman a la criptonita. Lo de Ismael es la poesía, me diría alguien que lo conoce mucho. Lo dudo. Lo de Ismael podría ser más bien la totalidad del arte y el conocimiento. Creo que por ahí va la cosa. Pero él no es un coleccionista, es más bien un explorador, un alpinista que no busca escalar montañas para llegar a una cumbre sino para respirar un mejor aire. Pero, detrás de este proyecto -si acaso así pudiéramos llamar a esta escritura poética- hay algo que no funciona. O que si funciona, es en negativo, y es esa incomodidad con el mundo que a veces se le escapa al autor, ese desajuste vital, orgánico, intelectual y espiritual que lo lleva a un libro como éste a esa fascinación por cierta forma del abismo que encuentra en la sensibilidad finisecular, la poesía como proyecto total y grandioso (a la manera como la entendía el romanticismo). Hay desencanto en el mundo de Vendramin, quizás cansancio.  El arte como sufrimiento es un tópico que emerge en varios de los poemas de este libro. No es raro encontrar una referencia a Nietzsche, como no es raro que una obra perfecta como Muerte en Venecia, o una ejecución perfecta como eran las de Gleen Gould, aparezcan en los poemas de Ismael. Intuyo que esa antigua y perdida belleza, el poderoso mundo de los símbolos del arte, viene a ordenar un mundo regido por el desencanto, un mundo vaciado de sentido.
Si bien es cierto que Vendramin habla de la imposibilidad del arte, de la encrucijada de la poesía, de la decadencia de la estética, debo insistir, es una escritura de una extraña vitalidad, pues lo cierto es que para representar la tensión de un mundo así hay que tener una energía rabiosamente significativa como la que Ismael Gavilán exhibe en este libro.

Texto leído en la presentación de Vendramin de Ismael Gavilán, en Sala Estravagario de La Chascona, el 15 de julio de 2014.


sábado, 16 de mayo de 2015

El vuelo del ave en la intemperie: Tordo de Diego Alfaro Palma

En la hornada de poetas sub-30 que empezaban a publicar en la década de 2000 siempre me pareció advertir cierto aire de familia que, por metonimia, era altamente tentador de apreciar como representación de un aire epocal que iba muy acorde con la pretensión de establecer una concordancia casi mimética y aún causal entre el lenguaje y su respectivo contexto y, casi siempre, con una urgencia de tono irrevocable. Aire de familia que hacía -y hace- del discurso de la precariedad su estandarte a ultranza, fijando su atención en el descalabro del paisaje urbano en tanto analogía del descalabro personal. Esto, sin duda, era –y es- un modo no sólo de leer, sino también de escribir, asunción de una actitud y no un mero recurso retórico según el decir de varios vates expuestos en la primera línea de nuestra compasiva farándula poética. Es de aquel modo que se puede entender, me parece, esa opción –legítima por lo demás- de poetizar desde una primera persona que no problematiza mayormente el lenguaje y prefiere dejar de lado cualquier opacidad de éste, enfatizando de una u otra manera, elementos paratextuales que, en su evidente exposición, desplazan o dejan en suspenso las eventuales ordalías que implican los devaneos textuales que en su transcurso se cuestionan a sí mismos. Aquel proceder tan loable como insuficiente, implicaba la adopción de posturas críticas que ponían –y siguen poniendo- un especial énfasis en, por ejemplo, la presencia o el uso de elementos massmediáticos en la imaginación poética; o la performance de un habla que mimetizaría las voces de tribus urbanas en aras de explorar, descubrir o poner en circulación una subjetividad herida que, ante el espectáculo socio-político que nos ha tocado ver y vivir, se muestra furibunda, escéptica o transgresora.
Al final, han pasado los años, nos adentramos veloces en la segunda década de este siglo y aquel aire de familia o se ha diluido o se enrarece para cualquier lector que, como yo, ha superado los 40. Lo que hace un lustro parecía la reivindicación trasgresora  de toda una nueva generación, se anquilosa o deviene inmovilidad imaginativa, reiteración expectante o silencio avasallador. No puedo dejar de leer eso a mi modo, es decir, como un dinosaurio de los 90 y por ende, con distancia y escepticismo ante todo anhelo mesiánico o redentorista que de tarde en cuando siempre asalta nuestras letras. Al final me quedo con poemas más que con gestos, aún más, con poemas que son gestos y donde esa subjetividad lacerada que todo poeta joven expone con el corazón en la mano, se retira bajo el silente saber que despierta el lenguaje más allá de toda queja a estas alturas, superflua o retóricamente imposible.
Al final pasan los años y en el recogimiento de esa marea febril que ha sido la “poesía joven chilena de 2000”, relumbran nombres y palabras que han permanecido en el oído y la retina, algunos que en su silencio no estuvieron en esa primera hora junto a otros que han persistido y entregan, hoy por hoy, una fruta más espesa en su densidad lingüística, emocional y experiencial y que hace 5 o 10 años era impensable. Simple maduración dirán algunos. Evidencia para mí de la vieja frase que expresa que el arte es largo y arduo y cuyos ritmos no siempre van acorde con los de la vida, más bien, son otra vida con otro ritmo.
Es en este contexto donde aparecen en mi curiosidad lectora nombres y obras y donde el caso de Diego Alfaro me parece decidor: desde los poemas de Piano de juguete (2008-2009), llegando a Paseantes (2010) y ahora Tordo (2013-2015), lo que aprecio es tanto una búsqueda formal, como una amplitud de la experiencia. Digo esto porque Diego es un poeta que no va a la caza de novedades con poemas siempre distintos, sino más bien, obsesionado con un puñado de imágenes y palabras, reescribe paciente los mismos textos, en un gesto que podría recordar a Gonzalo Rojas, a Juan Ramón Jiménez o más cerca de nosotros a Sergio Muñoz Arriagada o Marcelo Guajardo Thomas. Así esa reescritura es tanto corrección por un poema imposible, como también, exploración de formas diversas en que encarna la escritura. Por ello, Piano de juguete, una breve plaquette, es la antesala de Paseantes y éste, a su vez, es una reelaboración de un conjunto previo –para nosotros como lectores, mayormente desconocido- como a su vez el actual Tordo, es la ampliación de Tordo, publicado en Buenos Aires en 2013. En ese vaivén, lo que aprecio es menos un experimentalismo que una serie de decisiones expresivas como son, por ejemplo, pasar del poema en prosa al poema en verso libre, del poema con pretensiones cuasi métricas, a poemas de un narrar más amplio, de poemas altamente concentrados en su economía lingüística a poemas más extensos de un aliento vertiginoso. Ese vaivén, es tal vez la consideración de esta poesía como un permanente work in progress, consideración que distingue en sus usos retóricos a Diego de otros poetas de su entorno y que hace que en estos años, haya ido creando su propio espacio de respiración, cosa que implica, ni más ni menos, la búsqueda de lo propio y característico, la indagación por lo que aparece transformándose en la imaginación que nos otorga lo permanente.
No pretendo acá, otorgar claves decisivas para la lectura de Tordo, sólo unas cuantas pistas que me llaman la atención y que deseo compartir con ustedes.
No me ha salido fácil abordar Tordo, pero más allá de la excusa de rigor, ¿en qué radica su dificultad? Tal vez en la apuesta heterogénea de su disposición formal que hace que el lector salte de un registro a otro en un ejercicio de gimnasia verbal e imaginativa. Ya de partida, eso me parece interesante: aquí no veo la pretensión de la obra total que haría del libro, una obsesión en tanto engranaje meticulosamente articulado de partes que se condicen unas con otras para otorgarnos una radiografía de un sujeto sufriente, una circunstancia socio-histórica contable o una épica del cariz que fuera. Esa obsesión, tan necesaria y también tan nefasta en su autoritarismo, ha sido no menor en tantos proyectos escriturales de antaño y hogaño como si el simple acto de reunir poemas en un volumen fuera evidencia de poco rigor, falta de una visión abarcadora sobre la realidad o cosa semejante. Felizmente, lo que yo creo ver en Tordo es más que nada la asunción consciente a la luz de su heterogeneidad formal, tanto una crítica implícita a ese dictum como también la evidencia de la impostergable fragmentación de nuestra experiencia, aún más, la imposibilidad de asumirla de modo más o menos coherente en el tapiz de la vida. Ahora bien, esa heterogeneidad, no implica a mi juicio, fragmentación ociosa o descuido inconsciente. Para nada, leo ahí más bien un tono rapsódico que nos abre diversas puertas en invitaciones a conocer y divagar. Pero no deseo en este comentario, ser abstracto. Deseo jugar a local. Pues veo ahí un sabio aprendizaje formal proveniente de la lectura provechosa que Diego ha efectuado tanto de la poesía de Ennio Moltedo como de la de Rubén Jacob. Me explico. No es que las referencias textuales y hasta casi eruditas que salpican los poemas de Diego se limiten a la obra de estos dos poetas queridísimos en estos lares porteños. Para nada. Se trata más bien que en la escritura de Diego vislumbro procederes aclimatados desde la peculiaridad de la obra de los autores de Concreto Azul y el The Boston Evening Transcript. Por un lado, la decisión de escribir poemas en prosa. Por otro, el poema ya en prosa o en verso libre- como una variación, a modo de una deriva que se adentra en vericuetos geográficos, mentales, políticos y emocionales de cierta densidad expresiva.
El poema en prosa siempre ha sido la manifestación de un lenguaje de síntesis, es decir, en su esencia aparentemente contradictoria, integrada por planos disímiles, pero en última instancia, superpuestos, acaso como el medio perfecto para expresar la diversidad de lo que implica contar y cantar, en una simbiosis siempre problemática, pero que de ser bien resuelta, nos deja con relevantes particularidades. Así, en los poemas de Diego, participamos de alusiones extensas a situaciones de asombro, precariedad y lo que llamaría “exposición en los bordes de la catástrofe”. La reiteración bajo nombres distintos a diversas aves, hacen del sujeto que enuncia aquí, una especie de augur: martines pescadores, chercanes y tordos forman una espesura menos de clasificación zoológica, que símbolos puestos en la imaginería necesaria para contar. Pero, ¿contar qué? La propia desolación del presente, pero no en imágenes tremendistas de colapso urbano a las que nos tienen acostumbrados buena parte de los vates nacionales contemporáneos, sino más bien, en un registro de páramos fríos, costas heladas y ruinosas, atardeceres amplios y monótonos, ciénagas y en general, un ambiente de tundra acorde a esa imagen que nos hacemos de un pasaje frío, incluso polar, rocoso y escarpado, como en algunas escenas del cine de Lars von Trier o en algunos poemas de Tomas Tranströmer.  Pero también jirones de memoria, escenas rescatadas  de la infancia como cuando en el poema Madriguera vemos la imagen de un chevy en el óxido del patio entre los juegos de los niños o como cuando en el poema Relatividad general, el niño se oculta en un puente como símbolo del transcurso del tiempo y la luz. En los pequeños poemas en prosa de la primera parte de Tordo, lo que veo es un mosaico de microrrelatos que no renuncian al lirismo a pesar de relatar una intensa desolación que, curiosamente, no es equivalente a la desesperanza, sino más bien a cierto pasmo ante la corrosión del tiempo.
Pero sin duda la piece de resistence de Tordo es el extenso poema final del libro que conforma por sí solo toda su segunda parte. No es la oportunidad, ni hay tiempo para extenderme como quisiera ante este notable poema, poema que, a mi juicio, es hasta ahora el non plus ultra de Diego como poeta y, por ende, su logro expresivo más notable y logrado. Por eso, lo que aquí diga, son meras impresiones muy provisionales. Dividido en 10 partes o secciones, el poema articula una voz que divaga en una deriva que le lleva a regiones de la memoria, espacios físicos y lugares imaginados, de un modo tal que, como decía, nos recuerda el procedimiento de variaciones que Rubén Jacob  consagró en su poema The Boston Evenening Transcript. Pero no es una voz que se hace a modo de un extenso monólogo de una conciencia que se asedia a sí misma con parsimonia. Para nada: en todo el poema, vemos que el sujeto se dirige a un tú, una tú que apreciamos como presencia femenina y que se nomina bajo el nombre de  Jean de Montreal, en un procedimiento de estructura para relatar ya célebre que el poeta vanguardista francés, amigo y contemporáneo de Apollinaire, Blaise Cendrars inauguró con su maravilloso poema Prosa del transiberiano. Pero la gracia del poema de Diego no es que se remita en su forma y contenido a emular simplemente los procedimientos retóricos ya de Jacob, ya de Cendrars, sino que lo que hay ahí es una aventura que ausculta en su transcurso una serie de recovecos espaciales y emocionales que hace de la pregunta su propia respuesta. Jean de Montreal, es muda, no la vemos hablar, no escuchamos su voz, pero nadie nos dice que puede estar susurrándole al oído del sujeto del poema, sus posibles salidas a terreno, sus admoniciones y sus recordatorios necesarios para hacer del gesto de quien ahí habla, una viaje que recorre diversas instancias. ¿Y qué se nos muestra en este viaje? Ningún paraíso artificial, ninguna serenidad ante la consumación del tiempo y la experiencia, sino más bien, una tensión que pone en entredicho la seguridad misma del sujeto que enuncia, seguridad que nos hacía creer en el poema como refugio ante la desolación del presente. Para nada. En este poema, lo que vemos o a lo que se nos invita es a recorrer la imposibilidad de todo asidero: la crisis de la imaginación, la precariedad de la responsabilidad humana ante la destrucción del entorno, la voracidad de la historia con su cruel violencia, los espasmos de la memoria para ver si aún hay puntos de referencia antes de la deriva total Y nosotros, como lectores, a la intemperie ante una aventura como ésa. Para mí, este poema de Diego cumple la clásica exigencia de nuestro medio  -que no por eso, la compartimos siempre- de que la poesía debe dar cuenta no sólo de sí misma en tanto poema que se autocritica en un ejercicio de reflexión metapoética, sino que también da cuenta de un gesto de protesta, de amonestación moral y hasta política, pero todo ello sin renunciar a ser poema, es decir, sin renunciar a concatenar imaginativamente un fraseo verbal que posee su propio impulso rítmico. Como un panóptico que nos otorga la simultaneidad de visiones en su despliegue temporal, este poema muestra nuevamente lo conflictivo que significa el contar sin renunciar al cantar, en otros términos, el conflicto –siempre productivo- si acaso es dable, una épica desde la subjetividad lírica.
Con este libro, Tordo, Diego Alfaro da un paso respecto a su propia poética, un paso que reconvierte poemas del pasado en una escritura exigente de presente. Ese dinamismo, silente y persistente, es lo mejor que un poeta como él, nos puede regalar, un obsequio que agradecemos y que siempre estamos dispuestos a leer.

* texto leído en la presentación de Tordo en la Sala E, Librería Metales Pesados, Valparaíso, mayo 9 de 2015 y publicado en lacallepassy061.blogspot.com