lunes, 31 de diciembre de 2012

Este año 2012, pasaron muchas cosas, varias de ellas inesperadas y otras, tristes y curiosas. Pero sin duda, una de las que más impacto o relevancia tuvo para mí, fue el fallecimiento en agosto, del poeta Ennio Moltedo. 
En su momento fui incapaz de escribir alguna nota o alguna palabra que tuviera algo de sentido. Su pérdida para mí y para varios, nos dejó, literalmente mudos.
Sin embargo, no deseo concluir el año, sin subir al blog, un poema que escribí hace un tiempo y que tiene al autor de Concreto Azul como protagonista...o eso creo yo al menos.
Espero que los lectores que vean esto no encuentren el poema demasiado malo. Lo irónico de esto es que me parece un texto sincero. Sea como sea, me despido de este año 2012 con este poema dedicado a Moltedo.


Elegía para Ennio Moltedo

En este derrumbado cielo de agosto, cuando la noche viene a interrumpir
al tiempo que se hallaba fuera del tiempo como un furtivo cazador de madrugada
y con esa llovizna que vuelve legible la palidez de otras tumbas
cuando en el horizonte el mar intenciona la desolación
de nuestra frágil conciencia y se hace verosímil
aquel estremecimiento que decía bien, mis ojos ahora descansan
y la incertidumbre sólo era como la humedad de la brisa
y ya no una palabra que hubiese significado en algún poema tuyo
una interrogante frente al misterio y no la pausada
pero firme aseveración pronunciada por la muerte
es entonces cuando las comparaciones se vuelven odiosas
y el eco de cualquier lamento llena el espacio como el tartamudeo del agua
que se inclina ensimismado desde la lejanía de un mar abolido.

Pero tú sabías más que todos nosotros que el mar es el misterio
que pregunta por la insuficiencia de los días,
tú podías comprender que el enigma aguarda entrar en el círculo
de las significaciones posibles como ese alcatraz que dibujaste
a mano alzada en los pliegues de tu escritura
o como esas evocaciones infantiles donde, más que inocencia,
había asombro, una sensación pasmada por ese presente eterno
en que el sabor de unas frutillas o la sombra dulce de un aromo,
eran tregua para un verano que se prolongaba más allá de la trizadura
de nuestras imágenes que, hoy, hemos perdido a sangre y miedo.
Como en una fotografía que no lo es en su claroscuro
el vaso de leche, el juego con hermanos y primos, las golosinas
otorgadas como promesa para después del Angelus
y todos esos elementos que ahora se nos han hecho imposibles,
habitan entre tus palabras, queriendo ser más que palabras:
quizás la certeza de esos años que nos atormentan por su transparencia
y que en su origen eran cosas palpables como experiencias del mundo
que no requerían explicación alguna; cosas donde la nostalgia
no tenía cabida y el lenguaje tenía pretensiones más modestas,
más sencillas, pero tan verdaderas como un apretón de manos
o la delicia de un dulce de mazapán
o las aventuras que narraban London y Salgari.

Ahora, en extraña simetría entre aquel instante y la consagración presente
este derrumbado cielo de agosto atestigua a esas nubes
como la tibieza aclaratoria de un vendaval inminente,
atestigua nuestro silencio más por impotencia que por hastío,
como si la evasión a que obliga la angustia fuera un requisito para vivir
la necesidad de un idioma que no despertara mutilado por sí mismo.

Con esta llovizna que vuelve legible la palidez de otras tumbas
toda interrogante evidencia la insuficiencia de los días
haciendo cumplir la ley inexorable que ni el mar sabe comprender.
Así, mientras quienes te debemos alguna palabra, balbuceamos inquietos
la posibilidad del error o nos encerramos en el mutismo
de una realidad desquiciada, un niño en la arena de una playa
dibuja un muelle, una manzana o una gaviota
sabiendo que este melancólico mediodía sólo será la ceniza del invierno.




jueves, 20 de diciembre de 2012

La dirección orquestal según Sergiu Celibidache






EL SONIDO
La música no es de naturaleza estática, no existe como un Dasein Zustand, esto es, como un estado definido. Siempre está en evolución, sin alcanzar una forma definitiva de existencia. ¿Dónde se halla la Séptima Sinfonía de Bruckner?, ¿en la partitura? Ésta no es más que una señal, una estenografía que nos permite, si la seguimos, vivir la música. Es un modo para utilizar el sonido. Pero la música no es el sonido, y, sin embargo, sin él no puede materializarse. El sonido puede devenir música si se dan determinadas condiciones. El sonido, que en primer lugar es un agente físico, puede trasladarnos más allá de cualquier contingencia física. Todo deseo de comprender y gozar de las relaciones entre los sonidos y su vínculo con el mundo afectivo humano puede ser trascendido. Dicho esto, la relación del hombre con el sonido no es simbólica como el lenguaje, sino directa. El sonido ocupa una posición especial en la estructura sensorial del hombre; no conozco un camino más breve que el sonido para llegar a la trascendencia.


LA TRASCENDENCIA
Cuando dirijo, no hago música, sino que creo las condiciones para que la gente pueda trascender el sonido. No existe trascendencia sin apropiación. Cuando estoy delante de una orquesta, me siento como un escultor frente a un bloque de piedra; cuando ha dado todos sus golpes, queda, por ejemplo, una cabeza de hombre.
¿Cúal es el denominador común de todo lo que hago cuando dirijo? Nunca dejo de decir no: "No, no es así, ¡es demasiado veloz! Así no, habéis tapado a la segunda trompa ... No es el tema, el tema está allí. No, no y no", para que al final aparezca el "sí". Pero el sí no soy yo quien lo construye, sino que sólo creo las condiciones para que cada uno pueda hacerse una idea del sí. Sin embargo hay músicos que jamás podrán modelar un sí. La mayor parte de ellos ha reducido la música a una alternancia discursiva de acontecimientos completamente aislados del contexto. Por ejemplo, cuando una melodía concluye, en general, se reanuda la frase demasiado alta, o demasiado baja. En realidad, es necesario reanudarla exactamente donde la otra termina. Ello puede realizarse, pero nadie tiene la menor idea de lo que es este concepto, la Raumlichkeit, la espacialidad, si se quiere. Si hay tres compases tocados por la flauta acompañando a la trompa, ¿cómo se debe componer íntegramente el pasaje? Algunos elementos tienen que hallarse en la conciencia de quien los toca, y éste debe tener la concepción de lo que busca. Cuando me encuentro frente a la orquesta, estoy delante de múltiples informaciones ¿Cual es la tendencia, cual, el único objeto que mi acto de voluntad tendría que seguir? el de reducir esta multiplicidad a una unidad cualquiera, y la reducción no se entiende como pérdida o eliminación. 

EL LENGUAJE
Hay quien afirma que la música es un lenguaje, cuando en realidad es todo lo contrario. No existe un concepto capaz de definirme el árbol, existen millones de árboles, y, a través del concepto hablo de todos y de ninguno. Mientras que en un Do mayor, ¡no hay equivoco! si conmueve, conmueve, y si no, es mejor olvidarlo. Aquellos que poseen la gracia de percibir el efecto del sonido sobre sí mismos, pueden practicar la meditación. ¿Acaso el lenguaje es menos real que la música? No se trata de una realidad igual para todos. Ustedes se conmoverán por una frase y yo no, pero sabemos cómo van las cosas, entre un Do y un Sol, por ejemplo, no porque deseemos que sea así, sino porque es así. ¿Qué podéis explicarme de la extraversión de una quinta ascendente, de que el Sol sea el derivado del Do?. Si no la experimentáis, no insistamos. Si, al contrario, la experimentáis, no hay nada que explicar, porque la explicación se daría con los instrumentos del lenguaje y los conceptos, y la música no tiene lógica. Es verdadera. compositor ha puesto su obra en el mercado, interviene una persona, el intérprete. No se sabe sin embargo de qué es intérprete. ¿Quizás de lo que permanece? Esto presupondría que supiera algo acerca de ello. ¿Como podría, pobrecito, si nunca ha sabido que existe? Se quedará al nivel de la fisiología del sonido. El forte se toca de modo distinto que el piano. Es más fácil asociar el forte a la violencia que a la suavidad, y éstas son asociaciones primitivas. Un "intérprete" con gran temperamento realizará contrastes, pero, ¿responden éstos a los contrastes que conmovieron al compositor? La proporción de las relaciones, desde el punto de vista de la tensión y la estructura, tanto en la vía de la expansión como en la de la resolución no es susceptible de ser interpretada. El intérprete puede ignorarla, y en lugar de volver a conducir esta vía hacia lo permanente, inquieta el carácter débil del hombre, con todas sus inevitables asociaciones. 

LA CREACIÓN
El compositor desconoce todo esto, no tiene ningún modo de acceder a su composición. ¿Cómo es posible que Stravinsky o Hindemith dirigieran tan mal sus obras? Ravel, pobrecillo, entraba en crisis cada vez que dirigía. Lo que ha inquietado y conmovido a los compositores y fecundado su creatividad es de origen racional. Pero sus mentes han crecido a velocidades próximas a las de la luz. Dicho esto, somos incapaces de recorrer el proceso inverso partiendo de la materia inerte, representada simbólicamente por la partitura, para encontrar el edificio vivo que les ha permitido vivir algo que pertenecía al orden de lo permanente. 

LA CONTINUIDAD
¿Existen relaciones entre los movimientos de una sinfonía? Sí, pero no de naturaleza formal, a menos que el compositor introduzca, como Bruckner en la Quinta Sinfonía, el tema del primer movimiento en el último. Los movimientos se integran unos en otros. En algunas sinfonías, como en la Tercera de Beethoven, el cuarto movimiento no tiene nada que ver con los demás. La idea es heroica, noble, y en cambio presenta errores. El hecho de que el compositor sienta el Continuum, en el que navega, y que todo error que podría desviarlo de éste le resulte evidente, no es de naturaleza material, y esto lo saben bien quienes estén familiarizados con la filosofía oriental. En Mozart existe una continuidad inexplicable. No puedo creer que un hombre tenga la capacidad de captar antes de comenzar la amplitud del fin. En el comienzo está todo. El acto de crear la música es similar al acto de pensar, que es simultáneo. En Mozart, cada nota es tan libre que podría ser otra, y al mismo tiempo tan determinada que no puede ser otra más que la que es. En una frase de Mozart, en una serie de cinco notas, las relaciones son tan claras que podría en lugar de ir a Mi, permanecer en Sol. Mientras que en Wagner el cromatismo determina la función siguiente. 

EL “TEMPO”
Un día le pregunté a Furtwangler: "Maestro, ¿como se ejecuta este pasaje?, ¿cual es el “tempo”?, ¿a qué velocidad debo afrontarlo?". 'Sowie es klingt'. Todo depende de cómo suene mejor - me respondió - Ello te indicará en qué “tempo” debes hacerlo". El metrónomo no puede indicar cuáles son las condiciones en las que puedo realizar el acto de la trascendencia. ¿Pero se trata de un acto de mi voluntad? En absoluto. El “tempo” tomado como objeto, tal como lo consideran los idiotas que escriben sobre su partitura "la corchea a 72" no existe. El “tempo” es la condición para que la multiplicidad de los fenómenos que se presentan a mi conciencia puedan ser seleccionados por esa fuerza que ella posee, esa capacidad única de reducir la multiplicidad y transformarla en un todo muy complejo, una unidad de la que podemos apropiarnos para después dejarla, y trascenderla para sentimos libres frente a la unidad siguiente. Cuanto mayor es la multiplicidad, más lento es el “tempo” materializado, entendido en su dimensión física. Pero en realidad el “tempo” no es lento; no es lento ni rápido. Actualmente el “tempo” se ha convertido en un objeto que se puede determinar con una medida física. La convención de medir físicamente el “tempo” es absurda. El “tempo” físico no existe en la música y, sin embargo, los críticos y los imbéciles que enseñan en los conservatorios continúan midiéndolo. El “tempo” no tiene nada que ver con la velocidad. ¿Qué decía Bach al respecto? Que quien no es capaz de valorar el “tempo” leyendo el “tempo” musical - el Tonsatz, como lo denominaba - haría mejor en abstenerse y renunciar a la música. El “tempo” no tiene una existencia individual, nunca podrá ser hipostatizado. En una buena acústica seca, esos mismos fines se reducen mucho. ¿Cómo se materializa todo ello? Con el reloj. He aquí porque los críticos idiotas, que ignoran cualquier contacto natural con el fenómeno del sonido, dirán que he tocado dieciséis minutos "de más". Cuando afirma que "es demasiado lento", el crítico, el niño, el pobre, ¿ha reducido la misma riqueza de elementos que yo he reducido? ¿Siente lo mismo que yo? No persigo únicamente relaciones en el ámbito físico, sino correspondencias en el ámbito astral. Otro mundo avanza al lado del de los sonidos. Algunas octavas, las armónicas naturales, son totalmente controlables en Ravel y Debussy. Pero el crítico, condicionado por su inevitable ignorancia, controla a duras penas los sonidos directos. ¿Cómo queréis que sepa algo de las octavas y de las armónicas? Como no las siente, no necesita el “tempo” de la reducción. Cree que el “tempo” viene dado por el metrónomo, es decir por una fuerza organizada, un sistema referencial que procede del mundo exterior y se introduce en un proceso vivo como el nacimiento y la desaparición del sonido. ¡Se confunde la materia, con el espíritu que la anima! El maestro Furtwangler tocaba un adagio el doble de lento que otro director, sin que pareciese lento. Ponía tanta expresión en los elementos que se contradecían, se completaban y se armonizaban, que hubiera podido ser tres veces más lento todavía. Un día le dije: "¡Que bello es, que lento! y me respondió: Si, pero para hacerlo tan lentamente, hace falta tener los contrabajos con una resonancia extraordinaria, e instrumentistas que se impliquen totalmente. No podría hacerlo con una orquesta americana". 

LA SUBJETIVIDAD 
La música no es bella, sino verdadera. Puede ser bella también, ello no molesta. ¿Cómo se entiende que es verdadera? Es verdad que ustedes viven, he aquí una verdad con la que podemos contar. A partir de este concepto, puede encontrarse, o no, a Bruckner. Cuando en una sinfonía sólo hay dos temas, ¿de dónde procede el contraste entre ellos?, ¿quién lo crea? Es la fuerza interior, la vitalidad del mundo afectivo del hombre. La relación del hombre con el sonido no es de naturaleza simbólica, como el lenguaje. El vínculo entre el intervalo y el mundo afectivo del hombre es directo. Es el hecho de ser conmovido primero de un modo, y después de otro, lo que crea la oposición, que no se halla en lo material. En efecto, en la partitura, nada puede mostrarnos la vida. No hay modo de acceder a esa idea, pero se puede vivirla, extraerla de su ámbito ontológico y decir "¡es ésta!" No hay un sólo acontecimiento musical que sea aislable. Todo está unido. 

LA MODULACIÓN 
El arte de la modulación armónica consiste en dejar una tonalidad, encontrar un campo neutro y después fijar con una cadencia una nueva tonalidad. Si paso del Do mayor al Sol mayor, es un paso, no una modulación. Si, abandonando el Do mayor, consigo dejaros manifestarme más o menos indiferentes, en un campo neutro, y si, a continuación, llego al fa menor, he realizado una modulación armónica. Mozart y Bach modulaban a la perfección. Pero si les hubiéramos preguntado por su secreto, no habrían sabido qué responder. El hombre más dotado en su tiempo para mover y mezclar las armonías era Max Reger. Escribió un libro sobre las modulaciones armónicas y dejó cientos de ejemplos, entre los cuales sólo dos valen algo y el resto demuestra que no sabía de qué hablaba. Nunca había reflexionado sobre las fuerzas y los principios según los cuales se puede dejar una tonalidad y establecer otra. Bruckner no escribió un libro sobre modulaciones, y en cambio realizó algunas extraordinarias. Modulaciones tridimensionales. Desde el punto de vista de las modulaciones, Bruckner es uno de los más grandes compositores de todos los tiempos. Junto con Bach, que poseía un sentido exquisito, del espacio armónico. La modulación del final de la Cuarta Sinfonía de Bruckner es asombrosa. Todas sus grandes sinfonías tienen una modulación única al final. Beethoven, en cambio, se equivocó muy a menudo, y en la Heroica, pasa del La bemol mayor, ¡para llegar al La bemol mayor! ¡Es inaudito! No era consciente de los antagonismos y de su irreductibilidad como Bach y Mozart, que nunca escribieron nada similar. Mozart de pequeño, cuando todavía no había profundizado su aproximación a la música, jamás se equivocó. Ni tampoco Haydn, y Debussy tiene un mérito mayor todavía, porque ya no existía ningún criterio. La técnica de su tiempo no le ofrecía los elementos necesarios para orientarse de modo distinto; lo hizo gracias a su genio, explorando un territorio totalmente desconocido. 

EL ESPECTRO
El hombre puede sentir, captar y percibir la octava. Acústicamente, la octava superior de una nota vibra con una frecuencia doble de la frecuencia de la nota original. Los demás sentidos no perciben más que una región de la octava. El sonido ejerce tal poder sobre el hombre porque todas las sensaciones sonoras están contenidas en el interior de las octavas. He aquí un sistema de referencia que no se puede ignorar, cambiar, ni sustituir. Las radiaciones del espectro visible tienen una longitud de onda comprendida entre 0,4 micras para el violeta extremo y 0,8 para el rojo extremo. El doble de estas longitudes, que constituiría la octava, está más allá de nuestro sector perceptible, y no captamos sólo una, sino nueve o diez octavas auditivamente. Sobre la octava, por otra parte, ha escrito todo el mundo, incluidos los grandes alquimistas cuyas conclusiones no eran de orden matemático ni material. Los alquimistas no iban en busca de oro, como normalmente piensa la gente, sino que iban mucho más allá de la pura anécdota. 

BIOGRAFÍA 
Sergiu Celibidache nace en 1912 en Iasi, Rumania. Trasladado a Berlín estudia composición, dirección de orquesta y se licencia con una tesis sobre Josquin Desprez. Son los años en que colabora con Wilhelm Furtwangler. Desde 1945 hasta 1952 es director de la Orquesta Filarmónica de Berlín. De 1953 a 1962 dirige regularmente al Teatro de la Scala. A partir de 1976 es profesor en la Universidad de Mainz donde enseña fenomenología de la música. En 1979 es nombrado director artístico de la Orquesta Filarmónica de Munich. Le interesaba el budismo y el zen y era seguidor de Sai Baba. Consideraba la enseñanza como una de las mayores misiones humanas. Murió en 1996.



miércoles, 19 de diciembre de 2012

En agosto, el verano


O soleil c’est le temps de la Raison ardente
Apollinaire


Habíamos dejado de estar arrimados a la marea
que el fragor cotidiano ofrece como una promesa lapidaria
para desplazar todo intento de irremediable certeza.
Era verano sin duda,
era la estación que semejaba un pequeño dibujo
como esos arabescos que seducían nuestra niñez ¿recuerdas?
esas entradas ígneas que avizoraban una especie de ritual
al que muchas veces nos negábamos, no por la insistencia
de nuestra incredulidad, sino por esa disposición de que era capaz
la exageración del sentido -su ausencia probable- una deriva
que plasmaba como en un cuadro de Bacon la descomposición
de las facciones, la disolución de la mirada, la ironía suprema
de las manos carcomidas por la espuma,
los señuelos que giraban como en espiral para derrotar nuestra astucia
o esa cruel opacidad que se filtraba en el ramaje nocturno.

Habíamos dejado de estar arrimados a esa marea,
también a la transformación fascinante de los espejos que daban vueltas
una y otra vez sobre sí mismos, como queriendo representar
un diseño de Vasari o una disposición ceremonial
de una época anterior y prohibida que indicaba la necesidad de ajustar,
detalle a detalle, el desbordamiento imaginario de toda escritura.
En el mejor de los casos era la afirmación de un modelo pensado
como referente de nuestra memoria, una especie de autorretrato
empujado por su propio impulso hacia una finalidad
que se perdía en la indistinción de su horizonte
que, llegado el momento, asumía su luminosidad extraviada
como un anciano ciego atravesando una tierra estéril
o como ese naufragio de nuestra conciencia que Gericault
había simbolizado de modo maestro con los recursos clásicos
de una textura reconocible.
En la disonancia de ese principio, radicaba tal vez la extrañeza soberana
que el arte pone en tensión, obligándonos a superar nuestra interioridad
como si fuera un ejercicio de perspicacia donde el “mundo” o “lo real”
se preciarían de ser símbolos, alegorías; designaciones ambiguas
de una ilusión permanente que pudiera certificar nuestro cuerpo,
nuestra desesperación o ese musgo que carcome sueños y viejos hábitos.
Pero el verano avanzaba sin necesidad de corroborar aquella experiencia,
sin necesidad de plantearse a sí mismo como condena o escapatoria
donde ese laberinto que toma razón de todo preámbulo
era el apunte movedizo de una verdad que vegeta
al alero de nuestra doliente incertidumbre.
El verano avanza, gira, toma impulso, abre una brecha
entre lo real y lo imaginado, descubre los intersticios de la piel,
seduce la legibilidad del dolor como un juego adolescente,
configura los espacios requeridos para el placer,
restituye la humedad del humor melancólico, pronuncia palabras
que prevalecen en la fantasía del tacto, ilumina oscuramente
la caída de nuestra fragilidad en la música de toda anulación.
El verano siempre se iguala a sí mismo
en esa perfección que sería envidia de un paisaje de Turner,
una señal cierta que bosqueja altiva las fronteras
dentro de las cuales nos movemos entre indiferentes y deseosos,
con la indolencia de exponer en el lenguaje
aquello que el propio lenguaje abominaría,
el indigesto vuelco contra nosotros mismos
donde la referencialidad que nos hace creer como verosímil
el sagaz encantamiento de cualquier fábula es una cantinela subjetiva
erigida en el non plus ultra de toda configuración,
de toda forma que se precie vívida a pesar de su fracaso.

Es verdad que habíamos dejado de estar arrimados
a la seguridad del equilibrio, a sus promesas irregulares
como creyendo en banderas de reinos de celofán que, cuando niños,
aseverábamos conocer en sus íntimos detalles, parafraseando
en la inocencia del juego, un ensayo del poder.
Es verdad que los espacios abiertos por la percepción
invitaban a explorar un territorio de imágenes, de rostros
o de simples gestos que demasiado a menudo se confundían
con la presunción de conocer lo real por medio de un exceso físico
cuando su única satisfacción era la embriaguez del enmudecimiento
o ese deseo vano de captar la imposibilidad de decir algo a alguien.
Sin duda nuestra experiencia se halla corroída
como el barniz de un mueble antiguo,
pero en la necesidad de plasmar ese viaje imaginario
con que todo poema se justifica, la realidad puede tolerar la irrealidad
como su doble necesario, puede simular la fantasmagoría
con el sagrado rencor de las resonancias metafísicas,
puede sobrellevar esas gotas de locura que vuelven amables
el incidente siniestro con que rotulamos lo que no es posible significar.
No hay otra manera:
símbolos, inscripciones o representación metafórica del Leteo,
del silencio, la mudez o de cualquier otra prevención
que se agita mineral en las playas del olvido
como esos escondites bajo el árbol o al fondo del patio
que reservábamos para huir de los adultos o de nosotros mismos
y que retornan como el vértigo existente frente la página en blanco.
Lo que se mueve en el espacio difuminado de una fotografía rota,
en el crujido del aire que entumece labios y sangre
y que en la variación del miedo permite la agonía de nuestras certidumbres,
es, en verdad, el enrarecimiento de la distancia entre palabra y acto
una significación vacía que dibuja una oscuridad ajena
que apabulla al mirlo y extravía al estornino
que simula un cortinaje metálico que vuelve obsesivo el afán del suicidio
y que es el guiño con que la vida se desprende de sí misma para persistir.

Nada nuevo:
esto siempre sucede cuando un olor intenso se desgaja
de los restos amurallados, de los restos que articularon palabras
cuando la sed oscurecía las ciudades.
Era evidente, ningún misterio,
ningún secreto profesional por ocultar: todo se develaba
en la convicción de experimentar nuevas formas,
en la inercia que motiva el desprendimiento bajo la intuición
de instalar un fragmento encendido, alguna figura precipitada
bajo su propio peso rotatorio y que antecede a esas preguntas incómodas
que la distancia emplea como representación de la nostalgia.
De esa manera, verás que el zumbido del abejorro
y el filo azul del pedernal prepararán el advenimiento
de algo más vasto que el silencio, algo semejante a esos cuerpos
plasmados en un lienzo de Egon Schiele
que expresan la queja de su dolor con la mirada extraviada y sin labios
y donde ninguno de nosotros puede aseverar un goce estético placentero.
En el dictum de Adorno, aquello es la asunción de la negatividad
como representación, pero eso, ciertamente, sólo es una jerga hueca:
perdido todo principio, la proporción de una belleza ideal
es la inversión del espejo y el despojamiento de la luz
como la proyección en una pieza oscura de una sombra redondeada
por su propia distorsión inverosímil.

Nada nuevo:
en la sucesión de los días se desplaza la disolución
de lo que parecía conforme a esas leyes antiguas
que facilitaban puntos de referencia como cuando una palabra
adquiría para un niño, una prestancia casi mágica que no era equivalente
a la transparencia, ni a la necesidad de comunicar sentido:
con nuestro cuerpo tan acostumbrado a las nubes
donde el movimiento mismo se convertía en ceniza de la velocidad celeste,
el dominio del tacto aseveraba conocimiento, no caída,
curiosidad o maravillamiento, no escepticismo.

Hay quien huye del designio en la marca arbitraria de las inscripciones.

Ahora el verano avanza a pesar de todo desorden
porque se debe a sí mismo esa idealidad
que habita en su propio transcurrir, en su fidelidad
que reproduce lo que nuestra condición errante
ha deletreado en la proximidad de su propia consumación
y donde lo que parecía perfecto, es ahora eco y apariencia.
Por eso, quizás, esto se trata de algo más sencillo,
se trata, tal vez, sólo de iluminar la inestabilidad del conjunto
que puede ser un primer paso para alcanzar una serenidad interior
o para delegar en un puñado de gestos arcaicos
un refugio un tanto exótico de un mundo agotado:
esa cristalería ficticia, pero bella, de una serie de televisión británica
que no estaba explicitada en ninguna novela de James o de Proust,
pero que simboliza el viejo compromiso de Orfeo respecto a todo ser vivo
y con el cual, el suicidio, sólo es una nota a pie de página
de una pureza demasiado opaca para horadar su propia claridad.
En la transición que implica meditar la posible huida
desde el lenguaje hacia algo no asumido lingüísticamente,
el polvo del exilio se vuelve sinónimo de pobreza, desquicio o enfermedad.
Pero probablemente, no hay otra manera de referir esa herida
que se hunde de espejismo en espejismo: hipotecar las huellas del laberinto
sería, ciertamente, apostar a ese beso que Eurídice aguarda
en el sabor salino de nuestros labios para, en su ceguera,
no confundirlos con ceniza.