jueves, 21 de julio de 2011

La vieja erudición


Alguna vez en alguna reseña que escribí, cité a George Steiner para enmarcar mi situación de lectura. La cita decía más o menos de este modo: “la crítica literaria debería surgir de una deuda de amor”. Puestas aquellas palabras al inicio del libro que trata sobre la novelística de Tolstoi y Dostoievski, no hacían más que enfatizar una posición que de una u otra forma siempre he visto como una verdadera problemática en torno a la lectura: sus implicancias, sus operaciones de opacidad significativa, sus deleites secretos, sus sigilosas aventuras dentro de un orden desconocido y laberíntico. Más –o menos- que un enjuiciamiento, tal vez la cita de Steiner devela una actitud hacia lo escrito que esclarece muchas actitudes vitales, entre ellas, aquellas que tienen relación con nuestra consideración particular respecto a lo que consideramos como literatura. Por supuesto que eso es un eterno lugar común, pero siempre rico en ademanes de reinvención ya que pone a prueba nuestra capacidad cognoscitiva y, sobre todo, al menos para mí, nuestra capacidad de imaginación y aprehensión sensible. No hay lectura crítica que en su excelencia no posea ambas características ya que si falta alguna, pues que Dios nos ayude y que nos encuentre comulgados (…) parafraseando al viejo Schopenhauer: un pensar que no tenga de su parte o comprenda para sí alguna manifestación de lo bello, será un pensar que no se involucrará plenamente en lo humano que ese mismo pensar pretende reivindicar. Será un pensar que pretenderá la verdad, pero en ningún caso, mostrará la forma en que esa verdad se expresa con toda la intensidad pulsional, saciada de placer y sufrimiento que la hace valedera y hasta la justifica.
Esta alusión a Schopenhauer, no es por cierto, gratuita: me sirve para decir o más bien acotar una serie de impresiones que con el correr de los años uno va articulando para sí mismo en ese goce cada vez más excéntrico que significa la lectura. Ya hablaremos alguna vez de qué leer en donde como dice Bloom, ya no bastan los bíblicos setenta años que, en el fondo, son una metáfora de lo que es toda una vida. No, por cierto. Se trata de otra cosa, es decir, de apuntar o apuntalar esas escrituras que en su talante extemporáneo, han abandonado cualquier pretensión de exactitud y se vuelven una grata compañía de intensa conversación. Claro que sí, una especie de charla con una serie de invitados imaginarios que parecen estar más vivos que nunca en su lesa humanidad que mucha página de pretensión interpretativa nos hace olvidar: entre tanto rizoma, sospecha, agenciamiento y otras palabras rescatadas de algún escrutinio quijotesco, vuelvo la mirada a esos libros de autores periclitados a quien nadie dudaría de caracterizarlos como amantes de las letras en su plena disposición humanista, cuando esa palabra aún significaba algo.
Tengo ante mí La tradición clásica de Gilbert Highet, Mímesis de Erich Auerbach, El alma romántica y el sueño de Albert Beguin, La soledad en la poesía española de Karl Vossler y un puñado de libros notables de aquel también notable erudito que fue Ernst Robert Curtius: Ensayos críticos sobre literatura europea, Literatura Europea y Edad Media Latina y sobre todo, uno muy breve, casi pequeño, tal vez uno de lo más personales y deliciosos libros de anécdotas, notas e impresiones que he leído de este autor: Diario de lecturas.
Lo primero que llama la atención en todos ellos es la descomunal erudición que muestran página tras página: alusiones griegas, latinas, orientales, traducciones perdidas en algún rincón del medioevo, referencia a autores que nadie recuerda, paráfrasis ingeniosas a una abultada tradición internacional de cariz continental-europeo, finas citas de los poetas más excelsos, como de los más desconocidos u olvidados. Pero no es ese listado de elementos y referencias lo que abruma. En absoluto: la prosa de estos autores es llana, plena, que van del detalle microscópico, a la generalidad más vasta y relacional con una soltura, un brío y una, a veces, ligerezza tonal que los hace llamativos al lector, dejando lejos, muy lejos el prejuicio que indica que la erudición es una carga que inhibe el pensar. En estos autores, es todo lo contrario, la erudición termina por convertirse en algo mucho más interesante: en una tradición viva. En ellos las citas, comentarios y referencias  a Virgilio, Arquíloco, Boewful, Dante, Calderón de la Barca, Voltaire o Novalis son parte misma del desarrollo sensible de sus argumentos, son nervio vital de un placer para nosotros, hoy por hoy, casi recóndito, cuyas claves, al haberlas perdido, nos restan de un festín que requiere paladares exigentes. Una tradición viva que habla en tiempo presente, al menos en el presente de cada uno de estos autores.

Por otro lado, esa sabia y casi natural confluencia entre erudición y amenidad expositiva, no teme las generalidades, los diseños de sentido amplio y convergente. De eso deduzco que más que la contradicción, lo que estos autores temen es el recoveco de la falacia funcionalista o el prurito de situar sus temas como despliegues casi novelescos sobre un marco generoso de referencias históricas y culturales. Y eso, porque la literatura, ya sea latina, griega, provenzal, romántica o simplemente occidental, es impensable sin un referente geográfico, unas coordenadas ideales del mundo de la vida en simbiosis perfecta con el mundo de las ideas. De ahí tal vez esa fascinante y atractiva promiscuidad al ir y venir entre diversos géneros y estilos filosóficos e históricos. Antes que un Lucien Goldmann o un Arnold Hauser –complementos contemporáneos y necesarios de todos estos autores- nos hablaran con su fino y agudo arsenal  marxista de la pertinente vinculación de arte y sociedad, de literatura y sociedad, estos brillantes eruditos sabían perfectamente que, como producto cultural, la literatura no se sitúa en el aire o en el abismo de nuestra impresión subjetiva: siempre arraiga en el suelo terrestre de las coordenadas históricas, pero no para volverse su esclava o ver en la literatura un mero archivo documental de sociedades ya inexistentes, sino más bien, para hacernos saber que hay una difícil trama entre el arte del lenguaje y la lingua franca que mueve a las sociedades de ayer y hoy. Eso no es precisamente sociología, es creo yo, una sensibilidad abierta para oír en las obras literarias, el eco de los hombres y mujeres que vivieron en un momento puntual del tiempo y que trataron de conjurar, entender o maldecir su sentido en un puñado de palabras relevantes, que ellos mismos al escogerlas de esa manera y no de otra las volvieron relevantes…¿o acaso la literatura es otra cosa?
En estos libros, nadie dudaría que lo que fundamenta su escritura es el amor. Sí, en verdad, el amor en un sentido pleno, amplio, vigoroso, lleno de ambiciones totales, saciado de un celo surgido de su propia manifestación, ensoñador en sus descubrimientos de significado y siempre pensando que el objeto de su deseo se muestra misterioso, que aunque pretendan ocupar conceptos o retóricas de pretendida objetividad, el secreto que escudriñan se escapa de entre sus manos como la pasión misma que ponen para intentar capturar el sentido que vislumbran en poemas, dramas o novelas. Una crítica amorosa, llena de plenitudes y desiertos, llena de paciencia filológica y que no teme pasar toda una vida desentrañando el vestigio de un antiguo poema anglosajón o una recóndita cita griega en un poema de algún poeta latino anónimo. Amor a la lectura, una lecture bien faite en el decir de Péguy, pariente cercano de todos ellos.
¿Qué significa eso? Pues nada más ni nada menos que en el “leer” se subentiende un compromiso a la inmediatez de la presencia que otorga un texto en cada uno de los niveles de su virtual encuentro: espiritual, intelectual, fonético, e incluso “carnal” –el texto actúa sobre nuestra sensibilidad nerviosa tal como la música-. En Vossler, Highet, Curtius, Auerbach y tantos otros, filología significa amor al Logos con toda la reminiscencia platónica y patrística que ello implica, con toda la reverencia saciada de curiosidad que eso conlleva.
Eso tal vez encierra la claridad expositiva de esa prosa erudita que nos vuelve ameno el decir de siglos. Y que nos convoca pensativos para nuestro presente ágrafo con una sonrisa melancólica, como la que vislumbramos en Virgilio cuando en su ensueño recuerda a su padre perdido.

sábado, 9 de julio de 2011

El elegido que nunca reinó: Klaus Tennstedt

Para quienes como yo, que consideran que la tradición musical alemana –o centroeuropea para ser más justos e inclusivos- es una de las columnas vertebrales de la música seria occidental, es inevitable pensar no sólo en sus creadores, sino también en sus intérpretes. Ahí, la generosidad de las musas no es menor, sobre todo desde el siglo XIX y durante todo el siglo XX. Desde pianistas como Gulda, Kempff o Backhaus hasta cantantes como Schwarzkopf, Dermota, Berhens o Fischer-Diskau, el listado se vuelve infinito, diverso y lleno de sorpresas. Si ampliamos tal generosidad al mundo de la dirección orquestal, es que hemos traspuesto la frontera hacia un país independiente, rico y lleno de contrastes. Los nombres ya canónicos de Furtwangler, Walter, Klemperer, Knnapertsbusch, Karajan son enriquecidos con algunos otros que no son necesariamente conocidos del público de forma masiva, pero que sin duda han sido maestros notables. Pienso en Hans Schmidt-Isserstedt, Günter Wand o en ese genio fallecido prematuramente llamado Ferenc Fricsay. Todos ellos han tenido su punto álgido de fama, su reconocimiento de alto vuelo, producto sin duda de un trabajo intenso, sin igual y con predilecciones interpretativas únicas, cosa ésta que los volvió especiales y profundos conocedores de la obra musical de autores específicos. Así, por ejemplo, no puedo dejar de pensar en Günter Wand y sus majestuosas versiones de Bruckner o en las sutiles y maravillosas interpretaciones de Mozart a cargo de Fricsay, como asimismo los diversos “Beethoven” tan personales e intensos en las distintas versiones de Furtwangler, Klemperer o Karajan.
En este reino, sin duda las cimas máximas de la glorificación del talento y la consolidación de saberse partícipe de una tradición centenaria, eran la Filarmónica de Berlín y la Filarmónica de Viena, orquestas reservadas para quienes dieran cuenta de un trabajo arduo más allá de la perfección técnica, un trabajo más bien poseedor de un “aura” especial, aquello que la música solicita en esa trasnochada palabra denominada “genio” y sin la cual, ciertamente, es poco comprensible la naturaleza misma de la música. Algunos estuvieron predestinados a esas cimas desde siempre, ya con astucia, ya con talento desbordante: el caso de Karajan es el más espectacular. Otros, en la medianía de su edad, se hicieron fuertes en otros nichos, articulando un poder paulatino que los terminó de volver imprescindibles, tal como sucede por ejemplo con Karl Böhm y la orquesta de la Sttatkapelle de Dresden. Otros, menos afortunados, murieron demasiado jóvenes y no pudieron cumplir su promesa, aunque sólo oyendo su legado, podríamos adivinar cómo habrían reinado en el mundo al cual se habían reservado. En esto pienso sobre todo en Fricsay. Pero hay otros que a pesar de su talento, de su versatilidad y su talante para comprender como pocos a Beethoven, Brahms y Wagner, quedaron en la periferia. Quedaron dando vueltas en eternos monólogos interiores como el príncipe Don Carlos de Schiller, herido de muerte por haber llegado demasiado tarde. Y aquella tardanza que tiene un nombre claro –enfermedad, honestidad artística autodestructiva- , les prohibió el paso a una mayor difusión de su talento, talento a todas luces superior a la de muchos intérpretes actuales y mucho más amplio y generoso que el de nombres contemporáneos cuyas interpretaciones son a los sumo, decorosas. Entre aquellos a los que les estaba prometido el triunfo y la consolidación y no pudieron heredar el reino, el nombre de Klaus Tennstedt brilla con un halo solitario y dramático.
Nacido en la Alemania de Weimar en 1926, el joven Tennstedt creció oyendo a hurtadillas en un puñado de discos de vinilo a sus héroes prohibidos por los nazis: Stokowski, Walter. Al final de la Segunda Guerra Mundial, vivió la pesadilla del derrumbe del Tercer Reich como recluta forzoso. Sus padres mueren, sus hermanos se hallan dispersos en esa Alemania destruida por los bombardeos y es testigo de la furia con que se da inicio la Guerra Fría entre rusos y occidentales. Así las cosas, estudia en el Conservatorio de Leipzig y se ve como un violinista prometedor. Pero un accidente en su muñeca derecha, le impide volverse un virtuoso, volcándose hacia la dirección orquestal. Hasta 1971, su vida se halla apartada del mundanal ruido, inmerso en una existencia casi provinciana de ascesis y entrega devota a los músicos de siempre: Bach, Mozart, Beethoven, Brahms y con una libertad de movimientos propia de un artista que tiene que vivir en la descolorida agenda cultural de Alemania Oriental. Pero ese año, toma una decisión radical y deserta, pidiendo asilo político en Suecia. Ya asentado en el país del norte, ocupa cargos de relativa importancia en orquestas de Estocolmo y Gotemburgo. Para 1975, Tennstedt emigra a la República Federal Alemana y comienza a ser paulatinamente conocido: una extraña fama para un hombre de 50 años, tímido, que apenas sabe hablar inglés y poseedor de un carácter inestable, entre las euforias más excitantes y las depresiones más destructivas.
Pero la consagración de Tennstedt se logra cuando viaja por los países anglosajones: Inglaterra, Estados Unidos, Canadá: es vitoreado, agasajado, admirado y un sinnúmero de orquestas le convierten en su principal director invitado. Para Tennstedt, todo es producto de un mal entendido…”yo sólo soy un músico”, balbucea ante un enfebrecido Carneggie Hall después de una deslumbrante representación del Fidelio de Beethoven. A inicios de los años 80, es nombrado director titular de la orquesta Filarmónica de Londres. Ésa será su base de operaciones, de ahí saldrá de gira por Europa, Asia, Japón y Sudamérica. Con esa orquesta, grabará lo primordial de su repertorio, fundamentalmente alemán, y llamará la atención de los mandarines que organizan el Festival de Salzburgo y las Semanas Festivas de Berlín, en donde es posible adivinar la influencia secreta que sobre él desea ejercer el viejo Karajan.

Mientras tanto, Tennstedt se reinventa a sí mismo, incorporando a su repertorio clásico a dos gigantes: Anton Bruckner y Gustav Mahler. Tal vez ese es el clímax de su carrera: las grabaciones y presentaciones entre 1981 y 1987 de la integral de las sinfonías de Bruckner y Mahler. De pronto, Tennstedt se ha convertido a sus casi 60 años de edad en uno de los maestros mahlerianos por excelencia. Su descubrimiento de la música del creador de Das Lied von der Erde es más que un mero reconocimiento profesional en una carrera ascendente: es una transformación espiritual. De esta época son testimonios de su fervor algunas piezas clave que se han convertido en referencias absolutas del canon mahleriano: sus versiones de la Sinfonía Titán y de la Sexta. Simultáneamente Tennstedt comienza a ser invitado a las principales orquestas alemanas y el premio mayor no se hace esperar: es invitado por Karajan a dirigir en Berlín y luego en Viena. Las interpretaciones de Brahms y Wagner que realiza con aquellas orquestas son magníficas, como asimismo una serie de representaciones de óperas de Carl María von Weber y un alucinante Mozart. Estas representaciones convencen a Karajan, quien incluso insinúa que Tennstedt es su natural “sucesor” en el reino de Berlín.
Pero no todo es miel sobre hojuelas. Tennstedt sufría de continuas depresiones a intervalos cada vez más breves y preocupantes. Es así como en 1981, con la Orquesta de París, vivió uno de sus más deplorables fracasos: interpretó de muy mala manera una sinfonía de Mahler y sin decir nada a nadie, después de la función se negó a salir del camerino y sólo su esposa fue capaz de convencerlo de volver al hotel donde fue atendido por un médico. Es que para Tennstedt, su relación con Mahler era tan personal que permitirse un fracaso con su música le hacía pensar en el abandono de su carrera o en el suicidio. Pero sin duda, el incidente que marcó un punto axial en su carrera –al menos como futuro rey en la Filarmónica de Berlín- ocurrió en 1985, en donde sin mayores explicaciones, abandonó sus funciones para con la orquesta del Festival de Salzburgo, puesto que Karajan le había conseguido sin no escasos esfuerzos: literalmente mudo, con la mirada perdida y sin decir nada a nadie, se retiró, dejando todo abandonado. Este comportamiento excéntrico no era raro en otros artistas, pero en Tennstedt, aquello iba acompañado de fuertes angustias, delirios de persecución y martirizantes complejos de culpa. De pronto se consideraba a sí mismo un diletante sin talento, en otras ocasiones sospechaba de todo aquel que le pedía un favor más allá de todo convencionalismo, en otras oportunidades, creía firmemente que la Stasi, la policía secreta de Alemania Oriental, estaba complotando contra su vida al haber desertado del bloque soviético.
Sin embargo, el golpe más duro y que terminó por sepultar su carrera vino en 1989. Norman Lebrecht relata lo acaecido, con minuciosidad, en El mito del maestro:El final, cuando llegó, fue banal. Había proyectado su regreso a Londres con la Cuarta Sinfonía de Brahms, el Adagio de Barber y los Kindertotenlieder de Mahler, en los Proms, su ambiente preferido, para el 25 de agosto. El trauma Tennstedt había suscitado el interés de los alemanes y Der Stern mandó a uno de sus periodistas más célebres para el acontecimiento. La BBC transmitiría el concierto por televisión. Al fin iba a ser famoso. A las cinco de la mañana, antes de salir de Kiel, Inge Tennstedt, su esposa, telefoneó a la Filarmónica de Londres para comunicar que Klaus no era capaz de soportar una conferencia de prensa. No se preocupe, le respondieron, lo importante era el concierto. Cuando llegó a Londres, Tennstedt declaró no estar seguro de poder enfrentarse a la orquesta. Nadie hizo caso de aquellos miedos, ya formaban parte de la rutina que precedía a los conciertos. Fue en automóvil al ensayo y se mostró quisquilloso y poco cooperativo. Ante la conmovedora bienvenida de la orquesta a su entrada en el Watford Town Hall, el maestro anunció que era presa de una tremenda tensión. No obstante sus temores, el primer movimiento de la Sinfonía de Brahms fue soberbio. Todos podían sentir su fervor. Mientras la orquesta respiraba de alivio, el director se fue a su camerino a tomar un café. Transcurrido un cuarto de hora, se negó a salir. “Estoy muy mal, no puedo seguir”, dijo al manager John Willam. Sus amigos más íntimos le imploraron para que continuase. “Basta con que se presente, nosotros haremos el resto”, le dijo un músico. Willan y su presidente, David Marcou, le advirtieron de las consecuencias inevitables. Hasta un periodista alemán intervino con una llamada desesperada. Inge Tennstedt lloraba a espaldas de Willan. Se acordó una declaración conjunta en la que Tennstedt “dimitía” como director titular de la Filarmónica de Londres por motivos de salud. Ninguna orquesta podía seguir viviendo bajo la presión de aquella incertidumbre. No parecía que su colapso tuviese causas físicas. Los médicos le habían dado vía libre, aparecía en buenas condiciones y había interrumpido una quimioterapia de precaución contra el cáncer porque le causaba náuseas. Aquella mañana de verano lo que se resquebrajó en Klaus Tennstedt fue la frágil fe en sí mismo.”

A partir de ese momento y hasta su retiro en 1994, Klaus Tennstedt ofició de director invitado, sin punto fijo. Sus depresiones crónicas aumentaron y célebres fueron sus cancelaciones en vísperas de varios conciertos ya en Viena, Nueva York o Berlín. Su último concierto lo dio ese mismo año en Oxford cuando recibió el doctorado honoris causa y ensayó, durante una hora, con la orquesta juvenil de la universidad su última declaración decía así: “Soy viejo, mi corazón no va bien, mi garganta está mal, mis caderas están mal, mi vista es mala, mi inglés es malo. ¡Pero hagamos música!”. Falleció en enero de 1998.
¿Qué es lo que me sorprende de las interpretaciones de Tennstedt? Diría yo que su intensidad, pero una intensidad que no es análoga a la de Furtwangler, sino más bien una que despierta desde el asombro: asombro por la mesura de sus tempos, asombro por la frescura de su modulación orquestal, asombro por hacernos aparecer la obra que interpreta como si fuese la primera vez. Y no es gratuito que nombre a Furtwangler como análogo a Tennstedt, pues éste sin duda que emula en el más noble sentido del término, el apasionamiento del maestro más viejo. Un apasionamiento que no es agresivo como en Karajan, ni densamente analítico como en Klemperer. En Tennstedt se trata de volver hacer oír al oyente, una especie de subsuelo anímico que toda partitura guarda dentro de sus contornos de materialidad auditiva, un subsuelo anímico que muchos identifican con romanticismo o en el peor de los casos como “sentimentalismo”. No deja de ser interesante aquello, pues pareciera ser que en tanto director, Tennstedt, revindica algo que en el momento de su aparición más famosa sobre los escenarios –principios de los años 70- era un tabú infranqueable: la necesidad de mostrar “tal cual es” a la obra musical, dejando a un lado todo resquicio de subjetividad celebratoria. Algo muy acorde con el espíritu de esa neovanguardia musical a lo Boulez o Stockhausen. Para mí esa es la prueba suprema: oír como contraste una misma obra interpretada por temperamentos tan distintos. Pongamos el caso de la Sexta sinfonía de Gustav Mahler: en manos de Boulez, asistimos a una especie de desarticulación minuciosa de los elementos rítmicos y de color orquestal que nos hacen patente la “forma” en que el discurso musical se encuentra hecho, donde admiramos la capacidad de disección que posee el maestro francés y nos obnubilamos con la casi mágica precisión de las partes que confluyen en un todo esplendoroso. Con Tennestedt asistimos a otra cosa: a una especie de liberación interior que conjura los demonios interiores con una pasión que nunca desborda la formalidad del material musical. En otras palabras, Boulez nos muestra a Mahler, Tennstedt, nos lo entrega. Algo similar ocurre con Wagner y con Brahms, con quienes Tennstedt logra una especie de transparencia emocional que impacta al oyente, deseoso de obtener algo más que una mera puesta en escena, por más perfecta que ésta sea. Sin duda era el heredero de Furtwangler y el más fiel sucesor de Karajan en Berlín. Pero fue en verdad el elegido que no pudo reinar.