miércoles, 30 de marzo de 2016

La torrencialidad del fuego: breve nota sobre Pablo de Rokha

Licantén es un pequeño pueblo rural del centro de Chile en la provincia de Curicó a escasos kilómetros de la costa. Muy poco lo diferencia de otros pueblos aledaños: Iloca, Curepto, Duao. Entre los diversos significados toponímicos de Licantén, hay uno que es decidor: “lugar de la piedra”. Será en este pueblo donde en octubre de 1894, nacerá Carlos Díaz Loyola quien, con el correr de los años, se convertirá en el poeta Pablo de Rokha nombre que revela, entre otras cosas, un homenaje a su tierra con especial fidelidad hacia su origen campesino. Seguir los pasos de la biografía de De Rokha es seguir el ir y venir de un poeta que se resuelve de modo intenso y trágico contra las barreras que la sociedad, el estado, la religión, la política y el establishment cultural y literario chilenos anteponen a la fuerza y furia de uno de sus hijos más personales en lo que ha sido la poesía chilena del siglo XX.
 En De Roka, poesía y biografía se confunden, no en el sentido trivial de ver en una el reflejo de la otra en un tono contemplativo o pasatista, sino en lo que implica el dramatismo de una época y su crisis a lo largo y ancho de todo un siglo: la utopía de imaginar una nueva sociedad, inventando y develando sus mitos primordiales. Así, lo mejor de la poesía de Pablo de Rokha es un intento desmesurado por otorgar a la naciente sociedad chilena sus relatos esenciales, su impronta épica e imaginaria donde se fundieran de modo intenso lo popular y la alta cultura, la ruralidad telúrica del ancestro campesino y la más sofisticada modernidad en el gesto vanguardista aprendido en la poesía de Lautreamont, Rimbaud y el los diversos “ismos” contemporáneos.
Hay en la poesía de De Rokha una violencia genésica que se trasluce en un lenguaje que pretende abarcarlo todo: desde la experiencia nimia de la cotidianidad, hasta el ímpetu épico de los grandes trastornos sociales del mundo. Ahí está, en el cuerpo principal de su poesía, el fervor político que va desde un juvenil anarquismo de carácter satírico contra la sociedad burguesa que se declara perpleja ante la singularidad de sus manifestaciones –tal como sucede en sus intensos poemas de Los gemidos de 1922– hasta el quehacer poético comprometido con una militancia partidista no libre de desilusiones, exigencias y dolores y que hacen palpable a De Rokha como un poeta que desafía toda convención como puede verse en los poemas de Idioma del mundo y Genio del pueblo. Está también el afán de sentir e imaginar en una serie de personae singularísimos los avatares de un decir que se apropie de su propia lengua, una lengua entre profética y adivinatoria, entre épica y lírica, entre crítica e increpadora. Así, sus poemas Satanás, Escritura de Raimundo Contreras, Jesucristo, Moisés, Morfología del espanto y varios más, deslindan no una voz, sino un puñado coral de voces que intentan aunar lo íntimo y lo público, lo mágico y lo sobrecogedor, lo elevado y lo más sangrante de la realidad común. Una poesía que es apoteosis de un gesto que resume de modo irreductible lo sagrado y lo profano, de una manera que hace recordar tanto el canto de trinchera como el himno consagratorio de las materias del mundo.
Con la torrencialidad del fuego, la poesía de De Rokha, como muy bien ha indicado su mejor estudioso, Naín Nómez, nos habla de una leyenda desgarrada entre Ulises y Prometeo, de un bárbaro constructor de lenguajes barrocos, del creador de una lírica social que se transforma en épica, de un poeta maldecido por la crítica oficial de Chile y desconocido por la crítica internacional.
Errante de una ciudad a otra para sustentarse en trabajos y labores efímeras y circunstanciales, patriarca de una numerosa familia donde el arte y la poesía fueron pródigos, pero no exentos de carencia material y sacrificios indecibles –como el suicidio de sus hijos, los también poetas Carlos de Rokha y Pablo de Rokha jr–, luchador incansable de sus ideales de transformación social e incaudicable en sus actividades literarias como ensayista, polemista y director de la revista Multitud, el otorgamiento que se le hizo en 1965 del Premio Nacional de Literatura, vino a ser un reconocimiento sin duda más que merecido, pero que llegaba tarde para apaciguar su creciente desencanto con su circunstancia vital y social. Tras la muerte en 1951 de su esposa, Winett de Rokha y la muerte sucesiva de sus hijos, el desengaño hace mella profunda en su existencia de modo paulatino. Enfermo y entreviendo una vejez imposible para sí mismo y fiel a su rebeldía cultivada desde joven, Pablo de Rokha se suicida el 10 de septiembre de 1968.