sábado, 25 de febrero de 2012

Toda lucha por un Chile más justo, libre y democrático es nuestra lucha



Concordando plenamente con esta declaración aparecida en el portal electrónico letras.s5.com es que la subo al blog para difundir y solidarizar con los acontecimientos que este texto evidencia de forma decidida y clara. 

Toda lucha que apunte a superar la segregación en el mundo es nuestra lucha; toda lucha que busque justicia para los trabajadores, para las mujeres, para los excluidos, para los niños a los que el sistema les cierra la puerta en la cara clausurando su futuro, es nuestra lucha.

Toda lucha por la humanidad y contra la inquina, es nuestra lucha. Toda construcción y todos los métodos que se opongan a esta dictadura del capital y levanten un mundo posible diferente al del lucro desatado y los patrones inmunes, es nuestra lucha y nuestro mundo en construcción.

Nos resulta imposible no solidarizar activamente con quienes están poniendo el cuerpo y la voz a ese Chile que se quiere más igual, más justo, más democrático.

Ayer, hoy y mañana, la lucha inagotable del pueblo mapuche; ayer, hoy y mañana la educación pública, gratuita y de calidad para nuestros hijos, para los hijos de los trabajadores que hacen el mundo y sus sentidos; ayer, hoy y mañana Aysén, Magallanes, la justa pelea de las regiones contra un gobierno centralista y sordo, represivo y falaz. La Patagonia y su herencia verde, Calama y su herida de siempre, la salud de nuestros hermanos, la dignidad en el descanso de nuestros padres y abuelos tras años de trabajo, el respeto del Estado por los ciudadanos cuando caen en desgracia, la equidad para distribuir una abundancia que no sólo pertenece a la clase dominante.
Nuestra voz es una más. Quizás se escucha poco, quizás el neoliberalismo y su lógica mercantil nos ha convertido en un margen más. Quizás lo ha intentado. Pero haremos lo posible porque no lo logre.

Nosotros, escritores, novelistas, dramaturgos, poetas, ensayistas, académicos, historiadores, ilustradores, comiqueros; nosotros, obreros intelectuales y artistas, que también construimos y somos parte de una clase,
que elegimos ser parte de esa clase que construye, que vivifica y levanta como cualquier trabajador esta patria que son los hombres, mujeres y niños de Chile, también estamos cansados.

Cansados de la represión contra el movimiento social y su criminalización; cansados de la complicidad de los medios de comunicación masivos, todos en manos del mismo dios perverso del dinero y el lucro; cansados de una elite que se revuelca en un discurso vacío para seguir siendo opción cada cuatro años en elecciones bajo un sistema que será siempre un simulacro mientras no considere a las mayorías postergadas, su voz, su mirada, su decisión, expresada con creces en 2011 y que se hará cada vez más fuerte este año, que será, no lo dudamos, un año de batallas por otro mundo posible y necesario.

Los trabajadores intelectuales abajo firmantes, los artistas abajo firmantes, queremos decir que no nos gusta como se ha ido construyendo este país. No nos gusta que las leyes se definan en las oficinas de los grupos económicos, no nos gustan las políticas de licitación de la cultura disfrazadas de fondos concursables, no nos gusta una democracia de mierda donde no tenemos nada mejor que hacer que alimentar las granjerías de una clase que ya no tiene nada que aportar, porque es una casta de cadáveres, fantasmas sin vida, sin amor, sin visión y sin ternura.

Lo que queremos es una democracia real, donde la voz del ciudadano se escuche y se respete. Donde el poder emane de las decisiones y sueños de la gente. Lo que queremos es un país feliz. Lo que queremos es que se generen y se legitimen de una buena vez los mecanismos de representación para que sea el pueblo quien diga a sus dirigentes lo que deben hacer y no al revés.

Lo que queremos es que todas las luchas en curso prosperen, crezcan y se desarrollen, hasta liquidar el poder del dinero sobre la inteligencia, hasta liquidar la supremacía de la muerte sobre la vida.

Raúl Zurita, poeta; Jorge Baradit, escritor; Óscar Barrientos Bradasic, escritor; Juan Manuel Silva, escritor; Christiano, dibujante; David Bustos, poeta; Tania Encina V., editora; Christian Formoso, poeta; Camilo Brodsky, poeta y editor; Ernesto González Barnert, poeta; Soledad Poirot, ilustradora y dibujante; María José Ferrada, escritora; Ignacio Fritz, escritor; Marcela Saldaño, poeta; Leonardo Sanhueza, poeta; Daniel Hidalgo, escritor y profesor; Marcelo Pellegrini, poeta y académico; Alejandra Bottinelli, académica; Marcelo Arce Garín, poeta; Jorge Opazo, dibujante; Hernán Castellano-Girón, escritor; Nancy Garín, historiadora del arte; Simón Villalobos, poeta; Eugenia Prado Bassi, escritora; Guido Arroyo, editor y poeta; Rodrigo Hidalgo, escritor y gestor cultural; Varinia Brodsky, gestora cultural; Alejandra Costamagna, escritora; Alejandra del Río, poeta y educadora; Carlos Henrickson, escritor; Alberto Harambour, historiador y académico; Felipe Moncada, poeta y editor; Juan Christian Jiménez, sociólogo y académico; Felipe Ruiz, poeta.

martes, 21 de febrero de 2012

Prosa de poeta


Para Osip Mandelstam, “la instrucción es el nervio de la prosa” y aún agrega que “lo que tiene sentido para el prosista o ensayista, al poeta se le antoja carente de él por completo”. Para Joseph Brodsky –y, en general, para todo poeta- la poesía es el verdadero modelo de percepción, capaz de dar cuenta del “verdadero asunto” que es ni más ni menos “los objetos y sentimientos absolutos”. Ampliando la tradicional imagen de Valéry  –la prosa es a la poesía lo que la marcha a la danza- , para el autor de la Gran Elegía a John Donne, la poesía es la fuerza aérea y la prosa es la infantería. Y no deja de ser diferenciador el que declare que el acto del poeta que elija la prosa como medio de expresión, es “como pasar del galope tendido al trote”.
Es apreciable que detrás de estas declaraciones –y de muchas otras de índole parecida- se halla una idea de poesía y poeta que, sin duda, arranca desde el romanticismo y que se encuentra matizada por la sensibilidad que desarrolló el simbolismo entre fines del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. Ideas que insisten en el carácter absoluto de la poesía y su diferencia radical con la prosa, donde esta última es identificable con lo “prosaico”, es decir, con lo insípido, lo trivial, lo insulso, lo común y carente de vuelo, imaginación o fantasía. En una estela decididamente romántica –bajo la sombra de Shelley y Hölderlin- la necesidad de defender a la poesía de su enclaustramiento asocial frente a las exigencias del mundo, desemboca en una consideración especialísima de la misma: se considera que la poesía es una forma del lenguaje y del ser, es un ideal y un logro supremo de intensidad, nobleza y esclarecimiento de lo real, incluso fundándolo y otorgándole sentido. De ahí hasta lo que podemos leer respecto a este asunto en Heidegger, Celan, Gadamer y Char –es decir, poetas y filósofos ampliamente vigentes en la configuración de nuestra sensibilidad contemporánea-  media un paso y nos muestra la actualidad –contra todo pronóstico- de una manera de concebir la poesía que sigue alimentando no sólo nuestra imaginación, sino también la manera misma de comprender en la lectura, la complejidad de este fenómeno.
En la república de las letras, el poeta ha ocupado de modo tradicional, el mismo lugar que esos aristócratas ilustrados, como el conde de Mirabeau, en la Asamblea Nacional en la época de la Revolución Francesa: como defensores de la libertad desde el candor absoluto de su nobleza y haciendo del inconformismo, la rebeldía, el individualismo y el espíritu utópico, el santo y seña de toda transformación, sin parar en mientes en el trabajo de zapa realizado por ellos mismos contra sus propios privilegios. Por eso es natural que los poetas insistan en ese carácter total de la poesía como instancia para cambiar el estado de las cosas, instancia que puede arrastrar, paradójicamente, su propia eliminación: un Robespierre no dudó en exiliar al duque de Eighem o consentir la decapitación de Chénier como asimismo Stalin no dudó en perseguir a Pasternak, Mandelstam o Maiacovski o Castro humillar a Padilla. Después de todo, al Poder no le gusta la disidencia de ningún tipo, sea de donde sea que provenga aunque haya facilitado su acceso en las candorosas etapas prerrevolucionarias.
Estas y otras disquisiciones no son tan arbitrarias como uno podría creer, pues presuponen de una forma u otra, lo que la prosa es o significa para un poeta. Dejo a un lado, a propósito -tema que tal vez aborde en otra oportunidad-, la escritura creativa en prosa de los poetas, es decir, cuando éstos se convierten en invitados de piedra en el mundo de la novela. Casos hay varios como los de Rilke y Los cuadernos de Malte Lauridds Brigge; Paternak y Doctor Zhivago, Breton y Nadja y más cerca de nosotros, Huidobro y Mio Cid Campeador; Lihn y La orquesta de cristal;  Oyarzún y La infancia o Arteche y La disparatada vida de Felix Palissa. Por supuesto que hay otros nombres y otras obras, pero estas se me vienen a la cabeza de inmediato.
Claramente no me refiero a las novelas escritas por poetas –no sé si existan rasgos específicos que diferencien a éstas de las “novelas” de novelistas- , sino a esa otra prosa que rotulamos bajo el nombre amplio y genérico de ensayo.

Esto, que parecería aclarar el asunto, lo enreda aún más, pues ¿qué semejanza por ejemplo, puede haber entre la desapasionada e irónica –y no menos intensa- prosa ensayística de, digamos, Luis Cernuda –que aquí le guiña un ojo a la prosa de T.S. Eliot- y esas evocaciones plásticas y sugerentes de la escasa, pero hermosa prosa de Gonzalo Rojas?, ¿o entre esos luminosos laberintos de suscinta prestancia que son los artículos de crítica literaria de Lezama Lima con el adusto e irónico tono de los mejores ensayos de José María Valverde?, ¿o dentro de nuestro ámbito estrictamente nacional, qué puede haber de común, salvo el intento de descripción genérico –la palabra “ensayo”- entre la vigorosa y aguda prosa crítica de Enrique Lihn y el carácter profundamente evocador y hasta deliciosamente cursi de la prosa de Jorge Teillier?
Si nos tentamos por el camino de la clasificación, pues tendremos tantos “tipos de prosa” como “tipos de poesía” posibles. Y ya sólo el pensar eso, pues lleva al desquicio o el absurdo. Quizás se trate de otra cosa, una cosa que tenga que ver cómo lo escrito en prosa –de modo general en tanto ensayo, sea de la índole que sea-, fija un correlato necesario para con su labor en verso. ¿Y en qué consistiría ese correlato? Si bien, todo poeta que se precie ha ejercido con mayor o menor prestancia, dedicación o talento, la crítica literaria o de artes visuales o el comentario cinematográfico, me parece que es el único tipo de escritor, por decirlo así, que vuelve su ejercicio intelectivo un ejercicio interesado. Me explico: no se trata de creer que ese interés, da cuenta de presupuestos pragmáticos o teóricos que anteceden la emisión de su juicio –aunque eso tampoco es descartable, en sí mismo, pero en fin-, sino más bien que ese interés representa el compromiso más que virtual que el poeta posee con el lenguaje, un compromiso no sé si mejor o peor, más amplio o maduro que el que posee cualquier otro ser humano que se precie de intentar escribir con afanes de obra, pero un compromiso que da cuenta de una interiorización no sólo experiencial respecto a las palabras, sino también, una interiorización imaginativa, social y gnoseológica acerca de las mismas como también su uso y su abuso. Como decía el viejo Auden, comentar un mal libro hace mal para el carácter. Y me parece relevante, sobre todo para aquel poeta -si se las da de crítico o prosista devenido crítico- que ese dictum del poeta inglés, adquiere un tono de especial consideración.
Soy de los que piensa que la relación entre poeta y lenguaje es básicamente amorosa, es decir, con plenitudes y desiertos en la anchura de toda experiencia, pero también amorosa, por cuanto hay una fidelidad respecto a su comprensión y especial entendimiento convirtiéndose en piel y carne en virtud de ese compromiso. Esa fidelidad, que adquiere rasgos de la más diversa índole, -a veces agresiva, otras cautelosa, otras juguetona, etc- devela la vieja sapiencia del poeta respecto a las cosas, en este caso respecto a las palabras, sapiencia que hace referencia a una especie de autoconciencia respecto a ese saber ancestral y mítico y que, en otros términos, el poeta conoce: sabe de su fidelidad para dar cuenta del significado profundo de las palabras y se halla dispuesto a pesar de sí mismo, a responder no sólo imaginativamente, sino actitudinalmente ante el estímulo que implica ver a esas mismas palabras articuladas en discursos ajenos en los cuales él no ha tenido, en tanto creador, ingerencia inmediata, pues es sólo lector. Y en esa limitante –rara paradoja: quién quisiera ser creador u otorgar significado a las siempre mismas palabras que otros han convocado tanto o mejor que uno- es donde radica a mi entender uno de los motivos primordiales para la escritura de la prosa por parte de un poeta: una verdadera proyección casi sentimental que el poeta efectúa por puro amor o fidelidad (interés) hacia aquello que lo obsesiona y no puede poseer, escapándosele siempre de las manos. 
Puedo comprender a un poeta que odie la escritura de otro poeta por no sé que raros motivos de envidia o impotencia o por una desazón moral ante el eterno infantilismo de la conducta de tantos autores. Pero me parece que en la prosa –ya crítica y/o ensayística- de un poeta, no hay lugar para el mal entendido, es decir, para la “mala fe”, para la odiosidad gratuita. Es paradójico, dado que la prosa ha sido el receptáculo de la diatriba –salvo formas poéticas muy específicas, como la sátira de origen latino y poco cultivada en tanto forma, hoy por hoy-  entre poetas y otros habitantes de la república de las letras desde tiempos inmemoriales. 
Pero dejando a un lado los motivos, siempre recónditos y psicológicamente arcanos de la repulsa hecha prosa, lo que hay de cierto a mi parecer es el modo en que cada poeta, en ese correlato necesario que tiene de su propio vigor imaginativo y verbal, raíz y sentido, hace de la prosa su intensificación o aclaramiento y en algunos casos hasta el complemento ideal de su escritura en verso.
Siempre he pensado que en los esclarecedores ensayos de Octavio Paz o en la punzante prosa crítica de Enrique Lihn o en las evocadoras situaciones que atrae de lo escrito por Jorge Teillier, -por mencionar un puñado de ejemplos ampliamente significativos- más que advertir la insolvencia de una pretendida explicación clasificatoria de todas esas prosas, lo que en verdad vale y asombra es pensar la profunda fidelidad que cada uno de ellos posee para con las palabras que han creído posible convocar en su íntima configuración. Esa fidelidad habla mucho de estos poetas, más que el mero dato biográfico o crítico. Habla en ellos, y en tantos otros, de esa capacidad para hacer hablar a las palabras lo que ellas a veces desean dejar en silencio para justificar su autoexilio de nuestra mal traída humanidad.

sábado, 18 de febrero de 2012

En la tumba de Rosamel del Valle


Hace unos días atrás, Hernán Castellano-Girón me hizo llegar en un gesto de profunda generosidad, el poema inédito que viene a continuación. De más está decir que es todo un honor difundir en el blog este notable poema de uno de los escritores secretos más relevantes de la literatura chilena contemporánea. Y más aún si ese poema aborda la figura de ese otro poeta magistral y secreto que es Rosamel del Valle. Agradecido de Hernán, acá va el poema.

 

En la tumba de Rosamel del Valle


En el prado ameno de las estatuas
Ahí donde el silencio se quiebra sólo por el canto de los chincoles
Ahí el poeta yació por treinta años, sin visitas de cortesía o de las otras
Sin otro ruido que el del propio crecimiento debajo de la tierra
Bajo un peumo y un albaricoque, surgidos y nombrados por su presencia impalpable
Del fulgor oscuro de sus cenizas y sus meteoros abrigados por el sol del Hades
Y las granadas de Perséfona, cosechadas en equinoccios  y solsticios
Donde cada milagro era otra palabra del poeta.

Esta vez alguno dijo sus palabras, pero la más grande
Venía del más allá, del espejo negro de Nostradamus
Que el poeta solía operar en medio de un silencio y otro
Un año bisiesto u otro, un eclipse u otro.

Ahí su palabra nos las tenía todas jugadas: hacía más de medio siglo
Que nos había dado el milagro de encontrarse con nosotros en un martes trece de noviembre
Los pocos fieles que desdeñaron las graves razones de la conveniencia
De ausentarse una vez más de su lado, para luego saborear su palabra:
Soledad,  canícula y silencio hubo de sobra aquel día
Después que hablamos y abrazamos sus huesos, más pacientes que los otros.

Para besar la boca de Eurídice o de Perséfona
Hay que  hundirse buenamente en el infierno,
Y hay que finalmente perderla, perderlas en ese camino lleno de espinos abiertos,
De canciones que pasan y campos de hierba médica.

En la lápida del poeta también está el nombre de Eurídice, la que era su muerte
Y perdida le está por una eternidad de sueño atrasado
Así como nosotros perdimos a las novias, no en el laberinto de el cuerpo
Sino en el espejismo que eran los otros, las muecas de los que habían llegado antes.

Ah si pudiera bajar otra vez a los infiernos
Y besara una sola vez   de nuevo la boca de Eurídice
Otro gallo cantaría en medio de mis huesos, más rotundos que los otros.
Sabría que el arco iris virtual me entregaría su ollita de oro
En medio del desparramo de mis arterias, allá en el río de los muertos
Donde el que canta se salva, y el otro espera
La resurrección de la carne y del espíritu, que muere antes
Pero  también se despereza, musitando su canción
La bossa nova que aprendimos en un barco rumbo a la isla de Itaca
Navegando al revés en un tiempo a la vez dado y negado
Escrito con lágrimas de vino y de fuego
Y replegado en la cabeza que sigue cantando más allá de todo tiempo.

Así el poeta resucita y descalabra nuestro plácido dormir
Se nos ríe en la cara pero nos abraza, sí nos abraza
Como aquella vez postrera, extrema
En la puerta de su casa en José Domingo Cañas, en la Arcadia de Ñuñoa
El siglo pasado apenas , pero en otra vida.





sábado, 11 de febrero de 2012

Lecturas, verano y César Moro

Como un reiterado comenzar, avanza veloz, nuevamente, este año 2012. Pero no sé diferenciar entre este febrero y el anterior: el mismo calor estival, las siempre imperiosas tareas inconclusas que desesperan en su inacabamiento, los dulces momentos familiares para huir de las responsabilidades, la permanente elaboración de proyectos siempre ilusos, el anhelo –una y otra vez interrumpido- de dormir hasta el hartazgo, el lujo ocioso de ver apetecibles programas canadienses y británicos de cocina por el cable, el convencimiento a nivel de dogma de la basura en que se ha convertido la televisión chilena.

Para huir –literalmente- de mi estancado trabajo doctoral, es que, sin proponérmelo, me he caído de bruces en la lectura de poetas que, obviamente conocía, pero que hace tiempo no volvía a releer. En algunos casos, más que una relectura, han sido un encuentro entre asombroso y meditativo. Así, por ejemplo, siempre mencionada en nuestras conversaciones e intercambio de correos por mi amigo, el poeta y ensayista, Marcelo Pellegrini, la poesía del polaco-lituano Czeslaw Milosz (1911-2004), venía a ser una especie de contraseña para ir al abordaje de un mundo a veces mágico y lúdico, otras, seriamente testimonial y con una fuerte conciencia histórica. De tanto en tanto, una especie de túnel a través del cual se hace posible volver al inhallable paisaje de la infancia y también una consideración para con el exilio, sea éste político, existencial o imaginario. Hace muchos años atrás, quizás en 1992 o 1993, leí El pensamiento cautivo, pero nunca imaginé que tras el agudo ensayista estaba el poeta. El círculo no se ha cerrado y espero alguna vez encontrar y leer su afamada novela El valle de Issa.
 En el hermoso e informado prólogo de Xavier Farré a la antología Tierra inalcanzable que ha sido motivo de mi reencuentro con Milosz, hallo una especial referencia al poeta lituano-francés Oscar Vladislas de Lubicz-Milosz. ¿Por qué especial? No tanto por el detalle biográfico de ser primo de Milosz y haber ejercido una notable influencia en su formación como poeta en los años 30, en el París de entreguerras, ni tanto, solamente, por esa curiosa dedicación que nos seduce de ese tipo de poetas raros, excéntricos, de expresión francesa, notables y cosmopolitas, al modo de un Jean Moreas, un conde de Lautréamont  o un Juan Larrea. Sino porque no pude dejar de pensar con una involuntaria sonrisa melancólica, en el venerable y desaparecido poeta quilpueíno Rubén Jacob: la primera y única vez que fui a su casa y me adentré en su mítica biblioteca, me deleitó a mí y a mis ocasionales acompañantes, de una deliciosa lectura de algunos poemas de Lubicz-Milosz, añadiendo, si no mal recuerdo, graciosos comentarios de aparente gravedad que volvían cercano, muy cercano –casi como si se tratara de un vecino con el cual Rubén tenía una querella por el pago injustificado de la cuenta del agua o el teléfono- al para mí en ese momento, casi desconocido poeta lituano-francés. He buscado por Internet datos biográficos y poemas de Lubicz-Milosz y he encontrado algo de información y varios poemas. Evocarlo y leerlo, me transporta a esa otra tarde de febrero donde tan bien sintonizaba mi curiosidad, la risa flemática del poeta del The Boston Evening Transcript y la certeza de esos poetas que, por azar o destino, escriben en una lengua que no es la materna.
Escribir en una lengua que no sea la materna: sin quererlo, cito de modo inconsciente, uno de los más famosos dictum de Huidobro y que, ciertamente, muchos poetas chilenos e hispanoamericanos han convertido en parte fundamental de su aprendizaje y trabajo. Es justamente en ese campo de las asociaciones libres provocado por esa línea de Huidobro lo que me motivó a buscar –de una manera un tanto desordenada- a esos poetas que cumplen aquel exilio lingüístico de modo inmejorable y que tienen el don de habitar dos mundos simultáneamente: guiado por unas lecturas que estaba haciendo del poeta peruano Emilio Adolfo Westphalen, es que caí, otra vez de bruces, ante la enigmática y mítica figura de César Moro (1903-1956).

Nacido como Alfredo Quispez Asín, nuestro poeta creció en Lima donde concluyó sus estudios secundarios en el colegio jesuita de La Inmaculada Concepción. Ya muy pronto, como buena parte de la juventud poética e intelectual hispanoamericana, efectuó el consabido viaje a París en 1925. En la capital francesa prueba distintas disciplinas artísticas en esa etapa: asiste a clases de danza en la Academia de Ballet (actividad que abandona por motivos de salud), pinta y escribe poemas –intensa actividad artística que me hace recordar a otro poeta malogrado en la esencia de su juventud, nuestro enigmático Jorge Cáceres (1923-1949), con quien Moro posee atractivas afinidades subterráneas en la maravillosa gratuidad de ese mundo onírico que posibilitaba expresivamente el surrealismo francés y que tan fecundo fue en la poesía hispanoamericana de la primera mitad del siglo XX-. En 1926, Moro presenta su primera muestra pictórica y en 1927 la segunda y ambas son acogidas favorablemente por la crítica. Pero en vez de seguir una prometedora carrera de artista visual, en 1928 ingresa en el surrealismo y empieza a escribir poemas en idioma francés. En el periodo comprendido entre 1928 y 1934 continuará con sus actividades europeas tanto en el ámbito de la pintura pero sobre todo en el de la poesía (Ces poèmes), regresando a Lima a finales de 1933. En 1935 organiza con el poeta Emilio Adolfo Westphalen la primera exposición surrealista de Latinoamérica, en la Academia Alcedo de Lima y colabora en diversas revistas y publicaciones. En 1938 y por motivos políticos, Moro abandona el Perú y se refugia en México donde permanecerá 10 años en los que seguirá con sus actividades tanto pictóricas como poéticas. En 1940 organiza junto a Wolfgang Paalen y André Bretón la Cuarta Exposición Internacional del Surrealismo para la Galería de Arte Mexicano. Regresa a Lima en 1948, año en que trabaja como profesor en el Colegio Militar Leoncio Prado, donde fue maestro de francés de Mario Vargas Llosa. En 1955 culmina una de sus obras principales, Amour à mort. En 1956 muere víctima de leucemia. Su amigo André Coyné continuó con la labor de recopilación, edición y difusión de su obra.
Tras estos fantasmagóricos datos, se esconde, sin lugar a dudas, uno de los más notables poetas secretos latinoamericanos: su obra, escasa, es también de poca difusión, rareza que se acrecienta con la elección del poeta de escribir, fundamentalmente, en francés: Le chateau de grisou (1943), Lettre d´amour (1944) y Trafalgar Square (1954), son lo medular de su obra, razón también por lo que es muy difícil encontrarla, pero es a través de sus poemas en castellano y las traducciones de Westphalen, Guillermo Sucre, Carlos Germán Belli, André Coyné y César Vallejo que se puede descubrir el delirio que ilumina su escritura. En castellano, al parecer, reunió un puñado de poemas escritos en México entre 1934 y 1939, bajo el título de La Tortuga Ecuestre y que, por falta de fondos, no vio la luz en vida del poeta, siendo publicados, recién en 1976.

El caso de Moro no es el de un cosmopolita en búsqueda de celebridad o trasnochado glamour al modo de su también tristemente famoso compatriota José Santos Chocano, sino el de un poeta sediento de palabras, una especie de extranjero “profesional” cuyas nostalgias no se quedan enlodadas en el descubrimiento de una palabra insólita, ni en los paisajes de una infancia perdida en los laberintos de la memoria. Se trata más bien de un poeta que mana un verdadero entusiasmo por la aventura de la expresión, por la gratuidad órfica de las palabras concatenadas en el ritmo de la imagen. Semejante en esto a nuestro Rosamel del Valle, para Moro pareciera ser que la poesía no tiene tiempo, sino espacio y, por ende, tampoco puede tener patria, sino lugares habitables por el relámpago del lenguaje. Es así que Moro parece ser uno de esos poetas que habitan donde es posible arraigar en un decir, no en un sitio geográficamente dado y, por tanto, vagabundo de palabra en palabra, saltando del castellano al francés y del francés al castellano en una rica promiscuidad que vuelve únicos sus poemas. Mucho menos para que éstos puedan ser utilizados para adornar banderas o dar brillo a los estados y a los estadistas o para alumbrar el sendero de los guerreros que van a una pelea sin cuartel.
Deseo finalizar este breve texto con la transcripción de un recuerdo de 1958 de Mario Vargas Llosa acerca de nuestro poeta: como futuro modelo del profesor que sale vilipendiado en la novela La ciudad y los perros, para Vargas Llosa, Moro es el símbolo del enigma, de lo que no puede ser asimilado, sino despreciado por incomprensión:  "recuerdo imprecisamente a César Moro: lo veo, entre nieblas, dictando sus clases en el colegio Leoncio Prado, imperturbable ante la salvaje hostilidad de los alumnos, que desahogábamos en ese profesor frío y cortés la amargura del internado y la humillación sistemática que nos imponían los instructores militares. Alguien había corrido el rumor de que era homosexual y poeta: eso levantó a su alrededor una curiosidad maligna y un odio agresivo que lo asediaba sin descanso desde que atravesaba la puerta del colegio".
Para un poeta como Moro, el escribir y vivir en otra lengua no era, como se ve, un acto gratuito de vanidad: era una estrategia de identidad y sobrevivencia.