domingo, 24 de abril de 2011

Tránsito al fin

En esta oportunidad, subo al blog la generosa reseña que Diego Alfaro escribió el año pasado sobre mi libro acerca de Eduardo Anguita. Esta reseña se publicó originalmente en  La Cabina Invisible y luego en Letras.s5.com



Tránsito al fin
Acerca de Pensamiento y creación por el lenguaje: acercamiento a la obra poética de Eduardo Anguita de Ismael Gavilán M.

                                                                                       Por Diego Alfaro Palma



                                                   Todos llegaremos con atraso a nuestras tumbas
                                                                             Robert Desnos

Probablemente el miedo más grande sea que el cuerpo de Eduardo Anguita no yazga en su nicho y que el poeta haya logrado la invisibilidad que buscaba en sus versos. De lo contrario, se lo vería vagabundear por el Parque Forestal o en una velada imitando a Chaplin. Si fuera así, su figura habría logrado una suerte mayor que su poesía, aún expectante en el intento de sorprender a un nuevo lector. Lo cierto es que esa justicia ha tardado lo suficiente para que un buen estudio sobre su obra haya aparecido recientemente. Largo tiempo para un merecido poeta, Pensamiento y creación por el lenguaje. Acercamiento a la obra poética de Eduardo Anguita del ensayista y poeta Ismael Gavilán puede coronarse ya como una rareza, ya como un punto de partida para la definición y revalorización del autor de “Venus en el pudridero”.
           La obra de Gavilán deja desde su partida una sensación inquietante. ¿Cómo tantas décadas para que un estudio sobre Anguita logre forma? ¿Que no es Anguita uno de los poetas cardinales de la poesía chilena y latinoamericana? Lo mismo se podría decir de tantos otros cuya bibliografía no se suple con la mera republicación (aunque importante) y que necesita más que un mero paseo: una reflexión crítica en profundidad. Este libro se inicia con aquel cuestionamiento, el cual es resuelto con inteligencia. El ensayista es consciente de que es un deber derribar ciertos prejuicios que han relegado al poeta a un intervalo, más que a “un caso”, como éste se refería a Rimbaud: un ser “metafísicamente extremo”. Quizás he ahí el pecado de Anguita, el de llevar a la poesía más allá del espacio, encallando en el tiempo, el ser y en la palabra, luego del momento exacto en que explotaron los volcanes y las voces telúricas fundantes de la modernidad latinoamericana. Anguita, el pecador, aún está delante de nosotros, siendo quizás el más vanguardista y uno de los poetas más complejos y no por ello menos estimulantes.
         Gavilán da a entender que más allá de la generación o los conflictos en los que el poeta estuvo imbuido (digamos David o la famosa antología que excluyó a la Mistral) el punto de quiebre, y jamás resuelto por sus contemporáneos, es la bifurcación de Anguita con su maestro Vicente Huidobro. En cierta manera, lo que el ensayista pretende es independizar a Anguita de esa figura totémica, la que no dejó de homenajear y criticar con dureza. En sí, la táctica de Gavilán se vale de tres movimientos: el primero, adentrarse en el concepto de Tésera de Harold Bloom; segundo, ahondar en la definición de creación a partir de la lectura de George Steiner, el ensayo sobre los pintores cubistas de Apollinaire y los textos de y sobre Huidobro y el creacionismo; por último, abrirse paso en la poesía y en la poética de Eduardo Anguita. Así, y con un precario armazón de reseñas (los pocos materiales de los que se vale el autor, ya que no hay otros), Pensamiento y creación por el lenguaje logra guiarnos hacia una lectura a fondo de “Definición y Pérdida de la Persona”.
         De acuerdo al primer paso, “desmarcarse” sería el verbo; ser una antítesis a su precursor, el motor de una escritura en maduración: “En el sentido del eslabón que completa, la tésera representa el intento de cualquier poeta posterior para persuadirse a sí mismo (y a nosotros) de que el mundo del precursor estaría desgastado si no fuera redimido por el efebo y convertido en un Mundo nuevamente llenado y ampliado” (1). Para Huidrobro la técnica ofrece un contrapunto al concepto de creación tradicional y de raigambre teológica, la posibilidad de “la invención de un mundo nuevo a través de la palabra”, o como dice más adelante Gavilán:

De ahí el poeta que inventa un mundo nuevo, no sólo lo hace por  mero esteticismo o narcisismo patológico; sino porque en él se articula una fe sobreviviente del naufragio indistinto del lenguaje corroído, de la palabrería sin sentido que dispone a su merced del escenario de la Modernidad al haberse olvidado todo pacto entre lenguaje y divinidad. Por ello es posible apreciar que el poema de Huidobro añade “y cuida tu palabra”, pues se hace clara la injerencia de responsabilidad ética que le atañe al poeta como custodio de ese nuevo mundo que debe inventar para ponerlo como contraimagen al maltrecho mundo del que proviene (2).

En cambio, para Anguita, existe un conflicto evidente en la postura adánica de Huidobro, tanto como creyente como poeta. Esto es evidente en el momento en que Anguita sitúa en paralelo dos formas de conocimiento que él alienta: la ciencia y el arte. Agregando a este última las manifestaciones religiosas y los mitos, ya por un evidenciado límite del conocimiento científico -hecho comprobado históricamente-, ya por el eterno pavor y asombro que mueven al hombre a nombrar. Asimismo, Gavilán cita pertinentemente aquella afirmación demoledora de Anguita: “Es que Huidobro no ama al mundo como es: primero lo limpió con sus sentidos de niño; luego, al propio mundo creado por él en su poesía, NO le insufló amor”. A ello él ofrecía una proyección hacia la vida y “la personal asunción del concepto de creación bajo el alero de presupuestos metafísicos de primer orden”. Igualmente, el contemplar el ejercicio poético como una acción lejana a la del vidente y cercana a la del funcionario (ocupando las palabras de Rimbaud), una posición centrada, por un lado, en la inmersión en la vida y en el lenguaje, en la elaboración de una poesía al servicio de preceptos como la Verdad, la Bondad y el Amor, subalterna al Verbo, sospechosa de los laboratorios.
            La pregunta acostumbrada sería: ¿estas líneas, no acotarían en demasía la poética del autor? ¿No sería una reducción del pensamiento de Anguita? Probablemente, no obstante ya el acercamiento a sus percepciones, el abrir una senda dentro de ella, para llegar a su centro, es una tarea que el mismo ensayista deja abierta, en espera de una continuación. En efecto, las relaciones que se podrían establecer con la poesía de T.S. Eliot y Paul Claudel quedan lanzadas en la mesa ofreciendo una ventana al lector riguroso, otro punto de partida, dejando en claro que el autor de “La visita” es inabarcable en un estudio preliminar o en una apuesta que contemple la totalidad de su pensamiento. Parte y partida importante, el trabajo de Gavilán reconoce sus limitaciones y potencias, cosa que en este terruño es de agradecer.
 Por otro lado, así como el poeta afirmaba que el peso de la obra de Pablo de Rokha no había sido aquilatada en nuestro país, hecho que también detectó en las de Emar, Serrano, Carlos de Rokha y tantos otros que aún quedan tras bambalinas, la “problemática Anguita” y su situación dentro del canon es un punto de inflexión en el cuestionamiento sobre la valoración de los elementos constitutivos de nuestra cultura. Y siento que la propuesta anguiteana –como lo detecta este libro- está provista de un impulso que supera el asentamiento teórico que se la ha dado, aquella que la ha limitado a estar situada en el cuestionamiento de los estatutos del lenguaje o del tiempo, dejándolos como simples categorías lejanas del contexto de su poética. Todo ello y tantas otras temáticas extraíbles de sus versos y prosas, estaría conducida, creo,  por el sentido de la “redención” humana, de sobrepasar o al menos aguardar confirmando una esperanza en un periodo de “epílogo”, ahuyentando la ausencia de lo sagrado que ha dejado la razón. En otras palabras, la poética de Anguita pone su confianza en la palabra y en el instante como una puerta hacia la irrupción de lo sacro en la cotidianidad, en un contexto que George Steiner nombró de “Sábado Santo”, entre el sacrificio y la venida de lo utópico, donde “es de presumir, la estética carecerá de toda lógica o necesidad”. El poeta en esa condición no se comporta como pararrayos, sino como quien prepara una fiesta y aguarda  -con las cortinas abiertas- la llegada de los invitados: “¡Qué pena! ¿Qué podemos esperar? ¿Qué espera usted? Yo espero”.


NOTAS
(1) Gavilán, Ismael Pensamiento y creación por el lenguaje, Ediciones Escaparate, Concepción, 2010. Pág. 61.
(2) Ibídem. Pág. 82.

domingo, 17 de abril de 2011

En el leer se encuentra el escribir

¿Cómo caracterizar la escritura ensayística? Quizás una forma posible sería comenzar a través del viejo modo que nos enseña la teología negativa: ilustrando lo que no es.
De aquella manera pienso que todo ensayo no pertenece a una instancia de conocimiento positivo acerca de los temas y autores que abordan y, por lo mismo, si bien algunos han rozado la frontera del mundo académico o, aún más, se han instalado en su circunscripción, nunca han pretendido adentrarse en su debate con el afán de contribuir a su esclarecimiento. Lo que uno pueda decir acerca de Novalis, Rilke, Webern, Anguita o Huidobro, por mencionar algunos protagonistas de ensayos imaginarios que me gustaría leer y escribir, creo que agrega poco o nada nuevo al voluminoso edificio babélico que Georg Steiner ha denominado alguna vez como literatura secundaria. Por ello me parece advertir que un ensayo no es un estudio en el sentido corriente del término, es decir, aquel sentido al que nos tiene acostumbrados el ámbito universitario como signo de profesionalización intelectual y que hace, precisamente, de la palabra estudio, un eslabón más en el camino hacia el tratado o la definición que se proclama certera o lúcida. Es por eso que el ensayo no quiere abrir de modo directo o indirecto el horizonte de expectativas de significado que sí sería deseable en intentos de mayor consistencia sistemática o con una apoyatura crítica al uso. Respecto a esto, Martín Cerda en La palabra quebrada aseveraba algo que considero preciso y definitivo:

El ensayo está, de este modo, siempre “atado” al objeto que lo ocasiona (libro, obra de arte, “forma de vida”), pero, a la vez, siempre lo sobrepasa sin llegar nunca a la fría perfección del sistema. El ensayo es, en otros términos, siempre ocasional, en el sentido que está regularmente ocasionado por un objeto, y, al mismo tiempo, provisorio, en el sentido que no cesa nunca de buscar la forma cerrada del sistema. Esto explica que en cada ensayo donde los demás descubren valores, verdades, ideales y certezas, el ensayista sólo encuentre problemas, incertidumbres y despistes.

No es necesario ampararse en tales argumentaciones o en otras para dar una eventual “precisión explicativa” a lo que es la escritura ensayística: es producto, ciertamente, de la motivación ocasional a la que hace referencia el texto recién citado, ya por la exterioridad de su origen (apuntes de clase, conferencias o solicitudes eventuales del mundo académico), ya por la motivación gratuita de la reflexión permanente. Además, ese tipo de escritura no busca la exactitud del conocimiento, sino las coordenadas deletéreas de la fugacidad lectora que anidó en nosotros y levantó su casa para quedarse más allá de sus propias expectativas.
            Por supuesto que no anhelo definir este género anfibio para justificar un tipo de escrito de extensión e interés diverso. Pienso que hace falta una dosis de fina ironía anímico-estilística para llevar a cabo tal proceder, cosa que, por lo demás, importantes y significativos autores poseyeron de modo genial e insuperable, estableciendo así las coordenadas de comprensión necesaria para esta peculiar  forma textual. De esto se deriva, por otro lado, algo a mi parecer, en extremo obvio, pero que siempre se nos escapa u olvida: pues que sería redundante enumerar a esos maestros de la escritura que, por ser tales, se muestran en una gama de opacidad y transparencia únicas y que, por lo mismo, dejan en claro la aguda percepción que implica el ejercicio lector. Sin embargo, nombrar es también un modo de agradecer y de dejar constancia de fervores asumidos en la más íntima solicitud del silencio o la soledad. Me parece que si nombrara a Georg Lukács, Theodor Adorno, Walter Benjamin y J.M. Coetzee entre los europeos y a Martín Cerda, Luis Oyarzún y Clarence Finlayson entre nosotros, aquel agradecimiento, incompleto, sería el atisbo de una felicidad de rara factura, una felicidad que no teme desdeñar la alegría y muy afecta al deslumbramiento. Se hace evidente que aquel deslumbramiento es una vivencia (Erlebnis) que va unida a esos instantes que –no me cabe ninguna duda, imposible son de calibrar racionalmente- hacen posible la transfiguración del sentido, la exploración abismante de la subjetividad o el esclarecimiento de un orden al cual no habíamos arribado aún en nuestro ejercicio perceptivo. La única analogía de relativa concordancia podría ser aquella que brinda el oír por vez primera música absoluta (es decir, sin la intervención de la voz humana o de algún sonido de la naturaleza). Pero tan certera, como a la vez pobre comparación, se nutre de esa tragedia secreta que adivinamos al sólo plantearnos la posibilidad de llevarla a cabo: la lectura siempre será un volver atrás, siempre será un zigzagueo de nuestros ojos en la letra, siempre solicitará nuestra atención como concentrada disposición y, por lo tanto, mostrará su vulnerabilidad al instante de evidenciarnos poco fieles hacia su requerimiento.
            En cambio la música intervendrá intensa y única en la continuidad que le hace ser ella misma y que nos enrostra nuestra pertenencia al tiempo. En el oír música no existen segundas oportunidades para intentar descubrir el sentido, es siempre un devenir instaurado como ritmo, melodía y fugacidad, cosa que la convierte en algo irrepetible y, en gran medida, ausente al mismo segundo de ser enunciada. Pero en esta dicotomía entre el leer y el oír, más allá de atisbar una profunda perplejidad entre la tragedia del instante y la permanencia de la letra, creo que es posible rastrear un ejercicio de traducción que no se reduce a una antinomia irresuelta, ejercicio que se expande como consideración fecunda del trasvasije imaginativo-existencial de las producciones del arte y de la vida que llevan en su más profunda interioridad aquella marca ineludible: la lectura como traducción, pero no cualquiera, sino del modo en que lo manifestaba un poeta como Novalis, es decir, como Verändernd, en otros términos, como traducción transformante. ¿Qué querría decir esto? Pues que en el oír y en el leer, despegados de todo contenido que certifique su individualidad, de todo contexto histórico o psicológico e, incluso, de toda constricción formal, se eleva el objeto de la meditación al estado de símbolo, en otras palabras, a una imagen pura de sí mismo, imagen que conlleva procesos de identificación, rechazo, complemento y comentario. Es de aquel modo que en la fluidez del narrar, el talento poético se trasforma en la melodía del alma, en la visibilidad del ritmo que la música manifiesta como autoconciencia invisible de sí. Quizás por ello, pienso entonces, que a la escritura ensayística es posible remitirla, en la diversidad de su índole y origen, a un tema común, obvio y explícito: al tema que hace de ella ejercicio de entendimiento para captar al lenguaje y a su sombra, el silencio, teniendo evidentemente a la música como el bajo ostinato que subyace ondulante en su despliegue. ¿Una POÉTICA? En la medida que manifiesten las mismas obsesiones que los hermanan con los poemas que nos han sido dables leer  de cientos, de miles de poetas de todas las latitudes y tiempos imaginables, pues es muy probable.
            En algún lugar de aquel libro maravilloso que es El alma y las formas, el joven Georg Lukács decía que hay vivencias que no podrían ser expresadas por ningún gesto y que, sin embargo, ansían expresión, vivencias que hacen de la conceptualidad algo sentimental (al modo de Schiller), es decir, como realidad inmediata, como principio espontáneo de existencia. ¿No estaba refiriéndose acaso el pensador de Budapest a ese ejercicio transformante y transformativo que nos hiere amorosamente, como a Santa Teresa, y que se devela en el leer-oír? Escribir como agradecimiento del leer-oír es, sin duda, una especie de Verändernd.
Ahora, en esta tarde de otoño, serena y plácida, mientras oigo tras la mampara los acordes iniciales de la Cuarta Sinfonía de J. Brahms, viene a mí el recuerdo de esos encuentros infinitos de fervor lector que incitaron en desmedida ingenuidad, una respuesta. Todo ensayo lo es y ciertamente la impresión que aquella vivencia trae a lugar sólo la puedo decir con un cultismo que encierra de modo opaco lo que la música de Brahms expresa muchísimo mejor: melancolía.



                                                                                             









martes, 12 de abril de 2011

Kabasta & Mefistófeles


Cuando a mediados de 1989, el director titular de la Orquesta Filarmónica de Berlín, Herbert von Karajan, falleció luego de una penosa enfermedad, fue inevitable en las notas necrológicas de especialistas y meros aficionados, volver la mirada, aún de soslayo y con una vergüenza no muy placentera, a una época siniestra de la historia de la música en Centro Europa: aquella que va de 1933 a 1945 y que implicó la hegemonía nacionalsocialista con todo lo que ello significaba, no sólo en la vida política y militar, sino también en la vida cultural alemana y, en específico, en el mundo de la música.
Con la muerte de Karajan, no sólo desaparecía uno de los más geniales directores de orquesta del mundo, sino también uno de los últimos representantes que sobrevivían de una época mítica y trágica, una época que unió de modo impensable y fáustico el más grande talento artístico con la locura destructiva más inhumana. Desaparecía con Karajan una época heroica donde la intensidad y perfección del arte -y de la música en particular- convivían de un modo para nada inocente y de forma bastante promiscua con la maldad y la barbarie. Pero sería producto de una moralina muy estrecha cerrar los ojos ante tal pacto demoníaco y condenar enrabiadamente y sin matices ni entendimiento a los protagonistas de esta verdadera tragedia. Karajan no era el único músico con talento superior, por supuesto, que coqueteó con el poder nazi para obtener prebendas y ascensos en el complejo, jerárquico y competitivo mundo musical alemán de las décadas del 20 y del 30. Casos como los de Karl Böhm, Clemens Krauss, Hermann Abendroth y Willem Mengelberg, entre otros, muestran el triste entrecruzamiento entre cultura y barbarie como símbolo estremecedor de toda una época. Cada uno de estos directores de orquesta y asimismo compositores de la talla de Richard Strauss y Hans Pfitzner en algún instante de sus carreras vieron en el nacionalsocialismo una oportunidad para mejorar su condición profesional o para no desaparecer de los escenarios relegados al olvido caprichoso de un público siempre diverso.
La gama de matices es vasta y va desde el astuto y egoísta oportunismo de Karajan hasta el convencimiento infantil y doctrinario de Pfitzner ante la grandeza del movimiento. Otros como Furtwängler aceptaron el sacrificio de un destino, conscientes que con su eventual exilio, el mundo musical alemán se derrumbaría o hasta podría desaparecer engullido por la salvajada nazi, pensando que era posible aún defender posiciones con todo el riesgo que ello significaba.
Pero en términos prácticos, con el exilio, silenciamiento o sospecha de parte del régimen de un puñado de directores ya famosos antes de 1933 y que eran la “primera línea” de calidad interpretativa de la música germana, se dio el natural paso de suplir tales ausencias con celeridad gracias a una serie de directores talentosos, jóvenes y audaces provenientes, en su mayoría, de provincias y cuyas edades bordeaban los 40 años. De esa forma con Bruno Walter, Otto Klemperer, Fritz Busch, Erich Kleiber, Felix Weingartnen y Hermann Scherchen en el exilio y con Hans Knappertsbusch bajo sospecha y vigilancia permanente, en un lapsus muy breve, desapareció literalmente lo más granado de la dirección orquestal germana. Eso ayudaría a explicar en parte el ascenso meteórico de Karajan, Böhm y Krauss desde puestos y orquestas relativamente recónditas y secundarias a lugares tradicionalmente sancionados como de “primer orden”: la Orquesta Filarmónica de Berlín, la Orquesta Filarmónica de Viena, la Orquesta Stattkapelle de Dresden, la Orquesta Gewandhaus de Leipzig y el Festival de Bayreuth.
Este contexto nos hace entender de mucho mejor manera el espectacular ascenso y la siniestra caída de uno de los más legendarios directores de orquesta austro-alemanes y que, hoy por hoy, es muy poco conocido: Oswald Kabasta (1896-1946)
Nacido en Mistelbach, un pueblito de Austria, Kabasta estudió en Viena con el compositor Franz Schmidt, destacando desde muy joven su talento para la dirección orquestal. En este ámbito, su carrera comienza a tomar vuelo a partir de 1931 cuando se le nombra director titular de la Orquesta Sinfónica de Viena. Pero sin duda, a pesar de su talento, un joven director como él poco podía hacer para compensar la alta competividad de directores notables como Bruno Walter o Wilhelm Furtwängler, invitados permanentes de las diversas orquestas vienesas y austriacas. Aún más, dar el salto de Austria a Alemania como director de alguna orquesta de renombre, era muy difícil, directores jóvenes con talento no faltaban y Kabasta si bien era considerado un músico calificado, el llamado desde Berlín, Dresden o Leipzig no llegaba.
Por azar o destino, el rumbo de Kabasta cambia en 1938 cuando se produce el Anschluss y la Alemania de Hitler se anexiona Austria. Simultáneamente Kabasta ingresa al partido nazi, del que era un antiguo admirador y entusiasta partidario. Finalmente Mefistófeles cumple su promesa: el mismo año del desastre, Kabasta es designado director titular de la Orquesta Filarmónica de Munich.
Los años en Munich que van desde 1938 hasta el final de la guerra en 1945, serán para Kabasta el tiempo primordial del pacto fáustico. Serán precisamente esos ocho años los que forjarán para el mundo de la música la efigie del genio, la efigie del músico notable, la efigie del más fiel entre los fieles para con el Partido. Serán esos ocho años los que volverán a Kabasta un intérprete superior de la música de Anton Bruckner. La Filarmónica de Munich a su cabeza será una de las más importantes orquestas del Tercer Reich, al punto que se le conocerá en los círculos oficiales del régimen como “La Orquesta de la Capital del Movimiento Político”.
La eventual tranquilidad otorgada por este pacto mefistofélico, hará que Kabasta perfeccione su estilo y también propiciará sus propias herejías: ferviente partidario de la música prohibida de Béla Bartok, Kabasta no temerá dar algunos conciertos con obras del compositor húngaro en medio de la rigurosa censura nazi para con toda aquella música considerara como “degenerada”. Pero sin duda, será Bruckner el compositor que dará pie a considerar a Kabasta como un genio: sus versiones del maestro de Linz son excepcionales: un vigoroso ritmo con acentos fuertes e intensos, como asimismo unos tempi rápidos y claros, permitiendo al oyente la sensación de flexibilidad en una música como la de Bruckner que suele asociarse a una cierta idea prejuiciosa de inmovilismo místico. Kabasta podía exhibir una gran libertad rítmica dentro de este pulso donde la música se tornaba absolutamente flexible cuando era necesario, dirigida por una batuta de gran precisión. Las escasas grabaciones que sobrevivieron al desastre final de 1945 nos muestran una pálida idea de lo que este director pudo haber hecho en la sala de conciertos y nos aventura a conjeturar lo que habría logrado con los medios de reproducción del sonido más modernos de la segunda mitad del siglo XX.
Pero todo esto se derrumbó en 1945 con la derrota militar del Tercer Reich. Y si bien Kabasta intentó huir de la bombardeada Munich hacia Suiza tal como Furtwängler, no pudo lograrlo: fue capturado por los Aliados y encerrado en un campo de prisioneros hasta su juicio de desnazificación llevado a cabo a fines de 1945. El resultado fue funesto: se le prohibía dirigir de por vida. Devastado por tamaño castigo, se suicidó el 6 de febrero de 1946.
La oscuridad que rodea actualmente la figura de este director se puede atribuir a la tragedia del nazismo. Kabasta no fue un nazi más ardiente que Böhm, por ejemplo, quien también firmó su correspondencia con "Heil Hitler!" y quien aduló más desvergonzadamente al Führer. Pero mientras que Böhm desarrollaba su carrera como director en Dresden y Viena -ciudades relativamente alejadas de los grandes centros de poder del Tercer Reich-, Kabasta pasó aquellos años en Munich, el lugar de nacimiento del movimiento nazi y el escenario para los grandilocuentes esquemas artísticos de Hitler. De esta forma, Kabasta tenía un perfil nazi más prominente que el de cualquier otro director. Antiguos miembros del partido, como Karajan, fueron autorizados para continuar con sus carreras después de la guerra. Pero cuando las fuerzas Aliadas de ocupación prohibieron a Kabasta retornar al podio, éste tomó la radical decisión de quitarse la vida.
Lo que sobrevive de este genial y trágico músico es un puñado de grabaciones al frente de la Filarmónica de Munich. Muerto antes de la invención del LP, nunca sabremos cómo habría su música sonado con los avances técnicos contemporáneos.
Convertido en leyenda, una siniestra leyenda, en la efigie de este músico se cumple el dictum de Walkter Benjamin con fatal dramatismo: todo documento de cultura es un documento de barbarie.











viernes, 8 de abril de 2011

Rosamel del Valle 1: notas para un prólogo de una antología inexistente

       Rosamel del Valle (1901-1965) es sin duda uno de mis poetas chilenos favoritos. En el fervor de la juventud, a mediados de la década de los 90, junto a Cristian Gómez inventamos una antología del poeta de Orfeo. Como con el proyecto antológico que posteé anteriormente, esta antología tampoco pudo ver la luz. Y es una pena, pues creo que no sólo se trataba de un trabajo de carácter arquelógico, sino más bien de una puesta en obra de un interés intenso por leer a uno de los más grandes y olvidados poetas de nuestro país. Con el correr de los años vendrían los trabajos de Leonardo Sanhueza y Hernán Castillo Girón que reivindicarían con justicia la obra de este autor genial. Nuevamente como recordatorio melancólico, subo ahora una parte de ese prólogo de aquella antología nunca publicada.


Cuando las olas del tiempo se despliegan, pareciera ser que no perdonan en su estrépito. Sólo los más avezados pueden sobrellevar el ritmo ascendente y descendente de la violencia marítima. En estas condiciones, la figura de Rosamel del Valle aparece plena y oceánica al  chocar furibunda contra ese  rompeolas que llamamos “poesía chilena”. Instalado en ella cuando se gestaba en el primer tercio del siglo XX todo lo que se denominaría "vanguardia”, Rosamel irá forjando una escritura que llegará en el transcurso de los años a adquirir una fisonomía que la hace inconfundible.
Acercarnos en estas líneas a esa figura y a las palabras que invocó para plasmarlas en una poesía que refulge cegadoramente intensa, no significa trazar un mapa adivinatorio. Escasamente conocida en la literatura ensayística y de apreciación crítica, el intento de otorgar de esta poesía una interpretación que la valide es impropio: siempre nos desbordará y lo que se dijera bien podría cobrar lugar en el reino de la arbitrariedad. Tal es la riqueza que brinda más allá de las categorizaciones radicales. Por eso estas líneas no quieren convertirse en prólogo, aspiran a ser sólo notas nacidas de un fervor de lectura que se reconoce limitado al no plantearse como definitorio.
Creemos que es más interesante adentrarnos a esta poesía en su palabra, a través del fulgor de sus imágenes y entregarnos al seductor desconcierto que se origina en esa manera tan peculiar de aunar como crisol, lo más conspicuo de nuestro lenguaje, un lenguaje tan nuevo y tan suyo que le hacen identificable de inmediato.
                   
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 “…nada más inútil que creer que el poema no obedece a ley alguna y que su contenido no es en sí la síntesis de uno o varios sentimientos expresada de una u otra manera. Al contrario, la poesía obedece a un esfuerzo de inteligencia, a un control vigoroso de la sensibilidad y su expresión extrae al ser del sueño en que se agita. La imagen de este otro espacio, bien no puede ser real del todo. Pero entonces, ¿qué sería la poesía? Nada más irreal que la existencia”

Estas palabras de Rosamel, escritas como parte de la poética que incluyera en la antología de Anguita y Teitelboim[1] dice lo esencial. Y es que esta indagación poética, volcada fervorosa sobre el vaticinio, el cuerpo y la memoria, conjugados todos en el momento profanamente sagrado de la celebración, une aquello que parece imposible de convocar al interior de una síntesis: furor y misterio de un solo rostro cuya dialéctica nos conduce a la construcción del poema como la solución casi perfecta de esa aporía reflejada en los polos (aparentemente) opuestos del canto y la escritura. Desde el instante en que esta poesía hace de sí misma tema y reflexión, se convierte a la vez en la mejor salida –si no en la única- que la Modernidad puede ofrecer a una empresa abocada por definición a engarzarse con el mito. Porque la obra de Rosamel del Valle es posible leerla como el despliegue de múltiples figuras, figuras arquetípicas que van desde Orfeo hasta personajes bíblicos como David o el poeta del Cantar de los Cantares, otorgando una gama de variaciones casi infinitas, pues permite el juego, la seriedad profunda, la videncia, la desgarradora conciencia de la labor poética. Siempre otra, la presencia de Rosamel del Valle se vuelve escurridiza en su propia manifestación, rehuye lo definitivo, como si en su movimiento contase solamente el cariz ondulante que lo condiciona. Por eso es tal vez una poesía que hace de la celebración uno de sus ejes, porque sabe que dentro de sí, puede tentar al mundo con un cambio evidente:

                           “…luego
                            los descensos profundos al imán de los sueños
                           donde todo está escrito. Donde los jóvenes monstruos
                           celebran el ritual de la húmeda muerte con un cántico
                           dedicado al invierno.”[2]

Este  “descenso profundo” al  “imán de los sueños” es la lección de Rimbaud y Breton que aparece con un sello particularísimo: es el marco donde la celebración cobra su más significativo instante al transformarse en escritura, una escritura que no rehuye en el decir del poeta del Barco Ebrio, lo monstruoso que está allí abajo.
¿Y qué se trae de esa inmersión donde “todo está escrito”? Quizás la reivindicación que esta poesía hace de imágenes que puedan ser capaces de dar respuesta o quebrantamiento a la perpetua pregunta que, como sujetos, efectuamos en torno a nuestra identidad.
En el poema Ceremonial del Convidado, ¿quién es el convidado?, ¿acaso el doble de sí mismo que cual estatua salina surge de un mar memorioso allende  de todo olvido?

                        “He tenido mi estatua, un hallazgo de sal para el olvido
                        ¿Mi mano levantó el mar? ¿Mi cabeza la sombra?
                        Anda y perece, me dije. Pero era el tiempo de la melancolía.”[3]

La poesía de Del Valle se transmuta en imagen porque en ella el poema no dice lo que es, sino lo que podría ser. Como indica Octavio Paz la imagen “recoge y exalta todos los valores de las palabras, sin excluir los significados primarios ni secundarios.”[4] En la poesía de Rosamel es posible advertir que la imagen es una fase en que la peculiaridad de significados no desaparece.
Y así, al apreciar que este lenguaje al convertirse en imagen, constituye una realidad per-se, se levanta como obra, una obra que de libro en libro, de poema en poema, sobrenadará en la búsqueda de una expresión que la represente como canto.
Queriendo dar cuenta de lo real en sus variadas versiones (contradictorias, lacerantes y de júbilo), el lenguaje de esta poesía se ensaña contra sí misma. Por ello es irreductible a una sola interpretación, ahí su pluralidad. Al ser imagen, en ella se resuelven los contrarios, se producen las identificaciones, las palabras convergen unas con otras, vuelven al origen en una actitud que quiere superar la historia o más bien, desean sacudirse de su polvo, retornando a un principio prístino. De ahí que esta poesía no tenga miedo de plantearse como búsqueda mítica, aquella búsqueda anunciada ya por los románticos y que caracterizaría a toda la poesía moderna, desplazándose en un movimiento poderoso.
            Por eso Rosamel puede invocar a Orfeo y revivirlo como la conjunción de canto y escritura, como el vuelco descendente hacia el origen y la esperanza amorosa de traer a presencia el cuerpo inexistente.
            Por eso en el poema Metamorfosis, la evocación del músico Häendel en un diálogo inconcluso, articula como símbolo esa unión secreta entre música y poesía.
            Por eso la figura del profeta Daniel (el único que pudo leer la escritura en la cena del rey babilónico) es la “extraña compañía” que descifra “el libro de los sueños”.
Teseo, Absalón, Verónica, Beatriz: una lista interminable que convierte a cada poema de esta poesía en imagen encarnada, en fábula de prodigio, sugerente y que descentra.
De aquel modo la imagen-mito en la obra de Rosamel se resuelve más allá del mero artefacto retórico y se convierte en caja de resonancia, tanto del hombre como de las palabras: éstas le revelan a él lo que es a través del choque de contrarios y éste, asimismo, aprecia el mar heterogéneo que va de cuerpo en cuerpo, de signo en signo.
Una figura tan fuera de sí misma, sin dejar de abandonarse, ¿encontraría entonces eco en un  escenario propicio sólo para lo definido? Es probable que no y ahí radica quizás la razón por la cual esta poesía, siempre presente, rara vez haya sido prioritaria. A diferencia de Huidobro, Neruda y Mistral, Del Valle ocupa el sitio del constante cambio, no porque escrituralmente sea siempre distinto, sino porque lo que propone como visión poética se encuentra al borde de la frontera expresiva. Sin embargo, no es posible reducir tan rica variabilidad a los recursos retóricos que la propician: en la poesía de Del Valle se encuentra la apuesta por el mundo enfebrecido por la solicitud a algo que es posible llamar acaso con el nombre de un dios o un héroe: una presencia al fin y al cabo que apunta a un cuestionamiento metafísico. Pero es una presencia que hace de la imaginación su reino, del cuerpo su estandarte, de la pérdida su lamento. Una poesía que nos embelesa y nos retrotrae a lo fundamental, a lo que siempre se halla distante en la añoranza del éxtasis arrebatador.


[1] Anguita, Eduardo y  Teitelboim, Volodia. Antología de poesía chilena nueva. Editorial Zig-Zag, Santiago, Chile, 1935
[2] Del Valle, Rosamel: poema Celebración en  Fuego y Ceremonias, 1952
[3] Del Valle, Rosamel: poema Ceremonial del convidado en El Joven Olvido, 1949
[4] Paz, Octavio: El arco y la lira, F.C.E , Mexico, 1996