domingo, 21 de agosto de 2016

JUAN LUIS MARTÍNEZ: FRAGMENTOS PARA UNA BIOGRAFÍA INFRUCTUOSA


Esta no es una buena época para escribir sistemas. Por  otra parte, es en verdad una buena época para escribir  fragmentos.
Agnes Heller

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Mirando al mar como ante un espejo trizado, Avenida Perú desemboca en el puente Casino, difuminada entre Plaza México y Avenida 1 Norte, para de ahí, virando hacia la izquierda, convertirse brevemente en avenida Marina. Esta se extiende sinuosa al borde de cerro Castillo, llegando a Caleta Abarca, donde en confluencia con calle Alvares y la vieja línea ferroviaria, se transforma en la extensa Avenida España, columna vertebral de varios kilómetros que concluye, pasado Recreo y Caleta Portales, en Barón, entre la estación de trenes, a las puertas del barrio Almendral de Valparaíso y el cerro del mismo nombre. En esa geografía de calles, trenes y anchas avenidas, es posible hallar el antiguo y surrealista edificio Cap Ducal, devenido en hotel y restaurante; el imponente castillo Wulff, donde el oleaje rompe con violencia desafiante, como asimismo el siempre remozado hotel Miramar que después de tantos años no se ha rehusado a morir. Los que sí han desaparecido son la vieja estación y la piscina de Recreo, mientras un bosque monstruoso de edificios ha poblado de modo vertiginoso todo el perímetro descrito. Sin duda, Viña del Mar ha dejado de ser hace años un sereno balneario de vacaciones o de fin de semana. Por sus calles ya no transitan las viejas victorias tiradas por caballos adelgazados y silentes, como asimismo, los desplazamientos a pie para ir de un extremo a otro de la ciudad son cada vez más raros. La ciudad ha dejado de tener su aire provinciano, de lentitud o aburrimiento dominical. Automóviles, buses de turistas, bocinas varias y música estridente, acechan a cualquier hora del día bajo un calor abrasador o una lluvia persistente. Convertida hoy por hoy, en capital de la banalidad, Viña del Mar deja poco espacio a la imaginación.

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A fines de los años ‘50 o principios de los ‘60, siendo poco más que un adolescente, Juan Luis Martínez recorre esas calles y avenidas, furioso en su motoneta, a una velocidad para esos años impensable, con su cabellera larga al viento, tal vez con una risa sarcástica al asustar con su temible bólido a los bien pensantes y timoratos transeúntes que se saben habitando una “ciudad bien”. Juan Luis es un joven nacido en 1942, en Valparaíso, que por razones familiares ha venido a vivir a la Ciudad Jardín y como revancha por haber dejado el puerto atemoriza, burlón, a quien se le cruce por delante. Es la prehistoria del poeta de la cual quedan noticias sin confirmación, anécdotas diversas e informaciones difusas: abandona el colegio a los 12 años –apenas alcanza a cursar 7º básico- y continúa su educación de modo autodidacta y en casa. Un joven que lleva una vida errante y bohemia entre cafés y bares de Valparaíso y Viña del Mar- el “Diana”, el “Pajarito”- que no teme el pugilato necesario o la provocación a la adusta policía del barrio que, en sus enormes y destartalados carros de los años ‘40, intenta atraparlo cuando va veloz en su motoneta. Es la prehistoria de un poeta que no tiene temor para gastar bromas a los transeúntes, desafiar la velocidad o enfrascarse en riñas de baja estofa en circunstancias de dudosa convivencia. Pero es también la prehistoria de un poeta que es hijo y cuya madre, en la infancia, como muchas otras madres, le lee poemas y cuentos antes de dormir y donde el lenguaje parece cristalizarse en las arenas secretas del sueño[1].

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“En mi primera juventud fui un sujeto bastante rebelde, y llevé mi vida hasta los márgenes sociales. Buscaba algo que ni siquiera sabía bien qué era y la poesía me mostró otra vida que me permite la aventura en el plano verbal, y la transgresión de los códigos de ese plano”[2]. Con estas palabras se refería a sí mismo en una de la pocas entrevistas que concedió antes de morir en 1993, eludiendo siempre hablar de su historia personal u otorgar información sobre su propia vida, pues consideraba accesorio todo dato biográfico a la hora de abordar los textos de un autor.
En esos años de fervor juvenil Juan Luis Martínez –llamado no sin razón en aquellos días el loco Martínez- llevaba una vida que se dibujaba aventurera y desafiante: junto a un amigo y sujetos de dudosa reputación se dedicó a robar autos para luego despedazarlos, echando carreras hacia Santiago con el acelerador a fondo y sólo respetando la ley de la selva. Los choques, los arrebatos a campo traviesa y, sin duda, escenas de carácter cinematográfico que nada tendrían que envidiarle a una cinta hollywoodense, fueron un lugar común que no se atrevió a arrebatarle la vida[3].
Sin embargo, eso apunto estuvo de suceder en un violento accidente que sufrió con su motoneta en Avenida Libertad de la Ciudad Jardín. Este hecho y su larga convalecencia, fueron su camino de Damasco. No sabemos cuándo la poesía despierta en el ser humano su impronta irresistible. Quizá Martínez siempre lo supo y sus avatares juveniles eran un desplazamiento obstinado que, al final, no pudo resistir. Tal vez en su caso, la urgencia de la poesía surgió como necesidad compensatoria ante el fracaso de una vida peligrosa. Quizá fue el retorno de Rimbaud desde Abisinia, dispuesto, nuevamente a tomar la poesía por las astas. No podemos aseverar nada. A lo sumo especular. Sólo sabemos que bajo el entusiasmo esclarecedor de la lectura de Altazor de Vicente Huidobro y de Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll, el loco Martínez dio nacimiento al poeta Martínez.

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Entre la Reforma Universitaria del ‘67 y el golpe de Estado del ‘73, Viña del Mar y Valparaíso viven una efervescencia cultural inusitada. Reconstruir los acontecimientos de esos años no sólo es un asunto reivindicatorio de un puñado de historias locales ni tampoco fragmentos biográficos que fueron arrancados de cuajo por la violencia de los años posteriores. Es más bien tarea futura de una reconstitución de escena ante la destrucción programada de nuestra memoria cultural e histórica. Y en ese sentido, una tarea ardua que no se arrogan estas líneas, sino como mera aproximación contextual del trabajo de Juan Luis Martínez.
Una crónica que recuperase aquellos años debiese comprender las convergencias entre tendencias, estilos y modos tan diversos como la música de raíz folklórica, pero también experimental y de fusión que el grupo Los Jaivas estaba llevando acabo más allá de los clichés epocales y el naciente trabajo musical y poético de Osvaldo “Gitano” Rodríguez y Patricio Manns. Esa crónica debería comprender el avanzado trabajo visual de la Escuela de Bellas Artes de Viña del Mar bajo la égida de los maestros Irma Arévalo, Carlos Hermosilla y Hans Soyka. Asimismo, debería comprender el trabajo multidisciplinario que se llevaba acabo en el recién fundado Instituto de Arte de la Universidad Católica de Valparaíso donde Fernando Rosas (música), Claudio Girola (escultura), Raúl Ruiz (cine), Francisco Méndez (artes visuales) y Godofredo Iommi, Virgilio Rodríguez, Leonidas Emilfork y Adolfo de Nordenflycht (poesía) articulaban de modo novedoso con actos poéticos (phalenes) que intervenían el espacio público de forma experimental y sugerente. Esa crónica debería dar cuenta del trabajo cinematográfico de Aldo Francia, como del trabajo gráfico que en la estela de Mauricio Amster, Allan Browne comenzaba a plasmar en las Ediciones Universitarias de Valparaíso[4]. Esta diversidad y densidad de expresiones culturales, muchas de ellas rehusando quedar enclaustradas en límites genéricos y, además, exploratorias de sus propios recursos materiales y expresivos, son fundamentales para entender el contexto en que la labor de Martínez en La nueva novela (1977) y La Poesía Chilena (1978), cristalizaría apenas unos años después. 
Más allá de las aulas universitarias o de cenáculos puntuales, ya sean casas privadas, salas de redacción de numerosos diarios y periódicos que daban vida al animado ambiente literario de la zona, el itinerario de bares y cafés que recorría Valparaíso y Viña del Mar, como el “Roland Bar”, el “Pajarito” o los cafés “Diana” y “Cinema”, entre otros, eran todos puntos de reunión ineludibles para poetas, escritores y críticos de edad y condición diversa. A inicios de los años 70 vemos a Modesto Parera, Manuel Astica Fuentes, Claudio Solar, Ennio Moltedo, Carlos León, Hugo Zambelli, Sara Vial, Patricia Tejeda y varios más, compartir, dialogar y entablar contacto con los más noveles autores de la ciudad: Juan Cameron, Sergio Badilla, Eduardo Embry, Eduardo Parra, Titho Valenzuela y un jovencísimo estudiante de ingeniería Raúl Zurita. Con ellos, Juan Luis Martínez interactúa no sólo vitalmente, sino también en el diálogo común que implica intercambiar ideas, lecturas, proyectos y experiencias[5].


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Entre 1965 –año en que se fechan las primeras obras visuales de Martínez como Su obstinado llamar nunca se apaga (técnica mixta) o Juan XXIII (técnica mixta)- y 1977 cuando publica La nueva novela se desarrollaría el “tiempo de formación” del poeta Juan Luis Martínez. En la biografía de todo artista, ese tiempo constituye el periodo en que se adquiere la experiencia necesaria en contacto con el material que conformará su imaginario: el moldeamiento de figuras, objetos e imágenes con el rigor de un ojo que se va educando más allá de los límites retinianos; el descubrimiento y cultivo exploratorio de la propia retórica más allá de las fronteras de las poéticas al uso, ya en poesía, ya en artes visuales, y que se hallan vigentes en aquella tumultuosa época previa al ‘73. Este “tiempo de formación” no es ingenuo, ni menos un mero tanteo inconsciente. En Martínez, desde el principio, nada es ingenuo ni un tanteo. Hay hitos, jalones significativos, hechos relevantes que articulan esta biografía en clave. Como testimonia, entre otros,  Hugo Rivera Scott[6], en Martínez la voracidad de su talento no se limita a la poesía, sino también a la exploración de libros, folletos e imágenes que, en aquel contexto provinciano y tan chileno, se ven como excéntricas o curiosas. Martínez articula un repertorio de gestos, imágenes y objetos que tiene como referencia las obras y procedimientos, entre otros, de Kurt Schwitters, Francis Picabia, Marcel Duchamp, Joseph Cornell, Man Ray todos ellos nombres importantes en el surrealismo y Dadá. Porque no se trata sólo de aguzar la mirada o disponer al ojo en el límite de su expresión con afanes provocativos de una trasnochada vanguardia de la que se tienen sólo referencias librescas. En absoluto. En Martínez se trata más bien de pensar visual y objetualmente, teniendo el recurso del lenguaje verbal como otra versión de aquellas mismas obsesiones que se van desplegando en la exploración de los diversos elementos que son convocados para la configuración de la obra. En aquel proceder, los intersticios que se abren a un eventual sentido se muestran a la percepción, entre palabra e imagen, como un fraseo verbal que alude a una idea o concepción anti-mimética de la representación, sea ésta lingüística u objetual.
Pero también es relevante –cosa que muchas veces se nos olvida ante el pretendido prestigio de las referencias antes aludidas- la “atmósfera experimental” que desde principios de siglo ha caracterizado al ejercicio poético en Valparaíso y sus alrededores. Por ejemplo, el trabajo visual, objetual y poético de Pedro Plonka en textos como “El viento y la multitud en la metrópolis” y “Maniobra gris (niebla en el puerto)” o del manifiesto Rosa Náutica cuyo valor radica en tomar la temperatura de una sensibilidad ávida de experimentar nuevas formas de representación, son precisos de rastrear y considerar como partes necesarias de las exploraciones vanguardistas de primera hora tanto en nuestro país como en el circuito local en que Martínez hará lo suyo. Asimismo la presencia del húngaro Zsigmond Remenyik y los textos de su autoría incluidos en Las tres tragedias del lamparero alucinado, como también por El aullido de las rameras, de Julio Walton, ambos de 1922, indicarían un sugerente diálogo a nivel gráfico y poético con el expresionismo y dadaísmo centroeuropeo. Avanzando el siglo la presencia inasible y la obra secreta de Arturo Alcayaga Vicuña (1920-1984) es un eslabón más en la asunción de una sensibilidad de raíz vanguardista que hace de los cruces entre lenguaje verbal y objetualidad, una exploración significativa que pone en tensión los modos tradicionales de entender nuestras ideas o conceptos de representación. Con antecedentes en Pablo de Rokha, cuyos libros-objetos son parte relevante de esta historia, Alcayaga Vicuña logra en su obra más preciada y mítica Las ferreterías del cielo (1955), aunar no sólo un lenguaje poético afianzado en un gesto “surrealizante” con sus imágenes descoyuntadas y únicas, sino también abrir nuestra apreciación hacia la materialidad que implica entender el libro como objeto, materialidad que se vuelve no sólo soporte de obra, sino parte de la obra misma[7].
Estos nombres –más que gestos de actos anónimos- son necesarios de traer a presencia al momento de establecer un simbólico telón de fondo para los hallazgos de Martínez. No deja de ser significativo –o al menos nos debe hacer pensar- que tanto Plonka como Alcayaga Vicuña se abandonen al anonimato febril: sus nombres no aparecen en casi ninguna historia de la poesía chilena del siglo XX, o a lo sumo como referencias excéntricas, y mucho menos su obra, que no ha sido difundida o reeditada. De este modo, en una sintonía no sólo casual con el gesto de Martínez de borrar de su quehacer toda huella biográfica, creo que aquí se puede atisbar un procedimiento que hace del silencio autorial una verdadera “tradición”, por decirlo así: silencio que se muestra como una estrategia de esa misma obra que se plantea crítica de sus recursos al punto de casi anularlos.

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1972 es un año relevante en Martínez: varios de sus textos son recogidos por Martín Micharvegas en la antología que se publica en Argentina, Nueva poesía joven de Chile. Es seleccionado para el Taller de Poesía que dicta Enrique Lihn en la Universidad Católica de Chile –taller al que no asiste salvo para retirar puntualmente la modesta suma de la beca-, cosa que le permite viajar permanentemente a Santiago donde puede ver la exposición itinerante “El arte del surrealismo”, un proyecto del Museo de Arte Moderno de Nueva York y Berenice Rose donde admira originales de Duchamp, Man Ray,  Picabia, Max Ernst, Schwitters y Baargeld y cuya resonancia en la articulación de sus concepciones estético-reflexivas no se ha indagado con suficiente rigor. Por otro lado, su libro-objeto Pequeña cosmogonía práctica –antecedente directo de La nueva novela- es aceptado para su publicación en Ediciones Universitarias y realiza su primera exposición titulada Objetos en el Instituto Chileno-Francés de Valparaíso, donde Hugo Rivera Scott escribe un breve catálogo[8].
Así, en vísperas de la catástrofe de 1973, Juan Luis Martínez ha publicado varios textos y otros esperan una respuesta editorial, ha expuesto sus collages y objetos visuales y ha ido consolidando paulatinamente su presencia en el campo cultural viñamarino con salidas eventuales hacia el circuito santiaguino. Es lo que se espera de todo autor en ciernes, de todo poeta o artista que emerge en el horizonte cultural en un desplazamiento y validación desde la provincia a la capital. Redundante es decir que el golpe de Estado truncará sus expectativas –y la de muchos otros- al imposibilitar estos y otros planes más: su libro Pequeña cosmogonía práctica no es publicado, el circuito de artes visuales no vuelve acoger sus obras y objetos en ninguna otra exposición y la participación en la vida literaria con sus cenáculos y lecturas se ve reducida al mínimo. Pero también es la disolución de una sociabilidad literaria en donde varios de los actores culturales, amigos y conocidos de Martínez –Los Jaivas, Embry, Cameron, Rivera Scott, Manns, Rodríguez, entre muchos otros- se exilian, silencian o simplemente desaparecen de esta riquísima escena cultural.
Empieza de aquel modo un tiempo de retiro para Juan Luis Martínez, un tiempo de soledad y distanciamiento, un tiempo que en su crueldad ayuda, paradojalmente, a forjar la efigie mítica del poeta apartado y anónimo enclaustrado en un mundo sugerente e imaginario. Desde 1973 hasta su muerte, veinte años después, las coordenadas vitales de Martínez se circunscriben a Viña del Mar, Concón y Villa Alemana, con esporádicas y fantasmagóricas salidas a Santiago. Es en esos provincianos lugares para el olvido, con dificultades materiales enormes, bajo el asalto feroz de la enfermedad que avanza lenta, donde se constituye un tiempo de trabajo y experimentación, un tiempo de evaluación de lo hasta ese instante realizado. Es un tiempo que es vital para comprender la elaboración de La nueva novela.
  
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En el rico –y también fabulesco- repertorio de anécdotas de Martínez, está aquella que hace referencia a sus visitas cotidianas a la biblioteca del Instituto Chileno-Francés de Valparaíso durante la primera mitad de los años ‘70. Como un náufrago que arriba a una espléndida isla en medio de la nada, Martínez hace de aquel espacio una de sus canteras predilectas para desarrollar su preciado trabajo de taller que expandirá hacia su propio hogar y su propia biblioteca. Es parte del mito urbano que rodea la efigie de Martínez saber qué libros leyó, cuáles marcó, qué títulos sustrajo en préstamo permanente para hacerlos suyos, cuáles se constituyeron en sus referencias laboriosas, etc. Los nombres asaltan sin orden ni concierto: Aldo Pellegrini, Henry Van de Velde, Lionello Venturi, Lewis Munford, Juan Eduardo Cirlot, Jacques Derrida, Jean Baudrillard, Abraham Moles. Tenemos en este listado desde un animador de las vanguardias artísticas rioplatenses, hasta el filósofo francés de origen argelino, pasando por los promotores de la Bauhaus de Weimar, críticos de arte italianos de entreguerras, intelectuales que configuran el urbanismo contemporáneo, el traductor y difusor hispánico del surrealismo y otros ismos, como a su vez al sociólogo del kitsch y el filósofo que señala la desconfianza en los metarrelatos de la modernidad tardía.
Como ha señalado agudamente José de Nordenflycht[9], todos estos autores tienen en común el ser traductores que trabajan o elaboran manuales, tratados, diccionarios y modelos. Así, al  interior del taller en que se llevaba cabo La nueva novela vemos un procedimiento, un modo de hacer muy singular que no deviene en método, pero sí en estrategia que incomoda todo posible significado: la biblioteca desplegada como museo y cita, la biblioteca sacada de su encasillamiento y utilizada como soporte. La biblioteca, lugar de todos y de nadie, trampolín de la más alta tensión para (a)saltar a ese topoi tan característico del arte moderno: la muerte del autor –en el caso de Martínez, su tachadura- por efecto del montaje, el collage y la cita.
Esto nos permite comprender de algún modo a La nueva novela como un genial palimpsesto que va, en un juego alterno de mostrar y ocultar, develando sus fuentes y haciéndonos problematizar tanto el trabajo con la objetualidad como con la narratividad del fraseo verbal que se ve subvertido por sus propias prácticas de uso. Esas prácticas implican, qué duda cabe, la desestabilización del yo, su puesta en perspectiva, su coqueteo con su posible anulación, pero también de modo simultáneo su voluntad de apertura a esa biblioteca articuladora de secretos que la aparente realidad real, desdice y deroga.
Ante la catástrofe epocal, cifrada en un tiempo de violencia dictatorial, el volcamiento hacia la exploración del interior de una subjetividad que ha sido arrasada, se toma la venganza al desestabilizar el suelo donde lo real quisiera sustentarse, transformándose en distancia irónica que el objeto muestra gustoso y pleno.

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A poco más de una docena de kilómetros de Viña del Mar, Concón aparece como una irrupción rústica para la imaginación y el deseo. Sin las pretensiones cosmopolitas de Viña del Mar, ni tampoco con el glamour arribista del balneario que le antecede, Reñaca, Concón es sitio de pescadores, estudiantes universitarios, artesanos y vagabundos: una larga playa de arenas plomizas y gruesas donde el viento marino no es solícito y la cotidianidad es lo más cercano a un pueblo de provincia.
Concón será la base de operaciones de Martínez en compañía de Raúl Zurita durante la primera mitad de los años 70, años marcados por la incertidumbre, la tensión política y el enrarecimiento cultural. Pero serán años pródigos de intercambio, conversación, planteamientos y revisión conjunta de referentes visuales, teóricos y de mera experiencia vital. Ambos se leerán mutuamente La nueva novela y Purgatorio antes que vean la luz. Fascinante especular qué hubo en aquel intercambio de opiniones y pareceres, fascinante especular cuánto uno le debe al otro, no sólo en la filiación circunstancial de habitar un mismo espacio físico, sino en lo que implica explorar el mundo de los significantes en el naufragio epocal de todo significado. En la impronta de La nueva novela se puede adivinar la tensión que esa conversación con Zurita mantuvo silente. Por otro lado, en lo que será conocido años después como Purgatorio se puede adivinar la sonrisa de Martínez acompañando su mirada aguda, propia de sus invenciones y que planea a baja altura.

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Con la publicación en 1977 de La nueva novela y en 1978 de La poesía chilena, Martínez ingresa por derecho propio al concierto mayor de la poesía de nuestro país. La curiosidad lectora es amplia y envolvente. En tensa contradicción, la obra de Martínez plantea sugerentes y estimulantes dificultades para entender las lecturas que críticos como Nelly Richard o Justo Pastor Mellado efectúan de la escena visual y cultural chilena en el periodo de la dictadura. Pero también motiva lecturas que, hoy por hoy, se han vuelto canónicas en lo que significa vislumbrar al interior de un espacio enrarecido, como lo es el campo literario chileno, obras como la de nuestro autor, poseedoras de aquella capacidad de provocar un estremecimiento único. Parte de esas lecturas como las que hacen Pedro Lastra y Enrique Lihn o la que efectúan Roberto Merino, Soledad Fariña, Carla Cordua o Elvira Hernández son el eco del gesto de Martínez, la asunción no sólo crítica sino también imaginativa de un modo de proceder y entender la lectura. En una época de solipsismos y autorreferencias estos lectores y tras ellos, varios más, representan la tierra fértil del desafío de Martínez para con la invención de su propia recepción. Así, desde aquellos plazos y estos lectores, el recibimiento crítico de Martínez ha crecido de modo exponencial, al menos en Chile. Menos conocido en el resto del continente, su lectura seduce a personajes de la talla de un Félix Guattari con quien Martínez mantiene un estimulante y paradojal dialogo cuyo registro nos brinda una imagen entre hierática y envolvente, que no menos lúcida del poeta chileno. Pero también su lectura seduce a decenas jóvenes anónimos –estudiantes, poetas en ciernes, admiradores varios, especuladores de la imaginación, desconocidos que apenas emergen en esta biografía fragmentaria- que ven en su obra y su efigie algo que es difícil de calibrar, pero siempre necesario a toda poética que se precie: autenticidad y rigor inteligente.

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En sus últimos años, Martínez se emplaza entre su librería Gandhi en Viña del Mar y su residencia en Villa Alemana: el sagaz escrutador de bibliotecas y librerías se asume como librero para enfrentar las exigencias materiales de la vida. En aquella pequeña ironía se desprende un melancólico ajuste de cuentas entre su saber enciclopédico y sus aventuras de juventud. Ajuste de cuentas, en todo caso, para nada penoso o inmovilizante. Para fines de los años 80 y con el fin del gobierno dictatorial, Martínez es más que un mero mito adocenado para mentes cautivas o expectantes de novedades singulares o a la caza de originalismos. Es más bien, una presencia viva cuyo calor humano genera fuertes vínculos de amistad y camaradería con viejos y jóvenes, con poetas y no poetas, con curiosos varios y más de algún académico seguro de sí mismo. En sus años finales, Martínez muestra esa faz pública de poeta secreto con una prestancia única. Prestancia que la entrevista de María Ester Robledo muestra como la consumación de una personalidad que se atreve a quedar velada para hacer de sí misma material no sólo mítico, sino para evitar el eterno desplazamiento desde la obra hacia el autor.
La querella para saber si su obra –por llamar de algún modo a su fascinante y problemática producción- es la de un poeta visual que pone en entredicho la textualidad verbal o acaso un gesto acotado de un artista visual, se diluye en las fronteras de los géneros y de las prácticas artísticas actuales. Asimismo su peculiar modo de mostrarse ante un campo cultural, autoerigiéndose en efigie de ocultamiento, es un modo sugestivo de rehuir toda conceptualización definitoria, como a su vez, un modo ético de vérselas críticamente con la grandilocuencia autorreferencial de una escena artística y poética que se confunde con el espectáculo. Todo ello ha dado sus frutos: hoy por hoy no hay panorama serio de la literatura y arte chilenos que no lo consideren a él y a su obra como fundamentales.
Desde aquellos años hasta el presente, los procesos de canonización y validación de su obra han corrido una suerte diversa, pero nunca han menguado: libros, artículos, ensayos, registros audiovisuales, exposiciones se han vertido generosos para hacernos patente su lugar en el contexto cultural contemporáneo, lugar que, paradójicamente, es un no-lugar que desestabiliza todo afán de aprehensión, todo afán de encasillamiento.
Para nosotros, meros lectores, su obra nos queda en la retina como un ejercicio de ensimismamiento en donde el pensar se aúna a la imaginación y el juego y éstos, encarnan en objetos que, a su vez, son espacios connaturales a toda manera de ejercer la inteligencia.


[1] Las anécdotas de la juventud de Juan Luis Martínez son diversas y provienen en gran parte de fuentes orales y memoriosas. Para este ensayo, me remito a las consignadas por Ennio Moltedo en su libro de crónicas y recuerdos La línea azul, Viña del Mar, Ediciones Altazor, 2014 y por Juan Cameron en su libro de crónicas Café Cinema. Historia personal de la poesía porteña, Viña del Mar, Ediciones Altazor, 2014.
[2] “Me complace irradiar una identidad velada” entrevista de María Ester Robledo aparecida en el suplemento Revista de Libros del diario El Mercurio, el 14 de marzo de 1993.
[3] Cristóbal Joannon: “Sonrisa de gato” en El Metropolitano, 2/04/ 2000.
[4] Para una revisión aún somera de la escena cultural de Viña del Mar y Valparaíso en el periodo mencionado, vale la pena revisar Álbum de Flora y Fauna: ensayos/críticas sobre libros/autores porteños del s. XX de Marcelo Novoa, Valparaíso, Ediciones del Gobierno Regional, 2002; Letras en Valparaíso, Ennio Moltedo, Marcelo Novoa (compiladores), Ediciones Universidad de Valparaíso/Consejo de Rectores V Región, Valparaíso, 2010 además de los libros de Moltedo y Cameron ya citados.
[5] Ibid
[6] “Un diálogo” entrevista a Hugo Rivera Scott en El gran solipsismo. Juan Luis Martínez, obra visual, Valparaíso, Editorial Puntángeles, Universidad de Playa Ancha, 2001 de José de Nordenflycht Concha, pp 68-93.
[7] Respecto al surgimiento, articulación, transformaciones y persistencia de la vanguardia poética y artística en Valparaíso y alrededores es de sumo interés revisar, entre otros, los artículos “Imaginario prometeico y vanguardia de Valparaíso: exploraciones entre modernidad y metrópolis en la poesía de Pedro Plonka” de Hugo Herrera Pardo (Acta Literaria 43, 2011 pp 27-43); del mismo autor “Próximo a publicarse: sobre los paratextos sin texto. El “sistema de suscripción integral previa”, de Neftalí Agrella y Julio Walton (Vestigio y especulación)” (BAGUBRA 2, 2012 pp 36-58);  “La vanguardia de Valparaíso: expresionismo de/en la periferia” de Adolfo de Nordenflycht  (Estudios Filológicos 47, 2011 pp 115-131) y del mismo autor "Escrituras locales en la periferia del canon: memoria de la vanguardia de Valparaíso". Ponencia leída en Encuentro Internacional de Poesía y Diversidades. Perspectivas críticas en el marco del Bicentenario, realizado en la Universidad de Chile los días 31 de agosto, 1 y 2 de septiembre de 2010. Sobre la figura y obra de Arturo Alcayaga Vicuña el artículo “Exceso y heterodoxia en Entredios de Arturo Alcayaga Vicuña” de Felipe Cussen (Alpha 29, 2009 pp 285-290)
 [8] Respecto a la antología de Micharvegas, como se indica en Juan Luis Martínez. Poemas del otro, Ediciones Universidad Diego Portales, 2003, p.110: “La primera publicación que realizó Juan Luis Martínez fue en la antología Nueva poesía joven en Chile editada por el psiquiatra, poeta y cantante argentino Martín Micharvegas el año 1972, en Buenos Aires. Esta pequeña compilación de 80 páginas, publicada por Ediciones Noé, en la actualidad es prácticamente inencontrable. En ella aparecen antologados once poetas: Eduardo Embry, Omar Lara, Claudio Zamorano (quien años más tarde cambiaría su nombre por el de Juan Cameron), Raúl Zurita, Floridor Pérez, Enrique Valdés, Juan Luis Martínez, Gonzalo Millán, Hernán Miranda, Thito Valenzuela y Hernán Lavín Cerda. De entre todos los seleccionados, los únicos inéditos eran Juan Luis Martínez y Raúl Zurita. En el citado libro, Juan Luis Martínez publicó seis textos, cinco de los cuales serían incluidos –con algunas variaciones- en La Nueva Novela (…)”. Entre 1970 y 1973, la Vicerrectoría de Comunicaciones de la Universidad Católica de Chile, en el contexto de la Reforma Universitaria, auspició sendos talleres anuales de narrativa, ensayo y poesía a cargo de escritores nacionales de prestigio, entre ellos Alfonso Calderón, Martín Cerda y Enrique Lihn. Los talleristas gozaban de una beca a modo de estipendio mensual que les comprometía asistir a las sesiones y a las actividades programadas por el taller respectivo. En 1972, el taller de poesía estuvo a cargo de Enrique Lihn con Waldo Rojas en calidad de asesor y ayudante. Al taller asistieron, entre otros, Hernán Lavín Cerda, Gonzalo Millán y Jaime Quezada. Juan Luis Martínez fue seleccionado para participar de la iniciativa, pero hasta donde alcanza nuestra información, nunca asistió. Al respecto puede consultarse el texto de Enrique Lihn: “Un taller de poesía en 1972. Notas y reflexiones de una experiencia de trabajo” en El circo en llamas, Santiago de Chile, Ediciones LOM, 1997, pp 123-134. Como señala Hugo Rivera Scott: “El arte del surrealismo fue una exposición que vimos en Santiago, a principios de los setenta, posiblemente en el año setenta y dos (…) Se trataba de un proyecto del Museo de Arte Moderno de Nueva York y Berenice Rose (…) quien escribió el breve y exhaustivo ensayo del catálogo (…) en esa exposición, tal como dije en ese texto que leí en Valparaíso, se vieron cuatro ready-mades de Duchamp: “Rueda de bicicleta” (1913), “¿Por qué no estornudar?” (1921), “Caja de valija” (1941-1942) y “Priere de Toucher” (1947) (…) La mayoría de las obras eran conocidas para nosotros, que entre otras fuentes, en la biblioteca de Juanito, muchas veces habíamos hojeado el libro que Breton hizo sobre la pintura del Surrealismo, en la edición de 1965; pero ciertamente en esa oportunidad se trataba de re-ver las obras en originales, de revisarlas pero sin que estuvieran mediatizadas por la reproducción, lo que era para nosotros muy importante (…) El gran solipsismo. Juan Luis Martínez, obra visual, ed cit, pp 69-70.
Sobre la exposición de Juan Luis Martínez en el Instituto Chileno-Francés de Valparaíso en 1972, vid “Un diálogo” entrevista a Hugo Rivera Scott en El gran solipsismo. Juan Luis Martínez, obra visual, ed cit, pp  77-78.
 [9] El gran solipsismo. Juan Luis Martínez, obra visual, Valparaíso, Editorial Puntángeles, Universidad de Playa Ancha, 2001.