Esta no es una buena época para escribir sistemas. Por otra parte, es en verdad una buena época para
escribir fragmentos.
Agnes Heller
*
Mirando
al mar como ante un espejo trizado, Avenida Perú desemboca en el puente Casino,
difuminada entre Plaza México y Avenida 1 Norte, para de ahí, virando hacia la
izquierda, convertirse brevemente en avenida Marina. Esta se extiende sinuosa
al borde de cerro Castillo, llegando a Caleta Abarca, donde en confluencia con
calle Alvares y la vieja línea ferroviaria, se transforma en la extensa Avenida
España, columna vertebral de varios kilómetros que concluye, pasado Recreo y
Caleta Portales, en Barón, entre la estación de trenes, a las puertas del
barrio Almendral de Valparaíso y el cerro del mismo nombre. En esa geografía de
calles, trenes y anchas avenidas, es posible hallar el antiguo y surrealista
edificio Cap Ducal, devenido en hotel y restaurante; el imponente castillo Wulff,
donde el oleaje rompe con violencia desafiante, como asimismo el siempre
remozado hotel Miramar que después de tantos años no se ha rehusado a morir.
Los que sí han desaparecido son la vieja estación y la piscina de Recreo, mientras
un bosque monstruoso de edificios ha poblado de modo vertiginoso todo el
perímetro descrito. Sin duda, Viña del Mar ha dejado de ser hace años un sereno
balneario de vacaciones o de fin de semana. Por sus calles ya no transitan las
viejas victorias tiradas por caballos adelgazados y silentes, como asimismo,
los desplazamientos a pie para ir de un extremo a otro de la ciudad son cada
vez más raros. La ciudad ha dejado de tener su aire provinciano, de lentitud o
aburrimiento dominical. Automóviles, buses de turistas, bocinas varias y música
estridente, acechan a cualquier hora del día bajo un calor abrasador o una
lluvia persistente. Convertida hoy por hoy, en capital de la banalidad, Viña
del Mar deja poco espacio a la imaginación.
*
A fines de los años ‘50 o principios de los ‘60, siendo
poco más que un adolescente, Juan Luis Martínez recorre esas calles y avenidas,
furioso en su motoneta, a una velocidad para esos años impensable, con su
cabellera larga al viento, tal vez con una risa sarcástica al asustar con su
temible bólido a los bien pensantes y timoratos transeúntes que se saben habitando
una “ciudad bien”. Juan Luis es un joven nacido en 1942, en Valparaíso, que por
razones familiares ha venido a vivir a la Ciudad Jardín y como revancha
por haber dejado el puerto atemoriza, burlón, a quien se le cruce por delante. Es
la prehistoria del poeta de la cual quedan noticias sin confirmación, anécdotas
diversas e informaciones difusas: abandona el colegio a los 12 años –apenas
alcanza a cursar 7º básico- y continúa su educación de modo autodidacta y en
casa. Un joven que lleva una vida errante y bohemia entre cafés y bares de
Valparaíso y Viña del Mar- el “Diana”, el “Pajarito”- que no teme el pugilato
necesario o la provocación a la adusta policía del barrio que, en sus enormes y
destartalados carros de los años ‘40, intenta atraparlo cuando va veloz en su
motoneta. Es la prehistoria de un poeta que no tiene temor para gastar bromas a
los transeúntes, desafiar la velocidad o enfrascarse en riñas de baja estofa en
circunstancias de dudosa convivencia. Pero es también la prehistoria de un
poeta que es hijo y cuya madre, en la infancia, como muchas otras madres, le
lee poemas y cuentos antes de dormir y donde el lenguaje parece cristalizarse
en las arenas secretas del sueño[1].
*
“En mi primera juventud fui un sujeto bastante rebelde, y
llevé mi vida hasta los márgenes sociales. Buscaba algo que ni siquiera sabía
bien qué era y la poesía me mostró otra vida que me permite la aventura en el
plano verbal, y la transgresión de los códigos de ese plano”[2].
Con estas palabras se refería a sí mismo en una de la pocas entrevistas que
concedió antes de morir en 1993, eludiendo siempre hablar de su historia
personal u otorgar información sobre su propia vida, pues consideraba accesorio
todo dato biográfico a la hora de abordar los textos de un autor.
En esos años de fervor juvenil Juan Luis Martínez –llamado
no sin razón en aquellos días el loco
Martínez- llevaba una vida que se dibujaba aventurera y desafiante: junto a
un amigo y sujetos de dudosa reputación se dedicó a robar autos para luego
despedazarlos, echando carreras hacia Santiago con el acelerador a fondo y sólo
respetando la ley de la selva. Los choques, los arrebatos a campo traviesa y,
sin duda, escenas de carácter cinematográfico que nada tendrían que envidiarle
a una cinta hollywoodense, fueron un lugar común que no se atrevió a
arrebatarle la vida[3].
Sin embargo, eso apunto estuvo de suceder en un violento
accidente que sufrió con su motoneta en Avenida Libertad de la Ciudad Jardín. Este hecho y su
larga convalecencia, fueron su camino de Damasco. No sabemos cuándo la poesía
despierta en el ser humano su impronta irresistible. Quizá Martínez siempre lo
supo y sus avatares juveniles eran un desplazamiento obstinado que, al final,
no pudo resistir. Tal vez en su caso, la urgencia de la poesía surgió como
necesidad compensatoria ante el fracaso de una vida peligrosa. Quizá fue el retorno de Rimbaud desde Abisinia,
dispuesto, nuevamente a tomar la poesía por las astas. No podemos aseverar
nada. A lo sumo especular. Sólo sabemos que bajo el entusiasmo esclarecedor de
la lectura de Altazor de Vicente
Huidobro y de Alicia en el país de las
maravillas de Lewis Carroll, el loco Martínez dio nacimiento al poeta
Martínez.
*
Entre la Reforma
Universitaria del ‘67 y el golpe de Estado del ‘73, Viña del
Mar y Valparaíso viven una efervescencia cultural inusitada. Reconstruir los
acontecimientos de esos años no sólo es un asunto reivindicatorio de un puñado
de historias locales ni tampoco fragmentos biográficos que fueron arrancados de
cuajo por la violencia de los años posteriores. Es más bien tarea futura de una
reconstitución de escena ante la destrucción programada de nuestra memoria
cultural e histórica. Y en ese sentido, una tarea ardua que no se arrogan estas
líneas, sino como mera aproximación contextual del trabajo de Juan Luis
Martínez.
Una crónica que recuperase aquellos años debiese comprender
las convergencias entre tendencias, estilos y modos tan diversos como la música
de raíz folklórica, pero también experimental y de fusión que el grupo Los
Jaivas estaba llevando acabo más allá de los clichés epocales y el naciente
trabajo musical y poético de Osvaldo “Gitano” Rodríguez y Patricio Manns. Esa
crónica debería comprender el avanzado trabajo visual de la Escuela de Bellas Artes de
Viña del Mar bajo la égida de los maestros Irma Arévalo, Carlos Hermosilla y Hans
Soyka. Asimismo, debería comprender el trabajo multidisciplinario que se
llevaba acabo en el recién fundado Instituto de Arte de la Universidad Católica
de Valparaíso donde Fernando Rosas (música), Claudio Girola (escultura), Raúl
Ruiz (cine), Francisco Méndez (artes visuales) y Godofredo Iommi, Virgilio
Rodríguez, Leonidas Emilfork y Adolfo de Nordenflycht (poesía) articulaban de
modo novedoso con actos poéticos (phalenes)
que intervenían el espacio público de forma experimental y sugerente. Esa
crónica debería dar cuenta del trabajo cinematográfico de Aldo Francia, como
del trabajo gráfico que en la estela de Mauricio Amster, Allan Browne comenzaba
a plasmar en las Ediciones Universitarias de Valparaíso[4].
Esta diversidad y densidad de expresiones culturales, muchas de ellas rehusando
quedar enclaustradas en límites genéricos y, además, exploratorias de sus propios
recursos materiales y expresivos, son fundamentales para entender el contexto
en que la labor de Martínez en La nueva novela
(1977) y La Poesía Chilena (1978), cristalizaría apenas unos años
después.
Más allá de las aulas universitarias o de cenáculos
puntuales, ya sean casas privadas, salas de redacción de numerosos diarios y
periódicos que daban vida al animado ambiente literario de la zona, el
itinerario de bares y cafés que recorría Valparaíso y Viña del Mar, como el “Roland
Bar”, el “Pajarito” o los cafés “Diana” y “Cinema”, entre otros, eran todos puntos
de reunión ineludibles para poetas, escritores y críticos de edad y condición
diversa. A inicios de los años 70 vemos a Modesto Parera, Manuel Astica
Fuentes, Claudio Solar, Ennio Moltedo, Carlos León, Hugo Zambelli, Sara Vial,
Patricia Tejeda y varios más, compartir, dialogar y entablar contacto con los
más noveles autores de la ciudad: Juan Cameron, Sergio Badilla, Eduardo Embry, Eduardo
Parra, Titho Valenzuela y un jovencísimo estudiante de ingeniería Raúl Zurita.
Con ellos, Juan Luis Martínez interactúa no sólo vitalmente, sino también en el
diálogo común que implica intercambiar ideas, lecturas, proyectos y
experiencias[5].
*
Entre 1965 –año en que se fechan las primeras obras
visuales de Martínez como Su obstinado
llamar nunca se apaga (técnica mixta) o Juan
XXIII (técnica mixta)- y 1977 cuando publica La nueva novela se desarrollaría el “tiempo de formación” del poeta
Juan Luis Martínez. En la biografía de todo artista, ese tiempo constituye el
periodo en que se adquiere la experiencia necesaria en contacto con el material
que conformará su imaginario: el moldeamiento de figuras, objetos e imágenes
con el rigor de un ojo que se va educando más allá de los límites retinianos;
el descubrimiento y cultivo exploratorio de la propia retórica más allá de las
fronteras de las poéticas al uso, ya en poesía, ya en artes visuales, y que se
hallan vigentes en aquella tumultuosa época previa al ‘73. Este “tiempo de
formación” no es ingenuo, ni menos un mero tanteo inconsciente. En Martínez,
desde el principio, nada es ingenuo ni un tanteo. Hay hitos, jalones
significativos, hechos relevantes que articulan esta biografía en clave. Como
testimonia, entre otros, Hugo Rivera Scott[6],
en Martínez la voracidad de su talento no se limita a la poesía, sino también a
la exploración de libros, folletos e imágenes que, en aquel contexto
provinciano y tan chileno, se ven como excéntricas o curiosas. Martínez
articula un repertorio de gestos, imágenes y objetos que tiene como referencia
las obras y procedimientos, entre otros, de Kurt Schwitters, Francis Picabia,
Marcel Duchamp, Joseph Cornell, Man Ray todos ellos nombres importantes en el
surrealismo y Dadá. Porque no se trata sólo de aguzar la mirada o disponer al
ojo en el límite de su expresión con afanes provocativos de una trasnochada
vanguardia de la que se tienen sólo referencias librescas. En absoluto. En
Martínez se trata más bien de pensar
visual y objetualmente, teniendo el recurso del lenguaje verbal como otra
versión de aquellas mismas obsesiones que se van desplegando en la exploración
de los diversos elementos que son convocados para la configuración de la obra. En
aquel proceder, los intersticios que se abren a un eventual sentido se muestran
a la percepción, entre palabra e imagen, como un fraseo verbal que alude a una
idea o concepción anti-mimética de la representación, sea ésta lingüística u
objetual.
Pero también es relevante –cosa que muchas veces se nos
olvida ante el pretendido prestigio de las referencias antes aludidas- la
“atmósfera experimental” que desde principios de siglo ha caracterizado al
ejercicio poético en Valparaíso y sus alrededores. Por ejemplo, el trabajo
visual, objetual y poético de Pedro Plonka en textos como “El viento y la multitud en la metrópolis” y “Maniobra gris (niebla en
el puerto)” o del manifiesto Rosa Náutica cuyo valor radica en tomar la
temperatura de una sensibilidad ávida de experimentar nuevas formas de
representación, son precisos de rastrear y considerar como partes necesarias de
las exploraciones vanguardistas de primera hora tanto en nuestro país como en
el circuito local en que Martínez hará lo suyo. Asimismo la presencia del
húngaro Zsigmond Remenyik y los textos de su autoría incluidos en Las
tres tragedias del lamparero alucinado, como también por El
aullido de las rameras, de Julio Walton, ambos de 1922, indicarían un
sugerente diálogo a nivel gráfico y poético con el expresionismo y dadaísmo
centroeuropeo. Avanzando el siglo la presencia inasible y la obra secreta de
Arturo Alcayaga Vicuña (1920-1984) es un eslabón más en la asunción de una
sensibilidad de raíz vanguardista que hace de los cruces entre lenguaje verbal
y objetualidad, una exploración significativa que pone en tensión los modos
tradicionales de entender nuestras ideas o conceptos de representación. Con
antecedentes en Pablo de Rokha, cuyos libros-objetos son parte relevante de
esta historia, Alcayaga Vicuña logra en su obra más preciada y mítica Las ferreterías del cielo (1955), aunar
no sólo un lenguaje poético afianzado en un gesto “surrealizante” con sus
imágenes descoyuntadas y únicas, sino también abrir nuestra apreciación hacia
la materialidad que implica entender el libro como objeto, materialidad que se
vuelve no sólo soporte de obra, sino parte de la obra misma[7].
Estos nombres –más que gestos de actos anónimos- son
necesarios de traer a presencia al momento de establecer un simbólico telón de
fondo para los hallazgos de Martínez. No deja de ser significativo –o al menos
nos debe hacer pensar- que tanto Plonka como Alcayaga Vicuña se abandonen al
anonimato febril: sus nombres no aparecen en casi ninguna historia de la poesía
chilena del siglo XX, o a lo sumo como referencias excéntricas, y mucho menos
su obra, que no ha sido difundida o reeditada. De este modo, en una sintonía no
sólo casual con el gesto de Martínez de borrar de su quehacer toda huella
biográfica, creo que aquí se puede atisbar un procedimiento que hace del
silencio autorial una verdadera “tradición”, por decirlo así: silencio que se
muestra como una estrategia de esa misma obra que se plantea crítica de sus
recursos al punto de casi anularlos.
*
1972 es un año relevante en Martínez: varios de sus textos
son recogidos por Martín Micharvegas en la antología que se publica en
Argentina, Nueva poesía joven de Chile.
Es seleccionado para el Taller de Poesía que dicta Enrique Lihn en la
Universidad Católica de Chile –taller al
que no asiste salvo para retirar puntualmente la modesta suma de la beca-, cosa
que le permite viajar permanentemente a Santiago donde puede ver la exposición
itinerante “El arte del surrealismo”, un proyecto del Museo de Arte Moderno de
Nueva York y Berenice Rose donde admira originales de Duchamp, Man Ray, Picabia, Max Ernst, Schwitters y Baargeld y
cuya resonancia en la articulación de sus concepciones estético-reflexivas no
se ha indagado con suficiente rigor. Por otro lado, su libro-objeto Pequeña cosmogonía práctica –antecedente
directo de La nueva novela- es aceptado
para su publicación en Ediciones Universitarias y realiza su primera exposición
titulada Objetos en el Instituto
Chileno-Francés de Valparaíso, donde Hugo Rivera Scott escribe un breve
catálogo[8].
Así, en vísperas de la catástrofe de 1973, Juan Luis
Martínez ha publicado varios textos y otros esperan una respuesta editorial, ha
expuesto sus collages y objetos visuales y ha ido consolidando paulatinamente
su presencia en el campo cultural viñamarino con salidas eventuales hacia el
circuito santiaguino. Es lo que se espera de todo autor en ciernes, de todo
poeta o artista que emerge en el horizonte cultural en un desplazamiento y
validación desde la provincia a la capital. Redundante es decir que el golpe de
Estado truncará sus expectativas –y la de muchos otros- al imposibilitar estos
y otros planes más: su libro Pequeña
cosmogonía práctica no es publicado, el circuito de artes visuales no
vuelve acoger sus obras y objetos en ninguna otra exposición y la participación
en la vida literaria con sus cenáculos y lecturas se ve reducida al mínimo.
Pero también es la disolución de una sociabilidad literaria en donde varios de
los actores culturales, amigos y conocidos de Martínez –Los Jaivas, Embry, Cameron,
Rivera Scott, Manns, Rodríguez, entre muchos otros- se exilian, silencian o
simplemente desaparecen de esta riquísima escena cultural.
Empieza de aquel modo un tiempo de retiro para Juan Luis
Martínez, un tiempo de soledad y distanciamiento, un tiempo que en su crueldad
ayuda, paradojalmente, a forjar la efigie mítica del poeta apartado y anónimo enclaustrado
en un mundo sugerente e imaginario. Desde 1973 hasta su muerte, veinte años
después, las coordenadas vitales de Martínez se circunscriben a Viña del Mar,
Concón y Villa Alemana, con esporádicas y fantasmagóricas salidas a Santiago.
Es en esos provincianos lugares para el olvido, con dificultades materiales
enormes, bajo el asalto feroz de la enfermedad que avanza lenta, donde se constituye
un tiempo de trabajo y experimentación, un tiempo de evaluación de lo hasta ese
instante realizado. Es un tiempo que es vital para comprender la elaboración de
La nueva novela.
*
En el rico –y también fabulesco- repertorio de anécdotas de
Martínez, está aquella que hace referencia a sus visitas cotidianas a la
biblioteca del Instituto Chileno-Francés de Valparaíso durante la primera mitad
de los años ‘70. Como un náufrago que arriba a una espléndida isla en medio de
la nada, Martínez hace de aquel espacio una de sus canteras predilectas para
desarrollar su preciado trabajo de taller que expandirá hacia su propio hogar y
su propia biblioteca. Es parte del mito urbano que rodea la efigie de Martínez
saber qué libros leyó, cuáles marcó, qué títulos sustrajo en préstamo permanente
para hacerlos suyos, cuáles se constituyeron en sus referencias laboriosas, etc.
Los nombres asaltan sin orden ni concierto: Aldo Pellegrini, Henry Van de
Velde, Lionello Venturi, Lewis Munford, Juan Eduardo Cirlot, Jacques Derrida,
Jean Baudrillard, Abraham Moles. Tenemos en este listado desde un animador de
las vanguardias artísticas rioplatenses, hasta el filósofo francés de origen
argelino, pasando por los promotores de la Bauhaus
de Weimar, críticos de arte italianos de entreguerras, intelectuales que
configuran el urbanismo contemporáneo, el traductor y difusor hispánico del
surrealismo y otros ismos, como a su vez al sociólogo del kitsch y el filósofo que señala la desconfianza en los metarrelatos
de la modernidad tardía.
Como ha señalado agudamente José de Nordenflycht[9],
todos estos autores tienen en común el ser traductores que trabajan o elaboran
manuales, tratados, diccionarios y modelos. Así, al interior del taller en que se llevaba cabo La nueva
novela vemos un procedimiento, un modo de hacer muy singular que no deviene
en método, pero sí en estrategia que incomoda todo posible significado: la
biblioteca desplegada como museo y cita, la biblioteca sacada de su
encasillamiento y utilizada como soporte. La biblioteca, lugar de todos y de
nadie, trampolín de la más alta tensión para (a)saltar a ese topoi tan característico del arte
moderno: la muerte del autor –en el caso de Martínez, su tachadura- por efecto
del montaje, el collage y la cita.
Esto nos permite comprender de algún modo a La nueva
novela como un genial palimpsesto que va, en un juego alterno de mostrar y
ocultar, develando sus fuentes y haciéndonos problematizar tanto el trabajo con
la objetualidad como con la narratividad del fraseo verbal que se ve subvertido
por sus propias prácticas de uso. Esas prácticas implican, qué duda cabe, la
desestabilización del yo, su puesta en perspectiva, su coqueteo con su posible
anulación, pero también de modo simultáneo su voluntad de apertura a esa
biblioteca articuladora de secretos que la aparente realidad real, desdice y deroga.
Ante la catástrofe epocal, cifrada en un tiempo de
violencia dictatorial, el volcamiento hacia la exploración del interior de una
subjetividad que ha sido arrasada, se toma la venganza al desestabilizar el
suelo donde lo real quisiera sustentarse, transformándose en distancia irónica
que el objeto muestra gustoso y pleno.
*
A poco más de una docena de kilómetros de Viña del Mar,
Concón aparece como una irrupción rústica para la imaginación y el deseo. Sin
las pretensiones cosmopolitas de Viña del Mar, ni tampoco con el glamour
arribista del balneario que le antecede, Reñaca, Concón es sitio de pescadores,
estudiantes universitarios, artesanos y vagabundos: una larga playa de arenas
plomizas y gruesas donde el viento marino no es solícito y la cotidianidad es
lo más cercano a un pueblo de provincia.
Concón será la base de operaciones de Martínez en compañía
de Raúl Zurita durante la primera mitad de los años 70, años marcados por la
incertidumbre, la tensión política y el enrarecimiento cultural. Pero serán
años pródigos de intercambio, conversación, planteamientos y revisión conjunta
de referentes visuales, teóricos y de mera experiencia vital. Ambos se leerán
mutuamente La nueva novela y Purgatorio antes que vean la luz.
Fascinante especular qué hubo en aquel intercambio de opiniones y pareceres,
fascinante especular cuánto uno le debe al otro, no sólo en la filiación
circunstancial de habitar un mismo espacio físico, sino en lo que implica
explorar el mundo de los significantes en el naufragio epocal de todo
significado. En la impronta de La nueva
novela se puede adivinar la tensión que esa conversación con Zurita mantuvo
silente. Por otro lado, en lo que será conocido años después como Purgatorio se puede adivinar la sonrisa
de Martínez acompañando su mirada aguda, propia de sus invenciones y que planea
a baja altura.
*
Con la publicación en 1977 de La nueva novela y en 1978 de La
poesía chilena, Martínez ingresa por derecho propio al concierto mayor de
la poesía de nuestro país. La curiosidad lectora es amplia y envolvente. En
tensa contradicción, la obra de Martínez plantea sugerentes y estimulantes
dificultades para entender las lecturas que críticos como Nelly Richard o Justo
Pastor Mellado efectúan de la escena visual y cultural chilena en el periodo de
la dictadura. Pero también motiva lecturas que, hoy por hoy, se han vuelto
canónicas en lo que significa vislumbrar al interior de un espacio enrarecido,
como lo es el campo literario chileno, obras como la de nuestro autor,
poseedoras de aquella capacidad de provocar un estremecimiento único. Parte de esas
lecturas como las que hacen Pedro Lastra y Enrique Lihn o la que efectúan
Roberto Merino, Soledad Fariña, Carla Cordua o Elvira Hernández son el eco del
gesto de Martínez, la asunción no sólo crítica sino también imaginativa de un
modo de proceder y entender la lectura. En una época de solipsismos y
autorreferencias estos lectores y tras ellos, varios más, representan la tierra
fértil del desafío de Martínez para con la invención de su propia recepción.
Así, desde aquellos plazos y estos lectores, el recibimiento crítico de
Martínez ha crecido de modo exponencial, al menos en Chile. Menos conocido en
el resto del continente, su lectura seduce a personajes de la talla de un Félix
Guattari con quien Martínez mantiene un estimulante y paradojal dialogo cuyo
registro nos brinda una imagen entre hierática y envolvente, que no menos
lúcida del poeta chileno. Pero también su lectura seduce a decenas jóvenes
anónimos –estudiantes, poetas en ciernes, admiradores varios, especuladores de
la imaginación, desconocidos que apenas emergen en esta biografía fragmentaria-
que ven en su obra y su efigie algo que es difícil de calibrar, pero siempre
necesario a toda poética que se precie: autenticidad y rigor inteligente.
*
En sus últimos años, Martínez se emplaza entre su librería
Gandhi en Viña del Mar y su residencia en Villa Alemana: el sagaz escrutador de
bibliotecas y librerías se asume como librero para enfrentar las exigencias
materiales de la vida. En aquella pequeña ironía se desprende un melancólico
ajuste de cuentas entre su saber enciclopédico y sus aventuras de juventud.
Ajuste de cuentas, en todo caso, para nada penoso o inmovilizante. Para fines
de los años 80 y con el fin del gobierno dictatorial, Martínez es más que un
mero mito adocenado para mentes cautivas o expectantes de novedades singulares
o a la caza de originalismos. Es más bien, una presencia viva cuyo calor humano
genera fuertes vínculos de amistad y camaradería con viejos y jóvenes, con
poetas y no poetas, con curiosos varios y más de algún académico seguro de sí
mismo. En sus años finales, Martínez muestra esa faz pública de poeta secreto
con una prestancia única. Prestancia que la entrevista de María Ester Robledo
muestra como la consumación de una personalidad que se atreve a quedar velada
para hacer de sí misma material no sólo mítico, sino para evitar el eterno
desplazamiento desde la obra hacia el autor.
La querella para saber si su obra –por llamar de algún modo a su fascinante y problemática
producción- es la de un poeta visual que pone en entredicho la textualidad
verbal o acaso un gesto acotado de un artista visual, se diluye en las
fronteras de los géneros y de las prácticas artísticas actuales. Asimismo su
peculiar modo de mostrarse ante un campo cultural, autoerigiéndose en efigie de
ocultamiento, es un modo sugestivo de rehuir toda conceptualización
definitoria, como a su vez, un modo ético de vérselas críticamente con la
grandilocuencia autorreferencial de una escena artística y poética que se
confunde con el espectáculo. Todo ello ha dado sus frutos: hoy por hoy no hay
panorama serio de la literatura y arte chilenos que no lo consideren a él y a
su obra como fundamentales.
Desde aquellos años hasta el presente, los procesos de
canonización y validación de su obra han corrido una suerte diversa, pero nunca
han menguado: libros, artículos, ensayos, registros audiovisuales, exposiciones
se han vertido generosos para hacernos patente su lugar en el contexto cultural
contemporáneo, lugar que, paradójicamente, es un no-lugar que desestabiliza
todo afán de aprehensión, todo afán de encasillamiento.
Para nosotros, meros lectores, su obra nos queda en la
retina como un ejercicio de ensimismamiento en donde el pensar se aúna a la
imaginación y el juego y éstos, encarnan en objetos que, a su vez, son espacios
connaturales a toda manera de ejercer la inteligencia.
[1] Las anécdotas de la juventud de Juan Luis Martínez son diversas y
provienen en gran parte de fuentes orales y memoriosas. Para este ensayo, me
remito a las consignadas por Ennio Moltedo en su libro de crónicas y recuerdos La línea azul, Viña del Mar, Ediciones
Altazor, 2014 y por Juan Cameron en su libro de crónicas Café Cinema. Historia personal de la poesía porteña, Viña del Mar,
Ediciones Altazor, 2014.
[2] “Me complace irradiar una identidad velada” entrevista de María Ester
Robledo aparecida en el suplemento Revista
de Libros del diario El Mercurio,
el 14 de marzo de 1993.
[3] Cristóbal Joannon: “Sonrisa de gato” en El Metropolitano, 2/04/ 2000.
[4] Para una revisión aún somera de la escena cultural de Viña del Mar y
Valparaíso en el periodo mencionado, vale la pena revisar Álbum de Flora y Fauna: ensayos/críticas sobre libros/autores porteños
del s. XX de Marcelo Novoa, Valparaíso, Ediciones del Gobierno Regional,
2002; Letras en Valparaíso,
Ennio Moltedo, Marcelo Novoa (compiladores), Ediciones Universidad de
Valparaíso/Consejo de Rectores V Región, Valparaíso, 2010 además de los libros
de Moltedo y Cameron ya citados.
[5] Ibid
[6] “Un diálogo” entrevista a Hugo Rivera Scott en El gran solipsismo. Juan Luis Martínez, obra visual, Valparaíso,
Editorial Puntángeles, Universidad de Playa Ancha, 2001 de José de Nordenflycht
Concha, pp 68-93.
[7] Respecto al surgimiento, articulación, transformaciones y persistencia
de la vanguardia poética y artística en Valparaíso y alrededores es de sumo
interés revisar, entre otros, los artículos “Imaginario prometeico y vanguardia de Valparaíso: exploraciones entre
modernidad y metrópolis en la poesía de Pedro Plonka” de Hugo Herrera Pardo (Acta Literaria 43, 2011 pp 27-43); del
mismo autor “Próximo a publicarse: sobre los paratextos sin texto. El
“sistema de suscripción integral previa”, de Neftalí Agrella y Julio Walton
(Vestigio y especulación)” (BAGUBRA
2, 2012 pp 36-58); “La vanguardia de Valparaíso: expresionismo
de/en la periferia” de Adolfo de Nordenflycht
(Estudios Filológicos 47, 2011
pp 115-131) y del mismo autor "Escrituras locales en la periferia del
canon: memoria de la vanguardia de Valparaíso". Ponencia leída en
Encuentro Internacional de Poesía y Diversidades. Perspectivas críticas en el
marco del Bicentenario, realizado en la Universidad de Chile los días 31 de agosto, 1 y 2
de septiembre de 2010. Sobre la figura y obra de Arturo Alcayaga Vicuña el
artículo “Exceso y heterodoxia en Entredios
de Arturo Alcayaga Vicuña” de Felipe Cussen (Alpha 29, 2009 pp 285-290)
[8] Respecto a la antología de Micharvegas, como se indica en Juan Luis Martínez. Poemas del otro,
Ediciones Universidad Diego Portales, 2003, p.110: “La primera publicación que
realizó Juan Luis Martínez fue en la antología Nueva poesía joven en Chile editada por el psiquiatra, poeta y
cantante argentino Martín Micharvegas el año 1972, en Buenos Aires. Esta
pequeña compilación de 80 páginas, publicada por Ediciones Noé, en la
actualidad es prácticamente inencontrable. En ella aparecen antologados once
poetas: Eduardo Embry, Omar Lara, Claudio Zamorano (quien años más tarde
cambiaría su nombre por el de Juan Cameron), Raúl Zurita, Floridor Pérez,
Enrique Valdés, Juan Luis Martínez, Gonzalo Millán, Hernán Miranda, Thito
Valenzuela y Hernán Lavín Cerda. De entre todos los seleccionados, los únicos
inéditos eran Juan Luis Martínez y Raúl Zurita. En el citado libro, Juan Luis
Martínez publicó seis textos, cinco de los cuales serían incluidos –con algunas
variaciones- en La Nueva Novela (…)”. Entre 1970 y 1973, la
Vicerrectoría de Comunicaciones de la Universidad Católica
de Chile, en el contexto de la Reforma
Universitaria , auspició sendos talleres anuales de narrativa,
ensayo y poesía a cargo de escritores nacionales de prestigio, entre ellos
Alfonso Calderón, Martín Cerda y Enrique Lihn. Los talleristas gozaban de una
beca a modo de estipendio mensual que les comprometía asistir a las sesiones y
a las actividades programadas por el taller respectivo. En 1972, el taller de
poesía estuvo a cargo de Enrique Lihn con Waldo Rojas en calidad de asesor y
ayudante. Al taller asistieron, entre otros, Hernán Lavín Cerda, Gonzalo Millán
y Jaime Quezada. Juan Luis Martínez fue seleccionado para participar de la
iniciativa, pero hasta donde alcanza nuestra información, nunca asistió. Al
respecto puede consultarse el texto de Enrique Lihn: “Un taller de poesía en
1972. Notas y reflexiones de una experiencia de trabajo” en El circo en llamas, Santiago de Chile,
Ediciones LOM, 1997, pp 123-134. Como señala Hugo Rivera Scott: “El
arte del surrealismo fue una exposición que vimos en Santiago, a principios
de los setenta, posiblemente en el año setenta y dos (…) Se trataba de un
proyecto del Museo de Arte Moderno de Nueva York y Berenice Rose (…) quien
escribió el breve y exhaustivo ensayo del catálogo (…) en esa exposición, tal
como dije en ese texto que leí en Valparaíso, se vieron cuatro ready-mades de Duchamp: “Rueda de
bicicleta” (1913), “¿Por qué no estornudar?” (1921), “Caja de valija”
(1941-1942) y “Priere de Toucher” (1947) (…) La mayoría de las obras eran
conocidas para nosotros, que entre otras fuentes, en la biblioteca de Juanito,
muchas veces habíamos hojeado el libro que Breton hizo sobre la pintura del
Surrealismo, en la edición de 1965; pero ciertamente en esa oportunidad se
trataba de re-ver las obras en originales, de revisarlas pero sin que
estuvieran mediatizadas por la reproducción, lo que era para nosotros muy
importante (…) El gran solipsismo. Juan
Luis Martínez, obra visual, ed cit, pp 69-70.
Sobre la
exposición de Juan Luis Martínez en el Instituto Chileno-Francés de Valparaíso
en 1972, vid “Un diálogo” entrevista a Hugo Rivera Scott en El gran solipsismo. Juan Luis Martínez, obra
visual, ed cit, pp 77-78.
[9] El gran solipsismo. Juan Luis
Martínez, obra visual, Valparaíso, Editorial Puntángeles, Universidad de
Playa Ancha, 2001.