domingo, 27 de octubre de 2013

Lectura y memoria

En lo que sigue, no pretendo otorgar una visión omnicomprensiva de un fenómeno desbordante como es la alteridad, la pregunta por el otro y la necesidad de advertir su pertinencia irrefutable para fundamentar cualquier gesto intelectivo. Eso, qué duda cabe, escapa a mis capacidades. Deseo más bien referirme a algunos puntos desde los cuales pudiera tal vez desplegarse una reflexión ulterior desde la peculiaridad misma que nos constituye y que, en mi doble calidad de académico y literato, creo poder justificar sin demasiada vergüenza e ignorancia.
Así, creo sin temor a equivocarme, que una de las formas más apasionantes de experienciar la otredad, de advertir su llamativa y enigmática opacidad y su evidencia siempre renovadora y transformadora para con nosotros mismos, ocurre en el acto de la lectura.
Es vasta la tradición que retrata a alguien con un libro entre las manos, ya sea leyendo o escribiendo sobre un escritorio. A las pinturas que abordan a San Jerónimo o San Ambrosio en el acto de lectura y que se vincula a la pintura de santos del barroco español o italiano, -o incluso con señas anteriores en el renacimiento, tal como lo muestra la obra de Antonello Da Messina- es posible agregar, con posterioridad, a pintores como Chardin y Courbet, por ejemplo, quienes entre el siglo XVIII y el siglo XIX, permiten delimitar las formalidades de este subgénero pictórico de “interiores” con una prestancia y maestría insuperables. Es de sumo interés advertir la manera en que la concepción del espacio interior se transforma: en las pinturas medievales tardías como en las del renacimiento y barroco, sobre todo las referidas a pinturas de santos, el fondo está configurado como la descripción de un espacio bastante delimitado en sus convenciones de sentido: una abadía, una iglesia, una biblioteca monacal. Representaciones que nos hacen pensar en lo sacral que encierra el acto de lectura y, por ende, el acto de la escritura, como verdaderas reminiscencias de la tradición sacerdotal pagana y sus servidores cultuales –augures, vestales, pontífices- especialmente educados para preservar e interpretar una serie de acciones y procedimientos ritualistas. Por otro lado, desde el renacimiento y, sobre todo, desde el barroco del norte de Europa de cuño protestante y de raigambre holandés y flamenco, hasta el neoclasicismo francés, es posible apreciar la evolución profana del espacio interior hacia una concepción burguesa y ciudadana de la representación del acto de lectura: en estos casos, ya no estamos frente a un religioso o un santo ante un atril con folios y tintero, sino frente a un hombre identificable como burgués: su atuendo, sus utensilios de escritorio, la descripción de su entorno –una biblioteca, un estudio-. Pero a pesar de las diferencias sustanciales que pueden apreciarse en la transición de un estado a otro, sobrevive la idea o la concepción de la lectura como un acto que no es fortuito o casual: hay una obsequiosidad, una dedicación, una actitud, una cortesía para con el ejercicio de pasar los ojos encima de las palabras plasmadas en el papel que vuelven especial a este mismo acto, un acto plagado de una simbología vital e intelectual que quisiera dejar en claro el carácter numinoso del acceso, encuentro y uso del objeto libro y de las conductas casi ritualistas a él adyacentes.
En contraste, la capacidad de leer hoy en día es difusa e irreverente. Buscar una orientación oracular en un libro para que nos predisponga hacia el encuentro de lo otro, ha dejado de ser un acto natural. Se desconfía de la auctoritas del texto porque precisamente aspira a dirigir o señalar los caminos a seguir hacia el encuentro de esa otredad que se halla referida en las puertas de la imaginación, la ficción, el pensamiento o la acción. No escribimos el libro al ejercitar la lectura, pues nos cerramos a la posibilidad de hacernos convencer que los encuentros internos son transformadores y aún decisivos. Lejos están los ejemplos radicales de un Lutero, de un Loyola, de un Voltaire, de un Goethe que vieron y vivieron la textualidad de modo tal que conllevó a la reconsideración de sus propias experiencias. Agregados a esa lista, nombres como los de Robespierre, Marx, Benjamin o Freud no estarían de más. Nos harían recordar que la transformación y crítica de la realidad son también un acto de comprensión lectora, son un acto ejecutado por sujetos, hombres y mujeres, ebrios de textualidad, obsesionados por el mundo del sentido y, aún más, envenenados en buena hora por su más que deseable sentido posible. Pues como nos han enseñado decenas de poetas y filósofos, toda crítica de lo real, toda crítica a una sociedad determinada, empieza por una crítica al lenguaje que esa misma realidad y esa misma sociedad sustentan en su cuerpo social, en su andamiaje político y en sus necesidades imaginativas.
Así, quienes nos desempeñamos en las humanidades, enfrentamos el desafío de ver el mundo en la mediación que implica ese ejercicio llamado lectura: nos vinculamos con textualidades, nos configuramos con textualidades y esas textualidades nos otorgan la imagen o, mejor dicho, la contra imagen de nosotros mismos en la aventura más decisiva que pueda implicar la asunción de la otredad como certificación de que es posible algo más allá del solipsismo. La lectura es nuestro fundamento, la lectura nuestra puerta de entrada –o a veces también de salida- hacia la constatación de la idealidad reflexiva y punto de inflexión para dar cuenta de lo fáctico ante su seducción imperativa. Esto suscita una pregunta estremecedora, ¿quién entre nosotros se molesta en transcribir, en poner por escrito, por placer personal y por afán de memorizarlas, las páginas que se han dirigido a él de forma directa, que le “han leído” de forma más penetrante y le han inquirido a percatarse que su mundo no es el suyo, que sus palabras no son propias, que su vivencia se halla a distancia sideral de ser asumida como una experiencia que invite a la diferenciación de aquello que configura una realidad distinta?
En el ejercicio de lectura que nos hace atisbar lo otro, que nos interroga por el otro, la memoria es un elemento fundamental. Hay una trama compleja, que es un desafío a todo intento semiótico de esclarecimiento, en advertir la opaca equivalencia entre el texto, la comprensión y la respuesta crítica a la auctoritas de las que nos habla el acto de la lectura que depende estrechamente de las artes de la memoria. Esas artes son de antigua data y esa misma antigüedad no es, para nada, sinónimo de anquilosamiento. Más aún,  esas artes nos enseñan que hacer de la memoria el corazón de la lectura no sólo es acumular fragmentos de textos diversos para dar con referentes oportunos para ocasiones específicas. En absoluto, se trata más bien de apreciar una red invisible, densa y vasta, que solicita una atención exigente y que puede ser correlato de nuestra propia respiración. Así, la habilidad de saber versos de un poeta magistral, el reconocer una reflexión de un filósofo que orienta nuestra acción presente, el advertir una cita de un tratadista de tiempos remotos para que esclarezca nuestra comprensión actual de la ley, el identificar en un hecho del pasado una actitud reveladora de toda una sociedad que se repite abismante en las voces políticas del ahora y el apreciar en las palabras de alguien el clamor por la justicia, la belleza o la verdad, forma todo ello parte de una estructura secreta que apenas atisbamos, una estructura secreta poseedora de una interioridad laberíntica, compleja, hecha de ecos, de reconocimientos históricos, filosóficos y estéticos que se vuelcan y formalizan en una idea o noción de subjetividad que se funda en el lenguaje y que haya su razón de ser en su plasmación siempre diversa, en su encarnación siempre cambiante.
La atrofia de la memoria es el rasgo dominante de nuestra educación y de nuestra realidad política, cultural y moral. Esa atrofia es la destrucción de la lectura y su reduccionismo a una tecnología articulada por la superstición de la eficiencia.
No es posible ejercitar un reconocimiento del otro y de lo otro, sin una pragmática de la memoria, es decir, sin una ética de lo que el filósofo Emmanuel Levinas llamaba el Rostro como Palabra y ver en ello significativas implicancias para con la comprensión de nuestra propia conciencia de sujetos. Creo que no hay posibilidad real de emancipación, aún justificada en los movimientos sociales de la índole que sean, si no se asume esa dialéctica que se establece entre ese otro y su asunción como lingüisticidad operativa que no sólo es posible entrever como un ejercicio de lectura funcional, sino como una verdadera labor de responsabilidad en el sentido en que un poeta como Charles Peguy podía otorgar, es decir como una lecture bien faite. Nos dice Peguy: “Una lectura bien hecha no es otra cosa que el cierto, el verdadero y sobre todo cabal realización del texto, la cabal realización de la obra; como una coronación, como una gracia particular que pone el punto final (…) así, es literalmente una cooperación, una colaboración íntima, interior. Y también una elevada suprema, singular y desconcertante responsabilidad. Es un destino maravilloso y aterrador”
La observación de Peguy me parece altamente pertinente por la radical inactualidad de su planteamiento, donde lo inactual es invitación a pensar en oposición a la época, en oposición a nuestro sentido común, a la doxa que se asume como naturalización de ideologemas de índole diversa. Es una invitación desafiante para volver a aprender y ensanchar el sentido que le damos a la gramática, es decir, el ordenamiento racional y creativo, sutil y opaco con que se concatenan las complejas tramas de todo discurso, no sólo a nivel verbal, pues es verdad que existe una gramática y una sintaxis de lo histórico, una sintaxis del pensar, un ordenamiento de lo visual y una jerarquía de lo simbólico. Desdeñar o ignorara eso, no sólo redunda en una disminución de nuestras capacidades intelectivas, implica también desoír ese llamado responsable -es decir, esa capacidad para otorgar respuesta al llamado imperativo que se nos hace desde las diversas formas en que encarnan esas diversas gramáticas- para con ese otro que sólo puede emerger en las configuraciones posibles del sentido, configuraciones que si no son leídas, desaparecen en la ignorancia, el consumo o la vaguedad instrumental de lo “necesario”. Ahí veo que nuestra labor como lectores trae desafíos, consecuencias, imperativos irrenunciables: significa aproximarnos al entendimiento de un poema, significa asumir con paciencia el esfuerzo por asir el fenómeno histórico con toda su compleja carga de necesidad, significa plasmar más allá de la transitoriedad, lo medular de la vivencia estética como, a su vez,  asumir humildemente la densidad, en ocasiones desmesurada, que plantea un concepto reflexivo para con nuestra propia mismidad. Ahí se juega por entero el cara a cara que ese otro pide y exige, petición y exigencia que conlleva la contraargumentación de desplazamiento con que opera el sentido. En ese ámbito, ciertamente no hay tecnología virtual alguna que pueda reemplazar por novedosa, veloz o eficaz, la experiencia de palpar una hoja, hacernos pensar sobre la implicancia de lo escrito y motivarnos para ir al encuentro de aquello que esas palabras concatenadas, nos suscita. Ahí se juega, a mi modesto entender, la articulación de esa pragmática de la memoria a que todo saber humanista no debe renunciar, si no desea dejar de ser sí mismo.


domingo, 6 de octubre de 2013

Lo ajeno como propio: breve nota a las traducciones de Alfonso Alcalde

Nunca nos cansamos de descubrir cosas que los poetas que nos han dejado mantenían en su archivo secreto. Sobre todo si su suerte editorial ha sido abrupta, accidentada o precaria. Es lo que acontece con las traducciones de Alfonso Alcalde, poeta muerto por mano propia hace ya más de 20 años y del que gracias a los esfuerzos de Cristian Geisse y el editor Patricio González de Ediciones Altazor de Viña del Mar, estamos apunto de conocer bajo el título El árbol de la palabra. Subo ahora al blog, la nota que escribí a modo de prólogo a mentada edición que en las próximas semanas verá la luz. Al final incluyo algunos poemas en las versiones de Alcalde para que nos hagamos una idea de sus traducciones o más bien recreaciones. Vale la pena tener entre manos ese libro.

*
“Todo gran poeta poetiza sólo desde un único Poema. La grandeza se mide por la amplitud con que se afianza a este único Poema y por hasta qué punto es capaz de mantener puro en él su decir poético”. Con esta frase, ya famosa en el horizonte de interpretaciones heideggerianas sobre poesía, el pensador de la Selva Negra introduce en uno de sus ensayos que se halla en De Camino al Habla a la aventura de leer y dilucidar la obra poética Georg Trakl. Aventura que lleva en su apasionante y lúcida arbitrariedad, a explorar el ámbito posible en que es dable la poesía, el ámbito en donde es dable la configuración de todo  poema. Porque, de todos modos, vale la pena indagar, atisbar ¿cómo un poema puede ser, cómo puede configurarse en la apropiación de lo ajeno? Eso tal vez requiere un apronte, una disposición especial para con todo poema que lleva dentro de sí, en su vientre, sus significaciones posibles. Eso, a su vez, requiere quizás, volver a los usos que todo poeta hace de las palabras, las propias y las ajenas, las vertidas desde la peculiaridad de su idioma, como de las que puede aprehender desde un horizonte de pródiga generosidad.
El caso del poeta chileno Alfonso Alcalde (1921-1992), cuyas traducciones son publicadas aquí por primera vez, responde a esa inquietud, a esa singular manera de requerir en su uso, la apropiación singular de esa ajenidad que se encuentra en la intemperie del idioma: en lo ajeno de esas otras palabras, en lo ajeno que las configuran. Varias interrogantes podrían surgir al respecto: ¿qué traduce un poeta de otro poeta?, ¿cuál es el énfasis de esa traducción?, ¿acaso un  afán divulgativo?, ¿acaso el fervor de hacer de lo ajeno algo propio?, ¿quizás la exploración de los recursos que volcará luego en sus propias creaciones? Un poeta no traduce a otro sólo por la gratuidad del encanto eufónico que en él suscita ese poema que le seduce. Tampoco por un afán arqueológico o pasatista de ocupación varia en espera de la mal traída inspiración. Quizás tampoco sólo por el hecho de explorar en el secreto laboratorio de la escritura, un hallazgo expresivo que sirva para sus propios fines. Probablemente por todo eso y por muchas otras cosas: por cansancio y consuelo ante los límites del propio idioma que él mismo conoce tan bien, quizás por conjurar a través de la lengua ajena y en el poema ajeno, esas obsesiones que no puede concretar en su propia búsqueda.
Por lo demás, la poesía chilena que va desde el siglo XX, ha sido pródiga en traducciones varias, pero no sólo a un nivel cuantitativo, sino más bien por esa capacidad para haber densificado en un sugestivo mestizaje, una lengua capaz de explorar los rincones de la vida y la imaginación más diversa. Es difícil calibrar en unas cuantas líneas lo impensable que sería Huidobro sin Reverdy o Apollinaire; o Neruda sin Baudelaire o Whitmann; como asimismo Mandrágora sin el surrealismo; Gonzalo Rojas sin Catulo y Rimbaud; Anguita sin Eliot o Valéry; como a su vez Millán sin William Carlos Williams; Teillier sin Esenin o Trakl o Parra sin Shakespeare. Pareciera ser que en el ejercicio de traducción, el poeta cumpliera ese dictum del conde de Lautréamont la poesía será hecha por todos. Sin duda que eso tenía en mente un magistral poeta como Gonzalo Rojas con su oído casi infalible cuando escribió ese maravilloso poema titulado Concierto.
Pero no se trata solamente de constatar filiaciones e influencias varias en un listado largo e inabarcable: el cuerpo de la poesía chilena siempre ha sido plural, contradictorio y carente de centro –a pesar de Neruda, Parra o Zurita- y donde esa dispersión, bien puede ser atribuida, entre otras razones, por su puesto, a la labor seminal de la traducción para configurar un escenario móvil, amplio y carente de fronteras fijas. Una poesía de cuerpo plural que se otorga a sí misma la ruptura de sus límites expresivos y que ha hecho de la exploración mediante la traducción, uno de sus pilares más relevantes en lo que va de su paulatina consolidación a través del tiempo.
Dicho esto, ¿dónde inscribir entonces las traducciones de Alfonso Alcalde? Ciertamente –y es lo que creo- no en el libro de las referencias cultuales al que todo poeta brinda, aún en secreto, tributos como hacia una deidad mágica. Tampoco en el gesto que redunda en explorar los recursos lingüísticos en aras de una teoría de mayor o menor calado acerca de lo que es o no es la poesía. Pero, lo esencial, creo que menos para dejarse llevar por los caminos sin retorno del palimpsesto seductor a que arriba, tarde o temprano, todo poeta con oficio de traductor. Me explico.
Pienso que en líneas gruesas, dos pueden ser las actitudes de un poeta para con la traducción: volverse ajeno de sí mismo en las exploraciones que un idioma distinto al suyo propicia en el marco de la aventura expresiva a que invita toda escritura, buscando una identidad poética en la dispersión más amplia y productiva que pueda haber o, de otra manera, efectuar un ejercicio centrífugo: aclimatando lo más posible hacia la propia divergencia interior de la expresividad lingüística que ese poeta busca para sí, los hallazgos que vislumbra en los poemas que más le seducen, en las tradiciones que más le asientan en su gusto. Entre ambos extremos, claro que hay variantes y contradicciones, algunas fecundas, otras altamente reflexivas. Pero de lo que no me cabe duda es que Alcalde pertenece a esos poetas que traducen para constatar su propia exploración, para naturalizar en sus usos peculiares, la música ajena que le llega por todos los rincones. Esa naturalización es radical: llega incluso a negar o, al menos, a contrariar lo que de modo habitual, entendemos por traducción, en tanto fidelidad –real o ficticia- hacia ese “original” que siempre está a la base de toda apropiación de sentido.
Esa naturalización, en Alcalde, es quizás más certero llamarla recreación, reescritura o, tal vez, con un término con el cual nuestro poeta no habría estado para nada en desacuerdo, como variación, es decir, como una apertura personalísima hacia un horizonte de significados que, respetando el texto original –pero ¿qué es lo original acá?- nos presenta un poema totalmente otro, distinto, ajeno, pero propio, dispuesto en unas coordenadas alejadas de toda precisión, pero significativas para entender el mundo de Alcalde con sus fantasmas, obsesiones y logros. Así, creo que en la traducción –por llamar de algún modo tradicional, su ejercicio tan peculiar-, Alcalde vuelve suyos esos encuentros singulares con aquellas escrituras que le son afines: invita a vivir a su casa a las visitas ilustres que se creían de paso, invita a convivir en su propia escritura lo que ha descubierto o admirado. Ve en los poemas ajenos, ramas de un árbol único, partes de ese Poema que consta una experiencia singular del mundo, una experiencia singular de la vida y su sin/sentido.

Eso es lo que aprecio al leer sus poemas que evocan enamorados, niños muertos, noches de mágica ensoñación, amistades nobles y decidoras, maravillamientos en torno a la naturaleza y la vida misma. Pues no importa que el poema sea escrito por un poeta alemán del siglo XVII o un anónimo poeta aymará perdido en tiempos inmemoriales, pues el ejercicio de traducción de Alcalde los trae a presencia en una actualidad que está al servicio de sus propias inquietudes, de sus propias obsesiones: la vida, el amor, la muerte. Por eso, si bien es rastreable una predilección por poetas de origen anglosajón e italiano, ello no significa que tengamos que ver un plan de traducción o un sistema de apropiación de tal o cual lengua. Para nada. Como a su vez, tampoco es posible advertir un regodeo por poemas que no estén en sintonía con las búsquedas del propio Alcalde. Sería iluso, tal vez equivocado. Pues por eso, que no se busque aquí una perfección formal o lingüística en aras del poema bien traducido, del hallazgo exacto o la palabra certeramente encontrada en sus deslumbrantes equivalencias. No, eso sería totalmente equívoco y desmerecería al propio Alcalde: quien busque aquello en estas traducciones –o variaciones más bien-, yerra rotundamente. ¿Y qué puede hallarse entonces?
Me atrevo a decir que un testimonio. Sí, un testimonio de solidaridad y sobre todo de hermandad para enfrentar su singular destino de poeta solitario. Porque no sabemos a ciencia cierta las razones por las cuales un poeta traduce tal o cual poema. A lo más poseemos aproximaciones, indagaciones. Sólo creo intuir que Alcalde traduce para no sentirse solo en esa comunidad poética que, en su propio idioma, tanto le esquivó, llevándole a su trágico final. La traducción como prolongación fantasmal de sí mismo hacia un otro para mantener diálogos virtuales que, en verdad, son monólogos intensos, singulares, cargados de lo mejor de su propia imaginación, cargados de su propia fascinación y pavor ante la vida.
En las traducciones de Alcalde, lo ajeno se vuelve propio, no en un gesto de apropiación injustificada y violenta, sino como acogida para ser generosos con quienes fueron generosos con él: esos poetas de latitudes infinitas y distantes con los cuales dialogó en su  fértil ensimismamiento.

Noche invernal
George Trakl

La nieve, pez simultáneo, en acecho.
Como una campana, cae, blandamente.
Y al otro extremo del titubeante silencio
la familia se reúne en torno al pan.

Regresa el lento peregrino de la noche
y toca la puerta y a través de los cristales
interroga cada uno de los rostros buscando
la dicha y la abundancia completa de la tierra
y los abuelos que sollozan a esa hora
en la plenitud de su olvido y la edad completa.

Y al traspasar el umbral del fuego
el nido de brasa humana de cada corazón
parece serenar su dolor petrificado
apurando el calor errabundo del vino.


Deja tu corazón en el mío
Elizabeth Barret Browning

Aléjate de mí aunque siempre estaré
dentro de tu sombra. Me levanto solitaria
en los umbrales de las puertas.
No puedo controlar los impulsos de mi alma,
saludar al sol con la misma serenidd
de antaño. Entonces descubro que mis manos
siguen encadenadas a las tuyas
y todo lo que hice por separarlas
fue en vano.

Tierra anchurosa que intentó superar
nuestro destino
deja tu corazón en el mío
porque en todo lo que hago y sueño estás presente
como el sabor de la uva en el vino.

Y cuando pido clemencia a Dios
tu nombre sigue naciendo en cada palabra
y no puedo evitar que dentro de mis ojos
tus lágrimas sigan cayendo junto a las mías.


Hora nocturna
Karl Kraus

Noche de las noches, huyendo
tan pronto como la tocamos
ave de tal velocidad que ciega
su adelanto y anticipo: el día.

Noche de las noches, llegando
aposentándose en todos los temblores
y en la claridad de su parpadeo
la muerte cambia de estacionamiento.

Noches de las noches, volando
como si el hombre detuviera
la porfía de la existencia
y vida y muerte fueran solo indivisibles.