lunes, 31 de diciembre de 2012

Este año 2012, pasaron muchas cosas, varias de ellas inesperadas y otras, tristes y curiosas. Pero sin duda, una de las que más impacto o relevancia tuvo para mí, fue el fallecimiento en agosto, del poeta Ennio Moltedo. 
En su momento fui incapaz de escribir alguna nota o alguna palabra que tuviera algo de sentido. Su pérdida para mí y para varios, nos dejó, literalmente mudos.
Sin embargo, no deseo concluir el año, sin subir al blog, un poema que escribí hace un tiempo y que tiene al autor de Concreto Azul como protagonista...o eso creo yo al menos.
Espero que los lectores que vean esto no encuentren el poema demasiado malo. Lo irónico de esto es que me parece un texto sincero. Sea como sea, me despido de este año 2012 con este poema dedicado a Moltedo.


Elegía para Ennio Moltedo

En este derrumbado cielo de agosto, cuando la noche viene a interrumpir
al tiempo que se hallaba fuera del tiempo como un furtivo cazador de madrugada
y con esa llovizna que vuelve legible la palidez de otras tumbas
cuando en el horizonte el mar intenciona la desolación
de nuestra frágil conciencia y se hace verosímil
aquel estremecimiento que decía bien, mis ojos ahora descansan
y la incertidumbre sólo era como la humedad de la brisa
y ya no una palabra que hubiese significado en algún poema tuyo
una interrogante frente al misterio y no la pausada
pero firme aseveración pronunciada por la muerte
es entonces cuando las comparaciones se vuelven odiosas
y el eco de cualquier lamento llena el espacio como el tartamudeo del agua
que se inclina ensimismado desde la lejanía de un mar abolido.

Pero tú sabías más que todos nosotros que el mar es el misterio
que pregunta por la insuficiencia de los días,
tú podías comprender que el enigma aguarda entrar en el círculo
de las significaciones posibles como ese alcatraz que dibujaste
a mano alzada en los pliegues de tu escritura
o como esas evocaciones infantiles donde, más que inocencia,
había asombro, una sensación pasmada por ese presente eterno
en que el sabor de unas frutillas o la sombra dulce de un aromo,
eran tregua para un verano que se prolongaba más allá de la trizadura
de nuestras imágenes que, hoy, hemos perdido a sangre y miedo.
Como en una fotografía que no lo es en su claroscuro
el vaso de leche, el juego con hermanos y primos, las golosinas
otorgadas como promesa para después del Angelus
y todos esos elementos que ahora se nos han hecho imposibles,
habitan entre tus palabras, queriendo ser más que palabras:
quizás la certeza de esos años que nos atormentan por su transparencia
y que en su origen eran cosas palpables como experiencias del mundo
que no requerían explicación alguna; cosas donde la nostalgia
no tenía cabida y el lenguaje tenía pretensiones más modestas,
más sencillas, pero tan verdaderas como un apretón de manos
o la delicia de un dulce de mazapán
o las aventuras que narraban London y Salgari.

Ahora, en extraña simetría entre aquel instante y la consagración presente
este derrumbado cielo de agosto atestigua a esas nubes
como la tibieza aclaratoria de un vendaval inminente,
atestigua nuestro silencio más por impotencia que por hastío,
como si la evasión a que obliga la angustia fuera un requisito para vivir
la necesidad de un idioma que no despertara mutilado por sí mismo.

Con esta llovizna que vuelve legible la palidez de otras tumbas
toda interrogante evidencia la insuficiencia de los días
haciendo cumplir la ley inexorable que ni el mar sabe comprender.
Así, mientras quienes te debemos alguna palabra, balbuceamos inquietos
la posibilidad del error o nos encerramos en el mutismo
de una realidad desquiciada, un niño en la arena de una playa
dibuja un muelle, una manzana o una gaviota
sabiendo que este melancólico mediodía sólo será la ceniza del invierno.




jueves, 20 de diciembre de 2012

La dirección orquestal según Sergiu Celibidache






EL SONIDO
La música no es de naturaleza estática, no existe como un Dasein Zustand, esto es, como un estado definido. Siempre está en evolución, sin alcanzar una forma definitiva de existencia. ¿Dónde se halla la Séptima Sinfonía de Bruckner?, ¿en la partitura? Ésta no es más que una señal, una estenografía que nos permite, si la seguimos, vivir la música. Es un modo para utilizar el sonido. Pero la música no es el sonido, y, sin embargo, sin él no puede materializarse. El sonido puede devenir música si se dan determinadas condiciones. El sonido, que en primer lugar es un agente físico, puede trasladarnos más allá de cualquier contingencia física. Todo deseo de comprender y gozar de las relaciones entre los sonidos y su vínculo con el mundo afectivo humano puede ser trascendido. Dicho esto, la relación del hombre con el sonido no es simbólica como el lenguaje, sino directa. El sonido ocupa una posición especial en la estructura sensorial del hombre; no conozco un camino más breve que el sonido para llegar a la trascendencia.


LA TRASCENDENCIA
Cuando dirijo, no hago música, sino que creo las condiciones para que la gente pueda trascender el sonido. No existe trascendencia sin apropiación. Cuando estoy delante de una orquesta, me siento como un escultor frente a un bloque de piedra; cuando ha dado todos sus golpes, queda, por ejemplo, una cabeza de hombre.
¿Cúal es el denominador común de todo lo que hago cuando dirijo? Nunca dejo de decir no: "No, no es así, ¡es demasiado veloz! Así no, habéis tapado a la segunda trompa ... No es el tema, el tema está allí. No, no y no", para que al final aparezca el "sí". Pero el sí no soy yo quien lo construye, sino que sólo creo las condiciones para que cada uno pueda hacerse una idea del sí. Sin embargo hay músicos que jamás podrán modelar un sí. La mayor parte de ellos ha reducido la música a una alternancia discursiva de acontecimientos completamente aislados del contexto. Por ejemplo, cuando una melodía concluye, en general, se reanuda la frase demasiado alta, o demasiado baja. En realidad, es necesario reanudarla exactamente donde la otra termina. Ello puede realizarse, pero nadie tiene la menor idea de lo que es este concepto, la Raumlichkeit, la espacialidad, si se quiere. Si hay tres compases tocados por la flauta acompañando a la trompa, ¿cómo se debe componer íntegramente el pasaje? Algunos elementos tienen que hallarse en la conciencia de quien los toca, y éste debe tener la concepción de lo que busca. Cuando me encuentro frente a la orquesta, estoy delante de múltiples informaciones ¿Cual es la tendencia, cual, el único objeto que mi acto de voluntad tendría que seguir? el de reducir esta multiplicidad a una unidad cualquiera, y la reducción no se entiende como pérdida o eliminación. 

EL LENGUAJE
Hay quien afirma que la música es un lenguaje, cuando en realidad es todo lo contrario. No existe un concepto capaz de definirme el árbol, existen millones de árboles, y, a través del concepto hablo de todos y de ninguno. Mientras que en un Do mayor, ¡no hay equivoco! si conmueve, conmueve, y si no, es mejor olvidarlo. Aquellos que poseen la gracia de percibir el efecto del sonido sobre sí mismos, pueden practicar la meditación. ¿Acaso el lenguaje es menos real que la música? No se trata de una realidad igual para todos. Ustedes se conmoverán por una frase y yo no, pero sabemos cómo van las cosas, entre un Do y un Sol, por ejemplo, no porque deseemos que sea así, sino porque es así. ¿Qué podéis explicarme de la extraversión de una quinta ascendente, de que el Sol sea el derivado del Do?. Si no la experimentáis, no insistamos. Si, al contrario, la experimentáis, no hay nada que explicar, porque la explicación se daría con los instrumentos del lenguaje y los conceptos, y la música no tiene lógica. Es verdadera. compositor ha puesto su obra en el mercado, interviene una persona, el intérprete. No se sabe sin embargo de qué es intérprete. ¿Quizás de lo que permanece? Esto presupondría que supiera algo acerca de ello. ¿Como podría, pobrecito, si nunca ha sabido que existe? Se quedará al nivel de la fisiología del sonido. El forte se toca de modo distinto que el piano. Es más fácil asociar el forte a la violencia que a la suavidad, y éstas son asociaciones primitivas. Un "intérprete" con gran temperamento realizará contrastes, pero, ¿responden éstos a los contrastes que conmovieron al compositor? La proporción de las relaciones, desde el punto de vista de la tensión y la estructura, tanto en la vía de la expansión como en la de la resolución no es susceptible de ser interpretada. El intérprete puede ignorarla, y en lugar de volver a conducir esta vía hacia lo permanente, inquieta el carácter débil del hombre, con todas sus inevitables asociaciones. 

LA CREACIÓN
El compositor desconoce todo esto, no tiene ningún modo de acceder a su composición. ¿Cómo es posible que Stravinsky o Hindemith dirigieran tan mal sus obras? Ravel, pobrecillo, entraba en crisis cada vez que dirigía. Lo que ha inquietado y conmovido a los compositores y fecundado su creatividad es de origen racional. Pero sus mentes han crecido a velocidades próximas a las de la luz. Dicho esto, somos incapaces de recorrer el proceso inverso partiendo de la materia inerte, representada simbólicamente por la partitura, para encontrar el edificio vivo que les ha permitido vivir algo que pertenecía al orden de lo permanente. 

LA CONTINUIDAD
¿Existen relaciones entre los movimientos de una sinfonía? Sí, pero no de naturaleza formal, a menos que el compositor introduzca, como Bruckner en la Quinta Sinfonía, el tema del primer movimiento en el último. Los movimientos se integran unos en otros. En algunas sinfonías, como en la Tercera de Beethoven, el cuarto movimiento no tiene nada que ver con los demás. La idea es heroica, noble, y en cambio presenta errores. El hecho de que el compositor sienta el Continuum, en el que navega, y que todo error que podría desviarlo de éste le resulte evidente, no es de naturaleza material, y esto lo saben bien quienes estén familiarizados con la filosofía oriental. En Mozart existe una continuidad inexplicable. No puedo creer que un hombre tenga la capacidad de captar antes de comenzar la amplitud del fin. En el comienzo está todo. El acto de crear la música es similar al acto de pensar, que es simultáneo. En Mozart, cada nota es tan libre que podría ser otra, y al mismo tiempo tan determinada que no puede ser otra más que la que es. En una frase de Mozart, en una serie de cinco notas, las relaciones son tan claras que podría en lugar de ir a Mi, permanecer en Sol. Mientras que en Wagner el cromatismo determina la función siguiente. 

EL “TEMPO”
Un día le pregunté a Furtwangler: "Maestro, ¿como se ejecuta este pasaje?, ¿cual es el “tempo”?, ¿a qué velocidad debo afrontarlo?". 'Sowie es klingt'. Todo depende de cómo suene mejor - me respondió - Ello te indicará en qué “tempo” debes hacerlo". El metrónomo no puede indicar cuáles son las condiciones en las que puedo realizar el acto de la trascendencia. ¿Pero se trata de un acto de mi voluntad? En absoluto. El “tempo” tomado como objeto, tal como lo consideran los idiotas que escriben sobre su partitura "la corchea a 72" no existe. El “tempo” es la condición para que la multiplicidad de los fenómenos que se presentan a mi conciencia puedan ser seleccionados por esa fuerza que ella posee, esa capacidad única de reducir la multiplicidad y transformarla en un todo muy complejo, una unidad de la que podemos apropiarnos para después dejarla, y trascenderla para sentimos libres frente a la unidad siguiente. Cuanto mayor es la multiplicidad, más lento es el “tempo” materializado, entendido en su dimensión física. Pero en realidad el “tempo” no es lento; no es lento ni rápido. Actualmente el “tempo” se ha convertido en un objeto que se puede determinar con una medida física. La convención de medir físicamente el “tempo” es absurda. El “tempo” físico no existe en la música y, sin embargo, los críticos y los imbéciles que enseñan en los conservatorios continúan midiéndolo. El “tempo” no tiene nada que ver con la velocidad. ¿Qué decía Bach al respecto? Que quien no es capaz de valorar el “tempo” leyendo el “tempo” musical - el Tonsatz, como lo denominaba - haría mejor en abstenerse y renunciar a la música. El “tempo” no tiene una existencia individual, nunca podrá ser hipostatizado. En una buena acústica seca, esos mismos fines se reducen mucho. ¿Cómo se materializa todo ello? Con el reloj. He aquí porque los críticos idiotas, que ignoran cualquier contacto natural con el fenómeno del sonido, dirán que he tocado dieciséis minutos "de más". Cuando afirma que "es demasiado lento", el crítico, el niño, el pobre, ¿ha reducido la misma riqueza de elementos que yo he reducido? ¿Siente lo mismo que yo? No persigo únicamente relaciones en el ámbito físico, sino correspondencias en el ámbito astral. Otro mundo avanza al lado del de los sonidos. Algunas octavas, las armónicas naturales, son totalmente controlables en Ravel y Debussy. Pero el crítico, condicionado por su inevitable ignorancia, controla a duras penas los sonidos directos. ¿Cómo queréis que sepa algo de las octavas y de las armónicas? Como no las siente, no necesita el “tempo” de la reducción. Cree que el “tempo” viene dado por el metrónomo, es decir por una fuerza organizada, un sistema referencial que procede del mundo exterior y se introduce en un proceso vivo como el nacimiento y la desaparición del sonido. ¡Se confunde la materia, con el espíritu que la anima! El maestro Furtwangler tocaba un adagio el doble de lento que otro director, sin que pareciese lento. Ponía tanta expresión en los elementos que se contradecían, se completaban y se armonizaban, que hubiera podido ser tres veces más lento todavía. Un día le dije: "¡Que bello es, que lento! y me respondió: Si, pero para hacerlo tan lentamente, hace falta tener los contrabajos con una resonancia extraordinaria, e instrumentistas que se impliquen totalmente. No podría hacerlo con una orquesta americana". 

LA SUBJETIVIDAD 
La música no es bella, sino verdadera. Puede ser bella también, ello no molesta. ¿Cómo se entiende que es verdadera? Es verdad que ustedes viven, he aquí una verdad con la que podemos contar. A partir de este concepto, puede encontrarse, o no, a Bruckner. Cuando en una sinfonía sólo hay dos temas, ¿de dónde procede el contraste entre ellos?, ¿quién lo crea? Es la fuerza interior, la vitalidad del mundo afectivo del hombre. La relación del hombre con el sonido no es de naturaleza simbólica, como el lenguaje. El vínculo entre el intervalo y el mundo afectivo del hombre es directo. Es el hecho de ser conmovido primero de un modo, y después de otro, lo que crea la oposición, que no se halla en lo material. En efecto, en la partitura, nada puede mostrarnos la vida. No hay modo de acceder a esa idea, pero se puede vivirla, extraerla de su ámbito ontológico y decir "¡es ésta!" No hay un sólo acontecimiento musical que sea aislable. Todo está unido. 

LA MODULACIÓN 
El arte de la modulación armónica consiste en dejar una tonalidad, encontrar un campo neutro y después fijar con una cadencia una nueva tonalidad. Si paso del Do mayor al Sol mayor, es un paso, no una modulación. Si, abandonando el Do mayor, consigo dejaros manifestarme más o menos indiferentes, en un campo neutro, y si, a continuación, llego al fa menor, he realizado una modulación armónica. Mozart y Bach modulaban a la perfección. Pero si les hubiéramos preguntado por su secreto, no habrían sabido qué responder. El hombre más dotado en su tiempo para mover y mezclar las armonías era Max Reger. Escribió un libro sobre las modulaciones armónicas y dejó cientos de ejemplos, entre los cuales sólo dos valen algo y el resto demuestra que no sabía de qué hablaba. Nunca había reflexionado sobre las fuerzas y los principios según los cuales se puede dejar una tonalidad y establecer otra. Bruckner no escribió un libro sobre modulaciones, y en cambio realizó algunas extraordinarias. Modulaciones tridimensionales. Desde el punto de vista de las modulaciones, Bruckner es uno de los más grandes compositores de todos los tiempos. Junto con Bach, que poseía un sentido exquisito, del espacio armónico. La modulación del final de la Cuarta Sinfonía de Bruckner es asombrosa. Todas sus grandes sinfonías tienen una modulación única al final. Beethoven, en cambio, se equivocó muy a menudo, y en la Heroica, pasa del La bemol mayor, ¡para llegar al La bemol mayor! ¡Es inaudito! No era consciente de los antagonismos y de su irreductibilidad como Bach y Mozart, que nunca escribieron nada similar. Mozart de pequeño, cuando todavía no había profundizado su aproximación a la música, jamás se equivocó. Ni tampoco Haydn, y Debussy tiene un mérito mayor todavía, porque ya no existía ningún criterio. La técnica de su tiempo no le ofrecía los elementos necesarios para orientarse de modo distinto; lo hizo gracias a su genio, explorando un territorio totalmente desconocido. 

EL ESPECTRO
El hombre puede sentir, captar y percibir la octava. Acústicamente, la octava superior de una nota vibra con una frecuencia doble de la frecuencia de la nota original. Los demás sentidos no perciben más que una región de la octava. El sonido ejerce tal poder sobre el hombre porque todas las sensaciones sonoras están contenidas en el interior de las octavas. He aquí un sistema de referencia que no se puede ignorar, cambiar, ni sustituir. Las radiaciones del espectro visible tienen una longitud de onda comprendida entre 0,4 micras para el violeta extremo y 0,8 para el rojo extremo. El doble de estas longitudes, que constituiría la octava, está más allá de nuestro sector perceptible, y no captamos sólo una, sino nueve o diez octavas auditivamente. Sobre la octava, por otra parte, ha escrito todo el mundo, incluidos los grandes alquimistas cuyas conclusiones no eran de orden matemático ni material. Los alquimistas no iban en busca de oro, como normalmente piensa la gente, sino que iban mucho más allá de la pura anécdota. 

BIOGRAFÍA 
Sergiu Celibidache nace en 1912 en Iasi, Rumania. Trasladado a Berlín estudia composición, dirección de orquesta y se licencia con una tesis sobre Josquin Desprez. Son los años en que colabora con Wilhelm Furtwangler. Desde 1945 hasta 1952 es director de la Orquesta Filarmónica de Berlín. De 1953 a 1962 dirige regularmente al Teatro de la Scala. A partir de 1976 es profesor en la Universidad de Mainz donde enseña fenomenología de la música. En 1979 es nombrado director artístico de la Orquesta Filarmónica de Munich. Le interesaba el budismo y el zen y era seguidor de Sai Baba. Consideraba la enseñanza como una de las mayores misiones humanas. Murió en 1996.



miércoles, 19 de diciembre de 2012

En agosto, el verano


O soleil c’est le temps de la Raison ardente
Apollinaire


Habíamos dejado de estar arrimados a la marea
que el fragor cotidiano ofrece como una promesa lapidaria
para desplazar todo intento de irremediable certeza.
Era verano sin duda,
era la estación que semejaba un pequeño dibujo
como esos arabescos que seducían nuestra niñez ¿recuerdas?
esas entradas ígneas que avizoraban una especie de ritual
al que muchas veces nos negábamos, no por la insistencia
de nuestra incredulidad, sino por esa disposición de que era capaz
la exageración del sentido -su ausencia probable- una deriva
que plasmaba como en un cuadro de Bacon la descomposición
de las facciones, la disolución de la mirada, la ironía suprema
de las manos carcomidas por la espuma,
los señuelos que giraban como en espiral para derrotar nuestra astucia
o esa cruel opacidad que se filtraba en el ramaje nocturno.

Habíamos dejado de estar arrimados a esa marea,
también a la transformación fascinante de los espejos que daban vueltas
una y otra vez sobre sí mismos, como queriendo representar
un diseño de Vasari o una disposición ceremonial
de una época anterior y prohibida que indicaba la necesidad de ajustar,
detalle a detalle, el desbordamiento imaginario de toda escritura.
En el mejor de los casos era la afirmación de un modelo pensado
como referente de nuestra memoria, una especie de autorretrato
empujado por su propio impulso hacia una finalidad
que se perdía en la indistinción de su horizonte
que, llegado el momento, asumía su luminosidad extraviada
como un anciano ciego atravesando una tierra estéril
o como ese naufragio de nuestra conciencia que Gericault
había simbolizado de modo maestro con los recursos clásicos
de una textura reconocible.
En la disonancia de ese principio, radicaba tal vez la extrañeza soberana
que el arte pone en tensión, obligándonos a superar nuestra interioridad
como si fuera un ejercicio de perspicacia donde el “mundo” o “lo real”
se preciarían de ser símbolos, alegorías; designaciones ambiguas
de una ilusión permanente que pudiera certificar nuestro cuerpo,
nuestra desesperación o ese musgo que carcome sueños y viejos hábitos.
Pero el verano avanzaba sin necesidad de corroborar aquella experiencia,
sin necesidad de plantearse a sí mismo como condena o escapatoria
donde ese laberinto que toma razón de todo preámbulo
era el apunte movedizo de una verdad que vegeta
al alero de nuestra doliente incertidumbre.
El verano avanza, gira, toma impulso, abre una brecha
entre lo real y lo imaginado, descubre los intersticios de la piel,
seduce la legibilidad del dolor como un juego adolescente,
configura los espacios requeridos para el placer,
restituye la humedad del humor melancólico, pronuncia palabras
que prevalecen en la fantasía del tacto, ilumina oscuramente
la caída de nuestra fragilidad en la música de toda anulación.
El verano siempre se iguala a sí mismo
en esa perfección que sería envidia de un paisaje de Turner,
una señal cierta que bosqueja altiva las fronteras
dentro de las cuales nos movemos entre indiferentes y deseosos,
con la indolencia de exponer en el lenguaje
aquello que el propio lenguaje abominaría,
el indigesto vuelco contra nosotros mismos
donde la referencialidad que nos hace creer como verosímil
el sagaz encantamiento de cualquier fábula es una cantinela subjetiva
erigida en el non plus ultra de toda configuración,
de toda forma que se precie vívida a pesar de su fracaso.

Es verdad que habíamos dejado de estar arrimados
a la seguridad del equilibrio, a sus promesas irregulares
como creyendo en banderas de reinos de celofán que, cuando niños,
aseverábamos conocer en sus íntimos detalles, parafraseando
en la inocencia del juego, un ensayo del poder.
Es verdad que los espacios abiertos por la percepción
invitaban a explorar un territorio de imágenes, de rostros
o de simples gestos que demasiado a menudo se confundían
con la presunción de conocer lo real por medio de un exceso físico
cuando su única satisfacción era la embriaguez del enmudecimiento
o ese deseo vano de captar la imposibilidad de decir algo a alguien.
Sin duda nuestra experiencia se halla corroída
como el barniz de un mueble antiguo,
pero en la necesidad de plasmar ese viaje imaginario
con que todo poema se justifica, la realidad puede tolerar la irrealidad
como su doble necesario, puede simular la fantasmagoría
con el sagrado rencor de las resonancias metafísicas,
puede sobrellevar esas gotas de locura que vuelven amables
el incidente siniestro con que rotulamos lo que no es posible significar.
No hay otra manera:
símbolos, inscripciones o representación metafórica del Leteo,
del silencio, la mudez o de cualquier otra prevención
que se agita mineral en las playas del olvido
como esos escondites bajo el árbol o al fondo del patio
que reservábamos para huir de los adultos o de nosotros mismos
y que retornan como el vértigo existente frente la página en blanco.
Lo que se mueve en el espacio difuminado de una fotografía rota,
en el crujido del aire que entumece labios y sangre
y que en la variación del miedo permite la agonía de nuestras certidumbres,
es, en verdad, el enrarecimiento de la distancia entre palabra y acto
una significación vacía que dibuja una oscuridad ajena
que apabulla al mirlo y extravía al estornino
que simula un cortinaje metálico que vuelve obsesivo el afán del suicidio
y que es el guiño con que la vida se desprende de sí misma para persistir.

Nada nuevo:
esto siempre sucede cuando un olor intenso se desgaja
de los restos amurallados, de los restos que articularon palabras
cuando la sed oscurecía las ciudades.
Era evidente, ningún misterio,
ningún secreto profesional por ocultar: todo se develaba
en la convicción de experimentar nuevas formas,
en la inercia que motiva el desprendimiento bajo la intuición
de instalar un fragmento encendido, alguna figura precipitada
bajo su propio peso rotatorio y que antecede a esas preguntas incómodas
que la distancia emplea como representación de la nostalgia.
De esa manera, verás que el zumbido del abejorro
y el filo azul del pedernal prepararán el advenimiento
de algo más vasto que el silencio, algo semejante a esos cuerpos
plasmados en un lienzo de Egon Schiele
que expresan la queja de su dolor con la mirada extraviada y sin labios
y donde ninguno de nosotros puede aseverar un goce estético placentero.
En el dictum de Adorno, aquello es la asunción de la negatividad
como representación, pero eso, ciertamente, sólo es una jerga hueca:
perdido todo principio, la proporción de una belleza ideal
es la inversión del espejo y el despojamiento de la luz
como la proyección en una pieza oscura de una sombra redondeada
por su propia distorsión inverosímil.

Nada nuevo:
en la sucesión de los días se desplaza la disolución
de lo que parecía conforme a esas leyes antiguas
que facilitaban puntos de referencia como cuando una palabra
adquiría para un niño, una prestancia casi mágica que no era equivalente
a la transparencia, ni a la necesidad de comunicar sentido:
con nuestro cuerpo tan acostumbrado a las nubes
donde el movimiento mismo se convertía en ceniza de la velocidad celeste,
el dominio del tacto aseveraba conocimiento, no caída,
curiosidad o maravillamiento, no escepticismo.

Hay quien huye del designio en la marca arbitraria de las inscripciones.

Ahora el verano avanza a pesar de todo desorden
porque se debe a sí mismo esa idealidad
que habita en su propio transcurrir, en su fidelidad
que reproduce lo que nuestra condición errante
ha deletreado en la proximidad de su propia consumación
y donde lo que parecía perfecto, es ahora eco y apariencia.
Por eso, quizás, esto se trata de algo más sencillo,
se trata, tal vez, sólo de iluminar la inestabilidad del conjunto
que puede ser un primer paso para alcanzar una serenidad interior
o para delegar en un puñado de gestos arcaicos
un refugio un tanto exótico de un mundo agotado:
esa cristalería ficticia, pero bella, de una serie de televisión británica
que no estaba explicitada en ninguna novela de James o de Proust,
pero que simboliza el viejo compromiso de Orfeo respecto a todo ser vivo
y con el cual, el suicidio, sólo es una nota a pie de página
de una pureza demasiado opaca para horadar su propia claridad.
En la transición que implica meditar la posible huida
desde el lenguaje hacia algo no asumido lingüísticamente,
el polvo del exilio se vuelve sinónimo de pobreza, desquicio o enfermedad.
Pero probablemente, no hay otra manera de referir esa herida
que se hunde de espejismo en espejismo: hipotecar las huellas del laberinto
sería, ciertamente, apostar a ese beso que Eurídice aguarda
en el sabor salino de nuestros labios para, en su ceguera,
no confundirlos con ceniza.



sábado, 20 de octubre de 2012

Ricardo Latcham: efigie de intelectual


En nuestro contexto cultural contemporáneo se ha vuelto cada vez más difícil concebir la idea de un intelectual que desborde su propio ámbito de especialización académica para brindarnos la imagen o la efigie de un sujeto vinculado simultáneamente entre el mundo de las letras y el mundo de la vida con sus ineludibles implicancias morales y conductuales. Ya se ha vuelto un lugar común apreciar que el especialista, el experto, el investigador y el perito en tanto sujetos inmersos en la producción, intercambio y administración de lo simbólico legitiman con su accionar una especie de correlato “intelectivo” de nuestra sociedad neoliberal, habiendo desplazado, al parecer definitivamente, al ensayista y al erudito, al escritor informado y al homme de lettres que era posible hace no más de medio siglo, hallar en los cenáculos culturales y académicos existentes en nuestro país. Y también ya es un lugar común señalar que aquel desplazamiento se ha originado entre otras razones, por los procesos de modernización que han afectado a las elites intelectuales y universitarias desde, aproximadamente los años 60 dada la evidente división del trabajo que se vuelve con el correr de los años cada vez más abarcadora, pero también cada vez más sutil y perversa, penetrando los diversos intersticios de la vida social y cultural y que posee, ciertamente como telón de fondo la ideología desarrollista que fomenta desde los años 40 la más virtual que real industrialización de los medios de producción nacionales.
En esta apretada síntesis son interesantes de revisar los trabajos de Cecilia Sánchez sobre la formalización del discurso filosófico al interior del mundo universitario chileno desde los años 50 en adelante, diversos textos de José Joaquín Brunner en torno al origen de la profesionalización de la sociología en tanto discurso de pretensión cientificista y, por supuesto, en lo que me atañe más de cerca, varios ensayos y textos de Bernardo Subercaseaux, Federico Schopf y Justo Pastor Mellado acerca de la paulatina especialización con pretensiones cientificistas del juicio estético en tanto comentario crítico ya sea de la literatura, como de las artes visuales y la implementación de tales discursos con sus jergas específicas al interior del mundo universitario. Todos estos autores y sus respectivos trabajos, provenientes de las más distintas disciplinas y a veces con metodologías y referentes teóricos casi excluyentes entre sí, vienen a afirmar, sino acaso a certificar de modo irrevocable, la desaparición de ese animal en estado casi salvaje en medio de la selva letrada que llamamos intelectual o erudito y cuyas filiaciones sociales y políticas estaban ampliamente demarcadas en un espectro heterogéneo de referencias y que, hoy por hoy, se nos vuelven casi ajenos –al menos para los que tenemos menos de 40 años-, pero no menos necesarios de traer a presencia en un instante como el actual, saturado de presagios, opiniones y pseudosaberes  poseedores de un velo cientificista de toda índole y naturaleza.
En este contexto, es que deseo aprovechar esta oportunidad para efectuar una breve aproximación a la situación y efigie intelectual de Ricardo Latcham Alfaro (1903-1965), probablemente uno de los más preclaros intelectuales chilenos de cuño “clásico” y que según mi modesta opinión, comparte el panteón de los “desplazados” junto a Luis Oyarzún, Clarence Finlayson y Martín Cerda, entre otros. Haré primeramente una breve reseña bio-bibliográfica de nuestro autor para centrarme con posterioridad en tres características que me parece, son relevantes de abordar de una figura como Latcham: el político, el intelectual público que hace de diarios y revistas, medio de opinión y finalmente, el educador, el maestro que desde la cátedra universitaria no sólo forma a discípulos conspicuos, sino que educa en un espíritu crítico un concepto de literatura que, de todas formas –y ese es uno de los objetivos al que me gustaría acercarme- puede ser comprendido en tanto discurso latinoamericanista.
Narrador, ensayista, periodista, crítico literario, político y diplomático chileno, nacido La Serena en 1903 y fallecido en La Habana (Cuba) en 1965, Ricardo Antonio Latcham Alfaro es autor de una sólida producción literaria, ensayística y periodística, reconocido principalmente por sus escritos de crítica literaria que le sitúan entre las voces cimeras de la crítica hispanoamericana del siglo XX. Alentado por una innata vocación humanística, recibió desde niño una esmerada formación cultural que le permitió publicar sus primeras colaboraciones periodísticas en el rotativo El Chileno, de su ciudad natal, cuando sólo contaba dieciséis años de edad. A partir de entonces, emprendió una brillante trayectoria periodística que le llevó a colaborar, a lo largo de su dilatada vida profesional, en más de treinta periódicos y revistas chilenos, entre los que cabe citar La Revista CatólicaLa Nación y el Diario Ilustrado. Además, extendió su quehacer periodístico a otros medios de comunicación del ámbito hispanoamericano, como el cotidiano El Nacional, de Caracas y el semanario Marcha de Montevideo. El prestigio que le otorgaron sus primeras colaboraciones en calidad de crítico literario le animó a publicar, a los veintidós años de edad, un volumen de ensayos que, agrupados bajo el título de Escalpelo (1925), ofrecían una interesante y amena disección de la obra literaria de algunos de los hitos más representativos de la historia de las Letras chilenas, como  Pedro de Oña, José Joaquín Vallejo o el novelista Joaquín Edwards Bello. Posteriormente, el joven Latcham, publica una novela titulada Vidas ardientes (1926). Sin embargo, pronto se decantó definitivamente por el género ensayístico, al que aportó, aquel mismo año, un estudio sobre el conflicto de la nacionalización de las minas de cobre más importantes del continente americano, publicado bajo el título de Chuquicamata, estado yankee (1926). En 1927, se declara enemigo del gobierno de Carlos Ibáñez del Campo, tomando el camino del exilio en Madrid, donde cursó estudios de literatura española e historia medieval. En 1929 regresa a Chile donde continuó ejerciendo el periodismo como principal actividad profesional hasta que, en 1931, ingresa al Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile donde acabaría ocupando el puesto de decano en su Facultad de Filosofía y Educación hacia 1945.
Por esa época Latcham comenzó a interesarse vivamente por la vida pública del país. Así, en 1933 se convirtió en uno de los fundadores del Partido Socialista, desde cuyas filas se entregó plenamente a la actividad política hasta que consiguió ser elegido regidor por Santiago y, posteriormente, diputado (1937). Unos años después, relegó esta parcela pública de su vida para volver a zambullirse en su hábitat cultural, en el que de nuevo brilló tanto por sus escritos ensayísticos como por las continuas conferencias que, acerca de la literatura y la historia chilenas, dictó en diferentes lugares del continente (Perú, Brasil Argentina, Centroamérica) y el mundo (Estados Unidos, Inglaterra, Italia, España). Su pasión por los viajes y el conocimiento de otros países y culturas se vio reforzada, en 1959, con su nombramiento como embajador de Chile cerca de Montevideo, en donde se hallaba en 1965 cuando recibió una invitación para intervenir en La Habana, como miembro del jurado del premio Casa de las Américas. Ya en la capital cubana, la muerte le sorprendió a los sesenta y dos años de edad. Al margen de los títulos ya citados, entre su producción impresa cabe recordar algunas obras como Itinerario de la inquietud (1932), Estampas del Nuevo Extremo (1941), 12 ensayos (1944), Antología del cuento hispanoamericano contemporáneo (1958), Carnet crítico (1962) y Antología. Crónica de varia lección (1965).
Una vitalidad humana e intelectual como la de Latcham, como la que hemos reseñado acá, no podía escapar a la necesidad de manifestar su opinión de modo veraz. En ese sentido, Latcham pertenece a esa vieja tradición intelectual de raigambre ilustrada y que refiere, fundamentalmente, a asumir la voz crítica en el espacio público como la instancia lógica y necesaria para plantear la visibilización de problemas, pues tal visibilización es un acto de razonamiento, un acto de justicia y un acto de llamado moral dada la autoconciencia de su posición como sujeto educado y políticamente activo. Y si bien es cierto apreciar que en Latcham puede rastrearse una filiación de pensamiento que nos lleva a Rousseau y Voltaire en la más rancia tradición iluminista, no es de menos peso y altamente determinante, la referencia a dos figuras que predominan del concierto intelectual e ideológico chileno y latinoamericano que deben ser tomadas en cuenta. Simón Rodríguez y Francisco Bilbao. Me detendré acá muy brevemente en la resonancia de éste último. Me parece que una de los elementos que sugestivamente atrae a Latcham de Bilbao es la rebeldía y crítica del intelectual hacia el poder. Es cosa de ver la resistencia de Bilbao ante figuras como Bulnes y Montt y la resistencia de Latcham ante una figura como la de Carlos Ibáñez del Campo: en ambos está esa educación de privilegio, en ambos está ese origen católico que era una más que virtual promesa de consecución ideológica, en ambos está la decisión de partir al exilio y en ambos está la necesidad de organizar con coherencia una instancia política que aunara las bases populares con la elite de pensamiento. Para Bilbao la Sociedad de la Igualdad, para Latcham el entusiasmo de participar en la fundación del Partido socialista. Tal vez más allá de estas meras analogías que pueden ser vistas como coincidencias, Latcham entra de lleno en las discusiones del momento: la configuración del Frente Popular en la década del 30 y la necesidad de hacer llegar al poder una instancia que cumpliera sus promesas de cambio social y mejoramiento ciudadano. Es más que significativo que el apoyo de nuestro escritor a figuras de peso político como Pedro Aguirre Cerda, representa para Latcham más que un mero compromiso de coalición partidista: es la certeza de ver en el poder una figura que es proporcionalmente acorde con el proyecto ilustrado de hacer de la educación un bien público de mejoramiento permanente de lo humano, un camino para salir de la ignorancia, la miseria y como herramienta para ingresar al discurso de la modernidad. Regidor por Santiago a mediados de los años 30, diputado entre 1937 y 1941, Latcham ocupa puestos de presencia política reconocibles.
Este Latcham político, no puede ser separado de la efigie del intelectual público que hace de diarios y revistas, medio de opinión. En este ámbito, nuestro ensayista es una pluma magistral que se pasea y recorre sin dificultad el artículo de contingencia, la reseña informada, el artículo de costumbre, la observación del diario de viajes, la crítica literaria de primer orden, la nota de lectura pertinente y llamativa, la evocación de fragmentos de la vida privada en cuanto articulación de una memoria pensante que se ve reflejada a sí misma en la diversidad de sus modos de juicio y opinión: desparramada con generosidad en cientos de textos, la prosa de Latcham es columna vertebral de una infinidad de medios durante cerca de 40 años. Su labor en medios nacionales como los diarios La Nación, y El Diariuo Ilustrado, como asimismo en revistas hoy célebres como Atenea, En Viaje, Zig-Zag y muchas otras, se une a su trabajo de envergadura ciclópea en semanarios, revistas y diarios extranjeros, de los cuales Marcha en Uruguay y El Nacional de Venezuela vienen a ser símbolos preclaros de toda esa actividad.
Latcham es un intelectual que no rehúye la expresión, la opinión: aún más, esa expresión, esa opinión, debe hacerse pública, constituir el espacio público y en ese sentido, tal espacio sólo existe en la medida que pueda ser manifestado en tanto escritura: de aquel modo, Latcham es uno de los protagonistas primordiales a nivel chileno y latinoamericano de la Ciudad Letrada, al decir de Angel Rama, uno de sus más certeros protagonistas: la instancia de escribir en tantos medios para configurar opinión, para debatir y plantear ideas, refutaciones, puntos de vista y trabajar para constituir una conciencia crítica en el virtual lector de sus textos, pone a Latcham en la palestra de una labor oficiante: para él, tomando sólo como punto de referencia la critica literaria, sin duda uno de sus discursos más fuertes y elaborados, la crítica literaria, digo, se articula con un carácter latinoamericanista que intenta ser superior o dejar a un lado la estrechez de miras de los falsos compartimentos nacionalistas que no sólo habitaban el mundo de la política, sino el mundo de la sensibilidad y la imaginación: formar una opinión, forjar una sensibilidad. Desde esa perspectiva, Latcham es consciente de valores tales como la fe en una razón comunicativa a través de la escritura como medio de concientización cultural y de la mano de aquello, un espíritu ilustrado de cosmopolitismo que enarbola la bandera de lo americano sin desdeñar tradiciones europeas y norteamericanas. Creo que desde ahí hay que entender su pasión por intentar comprender la figura de Balzac en la configuración de la novela latinoamericana, la necesidad de revisar la mitología que se articula en libros como Doña Barbara, La Vorágine  y Don Segundo Sombra, la urgencia de contactarse y dar a conocer  la literatura brasileña, asimismo la valoración para apreciar en su justa medida tanto la obra como el ejemplo problemático de una figura como la del poeta Rubén Darío en la constitución de nuestra sensibilidad imaginativa, abierta siempre ella hacia un mundo de variadas tradiciones culturales, etc.
Para ir terminado esta intervención, quería detenerme muy brevemente en algo que es posible avizorar desde lo que he ido relatando hasta ahora y que es lo siguiente:  apreciar en Latcham a un educador, a un maestro que desde la cátedra universitaria no sólo forma a discípulos conspicuos, sino que educa en un espíritu crítico un concepto de literatura que, de todas formas como lo he ya manifestado, puede ser comprendido en tanto discurso latinoamericanista. Dejando en suspenso su vida política, Latcham entra de lleno al mundo académico del que era ya partícipe cuando en 1931 comenzó a hacer clases en el antiguo Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, mundo al que ya no abandonará jamás y del que ha sido reconocido como uno de sus más valederos artífices en las letras chilenas e hispanoamericanas. Si Latcham como diputado y crítico literario usaba la destreza de su escritura en los diversos ámbitos de su desempeño para a través del argumento razonado e informado hacer ver y defender los puntos de vista que iba suscitando, en la cátedra universitaria, nuestro autor hará uso de otro de sus más valiosos talentos y que viene a ser parte de la vieja tradición humanista y de la pedagogía ilustrada: la oralidad asociada a la memoria. Si nos atenemos al testimonio de sus más preclaros discípulos y alumnos en los viejos recintos de la Universidad de Chile durante los años 40 y 50 –y que incluyen entre otros, a Pedro Lastra, Alfonso Calderón, Leonidas Morales y Hugo Montes- es posible bosquejar un Latcham locuaz, lleno de paradojas, señalando los matices de un poema , de una novela o un ensayo como pocos lo harían, mostrando la relevancia del texto en relación a su contingencia epocal, a los valores sustentados por su autor y poniéndolo en contacto con sus similares a nivel latinoamericano y aún europeo. Tal ejercicio que no se queda en la retórica de lo correcto o del “justo medio”, tiene como fin, otra retórica, aquella que en la rancia tradición de las humanidades, busca convencer a través del ejemplo y poniendo su objeto de elocución bajo las más diversas perspectivas, con tal que el convencimiento sea por convicción ejemplificadora de las características del objeto más que por la contundencia de la lucubración verbal. Por ello, es dable apreciar que tal manera de propiciar un ejercicio oral de ese talante, necesitara como algo obvio una memoria fecunda, erudita y ágil, capaz de las asociaciones más versátiles y hasta paradojales con el fin de hacer una especie de verdadero paneo en 360 grados del fenómeno al que estaba aludiendo. Ese “fenómeno” sería siempre un texto, un poema, una carta, una novela, una biografía, un relato, un ensayo. Tal capacidad estaba al servicio de la formación de un espíritu crítico que tuviese la capacidad de entrever la riqueza, la diversidad y el valor de lo latinoamericano como expresión de una sensibilidad plural y amplia que no se quedara estancada en el discurso nacionalista, ni en la mera constatación documentalista de los textos.
Hoy, dadas las condiciones materiales e ideológicas del mundo cultural y académico chileno, una figura como Latcham sería rara, curiosa y hasta sospechosa: su “improductividad” y su “falta de espíritu científico” le jugarían en contra. Pero es justamente esas cualidades que el actual sistema intelectual vería como defectos, las que nos lo vuelven atrayente como figura pensante y crítica, no tanto como un saludo nostálgico para con un mundo intelectual arrasado por la contigencia histórica, sino porque al volver nuestra mirada hacia ese tipo de efigie podemos hallar un espíritu crítico vivo y vigilante cuyo asidero moral nos hace recordar que la inteligencia se halla dispuesta para comprender el mundo de la vida y no para aislarse aséptica de los problemas que ese mismo mundo provoca, inquiere y suscita.

domingo, 30 de septiembre de 2012

Música y palabras: el lied



La tradición alemana centroeuropea posee uno de los géneros más espléndidos y bellos para dar cuenta de esa fusión mágica entre palabras y música: el lied. De origen campesino, sus ritmos de aire danzado, se remontan a las postrimerías de la Edad Media y recién a fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX, sobre todo gracias al romanticismo y su reivindicación estilizada de lo “popular”, encontraría carta de ciudadanía en el mundo de la música culta o mal llamada seria, de mano de la poesía más exquisita hasta ese instante escrita: Goethe, Heine, Eichendorff, Mörike. En la copiosa y genial obra de Franz Schubert, el lied se asumiría como un género característico para dar expresión a la interioridad, con todo el vuelo lírico que ello implica: exploración de los sentimientos, descubrimiento de la percepción de la naturaleza, evocación y nostalgia de los retazos de la memoria, añoranza de lo indistinto y volcamiento hacia un temple peculiar que la palabra alemana sensucht describe del modo más apropiado.
            El siglo XIX, es qué duda cabe, el siglo del lied: a parte de Schubert, las composiciones de Robert Franz, Karl Loewe, Robert Schumann, Johannes Brahms y en las postrimerías del siglo, de Hugo Wolf, dejan en alto sitio la conjunción entre poesía y música. En el desarrollo de este género, vemos un paulatino desplazamiento desde una poesía con pretensiones de imitar o parafrasear lo “popular” –como puede suceder con algunos textos de los hermanos Grim o de Clemens Brentano y la famosa colección del Das Knaben Wunderhorn- hacia el uso cada vez más recurrente de textos líricos sofisticados y complejos. El caso del citado Hugo Wolf es ejemplificador al respecto: sus lieder basados en textos de canciones populares españolas e italianas conviven con otros de una alta densidad melódica y maestría técnica que tiene a la música operística de Richard Wagner como modelo y que toman como sustento textos refinados, cultos y hasta excéntricos como pueden ser poemas de Goethe, Shakespeare y Miguel Ángel.
            Pero Wolf (muerto en 1903) es sólo un preludio de lo que iría a venir en el siguiente siglo y que implica una renovación y reinvención de este género musical. Dejando a un lado las pretensiones “nacionalistas” de algunos músicos que buscaban en la así llamada música “popular” una justificación para dar cuenta de sus exploraciones, vemos que en un mundo cada vez más urbano, donde la nostalgia por lo campesino y rural es eso, una nostalgia, las exigencias de la música del siglo XX no se hacen esperar para con este género en apariencia tradicional y conservador. Tal vez Gustav Mahler fue el último compositor que advirtió lo imposible que era buscar una ficticia filiación de raigambre campesina de los textos con los que se escribía una música cada vez más compleja y para nada complaciente con el auditor. De todas formas, el lied, como práctica musical privada a manos de amateurs para la recreación de la vida hogareña, iba siendo cada vez más dejada a un lado dada las nuevas características sociales con las cuales se enfrentaba la música del siglo XX. En ese sentido y no sólo por una deformación a modo de espectáculo, hay que pensar la necesidad de Mahler de componer lieder sinfónicos, pensados para el escenario y no para el salón de la tradicional casa burguesa. Es quizás con Mahler que la tradición del lied se asume por primera vez como una tradición que debe salir de las paredes del hogar familiar y adquirir la mayoría de edad del concierto público de modo expreso. Lo irónico de esto, es que los lieder sinfónicos de Mahler son a su vez, un intento final por dar cuenta de la pretendida naturaleza “popular” del género y es así cómo debemos entender su predilección por musicalizar la colección Wunderhorn.
            Pero será a partir de la llamada Segunda Escuela de Viena (Anton von Webern, Alban Berg y Arnold Schönberg) que se experimentará los límites de la forma, aplicando las búsquedas atonales y el lenguaje dodecafónico a este singular género. Para los músicos formados bajo la tutela de Schönberg, el lied es un verdadero laboratorio donde es posible ensayar, explorar y experimentar los más sutiles cambios en las fronteras de la cantabilidad para buscar nuevos mundos estéticos por medio de las más audaces invenciones melódicas y tonales, las concentraciones temáticas y sonoras más densas, ello por algo muy caro a todos estos músicos: el lied representa ya no la pieza de música familiar para el solaz del descanso burgués, sino el campo de exploración musical más propicio que aúna brevedad formal con intensidad expresiva y que facilita también la indagación de una subjetividad altamente enmarañada, vasta y hasta desconocida que estaba siendo recién bosquejada en el mapa que el naciente psicoanálisis realizaba de la psique humana. Por ello veremos que los lieder de estos compositores no son para ser cantados por aficionados, sino que exigen un alto rendimiento de perfección técnica a sus intérpretes. Asimismo las predilecciones literarias de estos músicos se dirigen a textos poéticos que en ningún caso podríamos rotular de sencillos o populares. Todo lo contrario, la propensión hacia autores herederos del simbolismo marca no sólo una inclinación singular del clima finesecular de la Viena de principios del siglo XX, sino también una meditada elección por poemas cargados de una fuerte expresividad intelectual, de complejidad lingüística y poseedores de una sintaxis estilizada.
            Se establecen de aquel modo singulares asociaciones que destilan en un puñado de obras insuperable: Schönberg y sus lieder sobre poemas de Stefan George Das Buch der hängenden Gärten (1908) y Webern y sus lieder sobre poemas de Georg Trakl entre 1914 y 1921. Y si bien los lieder más conocidos de Berg son sobre poemas de un excéntrico poeta vienés, Paul Altenberg, es indiscutible la maestría que el autor del Wozzek tiene al escoger poemas de Baudelaire para su ciclo Der Wien (1928)
            Ante nosotros tenemos un momento clave de la música: la emancipación del material verbal que es recreado por el material sonoro en una tensión que no se resuelve a favor ni de una ni de otra. La autonomía de ese material se presta más bien para indagar las facultades expresivas del significado, las alusiones del sentido que los poemas proponen y donde es apreciable que la música no es mero acompañamiento: en la herencia de Wagner se ve cómo ésta se vuelve comentario, preludio y paráfrasis, recreando sonoramente una atmósfera de sugestión y predisponiendo al oyente para una comprensión más vasta del texto. La música es invocada como correlato de la sinestesia para producir efectos asociativos que las palabras, en sí mismas, no serían capaces de evocar, sino en el esfuerzo concentrado de la lectura imaginaria. Y es de aquel modo que la exigencia de estos lieder no da pie a la gratificación pasajera de un arte de satisfacción “hogareña”.
          En la estela de Schönberg y su escuela, hallamos dos nombres altamente significativos en la reinvención del lied en el siglo XX: Egon Wellesz (1885-1974) y Hanns Eisler (1898-1962). El primero compone exquisitas y notables  piezas sobre poemas de Hugo von Hofmannstahl y Rainer María Rilke. A diferencia del acompañamiento pianístico propio del lied, Wellesz siente predilección por los conjuntos de cámara y aún orquestales, usando la diversidad de las combinatorias sonoras de los instrumentos para sugerir en los poemas seleccionados, una atmósfera sugestiva, de alta emocionalidad y profunda meditación. Piezas maestras en este sentido son Lied der Welt (1936) sobre un poema de Hofmannstahl y el ciclo sobre la version de Rilke de los Sonetos Portugueses de Elizabeth Barrett-Browning (1935). El caso de Eisler es más heterodoxo: si bien fue uno de los más notables alumnos de Schönberg, sus inclinaciones políticas de izquierda lo hicieron renegar de la “torre de marfil” del artista hierático y excéntrico para entregarse de lleno a la posibilidad de una música vanguardista de compromiso político. De ahí su estrecha colaboración con escritores marxistas como Bertolt Brecht y Kart Tucholsky y su incursión en canciones de protesta y propaganda, como asimismo en la composición de música de cabaret con una fuerte influencia del jazz. Pero Eisler también escribió una serie de lieder ya orquestales o con acompañamiento de cámara o piano sobre poemas de Goethe y Hölderlin. Su conjunto más famoso y pieza maestra donde se combina una acerba crítica política, la técnica dodecafónica y un selecto grupo de poemas de Rimbaud, Hölderlin, Brecht y otros poetas es el llamado Hollywooder Liederbuch compuesto por Eisler en el exilio en Santa Mónica, Hollywood entre 1942 y 1943. Con una ironía demoledora, Eisler pasa la cuenta a la cultura alemana que se ha entregado al nacionalsocialismo, critica la situación del artista contemporáneo atrapado en la paradoja de entregar su arte como símbolo de una comunidad y convertirlo en mercancía transable por editores y la publicidad. En un tono de insufrible desparpajo, los lieder de Eisler son un esfuerzo por volver la música un bien social, pero alejado de cualquier simplonería de estilo o facilismo sentimental.
         A fines del siglo XX, si bien ha habido músicos notables que han continuado con la tradición del lied como Hans Werner Henze, se vuelve innegable que el género ha entrado en crisis y ello por varias razones: la complejidad compositiva que ha llevado a los músicos a los límites de la expresión, la misma exploración formal de los compositores que dan como finalizada o agotadas ciertas formas y, sobre todo, los límites expresivos, ya no de la música, sino de la poesía contemporánea. Y si bien han habido una serie de exploraciones de diverso carácter al interior del mundo poético para seguir indagando la vinculación entre las palabras y el sonido, como pueden ser, por ejemplo, tendencias como la poesía sonora, la poesía concreta y otras variantes experimentales, en verdad, una poesía que sedujese a los músicos para dar cuenta de nuevos mundos expresivos, se ha vuelto algo escaso. Hallar la conjunción entre un poema y una música que sea más que un mero arreglo superficial es difícil.
            Por eso asombra que un compositor contemporáneo como Wolfgang Rihm (1952) pueda sacarle partido a la vieja forma del lied. Nadie diría que la música de Rihm es “fácil” o para ser cantada en una reunión social cualquiera, sobre todo si pensamos en el poeta del que toma los textos para sus composiciones: Paul Celan. La de Rihm no es una música que renuncia a perpetrar las preguntas necesarias que todo arte efectúa en un momento histórico como el nuestro. Así, en la colección de lieder titulada Atemwende, Rihm no trata a la música y la palabra como si tuvieran un nexo único y naturalizado. Todo lo contrario: la música es ahora un socio oscuro en la persecución sutil de una lengua anárquica que a su vez persigue sus propios fantasmas. En el lied "Fadensonnen”, Rihm logra una especie de atmósfera delirante que causa escalofríos: el pensamiento empuja al lenguaje a sus límites, a rozar la integridad de un objeto más allá (o después) de su alcance. Del mismo modo, la música de Rihm se vuelve álgida en tonos febriles, sólo para congelarse en una quietud extraordinaria, como memorizando no un retrato, sino una lápida. El efecto es trágicamente paradójico, donde resuena la afirmación de Celan que manifiesta que la poesía podría "dar testimonio de una profunda ausencia de testigos".

jueves, 26 de julio de 2012

La escenificación de la experiencia


Cuando se menciona la palabra tradición, una de las primeras imágenes que se nos viene a la mente es de lo inmóvil y anquilosado, lo carente de imaginación empotrado en repetitivas prácticas autoritarias y que adolece de argumentos racionales para justificar su propia condición que no sea la imagen que ella misma articula de sí en un gesto tautológico y opaco. Al menos esa es la idea que sotto voce puede circular como opinión en diversos medios y contextos.
Pero cuando abordamos la literatura y a la poesía en específico, referirse o dar cuenta de la palabra tradición es, al menos, redundante, incluso cuando la legítima pretensión de toda ruptura instaura un perpetum mobile de gestos, actitudes y maneras que vuelve la búsqueda de lo “nuevo” y “original” en un recurso de actualización permanente, haciendo guiños cómplices a lo que aparentemente desea superar o dejar abandonado a la vera del camino.
Hoy por hoy, ya es un lugar común hablar o referirse a los “clásicos de la modernidad” o a la “tradición moderna” en un delicioso oxímoron que, más allá de develar una excentricidad retórica, muestra la aprehensión y versatilidad que el término posee en un vitalismo duro de apaciguar. Y no deja de ser interesante advertir cómo la “tradición moderna” –con nombres tan representativos como Joyce, Kafka o Beckett- es tal vez una relectura, un comentario y una apropiación sanamente contradictoria en su manera, de la así también llamada “tradición clásica” y que vuelve a la herencia grecolatina en sus aristas casi infinitas, uno de sus puntos de apoyo ineludibles. En la modernidad, la “tradición clásica” se actualiza y se recrea. Como ha manifestado Gilbert Highet, ni el griego ni el latín son lenguas muertas, puesto que, directamente o a través de las traducciones, dicen todavía su mensaje, deleitan, inquietan, conmueven y apasionan. Sin duda que la “tradición clásica” ha sido un estímulo y un desafío para generaciones enteras de escritores modernos y contemporáneos. En la tarea de emulación, superación y recreación ha consistido, justamente, la grandeza de innumerables obras del pasado y de nuestros días.
En el contexto de la poesía escrita en nuestro país, la “tradición clásica” ha ocupado un lugar subsidiario, pero no menos relevante, opacado sin duda por la preeminencia de otras tradiciones y aventuras de la imaginación y el lenguaje. Pero aún así, hay una estela fluctuante, densa y ante todo, persistente por hacer de aquella tradición, referencia primordial para los ejercicios imaginativos de varios poetas nacionales. En un arco que va desde principios del siglo XX con Egidio Poblete, el magistral traductor de La Eneida hasta la presencia clásica latina en diversos poemas de autores tan disímiles como Gonzalo Rojas, Alberto Rubio y Armando Uribe como, asimismo, en libros que se han vuelto verdaderos puntos de referencia como lo es Mecenas de Antonio Cussen, hasta llegar a las traducciones actuales de Horacio y Catulo efectuadas por Leonardo Sanhueza, Juan Cristóbal Romero y Oscar Velásquez, es posible bosquejar no sólo un simple marco de referencia o un mapa de sutiles gustos extemporáneos, sino más bien puede advertirse una interesante motivación para dar cuenta de un modo de entender o abordar la escritura, una escritura traspasada, en lo fundamental y sin temor a agregar otras características, por un no menor rigor formal, una predilección por un lenguaje directo, cuidadoso de su adjetivación, cierto laconismo expresivo y la importancia de una actitud meditativa que no se desdiga de su propia articulación retórica.
Es bajo estas coordenadas, a nuestro parecer, donde es posible situar la publicación en 2010 de Espejo de enemigos de Marcelo Rioseco, un poeta del que no teníamos noticia desde su celebrado Ludovicos o la aristocracia del universo que, a mediados de la década del 90, fue sin duda, uno de los libros más relevantes para dar cuenta de esa sensibilidad pletórica de imágenes y de indagación lingüística que sería uno de los pilares de la así denominada generación de lo 90. De vuelta de siglo, el retorno de Rioseco a los avatares de la publicación, no viene a ser precisamente una sorpresa –pues ha estado entregado a menesteres tan complementarios de la escritura poética como puede ser la traducción y el de fungir de antologador-, sino más bien es una especie de asunción crítica de ese primer impulso verbal que significó Ludovicos. Ciertamente es relevante constatar no tanto una ruptura en el tono asumido por un ejercicio escritural dispuesto en poco más de una década, sino que es dable rastrear la decantación de una poética que viene desde una eventual aventura épica en las fronteras de la imaginación y el vuelo, hacia la indagación crítica de su entorno bajo el ropaje fructífero y diverso de esa tradición clásica de la que, al fin de cuentas, este libro es tributario.
Pero una salvedad de esta relación de la poesía de Rioseco con la “tradición clásica” es que no viene dada por un mero ejercicio de mímesis o una traducción en el sentido sancionado por el uso. Para nada: nos encontramos en presencia de un libro que recoge libremente a esa tradición, se la apropia y la vuelca en una serie de poemas de plena libertad compositiva, donde es primordial una relectura vigilante y crítica de ese rico repertorio representado por la poesía latina. En esto Rioseco, a semejanza de Ezra Pound, Robert Graves o el Ricardo Reis de Pessoa, está menos interesado en la exactitud filológica e histórica de sus referentes que en establecer un escenario flexible para hacer “hablar” a una serie de personajes que parafrasean temas, motivos, símbolos y figuras que se han desplazado desde su virtual encasillamiento “libresco” hacia una reactualización vivaz y crítica que, el poeta chileno, asume con inteligencia y desfachatez.
De esto resulta un libro coral de voces entrecruzadas donde los diversos personae que lo componen, asumen un discurso que va desde la más ácida crítica al poder en sus diversas formas –ya políticas, ya acerca del establishment de la cosa poética-, hasta la declaración desinhibida de la entrega total a una vida artística, pasando por una verdadera apología del placer y el sexo, maledicencias varias y una serie de agudas y pertinentes reflexiones en torno al sentido y sinsentido de la poesía y el rol del poeta en una, a veces, más real que imaginaria sociedad plagada de cortesanos, apariencias concertadas y damas de honestidad dudosa. Bajo los nombres ficticios de resonancia latina que traen un dejo de exotismo culterano a los poemas del libro, vemos circular en él a Suetonio, a Máximo Valerio, a Quinto Fabio, a Marco Marcelo y a varios otros personajes que en su evocadora nominación latina, marcan una aparente distancia con el lector, sobre todo, si éste cae en la tentación recurrente de buscar una pretendida exactitud histórica en estos nombres. Aquello, de todas formas, le guiará a un callejón sin salida, pues más que esa pretensión de veracidad, lo que la poesía de Rioseco busca es la expresión plural, por medio de todas estas voces, de un temple o más estrictamente de una disposición hacia el poema en tanto objeto artístico que logre dar cuenta de esa peculiar práctica que la distancia y la cercanía nominan como parodia, es decir, como un simulacro estético que, gracias a su gratuidad expositiva, no renuncia a la evocación, sino que se sirve de ella para entregarnos un diagnóstico feroz de esa dialéctica entre lo que es real y la apariencia de eso que asumimos como real.
De esta forma, en la poesía de Rioseco es posible vislumbrar una despersonalización altamente productiva a la hora de hacer del poema, un objeto ya no de la confesión personal o del juicio abstracto teñido de moralismo denunciante, sino un objeto donde el lenguaje, pretendiendo una virtual transparencia –aquí los juegos verbales e imaginarios de Ludovicos están a distancia sideral, no así, pienso, su pretensión de escenificación de la experiencia- se queda en eso: algo virtual que articula su ganancia de significado cuando nos invita a recrear y leer a contrapelo las figuras entre serias y risibles que posibilitan la puesta en escena de sus convenciones retóricas. Porque ciertamente, aquí, la parodia no se sirve de un lenguaje hiperbólico o de degradación, sino más bien, con una ironía de sabia factura, los poemas de Rioseco, en ningún momento bajan el tono de su lenguaje elevado que, curiosamente, no busca la pomposidad de la expresión barroca, sino la llaneza aclaradora como de la engañosa superficie de un lago cristalino que, besado por la luz del sol veraniego, esconde bajo su efigie de serenidad, la densa contradicción de sus giros verbales a modo de una conversación inteligente de la que hay que oír, entre líneas, el trabajo de desmantelación del sentido.
Por todo esto, la poesía de Rioseco, en su aparente llaneza, no es accesible a la inmediatez de una recepción plagada de prejuicios: ver en ella mero “culteranismo escapista” o lo que es peor, cierta “pedantería” que no oculta su predilección por sus fuentes clásicas es, qué duda cabe, errar la mirada de tan interesante libro en lo que va de la poesía chilena contemporánea. ¿Un esfuerzo en solitario acaso? Para nada y no sólo por la red de referencias que mencionábamos al principio en tanto la existencia de una “atmósfera” en nuestra poesía más actual que respira la “tradición clásica” –cosa cierta aquella-, sino también porque la poesía de Rioseco es dable hacerla entrar en diálogo con aquellos esfuerzos que hacen de la lectura de la tradición, una fecunda fuente de referencias críticas que no de mera comodidad libresca para zaherir y cuestionar el campo literario del cual surge. El poema como palimpsesto, pero no para recrearse a sí mismo en los deleites opacos de la erudición sin arraigo, búsqueda más bien de ese mismo arraigo en tanto exploración de una memoria asediada por la turbulencia amnésica de la hora presente. 

domingo, 22 de julio de 2012

Stimmung (Variaciones sobre un tema de Auden)


Mon âme pour d’affreux naufrages appareille
Paul Verlaine


Entre el ir y venir del otoño se cumple la circularidad de toda rutina:
la sangre sube por la enredadera
y vuelve a bajar en la prestancia de su indisposición sensorial,
las palabras repiten teatrales la palidez de su propio silencio
y el avance de los años dibuja la derrota de toda acción
en la amabilidad de los gestos que se vuelven símbolos de algo:
exigencias, nostalgias, indiferencia del medio, el error de la historia.

¿Podrías haberlo impedido?
Si el arte es la ilusión de lo representado,
entonces  la tensión entre lo viejo y lo nuevo,
entre la tradición y la aventura es sólo retórica
que se ve a sí misma con sarcasmo en el espejo de lo real
o simplemente es el miedo a comprobar el vacío de sus afirmaciones.
Para el viejo Brueghel aquello no era tema a considerar:
era parte del orden del mundo situar el sufrimiento a una escala humana
entre lo más banal y la experiencia más espantosa.
Dar la espalda al desastre como el labrador que sigue en su oficio
o el navío que sigue su curso de modo impersonal,
sabiendo que en ello no hay indiferencia,
sino cumplimiento de algo en que nadie podía intervenir.

Pero sin duda, para nosotros no hay posibilidad de volver al hogar,
a ese pacto entre las cosas y su expresión lingüística,
a esa asunción  serena de la contradicción como parte de un libro
del que no deletreábamos página alguna, sino más bien
admirábamos la artesanía de los contornos.
Lo que resta, quizás, es redactar un catastro con costumbres, usos,
hábitos, prácticas y pensar que con ellos se pueden caminar playas,
visitar aeródromos y centros comerciales,
hacer pasables moteles de quinta categoría,
resignarse a hacer de una película de fin de semana, una experiencia estética
y, en fin, todo ese catálogo de lugares y quejas cliché
que se vuelven un repertorio necesario para conjurar el suicidio o la locura.

Mientras el otoño va y viene con su dulce indolencia,
la calidez de sus hendiduras imaginarias
levanta un relato legible con el cual bastaría entender
las aprensiones de nuestra propia existencia
como asimismo la desconsideración para con esas palabras que íbamos a resignificar.
Es verdad, tal vez no hay posibilidad alguna de volver,
algo que los Viejos Maestros sabían de antemano,
incluso cuando pintaban a Icaro como símbolo de la soberbia.

Pero la distancia, la mudez del espejo, esa tarde calurosa
que conoció la destreza de nuestros cuerpos,
la proyección de esos apuntes amarillos en las pantallas del sueño
son, cómo no, el desplazamiento entre tu memoria y la inexactitud de la cámara lenta…

Pero la distancia
                                 y esa mudez siniestra.









miércoles, 18 de julio de 2012

Una eventual poética de la luz


Con un trabajo prolífico y respetable en diversos géneros –poesía, ensayo, traducción-, lo escrito por Marcelo Pellegrini (Valparaíso, 1971) se yergue como una de las obras literarias más interesantes e inteligentes que han  aparecido en la escena poética chilena desde mediados de los años 90 hasta hora. De esta manera, la publicación a fines de 2011 de El doble veredicto de la piedra por parte de la emergente editorial Das Kapital, viene a confirmar algo que cualquier lector atento de su última recopilación La fuga: poemas 1992-2007, podría haber entrevisto casi de modo conjetural: el paulatino y persistente ánimo exploratorio de la forma del poema dentro de los márgenes de una escritura que se precia de articular un imaginario vasto, lleno de guiños culturales, fragmentos intensos de experiencia y asombro ante el entramado de una literatura que se quiere viva y en permanente desplazamiento, nunca inmóvil o petrificada. Eso, ciertamente, es algo que parece y se vuelve decidor, pues la poesía de Pellegrini no es una entrega a la inmediatez del sentido en concordancia ingenua con sus referentes, sino  más bien se puede advertir en su trama un permanente aplazamiento de lo que aparece a la percepción del lector, instándolo a notables ordalías en pos de un significado real o imaginario, pero siempre sugestivo en las cualidades representativas que posibilita el mismo lenguaje. Pero en esto, no se crea que Pellegrini cultiva una poesía de expresión ajena o de oscuro hermetismo. Si bien es cierto se puede rastrear en su escritura, una saludable y ponderada apropiación de un imaginario, diríamos surrealizante que implica, entre otras cosas, cierta inclinación por el registro feliz de la vivencia onírica y un fraseo verbal que rehuye lo explícito de la exposición sintácticamente correcta, equívoco sería pensar –o leer más bien.- en esta poesía una mera recreación acrítica de una sensibilidad vanguardista, propia del primer tercio del siglo recién pasado y que tiene, entre otros, a Rosamel del Valle, Humberto Díaz –Casanueva y al Neruda residenciario, como sus puntos de inflexión más evidentes. Porque de todos modos, en el gesto escritural de Pellegrini, rastreable con decidoras diferencias, pero igual apasionamiento en varios de los denominados “poetas de los 90”, se halla una reivindicación a buscar en el poema y por el poema, la síntesis, sino perfecta, al menos plausible de aunar vida y escritura en una actitud vigilante para con las palabras y la lesa humanidad evocada e invocada en aquellos rincones que la desolación histórica ha dejado plasmada en los intersticios de nuestra experiencia personal y social reciente.
Esta relación, siempre fecunda y problemática entre el mundo evocado y el mundo propiciado por el lenguaje en el poema, de todas formas nunca ha sido una relación causal, sino de una tensa dialéctica que hace emerger la contradicción entre las diversas concepciones temporales que vuelven a nuestra sensibilidad, receptora del impasse que puede existir entre la literatura y lo real.
Ciertamente en El doble veredicto de la piedra es posible hallar un eslabón más en ese proceso exploratorio que hace del poema escena de definición vital y campo de acción imaginaria: veintiséis poemas de la más diversa factura que recorren el mundo de la memoria personal devenida hacia la comprensión colectiva de la experiencia como lo dejan entrever los poemas La terraza y Calle Templeman; evocaciones espacio-temporales en una sugestiva aprehensión de lugares datables en la geografía menos de países visitados que de la marca dejada en la retina y la memoria como lo muestran los poemas Mirlo, Plaza Simón Bolívar (Declaración de Bogotá) y Arc de Triomphe. Asimismo, un puñado notable de poemas que catalogaríamos como “homenajes” o guiños de complicidad lectora para con ciertos símbolos recurrentes de la tradición como puede ser la figura del cuervo y que permiten descubrir un fecundo diálogo intertextual con Poe, Darío y Belli, entre otros y que, además, nos muestran la diversidad formal con la que Pellegrini aborda la arquitectura de los poemas mismos. Poemas tales como El cuervo escucha las voces del coro; El cuervo y la nieve; El cuervo no puede contra el viento y Sextina del cuervo y la geografía, no sólo son el sólido centro verbal e imaginario de un libro variopinto, sino también muestra del arte de la versificación con que se maneja su autor: verso libre entrelazado con maestría y sutileza con versos de arte mayor y menor, con una ligera predilección por el endecasílabo y el decasílabo junto a un atractivo manejo rítmico del heptasílabo y donde la rima asonante deja un eco de musicalidad sinuosa que nos sitúa a medio camino entre la concreción casi física de los referentes como en su diluida plasmación fantasmagórica.
Otros poemas muestran un manejo de formas sancionadas por el uso (sextina, soneto, varias alusiones a la silva) en diálogo no excluyente con formas libres, en prosa y con un uso oportuno y acotado de giros verbales de carácter conversacional constituyéndose así un repertorio que tanto a nivel léxico como a nivel de construcción versicular, reafirma el valor de la exploración que Pellegrini efectúa en pos de asentar en sólidas bases constructivas del material lingüístico, no tanto el dominio de las formas de modo exclusivo, sino más bien, el paulatino convencimiento de posesionar el torrente de su imaginario en un anclaje otorgado por la materialidad misma de las palabras. Desde esta perspectiva, el valor semántico de los poemas de Pellegrini, responde a la necesidad de reiterar y consolidar ciertas prácticas escriturales que su autor viene reproduciendo desde hace años y que se han convertido de modo creciente, en marcas constitutivas de su más que eventual poética. Como lo ha señalado con acierto el crítico y ensayista Miguel Gomes, esas marcas son la hechura de una cartografía que hace de la luz, uno de sus íconos predilectos, semantizando áreas de experiencia con una intensidad comparable a la del éxtasis y que convierte el universo léxico de este libro en un verdadero desfile de asociaciones de rico valor transformador. Así, por un lado, tenemos la luz solar que deviene transmutada en la blancura de la nieve, como asimismo en la lívida expectación en torno a la página en blanco, convertida ésta en la aporía seductora de la ceguera productiva, ceguera que enlaza con la luz subterránea o mineral que es deseable más allá de todo sentido posible y que, por la cual, la poesía de Pellegrini apuesta embarcarse en un trabajo de indagación y fijación para dar con el reflejo de esas palabras que brillan en su destello momentáneo: ¿son acaso las palabras en el poema, signos de la fugacidad brillante?, ¿signos que encandilan en la concatenación de significados posibles y que sólo pueden ser enunciados en tanto el poema los posibilita?
Esta última idea de amalgamar una eventual poética de la luz, con nociones de desplazamiento y orientación desde la materialidad del sentido, creo que se aproxima a su logro más fecundo en el poema final del libro: Las tablas. Un poema, de todas maneras, problemático, pues no nos hallamos ante un texto de cuerpo aprehensible en una continuidad esclarecedora, sino más bien nos enfrentamos a verdaderos jirones, a fragmentos de palabras entrelazadas con mayor o menor sinuosidad con un ritmo entre diáfano y musical y entrecortado y seco. Son cuarenta breves fragmentos, instancias, pausas de lenguaje que malamente pueden ser vistos como “estrofas” de un poema pretendidamente “largo” –no es la primera vez que Pellegrini nos enfrenta desde la escritura al cuestionamiento de lo que es un “poema largo” hecho a partir de una economía verbal que roza vertiginosamente el silencio y, por ende, su propia anulación- y que se hallan fundamentalmente constituidos a base de dos, cuatro o hasta cinco versos que alternan diversos metros, pero donde predomina una sensación de contención lingüística y una erradicación de todo giro conversacional. Las tablas es un poema donde puede advertirse una especie de síntesis de los motivos más caros a Pellegrini: la luz, el vuelo, el deambular por las aguas reales o imaginarias de un océano brillante, pero opaco, donde también es rastreable la apología de la autorreflexión, de la escritura que vuela en las alas del sentido y su radical inaprehension desfigurada; es un poema donde es dable una sensación de inmersión en la densidad de los significados, pero también la deriva del poema como entidad abierta que zozobra hacia ciertos ámbitos de sugestiva indeterminación: éxtasis y disolución como la paradoja de fijar la escritura pero a sabiendas de su desplazamiento como huella donde nomina algo que sólo deja los restos de su propia evidencia material y fónica.
Con este nuevo libro de poemas, Marcelo Pellegrini abre y fractura aún más la eventual poética cerrada –en el sentido de Eco- que se veía consolidada en La Fuga: poemas  1992-2007, y que muestra que la pretendida certeza de situar al lenguaje con su también pretendida claridad, se vuelve una quimera deseable, pero quimera al fin. Es como si en este nuevo libro, Pellegrini explorase lo que buena parte de sus poemas anteriores sólo preveían como segmento de un círculo concluso que se ha visto, ahora, forzado a abandonar sus estatutos de configuración apolínea. Una exploración donde, al decir de Armando Roa Vial, el poema opone la prórroga, siempre abierta, de la vacilación y la sospecha, pero también del arrobamiento y el asombro.