lunes, 16 de abril de 2012

Darmstadt



1945 marcó la crisis más profunda que Alemania y Centroeuropa hubiesen vivido, tal vez, desde la Guerra de los Treinta Años en el siglo XVII. La destrucción material, las revelaciones de inhumanidad que acompañaron el desplome del Tercer Reich, sin duda embotaron la imaginación. Las necesidades inmediatas de la simple subsistencia absorbieron lo que la guerra había dejado de recursos intelectuales y psicológicos. El estado de una Alemania y Centroeuropa dividida y en el límite de su destrucción era algo demasiado nuevo para ser comprendido críticamente de inmediato. Basta pensar en las horrorosas y fantasmales imágenes de ciudades bombardeadas como Colonia, Dresden o Varsovia para apreciar la ruina total en la que, en un acto de locura, la civilización occidental atentó contra sí misma.
Pero en una paradoja, nada rara en el mundo del arte, tal destrucción era también posibilidad de inicio, oportunidad de comenzar de nuevo y retomar de alguna manera, las directrices que quedaron ofuscadas desde fines de los años 30 en el mundo musical, al menos. Había que organizarlo todo, dar a conocer lo que estaba censurado y oculto y desde esos ejemplos rescatados por un puñado de conocedores, tomar referentes y dar impulso a una nueva manera de entender o comprender el sentido de la música. Ante todo y sobre todo, había que reconstruir un espacio, un lugar, una instancia de verdad necesaria para el encuentro entre la música, sus cultores y el público. La escena musical alemana y centroeuropea se hallaban casi en ruinas: orquestas desorganizadas, dispersas o subsistiendo a duras penas (como la Filarmónica de Viena, la de Berlín y la de Munich), directores exiliados (Walter, Klemperer, Szell, Kleiber, Toscanini) o puestos en entredicho por sus compromisos políticos con el nacionalsocialismo (Kabasta, Furtwangler, Karajan, Böhm, Jochum) , compositores muertos, callados o alejados de su sitio original (Bartok, Stravisnky, Krenek, Schönberg, Webern), un sistema de distribución musical periclitado y, lo que es más relevante, experiencias estéticas puestas bajo sospecha dado el descalabro político reciente como pueden ser los Festivales de Bayreuth y todo aquello que oliese a grandiosidad wagneriana.
Esto último es bastante relevante: durante décadas y ya avanzado el siglo XX, el afiebrado romanticismo wagneriano había dejado de ser un foco transmisor de lo nuevo, había dejado de ser una instancia de renovación musical y había establecido con mayor o menor sentido acomodaticio, una estrecha alianza con esa sensibilidad burguesa tan cara y prominente a la cultura alemana y que hallaba su reflejo en un nacionalismo furibundo y en una actitud política, al menos conservadora. Esa alianza fue uno de los puntos de apoyo para el naciente nacionalsocialismo ya desde su inicio en la década de los años 20. Y mientras nombres como Schönberg, Berg y Webern, desde la frontera oriental del mundo centroeuropeo, es decir, desde Viena, estaban escribiendo una página nueva y audaz en la historia de la música, el cuerpo principal de la cultura musical se hallaba aún bajo el embrujo sensual y dramático de la música de Wagner. No hubo impulso vanguardista posible que pudiese derribar tal monumento, a pesar de socavarlo de modo persistente: ni los experimentos de la Segunda Escuela de Viena, ni la irreverencia dadaísta de músicos como Kurt Weil o Paul Hindemith, ni los aires renovadores de extranjeros como Bela Bartok o Igor Stravisnky. Aún más, todo este granado conjunto de experiencias musicales promovidas por estos compositores, fieles a una sabia mezcla de tradición e innovación y verdaderos protagonistas de la música contemporánea, fueron tratados como entarte musik, es decir como “músicos degenerados” que promovían una “música degenerada”. La apuesta estaba hecha y como el aprendiz de brujo de Dukas, ese mundo musical quedó en ruinas en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, por las mismas fuerzas que había invocado.
En tal escenario, comenzar de nuevo, implicaba hacerse cargo críticamente de la breve, pero intensa tradición vanguardista de la música clásica contemporánea del primer tercio del siglo XX. Y es en ese contexto donde es posible ubicar y comprender el surgimiento de los Cursos de Verano de Darmstadt (en alemán: Darmstädter Ferienkurse o Internationale Ferienkurse für Neue Musik) que, tras la guerra, intentaron reconstruir la vida musical en Alemania. Es así que en 1946 se inaugura el Instituto Kranischtein fundado por Wolfgang Steinecke. Y desde allí se comenzaron a impartir unos cursos de verano con la intención de instruir a los jóvenes compositores, primero alemanes y posteriormente europeos, en lo que habían sido las tendencias musicales durante los años de guerra en que Europa se vio aislada y excluida del ambiente artístico mundial. Sus primeros directores Wolfgang Fortner y posteriormente Paul Hindemith promulgaron el trabajo con música neoclásica y atonal principalmente. Pero fue dos años más tarde de su inauguración, en 1948, cuando por primera vez se admitieron en los cursos a estudiantes extranjeros. Allí se dieron cita compositores como Oliver Messiaen y René Leibowitz entre otros, que llevaron a Darmstadt la técnica dodecafónica llevada al extremo (serialismo integral de Webern). A partir de entonces fueron muchos los compositores que acudieron a estos célebres cursos veraniegos: Luigi Nono, Pierre Boulez, Karlheinz Stockhausen. Hasta 1970, los Cursos de Darmstadt se celebraron anualmente y, tras esa fecha, bianualmente. Los cursos y sus conciertos son uno de los eventos musicales más prestigiosos de Europa: y su secreto radica en conjugar de modo óptimo la enseñanza de técnicas compositivas contemporáneas y la interpretación de obras nuevas a cargo de docentes y alumnos. Tras la muerte de Steinecke en 1961, la dirección de los cursos estuvo a cargo de Ernest Thomas (1962–81), Friedrich Hommel (1981–94) y Solf Schaefer (1995–). En más de sesenta años de existencia, en Darmstadt se han dado cita como profesores, compositores, intérpretes y musicólogos personalidades de la talla de Theodor Adorno, Pierre Boulez, John Cage, Hermann Scherchen, Edgar Varese, Iannis Xenakis, Hans Stuckenschmidt, Bruno Maderna, Milton Babbit, Karlheinz Stockhausen y Gyorgy Ligeti entre muchos otros.

Varios de los músicos más significativos que acudieron a estos Cursos de Verano, primero como alumnos y luego como docentes (Stockhausen, Nono, Boulez, Ligeti), constituyeron la llamada Escuela de Darmstadt que vino a ser una especie de Segunda Vanguardia musical y que ha ejercido su influencia en la música clásica contemporánea por lo menos hasta fines del siglo XX. Más allá que varios de estos compositores siguiesen caminos altamente personales en su desarrollo artístico, lo cierto es que en el transcurso de la década de los 50 y hasta principios de la década de los 60, lograron establecer un espíritu de cuerpo lo suficientemente vigoroso como para instituir una nueva manera de entender o comprender una idea de lo que era la música. Su principal característica era la auto-fundación de la música, desintegrando los rasgos tradicionalmente más importantes, como la forma, para partir sus exploraciones desde el cuerpo mismo del material sonoro. En aquel sentido no es de extrañar que para estos compositores, el estudio de la física acústica, de las matemáticas y de la electrónica fuese tan primordial como el estudio del contrapunto y la armonía. A este principio lo denominaron el grado cero o la tabla rasa, pues su propósito era despojarse de los residuos tradicionales que se usaban de manera inconsciente en el trabajo de escritura musical.
Este más que virtual “neocientificismo” basado en el análisis de las estructuras del sonido y su eventual consideración como materia musical  –un gesto para nada ajeno, al menos analógicamente, a lo que Claude Lévi Strauss proponía en su antropología estructural- pretendía instaurar un nuevo orden para establecer unos parámetros comunes que posibilitasen un lenguaje colectivo lo suficientemente riguroso, imparcial, cosmopolita y de base matemática. Se trataba, en otros términos, de desmantelar o destruir una serie de principios asumidos como prejuicios estéticos y que iban más allá de la mera crítica a la tradición: se trataba de ir asumiendo de forma consciente la cuota de irracionalidad que afecta al proceso creativo y el modo en que esa asunción, significaba para un ulterior establecimiento de normas y leyes de cariz racional, una comprensión del fenómeno musical que se encontrara distante de todo resabio “espontáneo”, “pulsional” o “irracional” y que, políticamente, evocaba la etapa más oscura de la historia europea reciente.
Para el establecimiento de estas leyes, estos compositores se basan en la evolución del material musical, tesis defendida por la teoría musical de Theodor Adorno, lo que implicaba de alguna forma, seleccionar analíticamente los elementos que  se considerasen imprescindibles para poder innovar en los demás elementos del material sonoro. Para esto, el nuevo lenguaje sonoro que se iba explorando en las diversas posibilidades expresivas de las distintas obras de estos músicos, no tomaban como referencia la figura de Schoenberg, que al igual que Stravinsky, eran vistas como si fueran un elemento más en la evolución de la música. A Schoenberg le reconocen una cierta importancia en aspectos como la independencia de las alturas de los sonidos, pero en ningún caso la primacía en el gesto experimental que los compositores de Darmstadt buscaban celosamente. Para ellos, este avance es importante ya que los sonidos se desligan de las relaciones tonales, pero esta separación no es total ya que Schoenberg continúa dependiendo de la tradición.
En verdad, el verdadero eje de la evolución en la Escuela de Darmstadt es Anton Webern: su uso de la serie para dar forma a la obra y el uso no temático de la misma sino como elemento unificador del componente sonoro a través de las texturas, es lo que realmente atrae a estos compositores.
Ahora bien, todos estos años de formación, tuvieron como resultado la aparición de muchos compositores que compartían un objetivo común, el que era crear un nuevo lenguaje musical que no contuviera ninguna atadura con la tradición para así conseguir una mayor libertad creativa: de ahí  el cuestionamiento a todos los parámetros musicales tradicionales: la textura, el sonido, la armonía, el ritmo, etc., llegando incluso a poner en duda la utilidad de la escala temperada, para proponer nuevos sistemas basados en los microtonos. Asimismo la notación también sufre una revolución pues la experimentación hace aparecer nuevos símbolos musicales. Y en el campo de la instrumentación, se buscan otros medios sonoros que provocan la aparición de la electrónica.

Para estos compositores, su herencia cultural estaba estrechamente relacionada con los fracasos políticos y sociales del pasado, por lo que era necesario crear una ruptura total con todas las referencias musicales anteriores creando un nuevo tipo de música. En ese sentido su espíritu de vanguardia tiene pretensiones fundacionales y, por lo mismo, la experimentación con el sonido se vuelve primordial.
La aventura de Darmstadt no sólo reside en el establecimiento de una manera de enseñanza de la música: reside en logros de obra que, pasados cerca de 50 años, aún nos asombran y nos embelesan, logros de obra que aún son resistidos por muchos y que develan que el arte siempre se adelanta a su tiempo. Hoy por hoy, después de la existencia de nuevas tendencias y movimientos como el Espectralismo francés de los años 70, la Nueva Simplicidad de la música alemana de los años 80 y 90, el Minimalismo sacro de los años 90, como asimismo el conocimiento de la música de compositores que vivieron tras la Cortina de Hierro y que recién después de 1990 se han ido conociendo de forma más precisa como es el caso de Alfred Schnittke y Peteris Vasks, es que es posible ver los aciertos y límites de esta escuela. Sea lo que sea que pensemos acerca de su principios y preceptos, lo cierto es que la música de la segunda mitad del siglo XX y nuestra época actual sería impensable sin obras como Grüppen o Hymnen de Stockhausen, Estructures o Le marteau sans maitre de Boulez, Lontano, Atmospheres o  Lux Aeterna de Ligeti. Y sería triste que no fuera así.











sábado, 14 de abril de 2012

De un poeta de la Antología a un lector futuro


También habíamos conocido la incertidumbre:
ningún dios hacía posible la realidad de las respuestas,
sólo cieno entre días y silencios,
sólo la experimentación con la hiperestesia
como un efímero y deseable juego de magia.

Habíamos conocido la dulce promiscuidad
del hechizo retórico, la ambivalencia del poder,
la embriaguez de los cuerpos suntuosos,
el desprecio para con los bien pensantes
y los que creían ser políticamente correctos
-ascetas, platónicos, neoplatónicos y otros eunucos-

Sabíamos perfectamente que la inmortalidad, al final,
no era un asunto de mármol ni de herencia alguna
ni el ingenuo orgullo por una polis que no dudaría en desterrarnos;
que el homenaje de este o aquel tirano
sólo sería equivalente a la rancia transcripción de un erudito
para una pretendida e imaginaria fidelidad del sentido.

Conocíamos el precio a pagar por un instante de placer verdadero,
por la ilusión de una piel virgen y por entregarnos a la sabiduría más inútil,
a la irresponsabilidad cívica más apetecida y, a la vez, desdeñable.

Nada era seguro, tampoco la filiación al gremio de las musas
-estupidez bárbara que poco tiene que ver con el honor-
ni menos la presunta bienaventuranza de lograr la serenidad espiritual
ante la sonrisa brutal del insípido Barquero.

Estábamos a las puertas de la desesperación,
en los límites deseables de una esperanza absurda,
desconfiando del naciente cristianismo y de las prebendas del Estado.
Ciertamente en un mundo sin palabras
la poesía era y es el reflejo infecundo de un cristal opaco:
una oscuridad dorada por la que nuestra vida justifica estar hecha de ceniza.