lunes, 24 de junio de 2013

Reflexiones sobre la vocación de la Poesía por René Menard


1
Todo lo que se relaciona con la Poesía nunca es sino entrevisto. Toda proposición que le concierna no es también sino un testimonio cuya validez depende menos de la experiencia y de la sinceridad del testigo que del juicio propio de quien lo escucha. De tal manera, cuando la Poesía está en cuestión, la libertad más general deviene una condición natural del debate.
De allí que estas reflexiones no estén presentadas siguiendo un orden lineal de exposición que, implícitamente, daría una idea falsa de su naturaleza. No miran, por ello, sino ciertos destellos de una prodigiosa galaxia que brilla en el cielo del hombre. No tienen, en suma, otro objeto que el de inspirar a tomar parte en una búsqueda que, estando todos los demás caminos en la actualidad oscurecidos o interrumpidos por abismos, bien parece ser la grande y quizás última posibilidad de una salvación.
Para el Poeta, la Poesía es a la vez una soledad y un intercambio.
Tanto, que habla de ella en términos de revelación, pero también en el tono familiar de la experiencia. Permanecer sincero lo obliga no obstante a subordinar ésta a la iluminación fortuita. No hay jamás nada adquirido en Poesía, ni previsible. Cada poema es a la vez el primero y el último. Esta inseguridad permanente, este riesgo siempre asumido, inclinan a la vez a esa espera sagrada y a esa instintiva prudencia, particulares en los hombres cuya vocación es la de atravesar constantemente la Naturaleza. Porque la Naturaleza –la que está en nosotros, la que está fuera de nosotros- es la materia inicial de la Poesía. Ella suministra los términos iniciales de sus relaciones específicas con el espíritu humano, que a la Poesía corresponde mantener justos. Pero la Naturaleza está presente desde las piedras con las que el pie tropieza y busca su camino hasta la fascinación de los astros que brillan para todos por encima de todos. La aproximación a la Poesía no puede ser tentada sino a través de esta diversidad.

2
Nada de lo que surge de la Naturaleza da lugar verdaderamente al sentimiento de la fealdad. Por el contrario, la Naturaleza es casi siempre conmovedora. Por lo menos: indiscutible. Una brizna de hierba, un guijarro, serenan el espíritu tanto como el bosque o el mar. La alegría elemental es reconocer nuestro parentesco con ellos. Contemplar la Naturaleza responde a la casi totalidad de nuestro ser.
Pero la menor inquietud, el menor movimiento del espíritu demuestra nuestra singularidad, nos califica. Y experimentamos la necesidad de la obra de arte. El Arte es aquello que nos es preciso incluir en la Naturaleza para conocer completamente nuestra naturaleza. Toda obra que no se incluya en nosotros mismos no es bella para nosotros. De allí nuestro sentido invariable, pero siempre inmediato, de la belleza. Somos la medida de su valor.
Igualmente, la expresión natural de los sentimientos es casi siempre justa. El amor o la disputa de los hombres usan muy a menudo un lenguaje fuerte y convincente. No es de ningún modo que en la proximidad de los utensilios de la humanidad se degrade el lenguaje. Pero el lenguaje natural no responde tampoco por todo nuestro ser.
Entonces interviene la Poesía, que no es jamás gratuita, sino siempre creada e incluida en el lenguaje natural. El lenguaje poético supone la existencia previa de una franquicia, lenguaje bruscamente calificado en la belleza por un aumento de existencia que nos da la fuerza de ser fugazmente el instrumento de la evolución mental de la especie.
Se trata de tornar explícito un cierto movimiento del alma y de darle la expresión transmisible más justa por el sólo empleo de las palabras.
Una búsqueda tal requiere el alerta de todos los poderes del espíritu. Intervienen entonces medios que son quizá propios de cada poeta. Los más generales son: el silencio, la benevolencia del cuerpo, una extrema atención a dejar renacer la atmósfera material y las disposiciones interiores que han estado en el origen de la emoción generatriz del poema.
Si esta resurrección es permitida, la transposición verbal de estas circunstancias se cumple naturalmente. La realidad recobrada se expresa a sí misma y se verifica inmediatamente la colusión esencial de las palabras (tanto por su sentido usual como por su sonoridad) con las representaciones a las cuales se relacionan. El vigor del curso mental y la exactitud del tono dan entonces cuenta de la autenticidad del poema y de su valor estético. Toda Arte poética es personal, e intrínseca a la elaboración del poema. Una regla formal exteriormente planteada no parece tener sentido sino cuando ella es considerada como una necesidad previa al funcionamiento mismo del espíritu. Y no hay razón válida para dificultar la libertad del poeta con otras imposiciones que la de respetar el genio de la lengua que emplea.
El lenguaje natural es simple y conciso. El lenguaje poético debe participar de estas cualidades, so pena de alejarse de nuestro entendimiento inmediato. Hay bellos versos que no tienen que ser comprendidos. Tienen que tener lugar en nosotros mismos. Esta incorporación puede obligar a nuestro ser a una cierta gimnasia. El reproche por nuestros desfallecimientos y nuestra lasitud no puede hacerse jamás a la Poesía. Es ella, justamente, la que los disipa. No somos nosotros quienes conquistamos la Poesía sino la Poesía la que nos conquista.
Esa sobriedad necesaria al lenguaje poético responde por otra parte a las necesidades mentales de los hombres de este tiempo. El gobierno de la Tierra y de nuestra presencia en la vida se torna tan complejo y tan matizado, que nos vemos obligados a la economía de los signos de expresión, sometidos como estamos a la necesidad del reposo y a la brevedad de la vida. El tiempo aparece cada vez más como la única dimensión que representara un obstáculo. Es preciso vivirlo, lo más posible, en su acuidad. El verbo poético es justamente el tiempo mental vivido en su más grande acuidad.
La economía y la perfecta propiedad de los vocablos conferirán a la poesía moderna el poder ser retenida por la memoria sin el concurso de una prosodia. La fuerza y la exactitud de la expresión poética, generadoras de una emoción verdadera, deben bastar a esta inscripción. La intensidad de nuestra civilización afina y hace más sensibles los espíritus.
Ya no hay más conscriptos a los que sea preciso deletrear: “¡Paja, heno!” La Poesía no tiene otra regla que la de existir. En el siglo XVII, ella desdeña a Boileau:

Le silence éternel
De ces espaces infinis
M’effraie...
Le soleil ni la mort
Ne se peuvent regarder fixement

Una seria dificultad para los poetas modernos consiste en que la mayor parte del vocabulario que nombra las acciones y las cosas de este tiempo no ha obtenido todavía su naturalización en el lenguaje de la Poesía. Si el poeta puede escribir “arado” o “molino”, vacila en cambio en emplear “tractor” o “turbina”. Las únicas palabras con las cuales se siente compatible son aquellas que designan objetos o expresan ideas y sentimientos de antiguo parentesco con el hombre. Palabras que dan por finalizado al hombre en relación con su conducta natural. Pero la proscripción de los vocablos surgidos de la expansión técnica moderna aparta a la Poesía de los dominios que nuestra civilización ensancha cada día, restringe los soportes concretos que el poeta puede encontrar en su contemplación del mundo. Tentado por la expresión abstracta de los sentimientos, de las pasiones y de los sueños, el poeta se agota. Y esto tanto más cuanto que una larga y gloriosa literatura poética precede a la nuestra, y los temas y las imágenes extraídos de la naturaleza en su desnudez, o de los utensilios primeros del hombre, han sido utilizados en la casi totalidad de sus posibilidades. Si bien asistimos a tentativas desesperadas, pero nefastas, de renovación, fundadas sobre la desintegración o la deformación del lenguaje, o aun sobre el solo empleo de sus vocales.
Nada más contrario a la Poesía que tales evasiones, las cuales proceden antes de la imaginación intelectual que de una necesidad real de expresión, la cual, muy a menudo, no existe.
Un poeta sincero no puedo menos que adoptar las más grandes precauciones cuando se trata de modificar el lenguaje. Mejor que nadie, él sabe que toda expresión del pensamiento no recibe sus credenciales de verdad si no respeta la fundamental solidaridad humana. Sin embargo, el lenguaje es la manifestación más general, más activa de esta solidaridad. Si es necesario a veces que el poeta se arriesgue a la incomprensión y aun al aislamiento, no puede hacer esto sino con pleno conocimiento de causa y en el límite de los recursos comunes. La expresión de la Poesía no admite ni la regla, ni la licencia, y un poema jamás es libre si no lo es en la libertad de la Poesía.
Su constante coloquio con el lenguaje da al poeta el sentido de la permanencia y de la diversidad de la condición humana. La búsqueda de los vocablos llamados a expresar la Poesía le hace apreciar sus contornos y sus apetencias reales. Para él, la Poesía jamás hace milagros. Ella lo pone a prueba despiadadamente. ¡Cuántas acomodaciones posibles con todo el resto de la vida, en comparación con este rigor infranqueable!. De ahí que tantos poetas renuncien a la poesía no bien la existencia en sociedad se les vuelve insoportable. Me cuesta más imaginar un poeta sin angustia que un corredor sin pulmones. Pero la calidad del dolor es algo que hay que considerar. Hay pequeñas miserias que asfixian. Las grandes permiten al poeta la alegría, el amor, la ociosidad. Basta con que ellas se vinculen a la condición humana. A diferencia de la mayoría de los hombres, quienes parecen vivir como si fueran inmortales o poseedores de una verdad, los poetas son a menudo en sí mismos semejantes a monjes que trataran de hacer hablar a ese cráneo que es el único mueble de su celda. En los días de su más grande posibilidad, el orgasmo mental que les ilumina, los deja todavía destrozados. Su paz y su reposo, siempre fugitivos, no se originan sino a partir de una mirada amiga, sobre todo de una mirada joven. Mejor que nadie, el poeta sabe que la felicidad no le es dada al hombre sino por los otros hombres. Pero él sabe también negarles el derecho de perturbarle considerablemente. De ahí su reputación de indiferencia, y aun de egoísmo. En realidad, él tiene buenamente otra cosa que hacer que servir de alfombra a los zarpazos o las deyecciones de sus contemporáneos
Los más grandes poetas tienen sus orillas de silencio y se dejan abordar por ellas.
Cada poeta vive su vida sobre un solo poema cuyas quince o veinte versiones más próximas le serán tenidas en cuenta.

3
El más solitario esfuerzo de creación no conseguirá sino una modificación infinitesimal de la aleación mental de la humanidad, la que será, por eso mismo, justificada. No es preciso referirse solamente a esos grandes lingotes todavía en fusión: Heráclito, Aristóteles, Platón, San Pablo, San Agustín, Santo Tomás, Descartes... para no citar más que a algunos de nuestra Historia reciente.
La energía poética, surgida de algunos, no se transmite más que a un pequeño número, Este la traduce a expresiones de un uso más corriente, que trazan las líneas de fuerza de la prosa. Esta prosa, después de degradaciones sucesivas, enriquece el lenguaje del hombre de la calle. Erráticamente, subsisten palabras, imágenes. La aleación humana, de todas maneras, ha cambiado. Vendrán luego nuevos poetas, quienes recordarán el lenguaje de sus mayores.
Si el poeta no deja que la poesía lo habite orgánicamente, más vale que renuncie a ella.
Sólo existe el poema. El poeta no piensa en “lo poético” sino para desconfiar.
El respeto del poeta hacia la Poesía descartará esta acusación de un filósofo contemporáneo según el cual la Poesía falsea el juicio.
Respetada y libre por lo tanto, la Poesía habla con exactitud. No emplea imágenes de términos contradictorios, no cambia de tono sin necesidad, y se une sin dificultad al orden natural. La ascensión hacia el poema da el sentido de la jerarquía. ¡Tantas emociones, ideas, recuerdos, palabras, se fatigan sobre las pendientes!. Restaurar las jerarquías, reconocer las leyes de la gravitación humana (en nosotros mismos y en los otros hombres), respetar distancias medidas con exactitud, tales son los primeros mandamientos de la Poesía, respiración que quiere un mundo respirable.
A propósito de la Poesía, se habla a menudo de “Mundo invisible”, si no de “Mundo absoluto”. La Poesía sería el reflejo de estos mundos, la traducción posible para los hombres, comprendida misteriosamente por algunos de ellos. ¿Pero no es erróneo reflexionar sobre la poesía partiendo de nociones abstractas, ya que las únicas pruebas formales de la Poesía están dadas por conjuntos de vocablos referidos al mundo visible y concreto?. Sin duda, ellos pretenden una nueva representación de la realidad. se apartan de ella, por lo menos.
Si los poetas han experimentado desde hace un siglo la necesidad de desvincular a la Poesía de la realidad común, es porque han comprendido que ésta se halla en estado de descomposición. Su rechazo era un grito de alarma. Después, un cierto número de cobardes se asfixiaron en las cuevas de la Ciudad flagelada por el rayo. Viene el tiempo de volver a subir lo que queda de las murallas, de unirse con los hombres simples, portadores de piedras y de cabrias, y exorcizar en sus ojos los reflejos de las tormentas. Si se parte para morir, que sea el mar abierto del verbo. Ya que no tenemos otros horizonte.
A menos de un cuarto de hora de avión, en la vertical de la tierra, entraríamos en la noche perpetua. En el momento del más bello sol, ¿no es preciso recordar una oscuridad tan próxima?. El dominio de la claridad sobre la tierra es menos espero que la piel sobre el cuerpo... ¡Qué imagen inmediata de nuestra condición!.
Para el espíritu, ¿la noche está más lejos? ¡Que ella se reúna ya en torno a las cumbres de la Poesía! Los más altos poemas sólo están iluminados a medias. Ellos acercan una sombra inexpugnable. ¿No debemos entender que su misterio procede de esta causa natural?.
Pero los más altos poemas fundan sus cimientos sobre la clara realidad terrestre. La noche no es sino un ineluctable encuentro. El poeta no lo acepta sino a los últimos resplandores de la reverberación de lo Sagrado sobre el Hombre. En el camino de su ascensión, él respira la luz tanto como puede. Es así como la poesía suscita un orden justo, que va de la evidencia, a ras de la tierra cotidiana, hasta la angustia y el estupor frente a aquello que la palabra ya no penetra.
La vocación de la Poesía es ofrecer, a la conciencia clara, estados fugaces, pensamientos difíciles, perspectivas sin descanso para los ojos. Sólo nuestras propias tinieblas pueden obstaculizarla. El espesor de aquel que le oponemos permite la medida justa de nuestro vigor mental, y a veces de nuestra salud física. Una de las más graves faltas para con la Poesía sería creer que en su vocación entra el rechazo de los límites estrechos de la condición humana. Pero ella permite a veces alcanzarlos, dilatación considerable para la mayor parte de nosotros y que, a decir verdad, no soportamos por mucho tiempo.
¿Soportarían nuestros ojos estrellas más pequeñas en el cielo?.
La parte de la música en la poesía es inexpresable. Para testimoniar sobre la relación que las une, yo diría que la música es a la poesía lo que la paz del alma es a la inteligencia.
La poesía arroja tanta oscuridad sobre la muerte como claridad sobre la vida.
La verdadera poesía no consuela de nada.
La moral, que promete la paz del alma por la superación, es una de las amistades naturales de la Poesía.
El movimiento interior que ella decide se halla en parentesco con el movimiento de la creación poética. Se trata siempre de una expresión en sí preferible. Pero no existe amistad más libre, y el don va siempre de la Poesía a la Moral.
La Moral gusta expresarse por la voz profética de la Poesía. De allí las confusiones. La Poesía puede ser la belleza de la Moral. Su naturaleza no está por ello más comprometida que la de los colores con respecto a un cuadro.

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La ambigüedad que nos es preciso reconocer a la Poesía atestigua nuestra insuficiencia espiritual.
Los teólogos han renunciado a conducir a la humanidad. Los filósofos han encallado en sus tentativas de sustituir a los teólogos. Los iniciados en la ciencia y en las técnicas que en ella se originan tampoco tienen esta ambición. Si bien la humanidad jadea detrás de los políticos, gentes de la contingencia inmediata y de los acuerdos limitados, y que no debieran ser jamás sino los ejecutantes de alguna concepción biológica y espiritual. Nuestra primera tarea es recobrar de los políticos un derecho que no poseen sino por abandono de herencia. Aunque no guste a los Importantes de la sociedad, las enfermedades de la condición humana no afectan primero sino a algunos millares de individuos. Pero su fiebre se extiende rápidamente a toda la humanidad.
Mundo oscuro de la materia animada por el servicio del hombre, ¿recibirás algún día la buena nueva de la Poesía?.Los economistas comienzan a inquietarse seriamente por el progreso técnico. Cada uno de sus éxitos niega al precedente. Muchos industriales vacilan ante una máquina nueva ¿Quién puede decir que mañana no habrá caducado, y se habrá perdido con ella el capital que representa? El ejemplo de ese nylon inservible que es preciso dejar de producir, resulta así lleno de enseñanzas. Superar estas condiciones conduce a un dirigismo que no concuerda sino con la pérdida de las demás libertades. Al menos, mientras la ley económica siga siendo la ley orgánica de la civilización.
Pero aún si se conserva esta ley, es probable que este recurso a la cristalización sólo tenga efectos provisoriamente saludables. La evolución de la especie arrollará todas las prohibiciones. Las tablas de bronce no han asegurado la perennidad de la ley cuando era religiosa. No se trata pues de frenar al Hombre, tentación eterna. Sino de orientar su expansión hacia calificaciones más altas. El espíritu de búsqueda debe sustraerse de la producción cuantitativa para dedicarse a conferir Belleza a las obras de la civilización mecánica. En el estado en que ellas se encuentran actualmente, hay en ello material para el esfuerzo de varias generaciones. No cerréis los laboratorios. Pero que los ingenieros sean, también, artistas. Los poetas pueden ayudar a la formación de esas cabezas completas. Los jefes de la Tierra lo supieron antaño.
Puesto que el último estado de nuestra física es la Relatividad generalizada, sería preciso que tuviéramos una sociedad, una política, una religión en consecuencia con aquella física. Deseo que parece bastante gratuito. Jamás los misterios que expresaban las concepciones antiguas del Cosmos fueron tan impenetrables a la casi totalidad de los hombres como las ecuaciones de Einstein. Las diferentes teologías fueron enseñadas en innumerables monasterios. Los sacerdotes han hablado durante largo tiempo el lenguaje de los hombres. El de los laboratorios no se transmite sino por fantasías o terrores. Allí reside tal vez el drama esencial.
La unidad del espíritu no puede lograrse. Tanto, que la libertad se olvida o sus poderes se extinguen en el ensayo incesante de una reunión de los principios del conocimiento, de donde se termina por desesperar de que se halle a la medida de una cabeza humana.

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Dos clases de poetas sin porvenir: aquellos que protestan por el Paraíso Perdido, aquellos que prometen una Edad de Oro. Los primeros lisonjean sueños que el hombre persigue desde su madurez; los segundos seducen hasta el momento en que demuestran su espíritu de tiranía. Sus promesas no tendrían tan manifiestamente efecto sino fuera de las perspectivas y de las conductas naturales, ya que la tentación inevitable de aquellos que las hacen es imponer el mundo abstracto que las justificaría. Es necesario insistir en esta evidencia: abolir la distinción entre el Bien y el Mal es abolir la libertad. Es aspirar a devenir una especia de robot, que fuera gobernado por el instinto, el inconsciente o la imantación hacia las beatitudes materiales.
Por mucho que los haya rozado, urge a la Poesía separarse de estos poetas ideólogos. El fanatismo o la esterilidad son su refugio. El vaticinio o el quietismo conformista su perchero.
Otros poetas no sueñan con un Paraíso Perdido o futuro, sino que conocen el pasado del hombre, tienen conciencia de su fragilidad y de su fugacidad. y si disparan “salvas de porvenir”, aprecian también su situación sobre los horizontes terrestres. La atención que requieren es grande y continua. Pero la fidelidad que se les guarda mide nuestra energía íntima.
Sin duda, no hay verdad estética. Solamente, de la adolescencia a la vejez se establece la sucesión de preferencias entre los hombres más significativos, siempre en un mismo sentido. He aquí algunas series que pueden servir de ejemplo: Para la Poesía: Musset, Hugo, Baudelaire, Mallarmé, Rimbaud; para la música: Massenet, Chopin, Beethoven, Debussy, Bach. El camino inverso no es seguido jamás. Hay en ello materia de reflexión.
Varias veces, en mi vida, me ha ocurrido advertir como pendiente de piedras, vegetales y animales en dirección a un estado próximo a la Palabra. Todas las cosas creadas parecen crisparse como un rostro transido de emoción. Y es verdaderamente un rostro, un rostro emparentado con lo humano que parece faltar a las casas, a los árboles, a los animales domésticos. Un tenue hollín de angustia cierne los rasgos de los lugares y de los objetos. El amor deviene entonces precioso y adquiere un sentido iniciador.
La Poesía es un Bien capaz de todos los otros bienes.
La poesía desconocida se respira como el perfume de las islas sobre el mar.



domingo, 16 de junio de 2013

Disonancias


Muchos han sido los poetas que se han percatado del divorcio entre palabra y mundo. Pero no hay que creer que sus antecedentes son fantasmales o ajenos a cualquier intento de comprensión de aquella ruptura. Sólo recordemos al Romanticismo alemán y en especial a su poeta, a Novalis, para que apreciemos que el universo, puesto en escena por un acto de habla, es connatural o equivale a un desciframiento de lo que vemos, pero no entendemos. Para los románticos y para Novalis, fundar mundo implica necesariamente crear un sistema que al estar remitido al lenguaje, ve en éste la prefiguración del signo total. Por ello, para el autor de los Himnos a la noche, el poeta es un mayeuta o, más exactamente, un mago que dilucida la creación de lo existente gracias a que lo enuncia o manifiesta en la palabra poética. Y sin embargo, creer que el Romanticismo se agota o limita en las maravillosas intuiciones del autor del Enrique de Ofterdingen es erróneo. Es un rostro en la múltiple faz del instante que inaugura la modernidad artística. El prematuramente muerto Wilhelm Wackenroder (1773-1798) es su más particular y genial contrapartida. Este joven monje amante del arte intuye que en la música más que en el discurso o en las artes visuales es donde las convenciones estéticas se acercan a la fuente de la pura energía creativa, revelando la raíz primigenia y ambivalente de las cosas.
         Para Wackenroder los sonidos no pueden ser referidos a la realidad externa, pues la música es el arte de la absoluta interioridad que permite “sentir al sentimiento”, estableciendo lazos invisibles de significado que posibilitan al sujeto intuirse a sí mismo en el borde de lo desconocido y enigmático. En un pasaje de uno de sus más interesantes relatos, La memorable vida musical de Joseph Berglinger, lo expresa de modo insuperable:

Ninguna de las otras artes es capaz de fundar de un modo tan misterioso la profundidad, la fuerza sensual y los significados oscuros y fantásticos. Esta extraña y estrecha unión de cualidades que parecen tan opuestas, muestra la noble excelencia de la música.

         Esos “significados oscuros y fantásticos” se convierten en pasiones que cambian de forma y escapan de su encierro del juicio moral, juicio que desearía enmarcarlos en un orden preestablecido para abandonarse a la corriente del tiempo en un desenfreno sensual, libre y misterioso. Wackenroder intuye que la música expresa a esa misma libertad como “delictiva inocencia”. Y es justamente este descubrimiento que efectúa en la música el que lleva a Wackenroder considerar hasta dónde llega el límite del despliegue extático que el arte posee. Lo asombroso de este descubrimiento es que no se reduce a una equiparación de quietismo contemplativo: es la propia esencia de la música como trama, ritmo y desenfreno lo que asombra, enaltece y hace temer a este monje enamorado del arte:

¿Qué arte sabe representar mejor que la música, con significados más profundos, más ricos de misterio y más eficaces, esa loca libertad por obra de la cual en el alma humana se unen amigablemente alegría y dolor, naturaleza y artificio, inocencia y violencia, broma y terror y que a menudo se dan de la mano? ¿qué arte sabe expresar esas incógnitas del alma?

       Es la música la que repite dentro de sí esa alternancia que evoca el incesante intercambio de opuestos. Pero si nos detenemos con cuidado a observar su manifestación, nos percataremos que en su propio círculo armónico de contrastes, surge la imagen del mundo como algo eternamente móvil y, por ende, sorpresivo cual misteriosa corriente que fluye en la profundidad. La música según Wackenroder hace fluir ante los ojos la corriente misma:

Es precisamente esta delictiva inocencia, esta terrible y oscura ambigüedad, similar a la de los oráculos, lo que hace que en el corazón humano la música sea verdaderamente algo así como una divinidad.

       En la delictiva inocencia de la música los contenidos de nuestras acciones, la abstracción del pensamiento y la presencia de la palabra son disueltos, engullidos ante su propia impotencia de decir al mundo cuando, al parecer, para Wackenroder, éste no es decible, no tanto o tan sólo porque hay que bucear en la profundidad subjetiva para hacerlo patente y así fundarlo o hacerlo, tal como quería Novalis, sino porque la hermandad tácita entre el mundo y la música, se refleja en una mirada que tiene en medio al sujeto, desgarrado entre obedecer lo que puede ser dicho y la intuición profunda de adivinar aquello que “le” dice o más bien “toca” como si de un instrumento se tratase. Y sin embargo, aún resuena en nosotros el dictum de Novalis que en apariencia pareciera invalidar la visión de Wackenroder: “la Poesía es la realidad absoluta. Cuanto más poético, más verdadero”
Frase semejante nos incita a una serie de reflexiones que ciertamente no pretenden ser agotadas aquí. Sin embargo, nos invita a considerar que la Verdad no es un fundamento, ni siquiera una estructura estable de significado, es más bien movilidad en el narrar, en el concebir a ese mundo nacido en y por la poesía como fábula eternamente autocreativa, donde discursos de índole diversa se entremezclan. De ahí la necesidad de Novalis de entender la historia sagrada como fábula, pues para el poeta del Ofterdingen, la historia de Cristo es un poema tanto como una historia, siendo historia sólo lo que puede ser también fábula.
         Pero si la poesía es el romantizar el mundo para que éste sepa que es fábula, también es el latido íntimo que hace que ese mismo mundo adquiera conciencia de aquellas fuerzas díscolas y cambiantes que lo configuran, fuerzas diversas y múltiples. Según eso, para Novalis la poesía dispone a su antojo del dolor y el cosquilleo, del placer y el displacer, del error y la verdad, de la salud y la enfermedad.
         Esto pareciera ser posible porque se otorga a las palabras el valor primordial de ser articuladoras de aquellas fuerzas que sustentan todo. No estaría de más recordar el inicio de Los Discípulos en Saís donde se nos muestra al universo como una escritura misteriosa que debe ser cifrada para que adquiera su verdadera manifestación, verdadera en cuanto es la aparición de una lectura completa y comprensiva:

Se presiente la clase y la gramática de esa escritura singular, pero dicho presentimiento no quiere concretarse a un término, ni adaptarse a una forma definida y parece no acceder a convertirse en la clave suprema.

       Sí, esa escritura para ser cifrada debe ser aprehendida en constante ejercicio, en constante experimento y con la soltura espiritual necesaria para dar con la “clave suprema”. Leer al mundo es romantizarlo y sacar a la superficie sus fuerzas que la poesía muestra con la afinidad más certera, porque dentro de sí mismo se sabe fábula.
          En otro fragmento Novalis corrobora nuestra indagación:

Poesía es la representación del alma, del mundo interior en su totalidad. Ya lo sugiere su medio, las palabras, pues son ellas la manifestación externa de aquel centro interno de energías

       Lo hasta aquí expresado es para poner en claro algo que se puede desprender de los propios fragmentos citados más allá de nuestra glosa: la eventual confianza que Novalis posee en el lenguaje, en la palabra para expresar y hacer presente todo. ¡Qué intensa contradicción aparente con Wackenroder! Éste no sólo entraba en franca polémica con la Ilustración, efectuando una crítica que deseaba rescatar a la sensibilidad del raciocinio gris, sino también iba algo más allá al referirse al medio con el cual la Ilustración quería dar cuenta de su proyecto: el lenguaje. De ahí el interés de Wackenroder por la pintura y la música como manifestaciones no reducibles a conceptos que se dan en y por el lenguaje de la palabra. En el breve ensayo De dos lenguajes maravillosos y de su misterioso poder este joven monje amante del arte nos dice:

Por medio de las palabras dominamos el mundo, por medio de ellas nos procuramos con ligera fatiga todos los tesoros de la tierra. Lo único que las palabras no son capaces de expresar es lo invisible, que resplandece sobre nosotros (…) la palabra sólo puede contar y nombras las variaciones, pero no puede representar visiblemente los traspasos y las transformaciones de una gota en otra.

       Para Wackenroder el lenguaje de la palabra no capta ni lo invisible ni el contenido porque es la tumba de las pasiones profundas del corazón. De esa manera la perspectiva que dentro de las ideas de Wackenroder ocupa la música, se amplía y puede ser entendida cabalmente. Pareciera ser que sólo la música es capaz de otorgar una comprensión misteriosa y fecunda del significado del mundo, significado que, sin embargo, colinda con esa ambigüedad y extraña inquietud luciferina de pasión, caos y sensualidad, de movimiento perpetuo e imposible definición.
        Pero más que el mero contraste entre dos concepciones de misma raíz, podemos observar que Novalis conoce la imperiosa fuerza dislocadora del reino de la música. ¿Cómo explicarse entonces su “romantización del mundo”?, ¿acaso sólo como un ejercicio retórico? No. En el último fragmento que de él citábamos aparecen como por curioso encantamiento las esferas celestes tan queridas a Wackenroder: la pintura y la música.

Son ellas (las palabras) la manifestación externa de aquel centro interno de energías. De igual forma que lo son las artes plásticas respecto al mundo externo, configurada la música respecto a los sonidos (…) sin embargo existe una poesía musical que convierte el alma misma en un variado juego de movimientos.

            Así, Novalis conoce el decir de las oscuras fuerzas musicales. Y porque las conoce parece ser que desea resguardarse de ellas, utilizando al abismo del que surgen como sustento del romantizar. Pero va un poco más allá. Análogamente a Hegel que vendrá años después, Novalis intenta situar a la música dentro de un orden genérico de arte y si bien admite su importancia (“todos los sonidos que produce la naturaleza son rudos y carentes de espíritu -sólo al alma musical le parece melódico y significativo el susurro del bosque, el silbido del viento, el canto del ruiseñor y el murmullo del arrollo”) al contraponerla al arte del pintor, se inclina indefectiblemente a situarla en posición inferior:

Una cosa, creo, resulta evidente, que la pintura es mucho más difícil que la música. El hecho de que se encuentra un peldaño, por decirlo así, más cerca del santuario del espíritu, siendo por tanto, permítaseme decirlo, más noble que la música, podría deducirse de los habituales argumentos encomiásticos de los panegeristas de la música que le atribuyen un efecto mucho más intenso y universal.

            En este fragmento casi se puede oír una polémica hacia Wackenroder, sin embargo, en otro breve fragmento, Novalis parece que reconoce tácitamente la sustancialidad del mundo imbuida del espíritu de la música:

Ya los animales conocen y poseen música mientras que de la pintura no tienen ni la más mínima noción.

            En atractivo contraste, es posible tal vez interpretar lo último como sigue: los animales están en el mundo y son en él, la música es su cualidad inconsciente que los marca, pues poseen la conexión íntima con ese fundamento primigenio que las palabras apenas pueden balbucir. La pintura para Novalis parece que es el imperio de las formas bajo una luz racional que la poesía en las palabras coronará de manera perfecta.
            Y sin embargo, ¡cuántas conclusiones pueden sacarse de esto! De pronto, en un último fragmento, Novalis da la impresión de reconciliarse con el espíritu de la música:

            Creo que el cuento es le mejor medio para expresar mi estado anímico. Poesía. Todo es cuento. El cuento es todo música.

            ¿Y si el cuento fuese análogo a la fábula y ésta al mundo como se daba entender hace un instante?
        La ambivalencia es sugestiva, nos sitúa para reformularnos las vinculaciones que Novalis tiene con Wackenroder y las de éste con el descubrimiento fascinante de la ambigua e insondable naturaleza de la música que, en definitiva, nos retrotrae al alma de las cosas, permitiendo así, abismarnos con mayor hondura en su movilidad antitética. Desde este punto es posible entonces atisbar una línea que va hacia Nietzsche, pasando por Schopenhauer, línea que considera a la música como el rostro invisible, pero verdadero y más tangible, del seductor horror de lo no dicho que el mundo puede ofrecernos. Así, el anhelo de reconciliar palabra, mundo y música por parte de los románticos para construir un gran todo es probablemente uno de los últimos intentos por salir del impase de la separación cada vez más radical existente entre ellos y que propuestas diversas intentarán suplir con mayor o menor fortuna y que desembocarán, decenios después, en la aventura simbolista de un Verlaine o un Mallarmé.