sábado, 25 de junio de 2011

La posibilidad del libro venidero

Esta no es una buena época para escribir    sistemas. Por otra parte, es en verdad una buena época para escribir fragmentos.
Agnes Heller



  • Prefiero los poemas que producen (o parecen producir) sus bellezas como los frutos deliciosos de su curso de apariencia natural, producción casi necesaria de su unidad o de la idea de cumplimiento que es su savia y su sustancia. Pero esta apariencia de prodigio jamás puede obtenerse sin exigir un trabajo de los más severos y tanto más sostenido cuanto que, para quedar concluído debe esmerarse en borrar sus huellas. El genio más puro no se revela nunca sino a la reflexión; no proyecta sobre su obra la sombra laboriosa y excesiva de alguien. Lo que llamo perfección, elimina la persona del autor, y por ello no deja de despertar cierta resonancia mística, como lo hace toda búsqueda cuyo término se sitúa deliberadamente “al infinito”.

  • Un poeta, en general, sólo puede cumplir su obra si puede disponer de su pensamiento rector, imponerle todas las modificaciones (a veces muy grandes) que la preocupación de satisfacer las exigencias de la ejecución le sugiere. El pensamiento es una actividad inmediata, provisional, entremezclada de palabras interiores muy diversas, de fulgores precarios, de comienzos sin futuro; pero también rico de posibilidades, con frecuencia tan abundantes y seductoras que estorban al autor más de lo que lo acercan al término. Si es un verdadero poeta, sacrificará casi siempre a la forma (que después de todo es el fin y el acto mismo) ese pensamiento que no puede fundirse en poema si exige para su expresión el uso de palabras o giros extraños al tono poético. Una alianza íntima del sonido con el sentido que es la característica esencial de la expresión en poesía, no puede obtenerse sino a expensas de alguna cosa que no es sino el pensamiento. Inversamente, todo pensamiento que debe precisarse y justificarse al extremo, se desinteresa y se libra del ritmo, del número, de los timbres, en una palabra, de toda búsqueda de las cualidades sensibles de la palabra.

  • El amor, el odio, el deseo son luces del espíritu; pero el orgullo es la más pura de ellas. Él ha revelado a los hombres todo lo que tenían que hacer de más difícil y más bello. Él consume las pequeñeces y simplifica la persona misma. La aparta de las vanidades, pues el orgullo es a la vanidad lo que la fea las supersticiones. Cuanto más puro es el orgullo, cuanto más fuerte y solitario está en el alma, tanto más meditadas son las obras, tanto más rechazadas y sin cesar repuestas al fuego de un deseo que nunca muere. El objeto del arte, atacado por el alma grande, se purifica. Poco a poco, el artista se despoja de las ilusiones groseras y generales y obtiene de sus virtudes inmensos trabajos invisibles.

  • Las categorías nietzscheanas para clasificar a los hombres en auditivos y visuales parece obedecer a un modo de enfrentar la posibilidad del conocimiento. No son categorías abstractas: basta pensar en cómo se encarnan en esa emblemática y difícil novela de Thomas Mann Doktor Faustus donde ciertamente el protagonista Adrian Leverkhün es un hombre auditivo. Tal vez Paul Valéry pertenecía a la categoría de hombres visuales, ya que toda visión propicia un orden, un equilibrio, un fondo donde se despliega el escurridizo ritmo de la conciencia asombrada. Quizás también por eso, Valéry representa la sensualidad del intelecto: la pasión por las formas. ¿Delata acaso aquello un espíritu geométrico? –proporción, afán de exactitud y ensoñación por lo infinito. Es probable, más bien -y eso sería altamente sugerente- un espíritu pitagórico. Aquella acepción revertiría conciliatoriamente la visión con la audición: misterio supremo de los extremos que se rozan. En la contemplación del orden se esconde instintivamente la aventura de la conciencia. Por ello quizás, a Valéry, de un modo un tanto arbitrario, me gusta asociarlo con Borges, con Cortázar, al Vicente Huidobro que predica la superconciencia, como asimismo con Eduardo Anguita, el Anguita de exacta y desesperada precisión que escribe el poema El poliedro y el mar. ¿Acaso creer que “todo” es “literatura”, que todo discurso que pretende aunar experiencia y conocimiento tambalea al mirarse a sí mismo como escritura? En algún lugar que no recuerdo con detalle, Roland Barthes se refirió precisamente a Valéry como instancia de disolución discursiva. Eso, en el fondo, es la paráfrasis complementaria a la famosa “boutade” borgiana que considera que la metafísica es una rama de la literatura fantástica. En la sigilosa aventura el orden, creo que Valéry señala o indica que ese mismo orden no es la organización sin alma que no se corresponde a sí misma, sino que es el cosmos que se despliega en un riguroso proceder.

  • Quizás la poesía sea un modo de habitar (la premisa heideggeriana es ineludible), el modo de reconocernos a nosotros mismos como poseedores de un privilegio de excepción: la autoconciencia de existir en y para un espacio develado por las palabras. Si fuera así, la poesía de Luis Cernuda sería un modo peculiarísimo de establecerse en aquel habitar, pues lo problematiza al erigirse como verdadero discurso del exilio. Tomar política e históricamente esto implica recordar la tragedia de la Guerra Civil Española y el peregrinaje solitario y para nada placentero del poeta de Los Placeres Prohibidos entre Francia, Inglaterra, estados Unidos y México. Tomarlo poéticamente, es reconocer en Cernuda, en su poesía, a la modernidad como tragedia: la poesía como un algo ajeno que entra en conflicto con la historia, el cuerpo y el lenguaje; en otros términos, en conflicto con la realidad. Por eso, la dialéctica que constituye su decir (la realidad y el deseo), no sólo atañe a un mundo privado, sino que se articula como vigoroso desgarro al poetizar la voluntad de liberación que, como poesía, lleva en sí misma: De ahí que aquella libertad, al volverse conflictiva con la “prosa del mundo”, se yergue como posibilidad. El corolario de esto se patentiza en el poema: un documento del exilio que nos hace recordar nuestra condición de seres desarraigados, apenas poseedores de un frágil y aparente refugio de sentido: el estado, la familia, la patria, la sociedad. De ahí el destino ético de esta poesía: el reino que funda es el habitar de la intemperie que toda autenticidad espiritual propicia como su máxima razón de ser.

  • Un nuevo apunte sobre el ensayista como sujeto de escritura que le debo a Martín Cerda: “…el ensayista, es en efecto, un lector, pero un lector que no se contiene frente a cada texto leído, sino que, por un impulso radical, siempre lo sopesa, lo interroga y lo prolonga. El ensayista no es, pues, sólo un hombre que lee, sino, además, que se observa leer y, encima, que escribe cada una de sus observaciones. Por eso, justamente, en todo ensayo ocurre, entre otros asuntos, que se piense y se despiense, se sume y se reste, se prolongue y se infrinja los cánones, las normas o, si se quiere, las doxas”

  • (…) en todas las cosas estoy en situación de espera, de aquella imprevisión en que nos aventaja el ave de Kierkegaard; la tarea diaria hecha a ciegas, sumisamente, con enorme paciencia y con la divisa: obstacle qui excite l´ardeur
                                                 Rainer María Rilke, 16 de septiembre de 1907


  

viernes, 17 de junio de 2011

Fabulaciones


Siempre he admirado a esos poetas fieles a sí mismos que persisten en su escritura de modo intenso, casi obsesivo. Para ellos las modas o los requerimientos de su entorno, poco valen para dar cuenta de su hacer. Así, algunos logran escribir un solo poema después de años y años de dedicación, poema matizado, ampliado y modulado de manera obsecuente y a veces sin concesiones. Pienso en Juarroz, en Reverdy, en Mandelstam, en Sánchez Robayna. Puede ser que otros vean las sucesivas entregas de sus poemas como acordes de una melodía más amplia que aún no puede ser oída de forma completa y donde cada poema, cada libro está en función de la obra, en función de una escritura totalizante como afán utópico de doblegar el puño de la muerte. Pienso en Jorge Guillén, en Luis Cernuda, en Hugo Gola, en Gonzalo Rojas.

Era inevitable pensar en todo eso cuando revisaba los poemas que deseo subir ahora al blog. Poemas que veo como fragmentos de la principal aventura escritural que he intentado: Fabulaciones del aire de otros reynos. Aventura que siempre reclama que vuelva mi mirada hacia ella, como diciéndome que no ha quedado concluida ¿Pero puede acaso una aventura escritural darse por concluida? No lo sé, probablemente no. En todo caso, releo algunos de esos poemas y pienso que tal vez aún pueden decir algo. Sobre todo los que vienen a continuación, poemas que nunca incluí en el cuerpo central del libro publicado en 2002. Quizás si se diera la oportunidad de una tercera edición de Fabulaciones, los incluiría, como también es probable que quitaría otros y hasta escribiría unos cuantos nuevos. Es que en estos casi diez años, la estética – o poética- de aquel proyecto no me ha abandonado del todo. Como un bajo ostinato persistente, veo ahí algo que no renuncia a desaparecer, algo que posee todavía vigencia, un gesto que en su altivez esteticista articula un cariz crítico sobre el cual tendría que volver. Sin duda no soy el mejor lector de mis poemas, pero aquello no me duele ni me afecta a la hora de establecer pretensiones de valorización, después de todo, nuestro ambiente poético está muy enrarecido y más semeja algún comentario semianalfabeto a La casa de los muertos de Dostoviesky que el prometido viaje a Citerea con que se nos desea convencer desde diversos foros. Una Citerea en todo caso más parecida a las pesadillas de Ensor que a los colores pastel de Watteau. Pero siempre una triste mascarada. Pero basta de esta cantilena. Los poemas están acá, amigo lector:


En la Academia Platónica

Cuando en nosotros el silencio es encendido
el cielo regresa a una voz original;
máscara de estrellas que abre realidades
más allá de cualquier transparencia:

belleza de aquella magia celeste
que atraviesa la mirada sugerida por el aire
o ventanal que anuncia el triunfo
de una constelación de escritura perfecta.

Porque detrás de toda imagen
el instante es el rostro móvil de la eternidad.



Un monje de Cluny hace una glosa a su trascripción de la Eneida

Somos silencio que descansa pasado mediodía,
viviendo con el compromiso de no estorbar
momentos venideros,
hundidos en un mundo
que antaño fue razón de dioses;
la tortura de Eneas
al mirar Cartago a sus espaldas;
nada más que un fulgor oculto
cuando el Libro nos advierte
que toda epopeya es fantasía.



Carta a un joven poeta

                                                                          “El arte no puede ayudar…”
                                                                                   R. M. Rilke

            La fragmentación de la realidad, el hundimiento de las cosas; decir que se escabulle por la tarde de invierno como voz sepulcral en el bosque, su rostro de abril cuando el cielo tenebroso anuncia desapariciones; rumor de tinajas en la fiebre del esplendor celeste; Rimbaud y el vértigo de la derrota, el recuerdo de haber visto el mar antes de vivirlo; la huída sin duda tras el desastre de Farsalia (acontecimientos, detalles, aproximaciones temerosas a los motivos de la vida) quizás el orden difuso que sugiere caída en un juego de luces frente a un cortinaje de ceniza o desarraigo.



L’azur

La yuxtaposición
la ebriedad de la grandeza estética  -criticada por Wilamowitz
a ese joven filólogo de Basilea-
música sin duda en la distancia que no quiere decir,
tensión del lenguaje evocada por el silencio
(metáfora siniestra tras la anulación de Celan)
donde giran cristales, biombos japoneses
la orquestación conversacional
la niñez
la yuxtaposición
los muertos que mi abuelo trae a memoria
la presencia que destruye lo escrito.


Lautréamont

Era en la florida tierra de septiembre
forma que arde desnuda como constelación inexplorada
-poema inacabado por la muerte prematura
que asalta el verdor de infancia-
el sistema, la Palabra, la versión,
definitivamente un primer plano deformado
por lo monstruoso (natural falta de experiencia)
destruido por lo monstruoso, tentado en la pureza
que ve la venganza como un acto de sacrificio por antonomasia
y el resto, nada: un fuego entrecruzado,
datos bibliográficos en el cuerpo abierto
como la flor callada de la música,
la fotografía mítica, el quehacer que aguarda
por nosotros en función del coro.



Evocación de Georg Trakl

En el dorso de la noche
duerme la amenaza del mundo celeste.
No porque exista el descenso
de nuestra piel en la interrupción del fruto
o porque podamos vivir a la intemperie de cualquier catástrofe.
Tal vez en la cicatriz del aire
el habla del verdugo sea la facilidad para atraer nuestro rostro
a ese umbral donde la ceguera es preñada
por la respiración que nos viste,
quizás una señal donde gime sereno el corazón que atardece.
Pero los días transcurren ajenos a toda blasfemia,
negando oscuridad en su mensaje difícil:
el tiempo es tentación cuando ninguna estrella
retorna del jardín cultivado por la noche.
Sólo en el sueño se abre el cielo con su apetito voraz
al ser humedecido el país de la muerte



Esbozo para un poema que trate sobre la melancolía
                                  
                                                                                  Behold, Terre is no breath:
                                                               I and this Love are one, and I am Death
                                                                                  Dante Gabriel Rossetti
                                                                                 

         Una tarde de lluvia es igual a tus ojos de tristeza, a una sombra de agua sobre el temblor que agita cristales, al placer enmudecido tras un espejo de oro, a la palidez de una cítara cegada por la sonrisa de un ángel, al pensamiento que yace agotado en un labio tibio, a la dulce obsesión que principia con el fuego de marzo, al reino que perdimos en el fragor adolescente, al gesto de la piel sobre el ámbar de una mañana oscura, al fruto del ciruelo en su generosidad indolente, al amor, indistinto y cruel con su magro conocimiento de sensaciones puras, a la corrupción de un perfume exótico amado por D’Annunzio o Baudelaire...
        Una tarde de lluvia es igual a tus ojos de tristeza, al clamor de una rosa vencida por la luz, al sueño que no llega y que pensamos volverá en otro rostro.
                                                                                 




miércoles, 8 de junio de 2011

Eduardo Anguita y T. S. Eliot: breves notas para un acercamiento posible. Segunda parte

Podemos apreciar que un tercer punto de contacto entre Anguita y Eliot, está cifrado en la ingerencia cristiana para articular un concepto de tiempo y salvación en sus respectivos poemas tardíos: Venus en el pudridero y Liturgia en el caso de Anguita, Cuatro cuartetos en el de Eliot. Por supuesto que no abordaremos tamaña empresa comparativa con el detalle que se merece, sólo insinuaremos más bien algunos elementos generales como una antesala para un ejercicio mayor.
En primer término, los poemas tardíos de ambos autores dan cabida a una serie de consideraciones que podríamos rotular – a falta de un descriptor mejor- de “poesía reflexiva” o de “poesía de meditación” y que se articula en un tipo de texto muy peculiar: el poema largo. Tanto para Anguita como para Eliot, esta forma se presta adecuadamente para configurar el ritmo preciso de sus lucubraciones: entre el cantar y el contar, el poema largo moderno ha interiorizado en un proceso de breve data, la posibilidad reflexiva que es propia del sujeto del enunciado: la hondura de la meditación implica la emergencia de una conciencia que se ve a sí misma desplegando sus habilidades y expectativas, escudriñando los laberintos de la memoria y trayendo a presencia con libertad suma los lugares, las experiencias y las imágenes que cree necesarios para hacer evidente una idea o concepto de totalidad. Asimismo, el poema largo requiere de un verso extenso, modulado con generosidad, un versículo más bien, en donde dado a una especial forma de narrar, dispone los materiales lingüísticos con soltura de espacio y extensión. De ahí que la digresión sea uno de los elementos primordiales de su articulación retórica, ya que mantener la intensidad lírica en un trecho extenso, hace decaer el texto y lo vuelve redundante y fallido. Así, en sus poemas tardíos –pienso sobre todo en Venus en el pudridero de Anguita y en Los cuatro cuartetos de Eliot- la forma está al servicio de un contenido que se vuelve meditación intensa, lenguaje parsimonioso y evocación musical, porque lo que se trasunta en estos poemas es entender el desafío de plantear un lenguaje opaco de sí mismo y que sea a su vez, depositario o más bien, organon del pensar, en una apuesta por expandir el horizonte del poema lírico más allá de la anécdota o de las virtuales modas vanguardistas que ambos autores conocieron y practicaron en su juventud. Hacer del poema largo espacio para la reflexión, es volver al presente el desterrado diálogo que puede haber entre poesía y pensamiento, diálogo que estos poetas no dan por clausurado, en absoluto.

En segundo término, los poemas tardíos de Anguita y Eliot, se vuelcan apasionadamente a reflexionar sobre el valor y sentido que adquiere el tiempo como experiencia única de una subjetividad que se sabe finita. De aquella forma hay en estos poemas una serie de meditaciones sobre la existencia del tiempo, sobre la posibilidad de conjurar su transcurso y el asombro casi aterrador que implica vivir en medio de su torbellino, como percatarse asimismo de las gotas de eternidad que se dejan entrever entre los objetos, los lugares y los seres que se prestan en una sucesión fantasmagórica, evocadora y melancólica, a erigirse en símbolos casi carnales del desideratum arrebatador que envuelve el transcurrir. En Anguita y Eliot, la rosa, el gusano, el río, la sucesión de las estaciones y sobre todo, la doble faz de las palabras –ya pueden marchitarse en su torpe e inacabada aprensión del tiempo, ya pueden resplandecer como la consolidación de un testimonio que no caduca en la inmediatez de su decir- se convierten en esos símbolos que muestran de un modo apasionante la densidad de un pensamiento que se vuelve fronterizo de la abstracción y que se despliega en la extensión del poema con una precisión abrumadora, haciendo de la sensibilidad y el intelecto, una simbiosis casi perfecta en un lenguaje serio e intenso que ha relegado a un segundo plano los lúdicos descubrimientos vanguardistas.
En tercer término, es posible advertir en los poemas tardíos de Eliot y Anguita, una discursividad que nace de la propia condición retórica de los textos –y no necesariamente como un injerto traído a la fuerza desde otro sitio- y que hace referencia a la constante alusión de un fin redentorista, recurriendo para ello, a una imaginería cristiana. En este sentido, no nos es desconocida la opción por el cristianismo católico y el cristianismo anglicano al que tanto Anguita como Eliot acceden en un proceso moroso de años de indecisión y examen interior. Sin duda la fe, para estos poetas, no es mero dato cultural, ni tampoco algo que hay que dejar en suspenso: cada uno, desde su peculiar experiencia, sedimenta sus poemas con su sensibilidad religiosa y los textos a los que estamos haciendo alusión, son precisamente el lugar preciso donde esto se lleva a cabo. Vemos cómo Anguita y Eliot proceden a intercalar, parafrasear e introducir en el cuerpo de sus poemas, fragmentos o referencias a los Salmos, al Cantar de los Cantares, a oraciones aprendidas desde niños, al breviario latino y al texto de la misa. Pero más allá de estas intertextualidades, lo que atrae poderosamente la atención, es el uso en varios lugares estratégicos de los distintos poemas, de elementos configuradores de sentido que abarcan las dimensiones del vaticinio, la pureza y la expiación y que tienen al fuego, la llama y la ceniza como símbolos aglutinadores de una sensibilidad religiosa múltiple y rica. Ahí es donde se puede apreciar el centro de las meditaciones que llevan a cabo estos poetas en sus largos poemas finales: la real posibilidad de aprehender el transcurso del tiempo y vislumbrar justamente en él, un atisbo de eternidad que sea compatible con la precariedad que advierten en lo humano y que hace de la autoconciencia de la finitud y su aceptación estoica y adusta, la puerta que deja entrever una posible salvación.
            Me apresuro a concluir estas notas, estos bosquejos que han querido ensayar un acercamiento entre Anguita y Eliot con la conciencia que resta mucho aún por explorar al momento de establecer vinculaciones entre estos poetas. Una revisión apresurada de esa vinculación implicaría, entre otras cosas, indagar, por ejemplo, al interior del conservadurismo político de la madurez de ambos autores, el concepto de cultura que propician y el modo en que creen que es posible encarnar en la realidad tales premisas. De Eliot sabemos bastante de ello al leer textos como Notas para la definición de la cultura o La idea de una sociedad cristiana. De Anguita –como sobre muchas otras cosas que lo involucran a él- creo que eso no ha sido siquiera planteado como posibilidad, acaso este tema rendiría críticamente si sus artículos, notas y ensayos, pudiesen ser leídos, por ejemplo, a la par de los textos de crítica cultural de un gran amigo suyo como lo fue Mario Góngora. Pero ese mismo conservadurismo, revierte tanto en Anguita como en Eliot al convertirlos en mandarines culturales –directores de revistas, asesores asiduos de editoriales prestigiosas, colaboradores de la prensa más representativa del establishment literario de sus respectivos países- cultivando, asimismo una efigie solitaria y hasta monacal de sus propias existencias y distantes de todo eventual escándalo, dedicados, por último, al final de sus vidas, a pulir y revisar obstinadamente, una y otra vez, su prosa –notas, ensayos, crónicas, conferencias- a sabiendas que la poesía, en su misterio, ha dejado de manifestarse en ellos.
            Las aristas por explorar son vastas, sólo enuncio algunas aquí, con el ánimo de mostrar que, en nuestro contexto crítico, resta aún bastante por hacer al momento de querer dar cuenta de los contactos que pueden ser hallados entre nuestros poetas y su producción y autores, movimientos y tendencias extranjeros, sea o no de nuestro idioma.

sábado, 4 de junio de 2011

Eduardo Anguita y T. S. Eliot: breves notas para un acercamiento posible. Primera parte.

No quisiera ensayar en estas notas –divididas en dos partes para no fatigar al lector de este blog con una densidad innecesaria- una lectura rigurosa o erudita, sino más bien tantear un acercamiento entre dos poetas y, eventualmente, entre dos poéticas que al momento de ponerlas frente a frente, creo que se acercan y distancian como el sístole y diástole que siempre puede haber entre poesía y pensamiento, entre especulación y canto, entre fe y humor, entre ironía y seriedad, entre tradición y ruptura. Sí, hacer un ensayo, una tentativa para ver si es dable la cercanía entre Eduardo Anguita y Thomas Stearns Eliot.   Lo primero que podemos apreciar entre Anguita y Eliot, es el contexto epocal que a ambos poetas les toca vivir en su juventud: es el cambio de siglo del XIX al XX que no fue un instante de calma en el mundo del arte y la poesía. Fue más bien un momento de ebullición, rechazo y experimentación que remeció en profundidad las relaciones que el ser humano mantenía con el lenguaje y la idea de representación del mismo para establecer lazos con la realidad y que propició, sin duda, la emergencia de una sensibilidad afinada para entender y comprender de mejor manera el cambio, la transformación, lo huidizo de toda configuración de sentido y que se plasmó con el nombre genérico de vanguardia. Tanto para Anguita como para Eliot, esa sensibilidad se hallaba marcada por experiencias tal vez disímiles, pero convergentes al fin y al cabo en lo que significaba apreciar y ser testigos de grandes transformaciones sociales y culturales en un lapsus no superior a 30 años, digamos entre 1914 y fines de la Segunda Guerra Mundial. Ciertamente, la experiencia de ambos poetas no es intercambiable en tanto uno era ciudadano de un primer mundo que acababa de salir de un impasse autodestructivo que había hecho tambalear sus estructuras valóricas en su raíz más profunda, en tanto el otro, era ciudadano de un país, fundamentalmente agrario, pero con un fuerte descontento social que se hallaba empecinado a vérselas con una modernidad que prometía su arribo en pos de un ideario más igualitario y participativo. Sin embargo, aún así, para ambos poetas, el ambiente de sus respectivos contextos –el Londres de entre guerras para Eliot, el Chile de las décadas del 30 y del 40 para Anguita-, era un caldo de cultivo que posibilitaba tomar riesgos y aceptar desafíos para ver hasta qué punto la poesía podía asumir un rol de desacralización de las antiguas formas de sociabilidad literaria y si, como discurso, podía desestabilizar o poner en entredicho al menos -a través de su retórica que invocaba modernidad, ruptura y cambio-, el anodino espacio literario representado, no tan sólo como institución, sino como escritura poética, es decir, al interior del poema mismo.
Veremos entonces que un joven Eliot, en un camino que va desde Prufrock de 1917, hasta La Tierra Baldía de 1922, explora y consolida un lenguaje poético audaz e iconoclasta, convertido en un mosaico de hablas, citas cultas, giros crípticos y oscuras alusiones, conviviendo con rastrojos rearticulados del habla coloquial y puestos en circulación a modo de pastiches irónicos y burlescos, experimentando en la escritura de sus textos, un concepto de poema que, siendo respetuoso con sus referentes clásicos, hacía estallar por los aires la forma misma del poema, convirtiendo a éste en un texto fragmentario, heterodoxo y sincrético. Esta experimentación le permitió a Eliot, con justicia, ser considerado uno de los más genuinos representantes del modernism anglosajón, que es el nombre que adquirió la vanguardia en los países de habla inglesa como asimismo proyectar la imagen de un poeta de radical modernidad.
Por otro lado, vemos a un joven Anguita que entre las décadas del 30 y del 40 escribe febrilmente una serie de poemas, agrupados en colecciones varias –Tránsito al fin, Transmisión animal, Siempre y la estatua- y que develan una trama densa y diversificada que indaga y explora temas y motivos, puestos en circulación por la recepción en Chile, durante la década del 30, de un modo vanguardista y que modulan en su registro diversas maneras de habérselas con el lenguaje al uso: es así que en los mejores poemas de estas colecciones aparece un tono perentorio y burlesco de raigambre onírica que, sabiendo jugar el juego iconoclasta con humor y desenfado, como asimismo adquiriendo una solemnidad reflexiva que, a su vez, es desmantelada por guiños de cotidianidad, muestran de parte del joven Anguita un manejo diestro de esa dicción entre leve, risueña y admonitoria que vía Huidobro y la vanguardia parisina, rendía sus mejores frutos entre una juventud ávida y rebelde caracterizada como “La Generación del 38”.
Será de esta manera entonces que tanto Eliot como Anguita se vuelven protagonistas de una juventud poética rebelde, escéptica y vanguardista en sus respectivos países y que relacionan antitéticamente la naturaleza polémica y destructiva de la vanguardia con el logos de la civilización burguesa, al serles inherente una idea o concepto de lenguaje y poesía que conlleva una permanente renovación entre lo nuevo y lo viejo, entre lo que era y lo que será.        
                                                Un segundo punto de contacto entre Anguita y Eliot es aquel que hace referencia a la vinculación amistosa y cercana que mantienen y cultivan con poetas mayores, pertenecientes a la generación inmediatamente anterior y el modo en que se articula con ellos un productivo diálogo a distinto nivel, ya sea respecto a la búsqueda diferenciada de un común horizonte de expectativas poéticas, ya sea por proyectos en conjunto que muestran la articulación de una política cultural identificatoria y privativa, como también lo que implica el seguimiento de sus mutuas estrategias escriturales sin abandonar nunca un cariz crítico. En esto, pienso evidentemente en la relación que hubo entre Anguita y Huidobro y la que existió entre Eliot y Pound. El caso de Eliot es conocido: rebotando de Alemania a Inglaterra en vísperas de la Primera Guerra Mundial y llevando a cuestas inacabados estudios de filosofía, en la correspondencia mantenida con Conrad Aiken, Eliot devela inseguridad respecto a sí mismo, de sus poemas hasta ese momento escritos y desorientación acerca de si quedarse en Londres o retornar a Estados Unidos. Aiken, a través de amigos comunes, le hace llegar a Pound una copia de Prufrock y esto gatilla su primer encuentro en septiembre de 1914. Comienza así, una relación fructífera entre ambos poetas que ha de prolongarse por más de treinta años, siendo los primeros diez, los más célebres y fecundos. Aunque mayor a Eliot por sólo tres años, Pound ya era una celebridad en ascenso en el circuito poético inglés: llevaba publicados al menos cinco libros de poemas, participaba de las polémicas literarias locales y realizaba una serie de proyectos que iban desde editor, corresponsal y crítico en un variopinto número de revistas más o menos efímeras, hasta ser mentor y propagador de diversos movimientos y manifestaciones vanguardistas tales como el vorticismo y el imaginismo. Aunque la diferencia de edad era mínima, Pound aventajaba con creces a Eliot en experiencia literaria y mundana, mantenía contacto con lo más granado de la joven literatura inglesa del momento y poseía un talante crítico y polémico a todas luces brillante y oportunista. Eliot, por otro lado, era tímido, cáustico y reservado, a medio camino aún entre decidir a favor de la poesía o de la filosofía y con serias dudas acerca de sus poemas. Si bien es cierto poseía una cultura erudita y académica, su conocimiento del mundillo literario –sus intrigas, alianzas y oportunidades varias- le era casi ajeno. Gracias a Pound, en ese momento Eliot entra de lleno a él y es invitado a tertulias, lecturas y publicado en revistas y antologías. En esta primera parte de la relación –que es la que más nos interesa- Pound se convierte en mentor, juez y consejero de Eliot, proceso que culminará con la lectura correctiva de La Tierra Baldía en 1922 y su posterior publicación. Pero sin duda, lo que confirma Pound a Eliot, es la búsqueda de una autoridad cultural tradicional y una definición de su propio valor, la tentativa por reconquistar la tradición de la Divina Comedia, es decir, la tradición central de Occidente. Tanto Pound como Eliot terminarán esa búsqueda queriendo escribir el primero el gran poema de una civilización, utilizando los hallazgos y procedimientos de la poesía más moderna y rupturista. El segundo queriendo escribir un poema que reconcilie fe y poesía. Reconciliación de tradición y vanguardia: el simultaneísmo y Dante, el Shy-King y Jules Laforgue, la fe en la Iglesia Anglicana y las remembranzas de la infancia perdida.
Por otro lado, las relaciones entre Anguita y Huidobro están signadas, en lo primordial, por el arribo de este último a Chile en 1933. En las tertulias organizadas en su casa de calle Cienfuegos en Santiago de Chile, como en las de su casa en Cartagena, Huidobro reunía a un conglomerado de poetas y escritores jóvenes con los cuales dialogaba, discutía e intercambiaba impresiones respecto a la poesía tanto de Chile como de la que él traía noticia desde el extranjero; el estado de la literatura nacional y del ambiente socio-político de la época. Sin duda, el primer encuentro de Anguita con Huidobro debió producirse en 1933. De ahí hasta el fallecimiento del poeta de Altazor en enero de 1948, Anguita fue un ferviente participante de la tertulia huidobriana, llevando a cabo, entre otros, varios proyectos de importancia como la elaboración junto a Volodia Teitelboim de la Antología...de 1935 (proyecto sugerido por Huidobro y amparado por su influencia en el decisivo gesto del apoyo editorial) y de la primera antología de la obra del poeta de Temblor de cielo efectuada en Chile. En esta complicidad de amistad y de proyectos, es indudable que Anguita haya sido visto como un discípulo o mero imitador de la obra de un poeta mayor como Huidobro. Sin embargo, tal conclusión apresurada, demuestra un desconocimiento radical de las sutiles y evidentes diferenciaciones entre los proyectos propiciados por ambos poetas.
Con sagacidad, Anguita se acerca y distancia de Huidobro en el centro mismo de sus preceptos poéticos, es decir en la concepción que ambos poseen de la noción de creación. Veremos que Anguita asume la poesía como conocimiento, pero que no se halla prohijada por la ciencia –a diferencia de las apreciaciones más radicales de Huidobro-, sino que ella misma se convierte en su propia matriz para aprehender a la realidad. Asimismo, se despacha cualquier confusión entre lo poético y una emocionalidad directa. Según Anguita, el ser humano conoce a través de la ciencia y a través del arte. Y no deja de ser sorprendente que incluya en esta última categoría tanto a la religión como al mito, estableciendo con ello una radical reivindicación de un espectro de la realidad que el creacionismo huidobriano había relegado de su fundamento. Pareciera ser que Anguita alienta una idea de religión de arte, por cuanto la comprensión del fenómeno religioso y mítico, sólo es entendible por una razón de índole estética, cuya ley profunda es la capacidad creativa que posee el ser humano para dar sentido y forma a sus necesidades vitales y existenciales. Pero en el fondo, lo que está haciendo Anguita, es situar el hecho poético en una trama que bien puede ser identificada y caracterizada como lenguaje, trama de la que el poeta “nada sabe”.  Esto implica una comparación con la divinidad que, a diferencia de lo postulado en el creacionismo huidobriano, no se configura para enfrentarse a ella con el deseo de consolidar un gesto autónomo que la relegue al silencio inexpresivo o a la insignificancia, sino para asumirla comprensivamente en sus mecanismos de articulación en la semejanza facilitada por la conciencia retórica de su mismidad. Sin dejar de admirarlo, el poeta de La visita efectúa su crítica en el centro mismo del Creacionismo, es decir, en lo que respecta a la valoración metafísica del proceso creativo: Huidobro confió plenamente en la autonomía del sujeto como ente creador, confianza que se afianzó al asimilar y aprehender la instancia que la vanguardia parisina propició y que estimuló, a su vez, esa búsqueda de lo “nuevo” en la oportunidad única que la técnica y la ciencia ofrecían como referentes de la estética de la “sorpresa”. Anguita no, no tiene esa confianza ante aquel espectáculo que concibe la desacralización del ejercicio creativo, no puede otorgarle valor sólo como una versión de un acto estético por más que se sienta partícipe de la aventura de la vanguardia o que incluso adopte su retórica (como sucede en el caso de su movimiento “David”). Para Anguita, el amor, fundamental para comprender la mismidad de la poesía, no se halla presente en el creacionismo huidobriano.