sábado, 31 de marzo de 2018

Recuerdo de Luis Loayza por Mario Vargas Llosa







Me interesa Luis Loayza (1934-2018)
Pronto espero escribir sobre él. Por ahora estas sentidas palabras de Vargas Llosa.  

Estuve tratando de recordar cuándo había venido al cementerio de Père-Lachaise por última vez antes de esta mañana y creo que fue en 1960, para la cremación de los restos de la viuda de Trotski, Natalia Sedova, porque quería escuchar a André Breton, que era uno de los oradores. Ahora estoy aquí para una ceremonia parecida, en la que vamos a despedir a Luis Loayza, que fue uno de mis mejores amigos. Hay cierta confusión en el crematorio, porque coinciden varios actos fúnebres y uno de ellos, masivo, convoca a muchos paquistaníes, que lloran a grito pelado. Por fin distingo entre la muchedumbre a Rachel y Daniel, la viuda y el hijo mayor de Lucho. Me apena verlos rotos por el dolor, haciendo esfuerzos denodados para no romper a llorar también. Hace cincuenta y ocho años, exactamente, por Rachel, Lucho Loayza cometió probablemente el único acto de locura de su vida del que, estoy seguro, nunca se arrepintió. Su padre le había regalado un año en París para cuando se recibiera de abogado. El año estaba por cumplirse y, si mal no recuerdo, Lucho tenía ya el pasaje de regreso. Pero, de despedida, fue al Festival de Teatro de Aviñón y allí conoció a Rachel, todavía una estudiante. Me escribió ese mismo día una carta desmedida, diciéndome que se había enamorado; ya no se iría al Perú y empezaba a buscar trabajo de inmediato en París. Poco tiempo después, se casaron en la alcaldía del Barrio Latino y yo fui su único testigo. Luego, fuimos los tres a celebrarlo a un bistrot de la esquina con una copa de vino.
La ceremonia ha comenzado, con música de Bach, en una pequeña salita que presiden los restos del difunto, en un cajón cerrado y cubierto de flores. Habla Daniel recordando a su padre, y él y la nieta mayor de Lucho leen, en francés y en español, un fragmento de El avaro, relacionado con la muerte. Cuando me toca decir unas palabras siento angustia y ganas de llorar. Pero me aguanto, sabiendo muy bien que Lucho, siempre tan parco, encontraría intolerable semejante huachafería.
Lo conocí en el año 1955, en Lima, y desde el primer día hablamos sin cesar y sin límites de literatura. Él me presentó poco después a Abelardo (lo llamábamos “El Delfín”, y ellos a mí “El sartrecillo valiente”), con el que constituimos un irrompible triunvirato. Nos veíamos a todas las horas, para hablar de libros, los que leíamos y los que íbamos a escribir cuando llegáramos a ser escritores. Para eso había que escapar de Lima e irse a París, donde hasta el aire era literatura. Mientras planeábamos el viaje, leíamos mucho y, a veces, Lucho y yo discutíamos, él defendiendo a Borges y yo a Sartre, hasta quitarnos el saludo. El sosegado Abelardo nos reconciliaba una hora o un día después. (Lucho tenía razón; todavía sigo releyendo a Borges y sé que, si tratara de releer a Sartre, el libro se me escurriría de las manos).
Al fin, a Abelardo se le complicaron las cosas y Lucho y yo partimos solos a Europa, en un barco que salía de Río y llegaba a Barcelona. En el viaje, cuando no leía, que era rara vez, Lucho se inventó un juego que llamaba “la contemplación del infinito”. En la pensión donde recalamos, en Madrid, él empezó a escribir Una piel de serpiente y yo La ciudad y los perros. A fin de año, él se fue a París, y yo unos meses más tarde. En un cuartito del Wetter Hotel, donde vivíamos, le di a Rachel sus primeras clases de español. Fue en esa época, cuando tratábamos de ganar lo que Cortázar llamaba el “derecho de ciudad” para que París nos aceptara, donde nos vimos más, casi a diario, y por carta, Abelardo participaba también de esas conversaciones, discusiones y proyectos en los que la literatura seguía siendo la estrella.
Luego Lucho, Rachel y sus dos hijos se fueron a Lima, a Nueva York, a Suiza. Desde entonces nos vimos menos y poco a poco dejamos de escribirnos. Pero la amistad y el cariño estuvieron siempre allí y, por supuesto, los recuerdos. Las espaciadas veces que nos veíamos, a veces con años de por medio, la comunicación, los sobrentendidos, las bromas, eran las de siempre. En una de aquellas veces acababa de leer su primer libro en italiano y estaba feliz: se abría frente a él un universo de nuevas lecturas.
Ahora, las personas que asisten a la ceremonia se van levantando y se acercan al cajón y lo tocan con respeto. Algunas pocas se persignan. Un señor con el que trabaja Daniel en el Odeón dice que nunca conoció a Lucho, pero, por lo que ha oído, entiende que era admirable y quiere dejar sentado su homenaje. Tengo la impresión de que todas las personas que asisten son francesas y que soy el único peruano. Cuando éramos jóvenes, era yo el que hablaba de “romper con el Perú”; al final, fue Lucho el que rompió, por lo menos físicamente. Porque en sus ensayos y relatos la presencia de lo peruano y los peruanos resulta obsesiva. Pero hace treinta años que no volvió a pisar Lima y las razones que me daba para eso nunca me convencieron del todo.
Sobrellevó su enfermedad con extraordinaria elegancia. Yo me acuerdo, hace años, cuando empezaba esa larguísima agonía de tratamientos sin fin, lo difícil que era sacarle algo al respecto. Respondía con dos o tres frases y cambiaba de tema, generalmente el libro que acababa de terminar o el que estaba empezando. Aquello que escribió Borges —“Muchas cosas he leído y pocas he vivido”— lo definía a él mejor incluso que a su autor. Era también dificilísimo arrancarle algo sobre lo que había escrito, estaba escribiendo o pensaba escribir. Tenía un pudor extremo y se negaba a convertir lo íntimo y entrañable en tema de conversación, como si ésta banalizara lo importante. Por eso, creo, casi nunca hablamos de sus ensayos y relatos, que he leído y releído muchas veces. Estoy convencido de que era un espléndido escritor, pero secreto, de lectores tan lúcidos y sensibles como él mismo, que llegó a depurar la lengua y volverla tan limpia, exacta y transparente como la de los autores que más admiraba, como el soñoliento Henry James (te estoy provocando, Lucho, ahora que no me puedes responder). Por eso nunca será “popular”, pero tendrá siempre lectores. Era un excelente traductor: a De Quincey, por ejemplo, es preferible leerlo en su versión española que en inglés, donde a menudo la prosa se enreda y oscurece, una prosa que Loayza adelgazó y volvió esbelta y clara.
La música de Bach ha cesado y el funcionario del Père-Lachaise que hace de maestro de ceremonias explica, con mucho tacto, que ésta ha terminado y que tenemos que dejar la sala, donde, me imagino, se celebrará ahora un nuevo funeral. El nuestro ha sido pulcro y discreto, como le hubiera gustado al “borgiano de Petit Thouars”. Abrazo a Rachel, a Daniel, a las dos nietas de Lucho que acabo de conocer y que ya hablan un español que siguen perfeccionando, nada menos que en Salamanca. Salgo y, aunque todavía hace frío, ha despuntado el sol. En el taxi al aeropuerto de Orly, sin hacer ruido, hago lo que he estado evitando hacer toda la mañana: me pongo a llorar.

Publicado en El País: 






Elegía para Ximena Rivera







En esta noche oscura,
cuando nuestro aliento se ve confundido
se anuncia un cielo arrasado:
tu escritura que devela, finalmente,
un lenguaje que se nombra más allá de la derrota
para cumplir la fidelidad de su promesa;
aquel regreso siempre otro desde allí abajo,
en que lo monstruoso emerge convertido
en el rostro del amante desdichado,
en el quejido del animal que sacude al aire
con la plenitud de su música vacía
y donde la fugacidad de una imagen soñada –un árbol,
una piedrecilla, una sonrisa de cruel inocencia-
es la marca del asombro que vuelve una y otra vez
para mostrarnos su fragilidad insoportable.

Es en esa noche donde te veo habitar con tus palabras,
esas mismas que eran un puñado de gestos alucinantes
que recorrían el laberinto de la infancia
con un ánimo de extravío que para ti era casi la felicidad;
esas palabras que eran el aprendizaje sigiloso del dolor
como también la espesura del cuerpo tras el mudo cansancio de la vida;
palabras que, paciente, convertías en tarea secreta
que convocaste de la única forma con que es posible intentar
el ejercicio de la imaginación: el poema, su vacío, su derrumbe.

En esa noche te veo en una soledad insoportable
-¿trascendencia?, ¿amor?, ¿Dios?- con la mirada despejada,
insegura de ti misma en el ademán de unir videncia y escritura,
convencida al máximo y sin retribución por responder
la acuciante exigencia que no permite dobleces o excusas;
esa exigencia que no podemos evitar en el poema
donde se vuelve imposible cualquier consuelo inmediato,
cualquier satisfacción duradera.

Tú entendías que el poeta no sabe que es poeta
porque no sabe si la poesía realmente es,
porque aquella herida trae desde lejos
un sentido aleatorio y seductor, pero terrible y voraz
con que el lenguaje se presta a sí mismo
en la orfandad de su propia memoria.
Tú entendías que afirmar cualquier posibilidad
era volverse experiencia y despojamiento
para conjurar al doble del espejo que amenaza con afiebrada lucidez.

Por ello entendías el valor de la ausencia
con tu sonrisa pensativa y ese cigarro entre tus labios
como una red que se distribuye en un santuario
que irradia esa luz que le robaste al desconsuelo:
fascinación que no teme la destrucción ni la pobreza,
que no teme la enfermedad ni la necesidad de acudir
a los indicios con que a todo vidente se le promete protección
contra el desamparo de su propio ardor verbal,
contra la incomprensión de su propia imaginación de fuego.

Tú sabías que en la noche más oscura,
no es pecado lo que hay que expiar en la purificación de la llama,
sino la interrogante que sacude cada fibra de nuestro ser
y que tus palabras dibujaron cuando se consumieron a sí mismas:
ese destello que ahora puede iluminar intacto
el esquivo beso con que aguardamos el regreso del verano.

jueves, 22 de marzo de 2018

La sonrisa del hombre invisible: Rubén Jacob y su Poesía Completa


Nunca pensé que en noviembre de 2009, invitado a dar una lectura en la Universidad Viña del Mar, sería la última vez que vería y hablaría con Rubén Jacob. En Youtube hay un registro de parte de aquella lectura de Rubén, tal vez con un audio poco feliz, pero donde se puede distinguir su voz, algo apurada, leyendo poemas de The Boston Evening Trancript y de Granjerías infames. Tal vez por el calor de fin de año, quizás por lo inhóspito de la sala, tal vez por un atraso excesivamente largo que hizo que esa lectura comenzara muy a destiempo, el asunto es que Rubén después de leer, andaba de no muy buen humor. Su ironía lo demostraba a quien se le acercase, pero de todas formas, nunca manifestó su incomodidad de modo explícito. Lo importante era estar con los amigos. Después de todo, con un gesto muy de él, esa ironía se desplazó hacia sí mismo y tuvo como objeto sus propios poemas: ante el desfase de la edición de Granjerías infames que estaba bajo el cuidado del editor Patricio González de Altazor, Rubén de un modo muy característico, empezó una curiosa perorata, un monólogo más bien, donde se preguntaba cuán problemático sería editar sus poemas completos, quién tendría el valor de llevar a cabo semejante tarea y qué dificultades esperaban a tan avezado como improbable filólogo. Meses después de aquella conversación -que jamás sospechamos sería la última- Rubén Jacob fallecía en el invierno de 2010.
Con el correr de los meses y de los años, quienes de una u otra manera rodeamos amicalmente al poeta de Llave de sol, sabíamos que su obra, tarde o temprano, ampliaría el conocimiento de los iniciados o de los curiosos atraídos por excentricidades. Por lo demás, dar cuenta de los implicados en la difusión, comentario y valoración de la poesía de Jacob, sería dar cuenta de varias generaciones de lectores cuya principal característica sería la fidelidad y el asombro. Hay un primer círculo de lectores de Jacob, aquellos que desde el principio supieron de sus afanes con la escritura y que contribuyeron con su palabra, consejo, opinión y sugerencias a validar lo que se podría haber creído un capricho de abogado semi-retirado. Entre ellos y de los primeros, Juan Luis Martínez. Pero también, algunos menos conocidos como Luis Bork, Luis Mardones, Carlos León, Jorge González Mancilla, Antonio Pedrals. Luego vendrían algunos poetas y editores “jóvenes” que a fines de los años 80 y principios de los 90 contribuyeron a que esta poesía ampliara su ámbito de circulación: Marcelo Novoa, Luis Andrés Figueroa, Sergio Madrid. Fue precisamente el poeta y editor Marcelo Novoa quien gestionó la primera edición de The Boston Evening Transcript en 1993 cuya publicación catapultó a la poesía de Jacob a ese indefinido, pero atractivo reino del así llamado “secreto a voces”: sus lectores se acrecentaron en espacio y geografía. Desde EEUU, Pedro Lastra y Miguel Gomes acusaron recibo de tan peculiar libro. A su vez, el Boston -como era llamado coloquialmente entre los amigos el libro de Rubén- ganó entre nosotros, lectores diversos y expectantes: Marcelo Pellegrini, Cristian Gómez Olivares, Cristian Cruz, Eduardo Jeria, Carlos Henrickson, Jorge Polanco, Alejandro Cerda, Luis Riffo, Sergio Muñoz Arriagada.
Si la publicación en 1993 de The Boston Evening Transcript fue un descubrimiento, la posterior publicación de Llave de sol en 1996 y de Granjerías infames en 2009 fueron la confirmación de un poeta que pasaba de ser secreto para un puñado de amigos a convertirse en una especie de patrimonio intangible de nuestra imaginación porteña y en una referencia ética acerca de cómo asumir la escritura respecto al poder, respecto de la insidiosa farándula del siempre tentador posicionamiento y las implicancias de la memoria en nuestro devenir como seres humanos. Así, a fines de los 90 y durante la primera década de 2000, lo asombroso -para mí al menos- no era tanto la eventual recepción -o más bien el pertinaz mutismo- acerca de la poesía de Jacob por parte del establishment académico/literario, cosa que a Rubén le tenía muy sin cuidado y para lo cual no se guardaba ironías, sino la curiosidad, entusiasmo y posterior fervor -en ese orden- que iba provocando en varios jóvenes como Gonzalo Gálvez, Diego Alfaro, Rodrigo Arroyo, Francisco Vergara, Antonio Rioseco, Mariela Trujillo o Enrique Winter, por ejemplo y que desde siempre ha constituido la mejor toma de pulso y prueba de fuego respecto de cualquier obra literaria: su lectura inteligente por parte de los creadores jóvenes. Creo que en ese gesto, entre otros, anida la eventual perdurabilidad de una obra.
Perdonará el lector estas rememorizaciones traídas a colación en estos párrafos. Pero creo imprescindible dar cuenta de estos nombres -y de varios otros que omito por fallas en mi memoria y conocimiento- y de esas anécdotas como un marco dentro del cual es posible entender la aparición de la Poesía completa de Rubén Jacob bajo el sello editorial de la Universidad de Valparaíso. Con un esclarecedor prólogo de Marcelo Pellegrini y un pertinente epílogo de Jorge Polanco, esta publicación ha sido, probablemente, uno de los principales hitos editoriales, en lo que refiere a poesía, acontecidos el año recién pasado. Con esta publicación, lo que era un secreto a voces ha explotado en una edición cuidada y de distribución nacional: ya nadie podría decir desconocer esta poesía o negar su existencia como mero mito. Los poemas de Jacob están ahí, circulando entre lectores que tal vez él jamás imaginó y donde la aventura de ese “orden sigiloso” que rememora cada una de sus palabras ya no es un laberinto inaccesible, sino un camino por recorrer.
¿Qué hay en esta poesía que la vuelve cercana y entrañable para quien accede a sus palabras?, ¿cuál es su poder de seducción para quien desee ser seducido? Más allá de la calidad humana de Rubén Jacob que se nos presentó a varios como una presencia cálida y cercana en su humanidad reservada, irónica, de un temperamental y sugestivo humor, a veces negro y pesimista y otras cargado de un infantil requiebre de risueñas alusiones escatológicas, se advierte para cualquier lector atento que sus poemas no reflejan ni se definen por su biografía -algo oscura, provinciana y sin ningún pathos o glamour relevante- cosa que puede tal vez dejar a alguien entre perplejo y callado. Pero eso no ayuda mucho a esclarecer estas preguntas. Partiendo por lo más obvio -que no es necesariamente algo que sea prioritario para un lector- sin duda que el lenguaje de la poesía de Jacob es un lenguaje culto, adiestrado en un humanismo de estirpe clásica -la literatura, la historia, el derecho-, pero sin caer en afectaciones estilísticas de manierismos superficiales o efectistas. Tampoco es un lenguaje que se preste para experimentos o transgresiones formales. A lo sumo es posible apreciar un pertinaz equilibrio entre ciertos hábitos lingüísticos traídos a colación desde la oralidad cotidiana, peros sin el afán de desfondar al poema como una red zurcida a la fuerza. Se hace inevitable apreciar que en esta poesía existen algunos giros heredados del habla -gerundios, frase hechas, cierta retórica conversacional que vuelve al poema una especie de registro narrativo de experiencias-, pero todo ello no llega, ni menos se aproxima, a los extremos de una poesía que haga del coloquialismo o de la articulación de un repertorio naturalista del habla, su fuerza principal. Por lo demás, ese lenguaje culto, se resguarda y distancia de sí mismo cuando se autoironiza, es decir, en tanto incluye no solo un descomunal imaginario de “alta cultura” respecto a alusiones filosóficas, literarias y musicales, sino también en lo referido a incluir una serie de imágenes, efectos, personajes y situaciones que podríamos llamar de la “cultura pop”: esas instancias donde Borges y Obdulio Varela se dan la mano al interior del poema, donde el ajedrez y el fútbol, por ejemplo, no van a la zaga de las más sofisticadas alusiones a Alban Berg o a Walter Benjamin. Pero mas allá de constatar estas “condiciones materiales” de la poesía de Jacob, es pertinente, a partir de esto mismo, dar cuenta de otras cosas, quizás más sutiles, pero no menos significativas y que, me parece, son necesarias para poder entender el por qué de esta entrañable cercanía con la que esta poesía nos invita y seduce. Es así que, en otro sentido, el lenguaje de la poesía de Jacob se traduce en un peculiar modo de asumir el ritmo. Bajo esta idea en los poemas de Jacob tampoco se nos seduce por la musicalidad, eufonía o llaneza rítmica proveniente de la ondulación sensual de la sinestesia o por la gimnasia verbal de la estructuración sintáctica de los versos. En esto, Jacob está a las antípodas de un poeta como Gonzalo Rojas, por ejemplo. Su “respiración verbal”, por decirlo así, no es la de un cantor o de un asmático que lucha para encontrar la expresión: es más bien un fluir prosaico que ve en ese mismo fluir su “expresión”. Por eso, nada más alejado en esta poesía que la necesidad de incitar por los sentidos. Al contrario: el ritmo de estos poemas es un requiebre adusto de toda musicalidad, es un ritmo que alude más a la prosa que a la música, no sólo por el efecto otorgado por el uso tan peculiar en Jacob de la “música de la conversación” en referencia a Eliot o a Parra, sino por lo tajante, imprecatorio y disgregador de su discurso. Esta es una poesía que se pone frente tuyo y te dice: “conversemos”. Y en aquel gesto hay una intencionalidad de hacernos reflexionar por el cauce material de las palabras que se van dando en una secuencia que no tiene la pretensión de hacernos sentir fuera del mundo. Para nada: como pocas, la poesía de Jacob nos adentra en el mundo. Un mundo en falta, lacerante y lacerado, herido, un mundo dolido por la violencia y el sin sentido, por el olvido y la desmemoria. De eso no cabe duda e iluso sería pensar lo contrario. Pero lo curioso de todo esto, es que esta poesía lo hace como solo la buena poesía es capaz de hacerlo: sugiriendo, matizando, poniéndonos contra la pared del sentido, pero sin el gesto estrafalario de la metaforizacion excesiva, ni tampoco utilizando un lenguaje destruido en sus desgarros incomunicativos, ni menos exigiéndonos algo con ese tono perentorio que es tan característico de nuestra época. No, esta poesía invita a conversar y a través de eso, a reconocernos. Por eso, tal vez, su atractivo radica en el gesto entrañable de establecer una comunicación que se aleja del mundanal ruido, pero que no nos hace abandonar la mirada de reojo tras la puerta del bar en donde, por la calle, pasa la violencia desquiciada que nos hace palidecer. Esta poesía invita a conversar. Primero y ante todo, con nosotros mismos. Quizás por ello, en cierto sentido, buena parte de los poemas de Jacob puede ser vistos como una especie de monólogos que nos incitan a adentrarnos en los laberintos de nuestra conciencia y en las fantasmagorías de nuestra memoria. Si fuera así, estos poemas esperan el click mágico de la lectura para que se pongan ante nosotros para apurarnos no tanto a que los escuchemos en su adusta soledad, sino para que respondamos a sus requerimientos, alusiones e incitaciones, quizás con una sonrisa, quizás con una mirada pensativa. Pero donde siempre sabremos que desde el otro lado, Jacob nos estará mirando con su sonrisa invisible.

Quilpué, verano de 2018.


Este texto se publicó en:  https://www.lacallepassy061.cl/2018/03/la-sonrisa-del-hombre-invisible-ruben.html

domingo, 18 de marzo de 2018

Dos elegías


 



 
Elegía para Eduardo Anguita

En este esfuerzo de nada para nada,
tu nombre recorre mi voz como fuego a la ceniza.
Palabras que van a dar a otras palabras
y cuyo tintineo espectral es una galería destruída,
el chasquido de un espejo roto,
una siniestra mañana de agosto.

Tu nombre recorre mi voz como fuego a la ceniza
y el cumplimiento de su vieja promesa
vuelve taciturno todo deseo de espera o anhelo de retribución:
palabras arrancadas de cuajo en medio del aire nocturno
como si un mago hubiese fracasado en su triste sortilegio
como si la escritura celeste que formaba parte de ti mismo
hubiese sido transcrita en el pedernal gastado de un silencio indecible.

Pero ya no está dentro de nosotros reconocer ese lugar,
ni ningún otro, apenas el mapa de un gesto insulso
que sueña con la escritura de lo efímero
o del polvo restregando esquirlas de la historia
en la sacudida que implica vivir en el olvido
tras el olvido de toda nuestra memoria.

Sí, hay muchas esperanzas,
pero ninguna es para nosotros:
¿acaso el trazo de lo impredecible
cuando renunciamos a la exigencia de lo bello?
¿acaso recortes de periódico, anunciando
una nueva guerra, una revolución más,
el recuerdo de un pasado, ahora imposible?
Ninguna esperanza es para nosotros
donde el silencio es fugacidad de un cuerpo que ignoramos.

Cuerpo atravesado por tu extraña misericordia:
¿no era hambre de infinito tu deseo?
¿sed de eternidad el regocijo estival de pechos y muslos?
Placer donde no existe la búsqueda del placer
sino el afán del conocimiento: maldición de los poetas
que confunden pureza con sabiduría,
la forma con la vida, su deseo con los misterios del lenguaje.

Ninguna esperanza es para nosotros,
ninguna promesa válida, consuelo a nuestra indolencia.

En este esfuerzo de nada para nada,
tal vez ser redimidos del fuego por el fuego
es la palabra que Orfeo no pudo oír y que trajo su catástrofe.
Para nosotros, quizás, es la certidumbre de saber callarnos
en medio del bosque inútil del lenguaje
cuando la claridad de los ojos de la muerte
nos hace creer esa bella ficción que es el beso de Eurídice.









Elegía para Ennio Moltedo

En este alicaído cielo de agosto,
cuando la noche viene a interrumpir al tiempo
que se halla fuera de sí mismo como furtivo cazador de madrugada
y con esa llovizna que vuelve legible la palidez de otras tumbas,
cuando en el horizonte el mar intenciona la desolación
de nuestra frágil conciencia y se hace creíble
aquel temblor que decía bien, mis ojos ahora descansan
y la incertidumbre sólo era la humedad de la brisa
y no una palabra que hubiese significado en algún poema tuyo
una interrogante frente al misterio,
es entonces cuando las comparaciones se vuelven odiosas
y el eco de cualquier lamento llena el espacio como la caída del agua
que se inclina ensimismada desde la distancia de un mar abolido.

Pero tú sabías más que todos nosotros que ese mar es la pregunta
que enrostra la insuficiencia de los días,
que es el enigma que aguarda entrar en el círculo de las significaciones
como ese alcatraz que dibujaste a mano alzada
en los pliegues de tu escritura o como esas evocaciones infantiles
donde, más que inocencia, había asombro, una sensación pasmada
por aquel presente eterno en que el sabor de unas frutillas
o la sombra dulce de un aromo, eran tregua para un verano
que se prolongaba más allá del hundimiento de nuestras imágenes.
Como en una vieja fotografía
el vaso de leche, el juego con hermanos y primos, las golosinas
otorgadas como promesa para después del Angelus
y todos esos elementos que ahora se nos han hecho imposibles,
habitan entre tus palabras, queriendo ser más que palabras:
quizás la certeza de los años que nos inquieta por su transparencia
y que en su origen era algo palpable como experiencias del mundo
que no requerían ninguna explicación; cosas donde la nostalgia
no tenía cabida y el lenguaje tenía pretensiones más modestas,
más sencillas, pero tan verdaderas como un apretón de manos
o la delicia de un dulce de mazapán
o las aventuras que narraba un cuento de Jack London.

Ahora, en extraña simetría
entre aquel instante y la consagración presente
este derrumbado cielo de agosto atestigua a esas nubes
como la tibieza aclaratoria de un vendaval inminente,
atestigua nuestro silencio más por impotencia que por hastío,
como si la evasión a que obliga la angustia
fuera un requisito para vivir la necesidad
de un idioma que no despertara mutilado por sí mismo.

Con esta llovizna que vuelve legible la palidez de otras tumbas
toda interrogante evidencia la insuficiencia de los días
haciendo cumplir la ley inexorable que nadie sabe comprender.
Así, mientras quienes te debemos alguna palabra,
balbuceamos inquietos la posibilidad del error
o nos encerramos en el mutismo de una realidad desquiciada,
un niño en la arena de una playa dibuja un muelle, una manzana o una gaviota,
sabiendo que este melancólico mediodía sólo será la ceniza del invierno.

jueves, 1 de marzo de 2018

Dos poemas








*
Todo vuelve en estos días,
la desnudez de la que soy parte,
el abandono de Dios,
el olvido que origina lo invisible,
el animal de fondo
con sus pétalos de noche,
la claridad vacía
del fuego entre mis manos.

Todo vuelve
de sombra a piel
de voz a sangre
de humedad a derrota
de precariedad a respiración entrecortada.

Todo retorna en el desvanecimiento,
en la nostalgia de la fruta veraniega
como sonrisa núbil del agua insumisa,
en la fragilidad del tacto
que nos repuso de un tiempo sin tiempo.

Todo inicia en estos días;
el beso que nos fue concedido
aquella noche tan culpable
cuando dijeron nuestros nombres,
cuando nos expulsaron del viejo paraíso.



 
*
Un lenguaje
que tome piedra por piedra,
inocencia por relámpago,
padre por hijo,
tristeza por desierto.

Un lenguaje
que no diga lo ya dicho
esperando que signifique lo ilusorio,
que adivine el orden
del pulso y de la sed,
que camine sin hablar
hacia la soledad de su mirada
como despedida fugaz del llanto.

Un lenguaje
sin palabras que entregue su piedad
con la cosecha del cielo
para hacer visible
lo que dice lo invisible
pronunciando lo ajeno de todas sus vocales.

Un lenguaje
como la mujer de Lot,
sereno ante el horror de su blasfemia
y que al caer la noche
sepa que enmudecer
no es el dolor de saberse sal.