viernes, 20 de febrero de 2015

Lihn y Mistral




Tres son los textos canónicos que hacen referencia a Gabriela Mistral en la escritura de Enrique Lihn: la famosa “Elegía a Gabriela Mistral” incluida en su libro La Pieza Oscura (1963), la así llamada Carta a Gabriela Mistral, texto inédito, escrito en 1981 e incluido finalmente en la edición de El Circo en Llamas (1997) y el capítulo dedicado a Mistral en Conversaciones con Enrique Lihn de Pedro Lastra (1990). Tal vez de todos los poetas chilenos que le deben su “personalidad” poética –o parte de ella al menos- a Gabriela Mistral, Enrique Lihn es el que más se distancia tanto de la actitud reverencial de Luis Oyarzún como del afán de posesionamiento de Gonzalo Rojas.
Lihn lee a Mistral con dedicación, admiración y entrega, qué duda cabe, pero sus inquietudes van hacia otro lado: su admiración no va tanto en descubrir los “temas” mistralianos en lo que respecta a esa materialidad que conforma su experiencia con el mundo, ni tampoco hace alusión a una eventual trascendencia en la inmanencia de las cosas o nos las hace ver como si fuese nuestra mal traída percepción, una “primera vez”. En su gesto, Lihn es mucho más opaco en sus estrategias de lectura, pues rastrea en Mistral ciertas ideas, nociones o conceptos que no sabemos a ciencia cierta si son estrictamente “mistralianos” o acaso son proyecciones de Lihn para compensar su anhelo de admiración y ser fiel, a pesar de su distanciamiento, con la Diosa Blanca que todo lo inunda y todo lo ve. En esta oportunidad sólo deseo esbozar dos asuntos.

En primer lugar, el anhelo del poema como una concentración pasmada de lo irrenunciable a las palabras y en segundo lugar, una oculta, pero no menos relevante devoción hacia la nada.
Tanto en la Elegía como en las conversaciones con Pedro Lastra, es posible advertir esa pasión que, proverbial, Lihn intenta buscar y entender para hacer de toda escritura poética, una escritura metapoética: un volver sobre los pasos andados para desentrañar la filigrana del lenguaje mismo para ver hasta qué punto la experiencia que menta el lenguaje, se vuelca una y otra vez hacia el vacío de la significación y no hacia un contenidismo que hace de temas, emociones y cosas, el universo de referencias típicas que tematizan toda escritura.
Una larga cita de Conversaciones ilustra esto de mucho mejor modo:

Los poemas no son simulacros verbales de cosas, sino la puesta en obra de procedimientos complejos, que por cierto incluyen tanto la constitución verbal del sujeto del texto cuanto el despliegue de su relación con aquello de lo que habla, en el modo de la intransitividad o de la literaturidad propias del lenguaje poético. Si Sucre piensa en Materias –una sección de Tala- o en poemas de la misma especie, tendría que detenerse en ellos, creo, a partir de otras consideraciones. Por mi parte, asisto en textos como ésos no al intento de metamorfosis de las materias en la palabra, sino a un cierto tipo de rituales: algo como la consagración de los elementos. Y también a la configuración verbal de ciertas “criaturas” que, en cada caso, conservan rasgos o propiedades sustanciales de su “naturaleza”, pero en las que se trenzan cualidades de los reinos vegetal, mineral y animal con obvios rasgos antropomórficos. Esas “materias”, es claro, sólo cobran la existencia que les proporciona el lenguaje. Yo examinaría los ritmos algo hipnóticos de la Mistral, cuando deja prever el verso medido, lo soslaya, lo evita y lo evoca. Hay una voluntad de concreción en su poesía que siempre especifica, de modo que sus mismos vuelcos hacia lo abstracto o genérico –el uso que hace por ejemplo de ciertos adjetivos (participios) sustantivados- quedan atrapados en una especie de materialidad lingüística.

Ahí vemos no tanto una teorización para dejar satisfecha nuestra necesidad de pruebas reflexivas ante la conciencia lúcida de Lihn. Sin negar para nada aquello, en absoluto, yo veo ahí, algo distinto: un intento de conjurar por medio de la experiencia del poeta moderno la justificación racional de sus modos de operación reflexiva, una especie de sistema defensivo ante lo que implica la evidencia de advertir que el lenguaje poético de Mistral desborda toda expectativa de contención.
En buena parte, Lihn es un poeta que puede afiliarse a la modernidad, a la estirpe que desde Baudelaire llega hasta Huidobro, el surrealismo y el existencialismo, pasando en años posteriores a ser parte de aquel reducido grupo de poetas nacionales que poseen una teorización vigorosa con alusiones importantes a esos autores –aún todos de raigambre francesa- como Blanchot, Bataille, Saussure, el estructuralismo y toda esa familia de lucidez y escepticismo que, en mi modesta opinión, desembocan poéticamente, es decir como logros de obra, en aquellos juegos opacos y desarticuladores de Juan Luis Martínez y la neovanguardia poética de los años 80. Mucho se ha dicho sobre eso y no deseo ser redundante al respecto.
Ahora bien, una poeta como Mistral –pero también Prado y todos los poetas que sobrevivieron al impacto de las vanguardias en Chile durante los años 20 y 40- no es, necesariamente, lo que antecede a esa ruptura ultramoderna, lúcida y reflexiva que representa aquello que se ha denominado como vanguardia y que, para ser más preciso, llamaría de modo más envolvente como talante vanguardista, superando las limitaciones generacionales al uso. No, para nada: la poesía de Mistral es más bien lo que está frente a eso y dada su especial actitud ante el lenguaje, cuestiona justamente lo intrínseco de esa aventura y a sus herederos. Es de aquella forma que tiendo a pensar que Mistral es una especie de recordatorio de sabiduría poética irreductible que pone en aprietos a Lihn respecto de aceptar o no la idea que la poesía es lenguaje en términos absolutos, pero también un mecanismo que menta una realidad fuera de ese mismo lenguaje y que le permite ser y manifestarse. La realidad –sea lo que fuera eso- se expresa lingüísticamente, pero siempre alude a algo que escapa a la lingüisticidad. Hay materia, hay “esencias” como diría Oyarzún, pero… ¿es posible o dable mentarlas?
Lihn, para bien o para mal, es ese tipo de poeta que sabe que parte primordial de su apuesta es justamente cuestionar o poner en entredicho o al menos dejar en evidencia como crisis esa pretendida relación entre el lenguaje y el referente. Eso habla de un quiebre de la experiencia, habla de una agonía del sujeto, habla de la disolución del sentido. Eso y muchas otras cosas las sabemos de Lihn –y de buena parte de los poetas de la generación del 50: Teillier, Arteche, Moltedo, etc-, pero ¿Mistral?
De ahí lo segundo que creo permite a  Lihn tomar respiro, sentirse acogido por un manto protector inesperado e inventarse, a pesar de su radicalismo, un refugio muy suigeneris: Lihn tal vez ve y lee en Mistral una de las primeras experiencias poéticas del idioma en poetizar, en verbalizar la vivencia de la nada.
Ahora bien, siempre se ha hecho alusión en el mundo crítico a la “religiosidad” mistraliana: una mezcla muy belle epoque de teosofía, judaísmo, espiritismo, cristianismo católico y un vago orientalismo en sintonía con esa sensibilidad modernista de cambio de siglo que Amado Nervo y cierto Rubén Darío encarnan a la perfección, pero que tienen también en Leopoldo Lugones y Julio Herrera y Reissig sus cultores más eximios. Tal vez hay ahí igualmente esa predilección epocal, más allá de temas, por el agnosticismo que se aprecia, asimismo, en la mejor poesía de Pedro Prado, característica de un muy peculiar “espiritualismo laico” que busca en los restos del simbolismo francés y del modernismo hispanoamericano un modo de establecer un discurso alterno tanto a la ortodoxia cristiana como a la ideología positivista que hizo verdaderos estragos en la sensibilidad intelectual de principios de siglo. En fin, referirse a la sensibilidad metafísica y/o religiosa de nuestros poetas de 1900, es una tarea ardua y aún en ciernes.
De todo ese mundo aún tan poco conocido por nosotros, lo que me importa acá es sólo insinuar que en ese contexto, Mistral adopta un temple, una actitud que a falta de mejor nombre se le ha llamado como “budista”: una contemplación enraizada en sí misma que renuncia a las cosas en el instante mismo de aprehenderlas al constatar en ellas, en doble paradoja, puras apariencias y, por ende, engaños metafísicos, pero a su vez, una invitación a desentrañar la quintaesencia de ese vacío fundante que implica la contemplación de esas mismas cosas en su más intrínseca naturaleza. Creo que Oyarzún intuyó eso de modo muy pertinente al referirse a la “experiencia espiritual de las cosas físicas” que se desprende de la lectura de los poemas de Mistral.
Y es ahí donde creo vislumbrar que Lihn establece un vínculo no menor entre esa admiración que tiene por aquel lenguaje tan mistraliano que se quiere a sí mismo en su concentración pasmada y esa nada –vía Sartre, y Heidegger, pero también, probablemente vía Blanchot- que a su propia experiencia cultural y epocal se le impone como un camino a seguir y como desafío de escritura. Hacia el final de la carta de 1981 A Gabriela Mistral, Lihn en un tono íntimo, pero socarrón, reverencial, pero también plagado de lúcida ironía hace una más que velada referencia a eso:

La lectura literal pero atenta de tus mejores poemas –y no de tus páginas edificantes- sorprendería a más de un creyente por el “amor de la nada” que se trasluce en tus oraciones: “Por si no hay después encuentros/ en ninguna vía láctea”. Los oficiantes de diferentes cultos tendrían que estrellarse contra ti; pero en ese muro han abierto una hornacina y puesto, cada cual, una imagen inventada de su santa que se te parece, pero no más que un mármol a un cuerpo y tanto como una figura a una sombra. Para mí eres otra especie de fantasma: una palabra amada.

Para Lihn, es muy probable que Mistral represente la experiencia primordial de establecer en la paradoja de la aprehensión de las cosas –los referentes- un vacío que sólo puede constatarse como lenguaje: palabras que son fantasmas, efigies amadas que son sombras. Esa nada que llama hacia la disolución del sentido, es quizás para Mistral fuente de sosiego y reposo, para Lihn motivación para conjurar en la acción y en su fracaso histórico, aquel remolino que atrae vertiginoso hacia su propia suspensión angustiosa.
                                    

miércoles, 11 de febrero de 2015

Lecturas de Gabriela Mistral

I Lealtad: Luis Oyarzún 
Si hay algún poeta que pueda con derecho ser tildado de mistraliano, ése es Luis Oyarzún. Nacido en 1920 y muerto en 1972, ha sido, lamentablemente, apreciado más como escritor de un texto genial y fecundo como lo es su Diario y de un puñado de ensayos maravillosos donde explora sinnúmero de temas y cosas: desde la peculiaridad del ser americano y la estética moderna, hasta llevar a cabo esas preguntas fundamentales por el sentimiento de lo humano en nuestro continente. Profesor, conferenciante, viajero, académico de cabo a rabo, erudito de minucias y desplantes generosos, mentor de la llamada Generación del 50, amigo y cercano de Parra, Neruda, Lihn y muchos otros, Oyarzún no puede ser entendido en la diversidad de su escritura, sino se toma como referencia su admiración por la poesía de Gabriela Mistral y la prosa de José Victorino Lastarria. En lo que a Mistral refiere, Oyarzún le tocó dar cuenta de ella en instantes culmines de su vida: fue él quien a nombre del mundo intelectual y académico chileno, rindió homenaje a la poeta con un famoso y relevante discurso cuando ésta llegó a Chile en 1954 y fue declarada Doctor Honoris Causa por la Universidad de Chile. En contrapunto, fue también Oyarzún uno de los oradores más importantes en los funerales de la poeta en enero de 1957.  Pero más allá de las palabras de rigor, la cercanía de Oyarzún no es el mero homenaje, ni la admiración sentida en el rito fúnebre.
Hay en Oyarzún una manera de leer a Mistral que, respecto a su época, la desmitifica y la engrandece. Recordemos que hacia los años 50, y después de un largo exilio voluntario, Mistral por sus opciones políticas, su natural inclinación a declaraciones polémicas y sus explícitos compromisos sociales, no era precisamente una figura muy cómoda para el establishment intelectual y político chileno. La triste y célebre frase de Prado y la lectura que de ella habían hecho Alone y Silva Castro, nos la mostraba como madre, mujer altruista y sacrificada, como pedagoga infinita que se entrega a la renuncia y la soledad. Para Oyarzún, sin embargo, lo primordial no está en esas coordenadas, ni en la efigie que se desprende desde ahí a modo de monumento incontestable. Para Oyarzún lo primordial está en la poesía misma, en el lenguaje mistraliano –otra cosa es ver hasta qué punto una y otra cosa se confunden en nuestro imaginario y aún si es posible separarlas-
Ahora bien, hay dos asuntos que son fundamentales en la lectura que Oyarzún hace de la poesía de Mistral: ese afán por intentar caracterizar lo que es lo “americano” y por otro lado y muy unido a ello, el ejercicio por cartografiar las cosas y el mundo como si fueran contemplados por primera vez. Tenemos que estar atentos a eso: mientras Oyarzún vislumbra esas virtudes para nada secundarias en la poesía de Mistral, él ha escrito y está escribiendo sus poemas de Ver y Mediodía que, ciertamente, encarnan ese ideal de despojamiento verbal y entrega fiel a la materialidad de las cosas contempladas y que, de modo muy agudo, habían ya advertido lectores privilegiados de Oyarzún como lo son Alfredo Lefevbre y Jorge Millas. Justamente esos poemas de Oyarzún exploran o intentan explorar el gesto de lo inmediato haciendo de ello un modo de articular una visión, una manera de ejercitar la mirada. En ese sentido para Oyarzún, el libro Tala es fundamental como referencia: para nuestro poeta que lee a nuestra poeta, ahí es posible vislumbrar un acto radical de consideración:

La materia en la poesía de Gabriela tiene alma e idioma y habla con el lenguaje de la infancia o con el verbo de la pasión (…) las diversas esferas de realidad están aquí bien delimitadas, pero, aún sin fundirse, se abrazan mutuamente las cosas y el alma, y ésta, en expansión creadora, se derrama desde su centro y envuelve a las cosas minerales y vivas, palpándolas hasta sentirse a sí misma en ellas, sin deformarlas ni desnaturalizarlas, descubriéndose en ese ser extraño, como en las pruebas de cognición extrasensorial provocada.

Ese acto como vemos implica hacer aparecer ante nuestra percepción las cosas tal como son, en una prístina manera de acercarnos a su naturaleza intrínseca. Formado intelectualmente en la rica y densa maraña de la filosofía fenomenológica vía Ortega y luego de sus viajes por Europa en Husserl y Scheler, creo que para Oyarzún, la poesía de Mistral responde a esa necesidad casi genésica de reconocer las diversas materialidades que conforman las capas de lo real en niveles cada vez más sutiles y por, ende, misteriosos. Es como si nuestro poeta leyera en Mistral el descubrimiento notable de una aproximación ante las entidades del mundo para mostrárnoslas en su prestancia única, instancia que al parecer sólo la poesía puede lograr.
Eso no deja de ser curioso: Oyarzún con una formación filosófica de primer orden, cede como poeta a la evidencia que la apropiación de la realidad -sea lo que esto signifique-, sólo es posible por medio de la experiencia lingüística de nombrar en su más pura esencia aquella materialidad objetual que adviene a nuestra percepción con esa gratuidad que, si bien no se nos otorga con facilidad o cercanía fácil, a la hora de decidirnos con convicción a ver lo que ahí se nos aparece, pues se abre en su más intrínseco secreto. Y ese secreto, sólo la poesía de Mistral, al parecer, puede permitirnos atisbarlo como posibilidad de sentido.
El gesto de lectura de Oyarzún nos insta a leer la poesía de Mistral como un discurso que hay que ir deshojando paulatinamente para admirar su intimidad más oculta como si en la desnudez de su lenguaje las cosas se nos revelaran en su propia particularidad: nada de artificios, ideas accesorias, ni malabares barrocos o neobarrocos, ni menos apología de tal o cual discurso de ocasión. Pareciera ser que Oyarzún ve en las palabras que Mistral convoca para tejer su escritura, una especie de sutil mecanismo de develación. Sin espacio para la culpa, ni menos viendo a la poesía como salvación de no sabemos qué cosa, ni menos como compensación de algo aproximado al pecado, la poesía de la Mistral se nos otorga como el discurso más apto para entender ese ejercicio de percepción paciente, solitario y callado, pero no menos severo en su economía y sobriedad, para hacernos palpable de una vez por todas que aquello que llamamos “realidad” no se fundamenta trascendiendo al mundo, sino que es su pura presencia inmanente.

II Concupiscencia: Gonzalo Rojas
La relación de Gonzalo Rojas con la poesía de Gabriela Mistral es tal vez uno de los capítulos más interesantes de la poesía chilena que va en el siglo. No puedo aquí por razones de tiempo, detenerme con detalle para rastrear las fascinantes y no siempre examinadas aristas de tal relación. Valgan las siguientes frases como mero bosquejo.
Pues bien, me parece que lo fundamental de la relación entre Rojas y Mistral se sustenta en una verdadera pasión por parte del autor de Oscuro al leer a Mistral como elemento sustancial de su propia poesía. Voraz, intenso y altamente erótico en su gesto de apropiación, la poesía de Rojas tal como hace en otro sentido con la poesía de César Vallejo, Rubén Darío y Paul Celan, se aproxima entre respetuoso e iconoclasta a la escritura de Mistral: la admira, la busca, la ve y la posee. Su gesto está saturado de sabor terráqueo, saturado de vinculaciones de apropiación que tiene como telón de fondo, un modo genealógico de aproximarse, una estrategia felina de hacerla sentir parte suya, de su cuerpo textual en la medida que hay una identificación plena entre la efigie que Rojas articula para sí mismo y la efigie que lee o más bien, quiere leer en Mistral. Un texto en prosa de Rojas que se incluyó en Del Relámpago, es decidor al respecto:

Por mi parte me crié oyendo hablar de ella pero no como diosa sino por paisana de mi gente: los Pizarro Pizarro, los Rojas Villalón, unos Álvarez por ahí y unos Rivera que la trataron en Tongoy o en Tamaya, en Paihuano, en Limarí, o en Cogote, o en Zorrilla; o más arriba en lo castizo de La Serena; gente mía que debió emigrar por la costa difícil desde Coquimbo a Arauco –recién entrado el siglo- a bordo del Guayacán, dejando aquellos huertos bíblicos por lo abierto y tormentoso del océano

Esa familiaridad sanguínea, esa relación para consumarse, tal como lo ha constatado de modo magistral Marcelo Pellegrini en su libro La ficción suprema. Gonzalo Rojas y el viaje a los comienzos (3), toma como guía y orientación algo muy físico, muy palpable, pero áspero y certero: la cercanía e identificación en la experiencia común que él cree vislumbrar al momento de observar y hacer suyo lo pétreo, es decir, la cercanía de ambos a través de las piedras que ven y aman en el contexto de esa sensibilidad que hace de la materialidad de la tierra su sustento primordial. Para Rojas la visión transfiguradora es el don mistraliano que más admira de aquel cuerpo textual que anhela. Ese don, implica mirar atentamente las piedras. Sin duda Rojas tiene en mente aquel texto en prosa de Mistral llamado “Chile y la piedra” donde nuestra poeta se declara hija de aquel elemento. Ese gesto provoca en Rojas un estímulo fecundo: para él, Mistral siempre ha sido y será una cordillera viva que ha enseñado ser la piedra fundadora. Hay ahí una manera de establecer vínculos hacia una sensibilidad oracular que entiende en su matriz una serie de elementos básicos, cuasi arcaicos, pero decidores para Rojas en la búsqueda de su constitución poética: ahí se advierte la crudeza del sol cordillerano, los ojos del poeta que se ve a sí mismo como habitante animal de una temperatura ardiente expuesto en las latitudes rocosas de las alturas cordilleranas y que oficia un rito de purificación. La cordillera es madre, pero también cuerpo arisco de poseer y el poeta, tropezando, pero admirando y poseyendo las diversas texturas pétreas que le salen al camino, lleva a cabo una verdadera procesión para hacer suya esa energía elemental de las cosas que se manifiestan en su modo rústico, casi ajeno al lenguaje, pero que sólo tiene al lenguaje como forma de designarse en su errancia.
Para Rojas, su relación con Mistral se encuentra equidistante entre la parienta lejana y la escritora ejemplar, entre la figura literaria y el elemento esencial e ineludible de un paisaje. Para Rojas, Mistral es paisaje verbal al que busca asimilarse simbólicamente en el afán de posesión. Así, para el poeta de La miseria del hombre, Mistral es una piedra, en tanto acendrada por un rostro esparcido por multitud de espacios, como por ser la presencia que dispone en su prestancia “cordillerana” de vigor, soledad y piel caldeada ante el sol implacable de la naturaleza y del lenguaje, un punto de referencia ineludible para configurar su propia razón de ser, para asimilarse a esa identidad pétrea que hace de todo poeta y su escritura, uno solo en su amplitud física, en su amplitud material, donde cada palabra, y cada vocablo es una presencia granítica de logro y maravilla.