jueves, 30 de mayo de 2013

Oración por nosotros los poetas



Señor, ¿qué nos darás en premio a los poetas?
Mira, nada tenemos, ni aun nuestra propia vida;
somos los mensajeros de algo que no entendemos.
Nuestro cuerpo lo quema una llama celeste;
si miramos, es sólo para verterlo en voz.
No podemos coger ni la flor de un vallado
para que sea nuestra y nada más que nuestra,
ni tendernos tranquilos en medio de las cosas,
sin pensar, a gozarlas en su presencia sólo.
Nunca sabremos cómo son de verdad las tardes,
libre de nuestra angustia su desnuda belleza;
jamás conoceremos lo que es una mujer
en sus profundos bosques donde hay que entrar callado.
Tú no nos das el mundo para que lo gocemos,
Tú nos lo entregas para que lo hagamos palabra.
Y después que la tierra tiene voz por nosotros
nos quedamos sin ella, con sólo el alma grande...
Ya ves que por nosotros es sonora la vida,
igual que por las piedras lo es el cristal del río.
Tú no has hecho tu obra para hundirla en silencio,
en el silencio huyente de la gente afanosa;
para vivirla sólo, sin pararse a mirarla...
Por eso nos has puesto a un lado del camino
con el único oficio de gritar asombrados.
En nosotros descansa la prisa de los hombres.
Porque, si no existiéramos, ¿para qué tantas cosas
inútiles y bellas como Dios ha creado,
tantos ocasos rojos, y tanto árbol sin fruta,
y tanta flor, y tanto pájaro vagabundo?
Solamente nosotros sentimos tu regalo
y te lo agradecemos en éxtasis de gritos.
Tú sonríes, Señor, sintiéndote pagado
con nuestro aplastamiento de asombro y maravilla.
Esto que nos exalta sólo puede ser tuyo.
Sólo quien nos ha hecho puede así destruirnos
en brazos de una llama tan cruel y magnífica.
Tú, que cuidas los pájaros que dicen tu mensaje,
guarda en la muerte nuestros cansados corazones;
dales paz, esa paz que en vida les negaste,
bórrales el doliente pensamiento sin tregua.
Tú nos darás en Ti el Todo que buscamos;
nos darás a nosotros mismos, pues te tendremos
para nosotros solos y no para cantarte.

                                     José María Valverde


sábado, 25 de mayo de 2013

Las Cosas Nuevas de Ennio Moltedo


En diciembre de 2005 y bajo los auspicios del Consejo Nacional del Libro y la Lectura, Claudio Gaete y Guillermo Rivera publicaron Obra Poética de Ennio Moltedo (1931-2012). Aquella publicación –altamente esperada y, por cierto, reivindicativa de la poesía del autor de Concreto Azul- parecía ser la summa de lo escrito por Moltedo en un lapsus de más de cuatro décadas. El título que cierra tal volumen –La noche, cuya primera edición es de 1999 por Ediciones Altazor- a su vez, según los comentaristas más informados, podría ser considerado de lo mejor que el autor había escrito en su dilatada carrera y, ciertamente, coronaba una vida entera dedicada  a la poesía. 
Es así que cuando como lectores nos encontrábamos dispuestos a vislumbrar la poesía de Moltedo como un universo ya estabilizado, no dejó de sorprender la publicación del libro que ahora reseñamos y que dejaba entrever, si no una modificación profunda de su mundo imaginario, sí al menos constataba la persistencia aguda de una serie de presupuestos que la escritura del poeta viñamarino había ido modulando al menos desde diez años antes. Aquello no deja de ser menor, si pensamos que tras “ediciones completas”, buena parte de otros escritores o poetas se retiran a cuarteles de invierno y toman distancia de su propia escritura o lisa y llanamente, renuncian a la fidelidad de la “musa”. El caso de Moltedo no podría ser incluido en esos parámetros, no tanto por el hecho mismo de publicar un nuevo libro en los albores de su edad plenaria -80 años- ni menos por mera porfía de atender sin miramientos a saldar cuentas con los jirones de palabras –escombros en el decir del ensayista chileno Martín Cerda- que se perfilan en el rincón del escritorio. Para nada, más aún, Moltedo obedecía a ese tipo de poeta que se ve en la necesidad, si no apresurada, sí persistente de volver a decir, de volver a manifestar, de volver presentes sus requerimientos expresivos, sus deseos de establecer lazos y zaherir al lector con pocas amabilidades en la sequedad de su escritura oficiosa.
Ciertamente a Moltedo y a su poesía podríamos afiliarla a la denominada “Generación del 50” no tanto o tan sólo por su relación de compañero de ruta de poetas tan relevantes como Enrique Lihn o Jorge Teillier, novelistas como José Donoso o Jorge Edwards o ensayistas brillantes como Pedro Lastra y Martín Cerda, sino por la trama que esa poesía articula respecto a un concepto de subjetividad que pone al descubierto: una subjetividad en donde es posible advertir fuertes contrastes que evidencian, por un lado, el abandono de todo afán totalizante en lo que implica entender la existencia como subalterna de una discursividad global –ya sea de índole religiosa, política o estética- que la envuelva, oriente o clarifique, como por otro, una subjetividad que manifiesta una crisis epocal, entre agónica y escéptica de los escenarios de lo real y con tintes entre existencialistas y religiosos, enfrentada al absurdo de la inautenticidad del habitar urbano y con conciencia de sus límites lingüísticos, en tanto que no es la aventura expresiva su exploración primordial, sino más bien el ensimismamiento y aprehensión de esa misma crisis que le permite poseer conciencia de sí. Desde esta perspectiva, la poesía de Moltedo puede verse en dos grandes momentos que tienen a los acontecimientos socio-políticos ocurridos en Chile desde 1973 como telón de fondo. De aquella manera, un primer instante o momento comprende desde Cuidadores (1959), hasta Concreto Azul (1967), donde se aprecia de qué forma el concepto de experiencia que desarrolla adquiere densidad en tanto experiencia de la infancia como memoria. Ahí el poema es la narración de esa experiencia en la medida que ofrece una manera de entenderlo como un “relato sincrético” de imágenes, vivencias, objetos y lugares. El poema como “rescate” de esas experiencias primigenias, como un intento de transmitir al lector la vivencia perceptiva “de la primera vez”, la “primera mirada”, en un esfuerzo de datar en el poema, el relato que recibe su primacía inicial de entusiasmo y asombro. Un segundo instante o momento comprendería desde la aparición de Mi tiempo (1980) hasta la publicación de La noche (1999), en donde se puede apreciar una experiencia del desencanto como imposibilidad de lo lírico. Ahí el poema es la escritura paulatinamente punzante de la ironía, lo político, el sarcasmo y la crítica: la devaluación de lo lírico entendido de modo tradicional. El proyecto utópico de una posibilidad de hacer “presente” el mundo de la infancia y del asombro de la “primera vez” se ve truncado por el fracaso histórico de nuestro desenvolvimiento republicano. El poeta y el poema trasuntan un silencio referido a ese mundo “perdido” tal vez para siempre y se apresta a la lucha por un ahora, en donde no hay consignas políticas partidistas, sino más bien, la rearticulación en el poema del desencanto epocal que hace de la ironía, el sarcasmo y la preocupación contingente, su material trasvasijado en arte verbal.
Bajo estas clarificación es que Las cosas nuevas es un libro que amplía y profundiza lo explorado por Moltedo en La noche, entre otras cosas, por la disposición serial de los poemas, enumerados uno tras otro en un acto de despojamiento y severidad que aúna un modo mordaz de vérselas con ese objeto llamado poema y que implica, sin duda, proponer lo indistinto de la escritura y el naufragio o asfixia de toda diferencia, como por otro lado, el temple austero de la trama narrativa de sus textos. Una renuncia al lirismo –en un entendimiento tradicional del término, no así como manifestación de una subjetividad doliente y perspicaz ante los fenómenos de lo real- que la disposición en prosa de los poemas mismos ayuda a matizar. Alusiones directas a las catástrofes culturales, urbanas, políticas y humanas que han significado, entre nosotros, los procesos de modernización con sus consecuencias sabidas de antemano: la deflación del sentido de las relaciones intersubjetivas, el imperio de la mascarada vacua de la espectacularización de la experiencia, la conversión a nivel de rutina de los procesos burocráticos de la vivencia cotidiana. Pero ¿acaso este nuevo libro de Moltedo hay que tomarlo como una mera variación de lo que La noche de 1999 estableció como coordenadas de sentido para entender la última poesía de este autor? ¿Una mera repetición de lo mismo? Me aventuro a creer que no, porque leer Las cosas nuevas como un simple corolario de un impulso imaginario y crítico que arranca en el libro anterior, si bien posee una lógica deseable para “situar” al texto que estamos comentando, poca justicia le hace al texto mismo, pero también lo separa a modo de apéndice de la obra moltedeana entendida como tal obra, es decir, como una totalidad articulada que es posible de leer como uno de los despliegues más intensos de la poesía chilena contemporánea respecto a la crisis de la experiencia subjetiva con sus implicancias imaginarias, memorísticas y políticas. Ciertamente no pretendo agotar aquí estas aseveraciones, más bien creo que es pertinente hacer algunas breves observaciones al respecto que sirvan de entrada para comentarios más amplios e informados.
Desde el título, parece que estamos invitados a la exploración de un horizonte distinto de significados ¿qué mentan Las cosas nuevas? No es ocioso advertir el adjetivo que da un tono especial al título, adjetivo que marca buena parte de la poesía moderna. Fue Guillaume Apollinaire en un famoso texto de 1918 El espíritu nuevo y los poetas, el primero en proponer con carácter programático el concepto de lo “nuevo” como uno de los fundamentos de la poesía en el siglo XX, especialmente aquella ligada a una sensibilidad vanguardista que hacía de la crítica de lo real y la sociedad una simbiosis con la crítica de los recursos expresivos utilizados en el lenguaje mismo. Rastrear el sentido de ese término, al menos en la poesía chilena del siglo XX, sería referirse a buena parte de ella desde las exploraciones de Huidobro y De Rohka y la generación del 38 hasta la denominada Neovanguardia de los años 70 y 80. Pero, más que establecer filiaciones más o menos convincentes respecto al uso –y abuso- de este término para caracterizar buena parte de los escrito en materia poética en nuestro país, vale la pena volver a ver qué implica lo nuevo. Haciendo eco del texto de Apollinaire, ello significaría una exploración de la verdad y la libertad como asociación racionalizada de los medios artísticos, como a su vez la asunción de la sorpresa como recurso y donde justamente esa exploración y aquel recurso posibilitarían la emergencia de un espacio dinámico abierto hacia su propia autocomprensión de ruptura. ¿Pero es posible rastrear aquello en los poemas de Moltedo? Tal vez sólo como ironía, pues en Las cosas nuevas somos expuestos a un tono imprecatorio que podemos asumir como denuncia, sarcasmo o distanciamiento, donde toda posibilidad de experiencia –de haberla- se encuentra mediada por la radicalización del lenguaje narrativo del poema en prosa, convertido éste en un puñado de jirones abruptos que se ven articulados retóricamente por una seguidilla de aseveraciones, observaciones, recreaciones paródicas y otras estrategias textuales semejantes que, de una u otra manera, evidencian la fractura irreparable de una experiencia replegada en su subjetividad. En ese sentido, me parece que en este punto, a semejanza de La noche, los poemas de este libro asumen lo que llamaría una “vocación pública del enunciado”, entendiendo por aquello, la persistencia de un gesto descriptivo de situaciones y espacios que apuntan hacia la precarización de la subjetividad al intentar delimitar la frontera entre lo público y lo privado, viendo en eso una fantasmagoría o un callejón sin salida. Pero lo que concluye en el libro de 1999 es el inicio de lo que menta este libro de 2011. En ese entendido lo “nuevo” de Las cosas nuevas, sería volver patente la inquietante ambigüedad de esta noción, porque si bien es cierto que ella es partícipe de la radicalidad del cambio y la transformación, también es cierto -como apuntó Adorno en su Teoría Estética- que bajo su etiqueta el mercado ofrece siempre a los consumidores las mismas mercancías en tanto es preciso seducir al comprador con el estímulo de la novedad del producto.
 
La poesía de Moltedo, me parece, da una vuelta de tuerca en este asunto y sólo de modo altamente irónico permite entrever que lo “nuevo” de Las cosas nuevas no es tanto la ruptura temática, léxica o retórica del poema como posibilidad de emancipación o trasgresión del sentido, sino que hace evidente o vuelve patente la contradicción entre la promesa de renovación y transformación y  la cristalización tanto humana como política en que ha desembocado lo histórico –referido al menos a los últimos 20 años- asumiéndolo como la instauración de un tiempo y ritmo teleológico del desencanto. Desencanto del mundo que se ha transmutado en una burocratización cruel y destructiva. Lo “nuevo” sería la repetición serial del tiempo asumido como fin histórico donde ya nada puede cambiar, donde todo discurso emancipatorio ha fenecido y donde la poesía constata en su protesta la anulación de la experiencia, su serialización industrial. Moltedo, en éste, su último libro, parece decirnos que en una época de administración universal del sentido y de su violento desarraigo, a la poesía le resta no sólo ser enunciación de la protesta –justificado en todos y cada uno de los casos-, sino también manto protector de la utopía, sea ésta posibilidad de salida o entresueño de una sociedad otra. Una protección entendida como cuidado, como vigilancia, como atención y que ante la sociedad del espectáculo no retrocede en su gesto de lúcida atención.

sábado, 18 de mayo de 2013

Sobre Borges: una carta de Cioran


París, 10 de diciembre de 1976

Querido amigo:

El mes pasado, durante su visita a París, me pidió usted que colaborara en un libro de homenaje a Borges. Mi primera reacción fue negativa; la segunda también. ¿Para qué celebrarlo cuando hasta las universidades lo hacen? La desgracia de ser conocido se ha abatido sobre él. Merecía algo mejor, merecía haber permanecido en la sombra, en lo imperceptible, haber continuado siendo tan inasequible e impopular como lo es el matiz. Ese era su terreno. La consagración es el peor de los castigos -para el escritor en general y muy especialmente para un escritor de su género. A partir del momento en que todo el mundo lo cita, ya no podemos citarle o, si lo hacemos, tenemos la impresión de aumentar la masa de sus ``admiradores'', de sus enemigos. Quienes desean hacerle justicia a toda costa no hacen en realidad más que precipitar su caída. Pero no sigo, porque si continuase en este tono acabaría apiadándome de su destino. Y tenemos sobrados motivos para pensar que él mismo se ocupa ya de ello.

Creo haberle dicho un día que si Borges me interesa tanto es porque representa un espécimen de humanidad en vías de desaparición y porque encarna la paradoja de un sedentario sin patria intelectual, de un aventurero inmóvil que se encuentra a gusto en varias civilizaciones y en varias literaturas, un monstruo magnífico y condenado. En Europa, como ejemplar similar, se puede pensar en un amigo de Rilke, Rudolf Kassner, que publicó a principios de siglo un excelente libro sobre la poesía inglesa (fue después de leerlo, durante la última guerra, cuando me decidí a aprender el inglés) y que ha hablado con admirable agudeza de Sterne, Gogol, Kierkegaard y también del Magreb o de la India. Profundidad y erudición no se dan juntas; él había logrado sin embargo reconciliarlas. Fue un espíritu universal al que sólo le faltó la gracia, la seducción. Es ahí donde aparece la superioridad de Borges, seductor inigualable que llega a dar a cualquier cosa, incluso al razonamiento más arduo, un algo impalpable, aéreo, transparente. Pues todo en él es transfigurado por el juego, por una danza de hallazgos fulgurantes y de sofismas deliciosos.
Nunca me han atraído los espíritus confinados en una sola forma de cultura. Mi divisa ha sido siempre, y continúa siéndolo, no arraigarse, no pertenecer a ninguna comunidad. Vuelto hacia otros horizontes, he intentado siempre saber qué sucedía en todas partes. A los veinte años, los Balcanes no podían ofrecerme ya nada más. Ese es el drama, pero también la ventaja de haber nacido en un medio ``cultural'' de segundo orden. Lo extranjero se había convertido en un dios para mí. De ahí esa sed de peregrinar a través de las literaturas y de las filosofías, de devorarlas con un ardor mórbido. Lo que sucede en el Este de Europa debe necesariamente suceder en los países de América Latina, y he observado que sus representantes están infinitamente más informados y son mucho más cultivados que los occidentales, irremediablemente provincianos. Ni en Francia ni en Inglaterra veía a nadie con una curiosidad comparable a la de Borges, una curiosidad llevada hasta la manía, hasta el vicio, y digo vicio porque, en materia de arte y de reflexión, todo lo que no degenere en fervor un poco perverso es superficial, es decir, irreal.
Siendo estudiante, tuve que interesarme por los discípulos de Schopenhauer. Entre ellos, un tal Philip Mainlander me había llamado particularmente la atención. Autor de una Filosofía de la Liberación, poseía además para mí el aura que confiere el suicidio. Totalmente olvidado, yo me jactaba de ser el único que me interesaba por él, lo cual no tenía ningún mérito, dado que mis indagaciones debían conducirme inevitablemente a él. Cuál no sería mi sorpresa cuando, muchos años más tarde, leí un texto de Borges que lo sacaba precisamente del olvido. Si le cito este ejemplo es porque a partir de ese momento me puse a reflexionar seriamente sobre la condición de Borges, destinado, forzado a la universalidad, obligado a ejercitar su espíritu en todas las direcciones, aunque no fuese más que para escapar a la asfixia argentina. Es la nada sudamericana lo que hace a los escritores de aquel continente más abiertos, más vivos y más diversos que los europeos del Oeste, paralizados por sus tradiciones e incapaces de salir de su prestigiosa esclerosis.

Puesto que le interesa saber qué es lo que más aprecio en Borges, le responderé sin vacilar que su facilidad para abordar las materias más diversas, la facultad que posee de hablar con igual sutileza del Eterno Retorno y del Tango. Para él cualquier tema es bueno desde el momento en que él mismo es el centro de todo. La curiosidad universal es signo de vitalidad únicamente si lleva la huella absoluta de un yo, de un yo del que todo emana y en el que todo acaba: comienzo y fin que puede, soberanía de lo arbitrario, interpretarse según los criterios que se quiera. ¿Dónde se halla la realidad en todo esto? El Yo, farsa suprema. El juego en Borges recuerda la ironía romántica, la exploración metafísica de la ilusión, el malabarismo con lo ilimitado. Friedrich Schegel, hoy, se halla adosado a la Patagonia.

Una vez más, no podemos sino deplorar que una sonrisa enciclopédica y una visión tan refinada como la suya susciten una aprobación general, con todo lo que ello implica. Pero, después de todo, Borges podría convertirse en el símbolo de una humanidad sin dogmas ni sistemas, y si existe una utopía a la cual yo me adheriría con gusto, sería aquella en la que todo el mundo le imitaría a él, a uno de los espíritus menos graves que han existido, al último delicado.

E.M. Cioran

domingo, 5 de mayo de 2013

Digas la palabra que digas



Al final de la Primera elegía de Duino, el poeta Rainer María Rilke canta la desaparición de Lino, el joven hijo de Apolo y Terpsícore muerto por la cólera de Hércules cuando a éste, Lino le reprochó su escaso talento para el arte. En esa muerte, Rilke advierte una grieta que aventura la entrada del dolor en el mundo convertido, transformado en música:

¿Es vana la leyenda de que antaño,/ en el lamento funerario por Lino, la primera música, osada,/ atravesó el árido estupor; y que recién en aquel espacio dominado/ por el terror, del cual el joven semidiós escapó de pronto y para siempre,/ entró el vacío mismo en aquella vibración/ que aun ahora nos arrebata, nos consuela y nos ayuda?
           
            Quizás la poesía de Paul Celan es Lino que nos ha sido arrebatado de pronto y para siempre, una vibración del aire que es quebrantada por lo humano en deficiencia. En esa poesía es posible hallar el propósito de poetizar lo impoetizable, la posibilidad de partir desde la ceniza de la expresión en el quebrantamiento de la palabra, en el límite del lenguaje.
            Ante un ejercicio tan radical como ése, las palabras del filósofo Hans Georg Gadamer siguen retumbando como una pregunta que posee el cariz de lo definitivo: ¿están enmudeciendo los poetas? Y esa pregunta es válida por cuanto lleva a considerar que el lenguaje no basta ya que es desbordado por su propia posibilidad de expresión. Y si fuera así, ¿acaso el silencio es suficiente?
            Para todo aquel que aun en la precariedad de la traducción haya leído poemas de Paul Celan, sentirá que la disolución no sólo de la sintaxis se hace presente de un modo que desafía toda comprensión de una lógica lingüística sancionada por el uso. Otro tipo de disolución se nos presenta, una donde quizás la ganancia del fracaso ante el exceso de realidad, solicita un discurso cada vez más acendrado, un discurso carente ya de esa brillantez que delata la seguridad del lenguaje para poder mentar su configuración plena y autoconsciente. Quizás, para intentar entender a esta poesía deberíamos dar cuenta de la tragedia humana desde donde Celan manifiesta su poema. Pero es tan fácil caer en situaciones irrisorias, en citas sabidas de antemano donde el dolor se transmuta en una elegía que no hace sino verbalizar, es decir, convertir en experiencia mensurable, lo imposible como si acaso lo imposible puede ser dicho. De un modo un tanto precario bástenos decir que cualquier experiencia que derrote al lenguaje en su cordialidad unificadora es la experiencia de la muerte, de la destrucción, de la más intensa desesperación. El dictum de Adorno de que después de Auschwitz ya no es posible escribir poesía encuentra en Celan su mentís. Eso, por algo tan sencillo y, a la vez, arrebatador: Celan lo puede desde la precariedad más inhumana.
            No, la poesía de Celan no es musical en el sentido de Mallarmé, no es melodiosa, ni rítmicamente evocadora de esos paraísos artificiales que tanto nos seducen. Sólo me gustaría sugerir algo dentro de una posibilidad arbitraria: lo que para Mallarmé y los simbolistas (desde Verlaine a Valéry, Yeats y Blok) significa la música, teniendo a Wagner como telón de fondo, puede tener a la música de Anton Webern como correlato de la quebrada sintaxis poética celaniana.
          Si hiciésemos un esfuerzo de comprensión imaginativa, las alucinantes páginas que Adorno dedica a la música del alumno de Schönberg, podrían ser leídas como la más intensa apología del poeta de Rosa de Nadie:

Es así que la música de Webern, asumida como un movimiento conceptual que anima lo inarticulado de la negatividad, se muestra como determinación específica de lo objetivo.

De aquí puede desprenderse una idea fundamental para comprender el gesto de Adorno que encajona a la música, a la nueva música, es decir, aquella que se adentra en el atonalismo libre y que desembocará en el sistema dodecafónico, provocando una ruptura a todo nivel (ya temático, organizativo, tímbrico, composicional) con la música concebida como melodía, siendo representación y esencia de un tiempo de crisis.
          Tal idea es que la obra de arte y en particular, la obra musical, lucha contra una identidad al manifestarse como negatividad, es decir como oposición a la equiparación niveladora de estilo. Aquí el estilo es la tonalidad secuestrada por la “ratio”, sea esa tonalidad “seria” o “ligera”. Así puede apreciarse que la música en la negatividad, debe apelar a los procesos de Ilustración (Aufklärung) que, tradicionalmente, el Romanticismo le negó al identificarla como pasión del corazón. A nuestro parecer, dentro de este esfuerzo imaginativo de comprensión, es donde calzan esos breves y punzantes versos de Celan:

            Digas la palabra que digas-
            agradeces
            el deterioro

          Porque agradecer el deterioro pareciera ser la propuesta para un nuevo escenario donde, perdida la tonalidad musical y poética como sustento de nuestra sensibilidad e imaginación, la derivación a lo atonal despierta en su amalgama de desorden y caos aparente, la fundamental de lo que no deseamos admitir.
          Esta música y esta poesía mostrarían entonces, conmovidas por el proceso de Ilustración dolida que poseen, su propia conciencia. Y esa conciencia es una conciencia angustiada del oyente y de lo objetivo, conciencia que se encuentra en la música de Webern y en la poesía de Celan con las puertas cerradas, a través de las cuales se esperaba huir, porque en esa música y en esa poesía se reflejan sin concesiones, su más absoluta negatividad, sacando a superficie todo lo que se querría olvidar, todo lo que no querría ser dicho.
          Por eso en el arte de Celan y Webern se explora la memoria de lo negado como supresión y se le trae a presencia en el sonido y en la palabra, un sonido y palabra que son como el sujeto que los enuncia: desgarrado, malherido, en protesta aguda dentro de la época y viento en contra al manifestarse cualquier tipo de reconciliación aparente. Así, pareciera deducirse un valor ético de esta poesía y esta música, pues muestran como un espejo la precariedad socio-espiritual que la modernidad desearía maquillar bajo velos más amables.
           Este proceso de “aclaración” que la música de Webern y la poesía de Celan llevan en su fuero es porque se reconocen en el misterio de la más alta lucidez, ese misterio que niega ser arrebatado y que sólo se logra aprehender como manifestación estética que supera su propio esteticismo. Por eso es dable ver en ellas un espacio de resistencia de lo otro, un espacio donde no sólo se resguarda la memoria de lo excluido, sino también se despliega como obra esa misma exclusión como una peculiar afirmación simbólica de lo reprimido. Por ello en esta música y en esta poesía puede anidar el esfuerzo permanente de la negatividad ante la “ratio” como totalidad que neutraliza o destruye cada uno de sus componentes.
            ¿El resultado? El silencio como significado. No basta, aun en traducción, leer a Celan, sino en la medida de leer lo que el espacio en blanco de la página nos muestra calladamente, es decir, la lectura entre líneas. Con la música de Webern sucede algo semejante; no se oye la linealidad de una aparente melodía hecha añicos, sino las pausas entre un sonido y otro.
           La disonancia no puede ser más aguda, más hiriente a nuestros oídos. Esa disonancia es la queja, el lamento que enuncia el sujeto ante el arrobador enmudecimiento de los ángeles en la Primera elegía de Duino de Rilke:

            ¿Quién si yo gritase, me oiría entre los coros de los ángeles?

         Ciertamente nadie oiría, pues la disonancia está en que el ángel oye, pero no responde y la queja se constriñe consigo misma, contemplando el vacío que funda. Hacer de esa precariedad, de aquel devastador divorcio entre palabra, mundo y música, material agonizante cristalizado en formas que son soporte de su propia desnudez, es la prueba final que supera su íntima enunciación. Experiencia que siempre me ha parecido análoga al final del concierto para violín de Alban Berg, A la memoria de un ángel, cuando se teje una doliente melodía que es tomada de un coral de Bach: “es suficiente”. El divorcio debiese concluir, pero tal vez en él es la única manera que exista, como paradoja, el problemático diálogo que la poesía nos otorga y que nos negamos a aceptar como clausura.