sábado, 28 de septiembre de 2013

Momento Musical I: Iannis Xenakis 1922-2001

Si la filosofía, en genial ocurrencia de George Steiner, puede ser considerada como la poesía del pensamiento; la música podría ser tal vez la expresión del pensamiento en el sonido. Tal aseveración, marca sin duda, la comprensión que podríamos hacer de la música del compositor greco-francés Iannis Xenakis. Nacido en la frontera rumano-griega en 1922, estudió ingeniería en Atenas hasta que sus estudios fueron interrumpidos en 1941 por la invasión nazi de Grecia. Como muchos otros de sus compatriotas, Xenakis ingresó al movimiento de resistencia antifascista, cosa que le llevó a militar en el Partido Comunista griego y terminada la Segunda Guerra Mundial, a participar en la guerra civil que surgió de inmediato en su patria. En enero de 1945 recibió una grave herida de obús en el lado izquierdo de la cara que le puso al borde de la muerte, provocándole la pérdida de un ojo y desfigurándole parte del rostro. En 1946 pudo finalizar sus estudios obteniendo el título de ingeniero, pero fue perseguido debido a su activismo político y condenado a muerte. Logró escapar y, gracias a un pasaporte falso, cruzar la frontera rumbo a Francia en 1947.
En París, ingresó en 1948, al famoso estudio del arquitecto Le Corbusier y durante cerca de diez años, colaboró activamente en varios proyectos arquitectónicos de relevancia como las unidades habitacionales de Nantes (1949), Briey-en-Forêt y Berlin-Charlottenburg (1954), los diferentes edificios constitutivos del plan de urbanismo de Chandigarh en India (1951) y el Centro Deportivo y Cultural de Bagdad (1957). Asimismo, Xenakis diseñó además dos importantes obras de la arquitectura del siglo XX: el Convento de Sainte-Marie-de-la-Tourette (1953) y el Pabellón Philips de la Exposición Internacional de Bruselas de 1958. Paralelamente a estos trabajos y proyectos, Xenakis estudió composición con Arthur Honegger y Olivier Messiaen de forma regular hasta 1952.  A partir de 1955, su música empieza a tener reconocimiento internacional, sobre todo gracias a la labor de difusión del director Hans Rosbaud que presenta sus obras en el Festival de Donaueschingen y a los artículos que le publica Hermann Scherchen en la prestigiosa revista de crítica musical Gravesaner Blätter. Así, para fines de los años 50, Xenakis ya es considerado un compositor de fuste y un interesante y polémico teórico musical que va exponiendo, unas tras otras, sus ideas y reflexiones filosóficas, científicas y musicales en varios libros, revistas, charlas y cursos. Como si esto fuera poco, su curiosidad científica le lleva a explorar el uso de la computadora en la composición musical bajo rigurosos preceptos algorítmicos, diseñando complejas formas de notación que desafían los postulados serialistas más ortodoxos. En 1966 Xenakis funda el EMAMu, conocido a partir de 1972 como CEMAMu (Centre d’Etudes de Mathematique et Automatique Musicales), instituto dedicado al estudio de las aplicaciones informáticas en la música.
Estos datos, ciertamente, nos hacen ver la estatura intelectual y artística de Xenakis, visualizando en su actitud vital y humana, una  virtud que aúna ciencia, técnica y humanidades a partir del doble proyecto vocacional de la arquitectura y de la música; proyecto que materializa y encarna de forma asombrosa toda su labor infatigable: a la vez ingeniero, arquitecto, músico, conocedor de la matemática y de las ciencias naturales;  conocedor de las ruinas que subsisten de música antigua, griega o de los tratados que nos han llegado de esas épocas. Un gran enamorado, por lo demás, de la cultura griega arcaica, micénica, homérica; de la filosofía presocrática, especialmente pitagórica; del mundo trágico de Sófocles, Esquilo y Eurípides y de la gran filosofía de Platón. Porque lo que puede rastrearse en Xenakis es la profunda convicción de que la música no puede quedar encerrada en sí misma bajo la fantasmagoría ideológica del “oficio puro”, como si de un mal juego alquímico se tratase. Al contrario, la música debe expandirse hacia horizontes de sentido siempre más altos, siempre exigentes, pero absolutamente inteligibles, pues su razón de ser es otorgar forma, orden, proporción, en un equilibrio aspirante a la armonía perfecta entre sí misma y el mundo. Y aquí, la palabra mundo implica una comprensión pitagórica de la realidad, es decir, una comprensión que busca entender el curso de la vida y de las cosas en un orden inteligible y aprehendible por medio de nuestra razón, pero nunca limitada ésta a un ejercicio instrumental y causalista, sino más bien en un amplio concepto que conlleve sensaciones, percepciones y sobre todo, la experiencia física del sonido. Por ello a Xenakis mal le viene la carátula de compositor “intelectual” o “de escritorio”, mal le viene el prejuicio de hacer una música abstracta. Para nada: Xenakis, en su música, apela a una inmediatez  singular con la cual tengamos que vérnosla con el sonido como parte intrínseca de nuestra verdad humana, como parte constituyente de la experiencia que configuramos respecto de la vida. La música es sonido y el sonido es una experiencia física, palpable que, sin  embargo, no puede quedar reducida a una mera superficie articulada de sonidos, ni tampoco encerrada en la especulación que la vuelve ajena en sus pretendidos laberintos invisibles.
En este sentido, las búsquedas de Xenakis apelando a la matemática, a la ley de probabilidades, a la física, a los principios arquitectónicos más reveladores y a la ciencia en general, son búsquedas que están al servicio de inscribir al discurso musical dentro de una noción de amplitud y pluralidad que rebase el estereotipo que nos hacemos con la así llamada música clasica o seria. Por supuesto que aquel gesto no es exclusivo de Xenakis: basta pensar, por ejemplo, en esos grandes músicos del siglo XX que, en su segunda mitad, evidencian esa congenialidad con los grandes avances de la ciencia: Pierre Boulez explica el carácter definitivamente inacabado de muchas de sus composiciones, refiriéndose al universo en continua expansión que toma como modelo especulativo las modernas teorías cosmológicas decantadas por la física posteinsteiniana. Por otro lado, la figura lúdica y radical de Karlheinz Stockhausen cuando habla de la necesaria recreación del quadriviun medieval, y compara alguna pieza suya a una constelación galáctica en espiral, o a orbitas de soles y de planetas en torno al eje central del piano o promovida por combinación de banda electromagnética e instrumentos de percusión. O pensemos en un gran precursor como lo fue Edgar Varese que se anticipo a todos ellos al comprender como creación de soles y de constelaciones su celebre obra lonization, para orquesta de percusión.
En Xenakis, de aquel modo, la música es una exploración pitagórica, una verdadera experiencia de la proporción y el orden, motivo por el cual el valor de los números es el principio generador de su mundo sonoro, ya que en ello se vislumbra algo para este músico, primordial: que la causa de que esta concepción sonora pudiera ser captada por la inteligencia, sería la manera más adecuada para que se pudiese determinar su razón y proporción. De este modo sería posible hallar armonía y orden en el cosmos para así exorcizar el primigenio caos (en rigor apertura, abismo o fondo sin principio ni fundamento). Ese desorden siempre temible y amenazador podría ser conjurado en virtud del Número y de la cualidad que éste posee de introducir un principio de razón en el universo o una inseminación de armonías aritméticas, geométricas, astrales. Así, lo irracional quedaría espantado y encantado. Se lograría sublimar su potencia destructiva.

En la vieja tradición pitagórica la tierra, los planetas, la esfera de las estrellas fijas, todos los cuerpos del cielo giran en torno a un fuego central, de naturaleza invisible. La propia tierra no esta fija, inmovilizada en el centro del universo. También ella da vueltas en torno a ese centro de fuerza y energía que Platón, en el Fedro, evocaba con el nombre mitológico de Hestia, la diosa vestal, o diosa del hogar. Ella mantiene vivo ese fuego del centro del cosmos, de naturaleza invisible, alrededor del cual gira la tierra. Xenakis se propone justamente visibilizar en el sonido esa idea, es decir, hacerla palpable en la naturaleza corpórea de la música. Eso es lo que podemos descubrir en la compleja y fascinante textura de sus piezas musicales, en sus obras sinfónicas, en sus obras de cámara, en sus notables piezas para piano e instrumentos solista. En la música de Xenakis nos hallamos en las antípodas de un sentir romántico, oscuro y enfermizo. Al contrario, se nos devela una sensibilidad alerta, dispuesta, generosa en señalarnos los camino de la luz por un sendero de sonidos que, aún en su vastedad de compleja factura, nos señalan que las Hespérides son una vivencia factible en nuestro mundo moderno y desencantado.


domingo, 8 de septiembre de 2013

2323 Stratford Ave. de Marcelo Rioseco

Es característico de la herencia romántica pensar al escritor, al poeta, como un maestro privilegiado de la lengua. Es en su experiencia fundamental con las palabras de su idioma materno, que la fuerza de ese idioma alcanza las configuraciones de sentido más plenas y vigorosas: sus implicancias etimológicas, su prestancia imaginativa y su seguridad léxica y existencial, se afirman y evidencian con una intensidad que se vuelve ejemplar para dejar constancia de ese ineludible maridaje entre el poder creador del acto lingüístico y la cosmovisión específica de la historia, cosmovisión que está marcada por una consecuente idea de ligar territorio, lengua e invención en un solo gran constructo que se legitima a los ojos de la comunidad que lo concibe. Así, lo que se deja entrever en esta trama es una especie de familiaridad necesaria del poeta con su lenguaje, familiaridad que insta al acto creativo a ser radical e inventivo, como a su vez, comprensivo con el arraigo que le es inherente a su propia condición.
     De ahí, como constata George Steiner, la extrañeza de imaginar a un poeta, a un escritor “lingüísticamente” sin casa, sin arraigo, marginado o expuesto en la frontera misma de la lengua y que haga de aquella experiencia, el fundamento mismo de su decir como poeta. Esa extrañeza se vuelve paradójica si el lenguaje desde el cual efectúa su ejercicio imaginativo, no halla asidero en la comunidad humana que le acoge y que le posibilita su existir. Paradoja que se expresa en el vivir y escribir en una lengua que se habla, pero que no comunica. Paradoja que se expresa al escribir, en una lengua que se sabe propia, la experiencia que se vive en una lengua ajena. Paradoja de escribir en una lengua que otorga un atisbo de realidad para certificar la huida de toda quimera, para creer que uno está vivo, sabiendo además que, al final del día, es una lengua inoportuna y hasta carente para mostrar la fractura de todo convencimiento: el amor y el desamor, la soledad y la ambigüedad, la duda y la rutina, la querella siempre a flor de piel para ver si no es del todo inútil invocar a Dios.
Quizás esta sea la impronta más relevante y llamativa que develan los poemas de 2323 Stratford Ave, tercer libro del poeta chileno Marcelo Rioseco (1967), poemas que están marcados por un sugestivo tono intimista y que vuelve a esta poesía poseedora de aquel adjetivo a veces tan esquivo, pero siempre tan necesario: una poesía lírica que dibuja un mapa subjetivo de conflictos y anhelos, de indecisiones y esperanzas, de ironías y soledades; una poesía lírica que padece el desplazamiento de su propia extraterritorialidad, una poesía que menta la experiencia de aquel sentir ajeno en la mismidad de su propia expresión.
En este libro, Rioseco se nos muestra con una escritura muy distinta a lo que hasta acá ha cultivado con esmero: frente a la sofisticada mascarada culterana de origen greco-latino que hacía del gesto coral, una de las características más relevantes de Espejo de enemigos (2010), su libro anterior, o distante también de los juegos verbales e imaginarios de Ludovicos (1995) emulando una épica cósmica en la estela de Altazor de Huidobro o de los Sea Harrier de Maquieira, lo que los poemas de 2323 Stratford Ave nos presentan no es la escenificación de la experiencia equidistante entre el lujo estético de la parodia y el fragor imaginativo de la aventura, tal como registran de modo inmejorable los libros antedichos, sino más bien, presenciamos un tono doliente que se construye con los fragmentos de una memoria asediada, con los restos de representaciones cotidianas que se hunden en la densidad de una subjetividad que dibuja un pulso vertiginoso al verse socavado el piso de la lengua entendida no sólo como comunicación, sino como posibilidad de afinidad existencial. En lo mejor de estos poemas se nos evidencia el despojamiento de cualquier fantasmagoría de cariz esteticista y se nos enrostra la frágil consistencia que concierne a la experiencia de un hablar y escribir disociados. Esta extraterritorialidad, puesta al límite de la expresión, no es privativa de la poesía de Rioseco, sin duda: es parte de un cosmos poético que ha sido muy poco explorado y que hace mención a todo un sector de la poesía chilena contemporánea que se cultiva en el extranjero y que hace del castellano su medio de expresión recurrente frente al asedio cotidiano del inglés como habla comunicativa. ¿Quién leerá esos poemas que no están escritos para ser compartidos en la comunidad donde se desenvuelve el poeta? La poesía de Rioseco, esta poesía al menos de sus últimos plazos, creo que entra en ese sentido, en diálogo con lo escrito por autores tan distintos y hasta disímiles como lo son Marcelo Pellegrini, Luis Correa Díaz, Cristian Gómez Olivares, Carlos Trujillo y varios otros más que, viviendo en EEUU, tienen, al parecer en mente, a un lector chileno o latinoamericano que, desdeñoso, a veces ni siquiera sabe de su existencia o conoce sus textos. El hecho mismo de escribir en castellano en el extranjero, vivir cotidianamente en inglés y publicar fuera del entorno inmediato del idioma, vuelve sugestiva la manera en que todos estos poetas y en particular Rioseco, entienden el lenguaje de su poesía, volviéndose necesarios una serie de procedimientos de comprensión para aprehender las coordenadas de sentido que mentan sus diversas producciones.
En el caso de Rioseco, es la comprensión de una lengua que se articula con una economía de medios, sin expresiones grandilocuentes, sin la potestad de un tono imperativo, ni menos con el sortilegio de la seguridad campante de la metáfora pletórica: en un tono de rasgos conversacionales, a veces recursivo, repetitivo y sin desdeñar cierto prosaísmo de cariz emotivo, los poemas de este libro se entreabren como un rumor que se dispone a la enunciación de una subjetividad vacilante,  a veces desesperada, otras quejosa y la más de las veces, dubitativa y hasta escéptica, maneras que reflejan un modo de entender las palabras en la cristalización de su sentido y que se aventuran incluso a preguntar sobre la pertinencia de que sean convertidas en poesía. Porque más que un gesto metapoético en tal acción, lo que vislumbramos es un preguntar, un indagar, un explorar los recovecos tanto fónicos como lexicales que los poemas van planteando para no verse a sí mismos como meros datos o figuraciones inútiles de un lenguaje carente de arraigo en la inminencia de la incomunicación. Un poema como Gramática de los días me parece decidor al respecto. “Esto que considero no es una palabra/ no es decir “considero” y luego olvidarse/ es aire, aire, efímero/ circunstancial y sin embargo, sorprendido./ Creo que cierro las ventanas y obstruyo las puertas./Existiendo como soy, me niego, me defraudo/ de puro torpe, parecido a una palabra mal pronunciada/ y escucho golpes como de muertos/ repercutiéndome, pero con cariño a veces/ (…)
En 2323 Stratford Ave encontramos, asimismo, poemas que volatilizan una disolución, una fractura de toda posibilidad de arraigo, una  exposición a la intemperie de parte de un hablante que se halla disociado de sí mismo, entregado a una épica de lo mínimo, donde es apreciable la renuncia a toda máscara de consuelo estético para así, abrirnos hacia la desconsolada certeza de la precariedad y hasta del abandono como en el poema Yo es todo lo contrario: (…) Y camino por entre las galerías y abro el diario/ y me canso de lo orgánico, de los huesos/ de todo este polvo humano tan frío, tan castigado;/ (…) Estoy aquí y todo lo entiendo al revés/ como yendo en sentido contrario, infringiéndome,/ como si yo mismo fuera un papel legal/ o un a ley norteamericana/ y esto naturalmente, ¿sabes?, se llama marcelo/ porque soy de contextura y disposición propia-/ (…).
Ciertamente la circunstancia que es posible articular para un decir poético que se las tiene que ver con el riesgo de su propia clausura, está otorgada por la frontera desde donde los poemas de este libro enuncian su discurso: en el habitar ajeno de un país extranjero que refiere un habla inasimilable para constatar su propia extraterritorialidad. Tal vez por eso, el título de este libro es decidor: hace referencia a una dirección, a una calle, a un sitio localizable en la geografía umbrosa y fértil del país del norte, pero que también revela una impersonalidad que abruma en su disposición cotidiana.
Sin embargo, los logros expresivos de varios poemas de este libro resultan notables, tanto por el despojo existencial que nos comunican, como por la forma de decir que aquel mismo despojo adquiere en un tono de hondura y meditación que no rehúye la exposición desnuda ante los ojos de cualquier lector. Forma de decir que se arriesga en pulsar las cuerdas de una subjetividad para nada paciente, acomodaticia o segura de sí misma. Como lector, me gustaría imaginar este tercer libro de Rioseco, no tanto o exclusivamente como un contraste formal y estilístico respecto de sus libros anteriores, cosa que ciertamente puede hacerse. Me gustaría, en todo caso, imaginarlo en una estela de contrastes complementarios, tal como Cantos de vida y esperanza no se opone a Prosas profanas, sino más bien estableciendo ámbitos de experiencia que ahondan las visiones originales que el camino culterano del nicaragüense poseía in nuce y que no anulan sus búsquedas de un lenguaje que le fuera propio o característico. Así, creo que los mejores poemas de Rioseco que conforman 2323 Stratford Ave son el necesario complemento de una manera de asumir la escritura que amplia su registro expresivo y coloniza una región difícil de asir, aquella que hace de la inmediatez experiencial, una peculiar manera de estar en el mundo y que implica una asunción de lo poético como un modo de dejar constancia de una biografía escritural que significa, nada más ni nada menos, ver la posibilidad de verbalizar incluso, la exposición extrema de una lengua que se escribe, pero que no se habla.