sábado, 23 de septiembre de 2017

Luis Oyarzún reflexiona antes de escribir en su Diario




Estas palabras no son mejores que otras
pero es lo que tengo como única oportunidad
para saber de mí mismo.
Lo escrito en estas páginas sólo demuestra
que no ha habido tiempo feliz sin retribución
y que la enfermedad, el dolor y el recuerdo
son nombres recurrentes para una idéntica vivencia.
Tal vez un joven olvido que cruza entre mis ojos puede traer
la presencia anterior de un perfume etéreo
como si en él existiese la posibilidad de rescatar horas perdidas
que mi cuerpo cansado entrevió como anhelo o sabor terrestre.
Pero la desilusión predice mi mirada
y señala el cuarto donde noche a noche
mi sangre transparenta la humedad de su propia extrañeza.

Me siguen los presagios –meras suposiciones
pero igualmente, gestos dispuestos para mi paulatino silencio-
las advertencias de la desazón, la maraña de los días
y el pavor insólito que jadea en mis manos
cuando deseo abrir el cofre de esas cartas que guardan una infancia ajena.
Sólo sé que el aire nocturno me ha dado su bienvenida
y que en ese reino, tocar un cuerpo es convertir el rechazo
en una indiferencia equivalente al miedo;
esa aventura sigilosa donde las escamas de la luz
hieren manos, ojos y rostro
semejando la cruel respiración de un agonizante.

A veces hay algo en la memoria que se pasea en peligro,
algo que no responde a la fidelidad de la escritura
como esa niebla extraña que permea toda exaltación
o cristaliza la esterilidad que sentimos detrás de las puertas.
Pero sé que no son mejores que otras estas palabras:
azarosas, dispuestas en el tráfago de hacer aparecer un guijarro,
una molestia antigua, el esplendor de ese paisaje
que mi piel palpó de cerca convertida en polvo o lluvia:
antecedentes, datos, fragmentos de la vida que escapan
a dirección incierta tras la certeza de saberse habitando
esta pequeña y maravillosa finitud.

Quizás debo sentir con más imaginación
o leer con mayor prestancia y pureza
la respiración de las rocas, la serenidad de las aves en el cielo
o la densidad melancólica de los árboles nocturnos.
Mientras me quemo en estas páginas,
sé que el mundo sigue su curso sin necesidad de mi presencia.