sábado, 30 de noviembre de 2013

La casa donde habita la imaginación: presentación de la antología 20 del siglo XX: poetas chilenos contemporáneos de Gonzalo Contreras

En algún rincón de su voluminosa escritura, Borges señala el carácter único que en ocasiones bordea el azar, cuando se trata de especificar a ese género aleatorio llamado antología: “nadie puede compilar una antología que sea mucho más que un museo de sus simpatías y diferencias, pero el Tiempo acaba de editar antologías admirables. Lo que un hombre no puede hacer, las generaciones lo hacen”(1). Aquí, más que una ingeniosa boutade, puede hallarse no tanto una eventual renuncia a la certeza de logros exploratorios concienzudos (en el sentido de levantar un mapa de poemas significativos) en pos de la aventura que organiza la realidad (la de la poesía y los poemas al menos) bajo un manto protector rotulado de arbitrario, sino más bien, se puede encontrar una invitación al ideario que tiene como meta a la Literatura en vez de los autores; a la Poesía en vez de los poetas; a los poemas, en definitiva, como decidor y singular horizonte.
Por otro lado, en una atractiva consonancia contrapuntística a las opiniones del autor del Aleph, el gran ensayista mexicano Alfonso Reyes hacía llamar la atención acerca de la manera subsidiaria, pero no menos importante en que es posible comprender a este género tan problemático: “(...) como toda historia literaria presupone una antología inminente, de aquí se cae automáticamente en las colecciones de versos. Además de que toda antología es ya, de suyo, el resultado de un concepto sobre historia literaria (...){las antologías} dejan sentir y abarcar mejor el carácter general de una tradición (...)”(2). Se advierte que el autor de Ifigenia Cruel, moviliza su reflexión para encauzar y ordenar adecuadamente las presuntas rebeldías de género tan anfibio y para eso, la pone bajo el alero –tal vez hoy menospreciado, pero no menos importante de replantear y pensar- de una noción de  historia literaria que, en buenas cuentas, implica tener en mente una idea o concepto de tradición.
Por supuesto que no es necesario que tomemos partido por Borges o Reyes para evaluar la validez de este género que ha sido elevado y denostado en multitud de oportunidades como una de las formas legítimas de sentir el pulso poético e imaginativo de una época, cosa que vuelve evidente de aquel modo, su sociabilidad literaria. Bástenos apreciar que cualquier antología que propugne una irrupción en el desenvolvimiento del continuun literario (y por ende histórico) lleva en su propia configuración programática sus límites, aciertos y fracasos. Antologías han existido desde siempre, pero sería interesante pensar que, como cualquier producto de cultura, están sometidas y saturadas de lo que Nietzsche llamó las ventajas y desventajas que poseen para la vida (en este caso, para la Poesía).
Así, el libro que estamos presentando esta tarde, la antología 20 del XX: poetas chilenos contemporáneos llevada acabo por Gonzalo Contreras, me gustaría intentar pensarla desde las, en apariencia, extemporáneas opiniones de Borges y Reyes, opiniones de las cuales me interesan destacar dos cosas: el temple de las simpatías y diferencias con que se articula toda selección y la idea de tradición que se desprende de un eventual ordenamiento panorámico. Esto, porque me parece que es posible aventurar que en este escenario aún no clarificado como totalidad en que ha devenido la poesía chilena del siglo XX, su aprehensión se convierte para el lector atento en un espacio centrífugo que se articula ad libitum y que, ante su pluralidad discursiva, sería impropio de caracterizar como unívoco o de continuidad histórica bajo el alero de una noción finalista, sea ésta de cariz mesiánica o que pretenda promover una falsa y errónea idea de progreso. Creo sin temor a equivocarme que la poesía chilena del siglo XX, más que una tradición reconocible en una sucesión de nombres de prestigio –el mito del poeta único, mito cultivado desde Neruda a Zurita y que instala como norma la idea de excepción- o de vérsele como el reflejo inverosímil de tenor causalista del acaecer socio-histórico, fija o más bien conforma, según creo, una especie de antitradición pluralista nacida de configuraciones contrastantes que pone en entredicho aquellos dos ideas antedichas y que son aún, una vigorosa moneda de intercambio común en nuestras apresuradas disquisiciones de lectura.
Si la poesía chilena del siglo XX es acaso una casa donde habita la imaginación con sus maravillas y desastres, -y uso acá, de modo consciente una singular metáfora de un poeta coetáneo mío, Javier Bello- es entonces una casa de entradas distintas, opuestas, complementarias, de fuerte tensionalidad expresiva, estilística y de recursos retóricos disímiles y contradictorios. Ello no significa, por supuesto, negar una ordenación nacida desde la lectura del corpus poético existente, sino, todo lo contrario, se trataría de pensar con una nueva adecuación los conceptos operativos con los cuales el estudio de la literatura y la teoría literaria al uso en los recintos universitarios y en los medios de opinión (revistas, notas, prólogos y documentos análogos) lleva a cabo el análisis de un cuerpo en movimiento. Ese cuerpo en movimiento, es de una juventud  llamativa: la poesía escrita entre nosotros en los últimos cien años. Por lo demás, periodo tan breve no justifica por ejemplo, la aplicación de constructos generacionales de rigidez formal, ni tampoco el afán instaurativo de la originalidad como prejuicio romántico instalado como exclusión. Por eso, tal vez, una de las maneras que poseen los poetas (y por ende, cualquier lector crítico) para dar cuenta de los procesos valorativos y creativos implícitos en corpus tan vasto, sea el ejercicio de la lectura comparada, entendiendo a ésta como la posibilidad de rastrear filiaciones, no sólo estilísticas o de fuentes a la hora de confirmar su particularidad, sino también como oportunidad dialógica y genealógica que la productividad textual exige desde su propia raíz. Si ese ejercicio fuese efectivo, podría escribirse una historia de la poesía chilena no como desenvolvimiento de coherencia discursiva, ni como despliegue de acontecimientos cronológicos en sucesión progresiva (la poesía de Neruda no supera a la de Prado, ni la de éste supera a la de Magallanes Moure, ni todas ellas quedan rezagadas ante la antipoesía parriana, ni menos liquidadas ante el espacio imaginativo propuesto por Juan Luis Martínez).
Quizás sería dable escribir o imaginar una historia de la poesía chilena que ve en su pluralidad contrastante su propia utopía como manera (y por qué no decirlo: como destino) de configurar una muy peculiar filosofía de la historia que, probablemente, podría ser entendida como una versión profana de lo sagrado (como lo es el concepto de “iluminación” en Walter Benjamin). Entonces, si esa eventual historia de la poesía chilena asumida como antitradición, es la versión profana de lo sagrado, la poesía chilena sería la desmitificación que, usando una mascarada poético-mítica, dejaría en evidencia la violencia en la historia. La poesía hace recordar o, más bien, hace patente la violencia porque la retrotrae a lo que ella quisiera negar: lo sagrado. Entonces, ¿cómo concebir a la poesía escrita entre nosotros, sino como testimonio de esa conciencia mítica que muestra simbólicamente la pertenencia de la historia a lo sagrado a través de la violencia? Intentar siquiera atisbar un esbozo de respuesta a esta pregunta es algo que supera con creces esta oportunidad, pero también es un pretexto singular para decir algo que no nos deje en una estéril encrucijada. Me aventuro a pensar que como conjuro.
Así, toda lectura apropiativa es un conjuro, es decir, una actualización no imitativa, sino divergente del poema o cosmovisión poética precedente y futura. La angustia de las influencias según Bloom, pero sin la aprehensión del parricidio, sino como problematización productiva de un diálogo, un movimiento como el que Eliot hace ya casi cien años indicaba en aquel famoso ensayo Tradición y talento individual cuando se refería a ese desplazamiento tan necesario del orden existente que la inclusión de toda obra nueva propicia al aparecer en el horizonte del idioma para ajustar las coordenadas de comprensión que deberíamos poseer para otorgar un sentido a esa misma idea de tradición que, de todas formas, siempre hay que pensar de modo móvil, dispuesta para la paradoja y con la sapiencia necesaria de embelesarnos con su perplejidad. Porque, ciertamente, cuando pienso en obras nuevas, no me refiero en exclusiva a la aparición de la enésima novedad patrocinada por la vertiginosa actualidad que se arroga la dislocación de una mal entendida tradición anquilosada. No, más bien me refiero a ese acto siempre necesario de recomposición que la emergencia de obras en apariencia secundarias, marginales o ignoradas, efectúan en el instante preciso y que es gatillada por la fineza de la lectura que, en este caso, un antologador dispone con su juicio. Aquel movimiento, de todas formas, posee una cuota de misterioso y no se resuelve como mera solución antihistórica. Creo que sería un movimiento que diese luz por ejemplo, ante el silencio que rodea a la poesía de la Mistral más allá de explicaciones sociológicas de gusto lector, sería un movimiento que tendría que dar cuenta en su desenvolvimiento del diálogo entre la concepción mágica del lenguaje habida entre Neruda, Huidobro, Del Valle y Díaz-Casanueva y cómo ello incide en el mejor Martínez o en los delirios especulativos de Eduardo Anguita. Sería un movimiento que tendría que releer la propuesta de Teillier de una poesía lárica no sólo a la luz de Rilke o Trakl, sino de la Mistral, Juvencio Valle, Oscar Castro y el joven Neruda. Sería un movimiento que debiese buscar la raíz del escepticismo escritural de Lihn en el desideratum casi nihilista de cierto Huidobro (Altazor, algunos poemas de El ciudadano del olvido). Sería un movimiento que debiese poner en la misma fila los proyectos de Mandrágora, de la antipoesía parriana y de Gonzalo Rojas y Eduardo Anguita con miras a una lectura de conjunto para que se vieran reflejados oblicuamente en el espejo opaco que es la Nueva Novela. Sería un movimiento que, sin ningún tipo de aprensión o ansiedad, divagase entre la claridad opalina de los sonetos de Prado, la Greda Vasija de Alberto Rubio y los mejores poemas de Oscar Hahn como un afán de forma que busca aprehender la vida. Sería poner en tensión la imagen de un lenguaje oracional que encuentra en la Mistral, Rojas, Arteche y otros su mejor expresión como contrapunto reflexivo al torrente de la vida. Las asociaciones son vastas, múltiples y hasta contradictorias. Sería un movimiento saturado de contracciones y gestos oblicuos, en el fondo, la instauración de un verdadero “pantextualismo” que no se desdijera de sus fantasmas, ni de sus ecos.

El trabajo de Contreras me parece en ese sentido, sugestivo, en modo alguno redundante y ciertamente problemático. Porque evidentemente tras toda elección de tal o cual poema, de tal o cual autor, se yergue una política de gusto que articula el canon que propone. Ahí se muestra o expone a mi parecer esa tensión que hace trizas una idea o concepto de linealidad y progreso. Aquello lo veo, por ejemplo, y a buena hora, en la inclusión de poemas de Rosamel del Valle, Humberto Díaz Casanueva y Eduardo Anguita, como partes centrales del corpus antológico, dibujando una robusta escena que complementa y discute decisivamente a la antipoesía parriana y a la obra de Gonzalo Rojas. Esa sola constatación, me parece sugerente, pues muestra y afianza la centralidad canónica de poéticas que hasta no más de 10 o 15 años atrás, como las sustentadas por los autores de Orfeo y de Venus en el pudridero, sólo servían de marco epocal, o a lo sumo de frontera referencial para situar o dejar entrever la definitiva “superación” de esa retórica educada en las vanguardias, sobre todo en los logros del surrealismo y despreciadas como complejas, intelectuales y oscuras. Este cliché crítico fue el que levantó y naturalizó el establecimiento de un puente vuelto obvio por esa misma crítica entre el nerudismo postresidenciario y poemas y antipoemas y que ha implicado una postergación, hoy por hoy, insostenible respecto a la manera de entender nuestra poesía. Acertadamente, el poeta y comentarista Carlos Henrickson señala: “Pertenecer a estas “poéticas oscuras” significó –y aún significa para ciertas comisarías críticas- pertenecer a cierta tradición secundaria, adjunta y subalterna, que alimenta de material y procedimientos a sus gemelas claras que tienen en su poder las misiones finales: la palabra cívica y la dotación de sentido al ser nacional. Si bien este cuadro no se aplica en absoluto a la producción efectiva de la literatura chilena actual, durante largos años fue una convicción permanente.” Esa convicción es la que hace trizas, en mi opinión el trabajo de Contreras y me parece que es uno de sus aciertos primordiales.
Por otro lado, la justa y reivindicatoria inclusión de poemas de Violeta Parra, no sólo es un guiño de compensación simbólica, ni tampoco un afán de hacer valer la expresión de lo popular en ese canon que Contreras nos ofrece en su versión, sino más bien, lo veo como parte de la ampliación no carente de dinámicas contradicciones que toda tradición que se precie efectúa de sí misma en tanto hecho textual, en tanto ponga en tensión una idea de lenguaje y una noción de imaginación y realidad. Algo parecido a lo que acontece, en otro plano con la Mistral. Esa idea o más bien, estrategia de presentación de escena, no es original y no sé si Contreras lo sabe, pero aquel gesto ya había sido llevado a cabo en la ahora casi olvidada antología de poesía en lengua castellana que Eduardo Anguita efectúo en 1981 y donde Violeta Parra estaba incluida con varios de sus textos más significativos. Eso, para mí, me parece genial: un azar absoluto y necesario, pues demuestra que la orientación que esta antología dentro de su arbitrariedad propone, no se funda en una mal entendida idea de representatividad, sino como articulación de esa pluralidad contrastiva que en ningún caso es pasiva, acomodaticia ni políticamente correcta. Para nada. Eso al menos para mí, queda claro en el final de esta antología, en la inclusión de Diego Maquieria, cuya escasa y rotunda obra ya no puede ser vista como una acción excéntrica al interior del discurso poético de los 70 y 80. Para nada: la centralidad de la poesía de Maquieria con su imaginación, su ludismo y gratuidad me parece fundamental como correlato al dramatismo de corte mesiánico que muchas veces adquiere lo mejor de la poesía de Zurita.
Estas son a mi juicio las mejores virtudes de este trabajo antológico, pues no se trata solamente de establecer una lista de autores reconocibles que se reduzca a una serie de “grandes éxitos”. Para nada, sino más bien, un trabajo como éste, si arriesga una posición de lectura, muestra en ello una nueva manera de volver a leer nuestra breve tradición poética que nos imaginamos y reimaginamos de modo permanente. 

 Notas
(1) Borges, Jorge Luis: “Prólogo” a Nueva Antología Personal, Ed Bruguera, Barcelona, 1980, p 7. Estas palabras aparecen, asimismo, como epígrafe a la Antología de poesía chilena contemporánea de Miguel Arteche, Juan Antonio Massone y Roque Esteban Scarpa publicada en editorial Andrés Bello, Stgo de Chile, 1983. Agradezco el dato al poeta Francisco Vergara.
(2) Reyes, Alfonso: “Teoría de la antología” en La experiencia literaria, Ed Losada, Bs Aires, 1952.



domingo, 3 de noviembre de 2013

Lecturas primordiales

Siempre consideré que los libros de texto, que zarandearon nuestra vida entre los cinco y nueve años, se encontraban a medio camino entre la necesidad de informar de modo útil acerca de tal o cual cosa, ya fuese ajena o distante y la idea, un tanto estrafalaria, de forjar carácter, identidad o lo que fuese. De lo primero da cuenta ese listado curioso, casi infinito de lugares, situaciones, personajes y oficios que eran pan diario: en esos textos, fragmentos más bien, uno aprendía a diferenciar el desierto de Atacama de los archipiélagos del sur, aprendía a distinguir la bondad del hecho generoso –cuidar la naturaleza, ayudar a un anciano cruzar la calle- en detrimento de las actitudes egoístas –como pensar siempre en uno mismo, sin importar quienes nos rodean-. Ahí uno aprendía a reconocer la diferencia entre un panadero y un albañil, entre una bicicleta y una cocina. De lo segundo, esos relatos, poemas o textos varios que hacían de la bandera, de los héroes de la Concepción, del Combate Naval del 21 de Mayo o de algún evento como la Primera Junta de Gobierno, la Asunción de la Virgen y la loca geografía de nuestro largo y estrecho país, su tema principal, mezcla de severidad y seriedad supinas, pero siempre recurrentes a la hora de querer decir esto somos nosotros, éstas son nuestras aventuras épicas y aquí vivimos. Nada en todo caso, que fuese ajeno a lo que un niño hacia 1980, debía leer y saber. Por supuesto que las motivaciones literarias estaban ausentes, lo que no significaba que algunas de esas lecturas contuvieran fragmentos de un estilo bastante elaborado y aún, insinuante, muy cercano a lo que sería, por ejemplo, algún cuento de Francisco Coloane. En ese sentido, recuerdo un breve relato tomado de no sé que enciclopedia, titulada algo así como La gran travesía, que daba cuenta de la expedición de Charles Francis Hall, en 1871, a bordo del Polaris para alcanzar el Polo Norte. La descripción vívida de las penurias de Hall y su tripulación, su posterior muerte y el naufragio del Polaris, con el relato de la épica aventura de los sobrevivientes en la descripción de uno de los naufragios más célebres que me ha tocado leer, hicieron que, años después, cuando leí las Aventuras de Arthur Gordon Pym de Edgar Allan Poe, éstas no me parecieran tan terribles, ni tan desmesuradas: lo de Poe era un cuento, una fantasía, lo del capitán Hall, una certera y dramática verdad histórica. Obviamente que no todos los textos alcanzaban una dignidad estilística y hondura estética como esa, pero ciertamente deben haber sido bastante mejores –ad infinitum- que las actuales Pregúntale a Alicia y basuras semejantes.
Pero de todos modos, el tono general de esas lecturas no era un aliciente para fomentar la curiosidad frente al misterio y menos para hacer entrever un atisbo de lo que podría ser la poesía. No sé y creo que nunca sabré cómo es la primera experiencia lectora que te sacude y hace sentir que lo que estás viviendo –leyendo- tiene que ver con ese mundo o sensibilidad que, ya adultos, relacionamos con lo poético. Ese saber, esa constatación, siempre es un después, siempre es un posteriori, rara vez, creo, algo premeditado: se te otorga en su infinita gratuidad, en su azar absoluto, en su casualidad siempre mágica. Recuerdo ir en 4º o 5º básico y la lectura de la semana era la unidad titulada Lugares y paisajes o Lugares de tu ciudad o La ciudad y sus paisajes o algo por el estilo. Eran dos textos: el primero, cuyo titulo no recuerdo, era una especie de apología al paseo en bicicleta. Una experiencia como ésa era inconmensurable, imaginativa y poseedora de no sé qué virtud de sanidad física y mental. Con la bicicleta podías recorrer muchos lugares, visitar amigos, ir al parque, regresar a casa desde el colegio y llevar una vida aventurera cercana a la naturaleza. No está mal, pensaba yo, si es que sabes andar en bicicleta. El otro texto era diferente, muy diferente y, en ese momento, ignoraba que sus repercusiones llegarían hasta mi edad adulta. Ese texto era muy distinto a lo que yo, hasta ese instante, había leído. Difícil explicar la mezcla de sensaciones que me produjo: ansiedad, curiosidad, una vaga sensación de vaciamiento, una precoz antesala de lo que supondría como temple melancólico. En fin, fuera lo que fuera, era un texto sugestivo que me atrapó desde el primer minuto. Se titulaba La casa abandonada y su autor –cosa curiosa: no era un fragmento anónimo sacado de una enciclopedia ni de un atlas- era Pedro Prado. Por supuesto que yo no sabía que el autor era uno de los más notables poetas chilenos del siglo XX. Por supuesto que no tenía la menor idea de su biografía, su amistad con Gabriela Mistral y su residencia en la cercana ciudad de Viña del Mar. Por supuesto que no sospechaba de su afán por innovar en la poesía chilena de principios de siglo y de su actitud avezada cultivando la escritura del poema en prosa o siendo un paladín del verso libre. Y mucho menos podía saber que el texto que estaba leyendo como en una verdadera epifanía, con deleite y asombro poco común, era un poema en prosa que daba título a uno de sus libros más célebres.
Es difícil calibrar a la distancia, las razones o motivos de mi asombro. Mucho menos explicarlos o fundamentarlos. Pero lo que sin duda seducía mi imaginación, lo que me hizo volver una y otra vez a ese texto, a ese bello y singular poema, era su ritmo. Un ritmo ajeno al metrónomo silábico, un ritmo que descansa en la frase breve y que convierte al punto seguido, en fundamental para crear una cadencia específica que no se abandona a la mera descripción, ni a la mera enumeración de situaciones o lugares. Ese ritmo entrecortado a semejanza de una lluvia tenue, cuyos goterones no se dan de inmediato a la percepción, abría una ventana feliz hacia el misterio: palabras evocativas, sacadas del natural, aún de la inocua ingenuidad de los relatos de infancia, mariposas nocturnas atravesando la página, un viento característico que soplaba entre los vetustos rincones de la herrumbre. Una fantasía que asalta entre glosas a un tono fabulesco y una densidad que invita a la reflexión. En el poema, la casa abandonada, no se enuncia, no se dice: se nos presenta. Aquella virtud de todo poema legítimo que no se apresura en su trama, me pareció, sin duda, algo fundamental para sentirme arrastrado por las sinuosidades laberínticas que la rata blanca recorre una y otra vez en búsqueda de protección para sus ratoncillos. Hay ahí una fisonomía que economiza medios, pero que es pródiga en insinuar algo inminente: acaso la lluvia, acaso el abandono, esa sensación inacabada de algo viejo, de algo pasado, de algo ruinoso que no se vuelve trágico, que no se transforma en una queja por su pérdida. Para nada, la casa abandonada, apenas sugerida en el movimiento de sus pequeños protagonistas –el cardo, el viento, la nubecilla, los medrosos caracoles, los oscuros pájaros de fugaz presencia- plasma un gesto que dibuja una sensación, plasma una manera que es ajena a la descripción, ajena a la anécdota reconocible y aleccionadora.

Sólo al final, cuando hemos sido invitados a imbuirnos en esa atmósfera nocturna, el breve diálogo entre los vilanos y la rata blanca, permite vislumbrar que la apariencia de lo tenue, de lo ingenuo incluso, de lo breve y minúsculo, es sólo eso: una apariencia para dar cuenta de una densidad imaginativa que se resuelve como dictum en la frase postrera: “hay muchos que sólo viven para indicar el paso de las cosas invisibles”. En ese contraste, en ese remate genial al final del poema, está la maestría de Prado, está la ironía suprema, fina y delicada, pero ironía al fin, que se nos da como lectores para hacernos patente no sólo la sugestiva adecuación de las presencias invisibles, sino también, la sugestiva forma que posee un poema para hacernos ver lo que no es posible ver. Eso, quizás, es virtud de la forma del poema, de su prosa, una prosa que no es cualquier prosa, que no es la descripción naturalista de los fragmentos enciclopédicos de una lectura de texto. Una prosa que rehúye ser prosa, una prosa al servicio de la imaginación y la sugerencia. Una prosa que muestra en su efigie una mirada poética y que me enseñó, por vez primera, que la poesía habita en los recovecos singulares de la magia y que, como la música, es un estado, no sólo una mera forma.


La Casa Abandonada
(Pedro Prado)

            Alta va la luna y las nubes volando en torno. De vez en vez cae una nubecilla como mariposa en las llamas de la luna y hay una pasajera obscuridad. Luego, el cuerpo consumido rueda por los rincones obscuros de la noche. Viento del otoño alegre ensaya un silbido agudo. Los árboles le hacen reverencias. Afanosas, las arañas zurcen los vidrios rotos de la casa abandonada, y continuos calofríos estremecen los hierbajos del patio.
 -Mala noche- dicen los grillos que cruzan por entre los escombros.
 -Mala noche- repiten los pájaros, que no pueden conciliar el sueño con el loco vaivén de las ramas.
 -¿Volverá?- preguntan los medrosos caracoles.
            Bajo el de ortiga y malvaloca, cruzan las ratas por vereditas que penetran a los cuartos vacíos. Las paredes desconchadas, con grandes agujeros, evitan las revueltas inútiles. Las cabezotas de los cardos, que se yerguen al frente de las puertas, vaciaron sus enjambres en las piezas solitarias.
           Cuando penetra una racha, bailan las plumillas la danza del viento. Y la rata blanca, que anida en un escondrijo, se desespera con los vilanos, porque son el abrigo de sus ratoncitos.
-¿A dónde vais -chilla-, locos, más que locos?
-No lo sabemos, señora. Preguntádselo al viento.
-¿Os dejáis arrastrar por ese vagabundo?
-Hemos sido hechos para él. El polvo y las hojas y las aspas de los molinos están encargados de hacer visibles a las ráfagas que soplan vecinas a la tierra. Las nubes y los vilanos denunciamos a los vientos altos, que sólo en nosotros perciben los ojos.
-Extraña ocupación.
-¿Pequeña os parece? Hay muchos que sólo viven para indicar el paso de las cosas invisibles.