domingo, 21 de mayo de 2017

Biblioteca


                                            
                                                        I
Durante todo febrero el asunto era intentar buscar ese anaquel viejo que mi papá habían puesto en el cuarto de atrás. Después del invierno anterior, ya no era viable dejar los libros que iba acumulando en el suelo al borde de la ventana: como toda casa antigua, el agua de lluvia entraba inmisericorde y más de algún volumen salía dañado. Por lo demás, los libros que iba juntando eran de mala calidad. Esos tomos inacabables de Ercilla, con sus colores rojos, grises, amarillos o negros, sin solapas y con un papel miserable se volvía insufrible. Pero sin duda, la tipografía era más atroz aún: una letra diminuta que hacia doler los ojos pasados apenas una media hora de lectura. Porque de eso se trataba, de leer, siempre de leer. Las vacaciones eran escasas, las rutinas familiares eran como una vivencia dantesca por su eternidad que no dejaba salida y las ocasiones para estar solo, escasas, como una mirada de bondad proveniente de una chica desconocida. Sí, se trataba de leer porque ahí había algo que no podía fallar, ahí había algo que todavía se deseaba perfecto o al menos sin la permisividad de lo que aún llamábamos “vida” y que encapsulaba con su ritmo cualquier ánimo de la índole que fuera.
Además, el viejo y solemne mueble del living ya no toleraba más habitantes: a los libros habría que agregar esas fastidiosas figurillas de porcelana, las fotos familiares, los tomos pesados e inútiles de un puñado de enciclopedias baratas y las manías de mi madre que en todo veía desorden y no toleraba los escasos libros existentes encima de sus propias chucherías.
Por eso, durante el verano, único tiempo en verdad propio para cualquier estudiante, la tarea tenía un objetivo claro y decisivo: encontrar el viejo anaquel plomo que antaño había servido para los juegos infantiles en la pieza grande, justo cuando el invierno hacía de las suyas y la humedad era insoportable en medio de tardes largas y oscuras.
Después de varios días, hallé el viejo mueble. Desvencijado, apenas destellando un gris opaco, recordatorio de haber sido pintado con un barniz escuálido hacía años, su madera, en algunos sitios carcomida por la humedad y el uso, aún se mantenía firme y como llamando a tareas más nobles que ser un mero receptáculo de ramas y restos de antiguas podas para el fuego de la chimenea. Estaba feliz. A pesar de ahora verlo en realidad más pequeño de lo que ciertamente lo imaginaba o recordaba, aquello no obstante no era un problema para llevarlo a la terraza, limpiarlo, darle un par de martillazos necesarios y de ahí raptarlo para mi pieza que pedía a gritos algo dónde poner los pocos, pero persistentes libros que iban ocupando el espacio al lado de mi cama. Todo eso, afortunadamente, no me tomó más allá de una tarde. Pero la presencia del nuevo inquilino me obligó a tomar decisiones que, no sabiéndolo en ese instante, se repetirían con los años en otros espacios y con otros muebles: qué libro privilegiar para habitar el anaquel y cuales definitivamente desterrar al cajón de los recuerdos o al solemne y viejo mueble mural del living. Al principio no fue difícil, pensando que a los quince años los libros que uno tiene son escasos y la mayoría son heredables para el hermano menor o son recuerdos de infancia. Bajo esa premisa mi querida colección de Papeluchos que iba recopilando desde los ocho años vivió su última hojeada veloz antes de ser desterrada. Lo mismo pasó con mis escasos, pero queridos volúmenes de Asterix y Obelix. Menos pesar o nostalgia me asaltó con varios ejemplares de Erase una vez el hombre. Por otra parte, con el medio centenar de ejemplares del Quijote de la Mancha en versión de cómics -sucedáneo de la versión televisiva que alguna vez dieron en los años 80-, no se me ocurrió por el momento qué hacer: en mi pieza ocupaban mucho espacio, ponerlos en el mueble del living habría sido una ofensa para mi madre que los compró religiosamente durante meses. Tal vez tenerlos en una caja, ordenados dentro de su bolsa azul, sería lo más pertinente para evitar posibles roces. Pero hubo libros por los cuales me costó mucho tomar una decisión: ¿qué hacer con Corazón de Edmundo de Amicis, De la tierra a la luna, Veinte mil leguas de viaje submarino o Viaje al centro de la tierra de Julio Verne?, ¿qué hacer con Mónica Sanders, El diario de Daniel, Alsino o El diario de Ana Frank? Todos ellos no representaban mi mundo de infancia, sino ese mar extraño que había comenzado a cruzar desde los diez u once años y con los cuales aún me sentía unido a pesar de no querer reconocerlo. Lecturas adolescentes alguien dirá. Puede ser, pero tampoco me parecía que esos títulos merecieran el exilio. Aunque varios de ellos no eran de míos en términos estrictos -llevaban el nombre de mi mamá o de mi papá en sus bordes amarillentos o un timbre que hacía alusión a la biblioteca del Hospital de Niños de Viña del Mar, sitio donde años ha, mi mamá había sido enfermera- los sentía a todos ellos como míos: en algún instante los había tomado, los había leído ya por ocio, curiosidad o por deberes escolares. Olerlos y sentir el picazón en la nariz por ese polvo invisible que se escurría por sus páginas amarillas era una experiencia que me regocijaba secretamente. Algunos traían ilustraciones y más de una tarde me quedé arrobado mirando los ojos melancólicos de Ana Frank o la mirada inquieta de los exploradores de Verne. Por eso y por otras cosas, desterrar aquellos libros de mi nuevo orden lo consideré por el momento, impropio. Además las variadas portadas, con sus colores vistosos, pensaba, agregarían algo de variedad al nuevo escenario que estaba inventando: romperían la monotonía de los grises, amarillos, rojos, cafés y negros de las áridas colecciones Ercilla que estaba dispuesto a raptar para mí solo y que, perdidas en el estante que estaba en el comedor diario, se atiborraban de pelusas o polvo, dejando en la indiferencia a toda mi gente. Por supuesto que a mi no. Tomada la decisión, a esos libros feos y torpes, les hice habitar el mismo lugar que a los que se habían salvado del exilio. Apenas hecho eso, el viejo anaquel plomo quedó casi lleno. Otra tarde ordené los diversos volúmenes que ahí había. Pero eso es otra historia. Lo importante es que sentí que mi biblioteca acababa de ser fundada.


                                                        II
Mi tía y mis primas vivieron con nosotros cuatro o cinco años. Mi prima mayor estaba suscrita al Club de Lectores de El Mercurio. Por tal motivo, cuando vinieron con sus cosas ha habitar el segundo piso de la casa, fue inevitable que también viniera la respectiva colección de libros de Ediciones Andrés Bello. Lo curioso es que rara vez yo husmeaba eso: como tantas otras cosas de mi prima, aquello era un territorio vedado. A pesar de que todos en casa ya me bromeaban por mis afanes lectores, nunca hubo entre mi prima mayor y yo alguna palabra o conversación en torno a los libros o a lo que leía o qué autor me gustaba o a ella. En fin. Quizás la diferencia de edad -veinte años- hacía lo suyo y quizás yo pasaba para ella como un primo chico amurrado y distante. Luego que mis padres y mi tía habían llegado a un acuerdo y a la inevitable mudanza, pensé que esos libros quedarían desconocidos para mí por siempre. Sin embargo no fue así. Ya estaban habitando la otra casa cuando volví a subir al segundo piso después de varios años: los espacios que siempre había considerado como míos, volvían en su vacío a pertenecerme y la soledad tantas veces invocada como una promesa de felicidad, pareciera que retornaba para restablecer ese diálogo que quedó interrumpido un otoño de varios años atrás. Pero no fue lo mismo. Ya no era un niño y si bien el segundo piso con su espaciosa libertad y sus rincones una y otra vez explorados en mis juegos infantiles invitaba a pasar como antaño, tardes enteras tendido en el piso mirando el techo con sus arañas y sus malogrados rincones, lo que de verdad atrajo mi curiosidad fueron una serie de cajas que estaban en el que había sido el dormitorio de mi prima. Sin mucho pensarlo, los hurgueteé pensando en algo prohibido. Mi impresión no fue menor al percatarme que esas cajas contenían los libros a los que nunca había tenido acceso. Al principio con timidez, luego con voracidad, los fui sacando uno tras otro: los veía al revés y al derecho, hojeaba una y otra vez sus páginas y si bien su formato era sencillo, los nombres y los títulos me llamaban la atención con una sugestiva seducción apenas perceptible. Conversé con mi papá sobre la conveniencia de llevarlos a mi dormitorio y hacerlos parte de mi biblioteca. Hasta que pasaran algunas semanas y la prima no los reclamara, poco podía hacer. Pasaron tres o cuatro semanas que fueron interminables. Al final, cumplido el plazo de eventual reclamación, en una especie de ceremonia recluté a mi hermano menor para que me ayudara a bajara las cajas y ya en mi habitación, el viejo anaquel plomo se vio desbordado con los nuevos inquilinos que eran una legión grande, vasta y misteriosa: ahí estaban Kafka y Borges, Shakespeare y Wilde, H. G. Wells y André Gide, Goethe y Azuela, Neruda y London: mi biblioteca no sólo había crecido cuantitativamente, sino también en densidad.

                                                      III
No es fácil para un estudiante universitario engrosar su biblioteca. Para mí no lo fue menos. Por un lado, los precios exorbitantes de los libros que atentan contra la economía de guerra del permanente discípulo de las lecturas, por otro lado, la voracidad con que se lee, impidiendo la discriminación razonada, voracidad que se encuentra signada por la emergencia del estatuto estudiantil: una bibliografía tras otra y no siempre de las más placenteras, interesantes o llamativas. Por lo general, esa edad en la cual la lectura debiese ser un baño tibio de gustos seleccionados para ser gozados con intensidad, pues se truca en una ducha fría que hiere la piel, prejuicia el gusto y acelera lo que debiese ser natural: esa procesión de materiales escritos que deben ser desechados porque su función sólo es ser útil por un instante. Pero una biblioteca estudiantil también se ve afectada por esas complicidades maravillosas que son encontrar amigos y compañeros con afinidades y obsesiones similares a las de uno. De ahí al intercambio de libros y a esas transacciones que terminan en alegría jubilosa o en un luto agrio hay un solo paso. El tiempo pasa y el espacio se hace pequeño: a los ya sabidos inquilinos de siempre se les agrega un nuevo personaje en principio indeseable, pero siempre necesario: el libro fotocopiado y anillado. Ninguna nobleza, ningún interés, ni color: sólo la funcionalidad para con quien no tiene el dinero para adquirir esos volúmenes caros y además efímeros que, sin embargo, se ven cooptando como una plaga no deseada los espacios reservados desde la infancia para los sueños y para aquellos libros que escogimos con una naturalidad que creemos perdida. Pero también están esos instantes en que el mundo nos ha hecho suyo: el llegar a casa con un libro nuevo, adquirido después de privaciones, juntando peso a peso, moneda a moneda y que ha sido comprado en una liquidación, en una librería de viejo o en un azaroso puesto en la plaza entre carritos de comida chatarra y vendedores de baratijas varias. El crecimiento es espasmódico y variado: novelas, poemas, filosofía, sociología. Los saberes y diversos géneros se apuntalan unos tras otros y nada adquiere relevancia, sino en el ritmo discontinuo de la sorpresa. Un día es Rimbaud y su Temporada en el infierno, otro día Rosamel del Valle y su preciada antología publicada en Monte Avila, otro día, los escritos de Heidegger sobre Hölderlin y más allá los cuentos de Cortázar junto con un deshilachado volumen de Schopenhauer que alcanzaste a rescatar de una librería de viejo. En otra ocasión, las Elegías de Duino que publica Lumen bajo la versión de Valverde que te permite al fin, tirar al basurero el manojo gris de las fotocopias roñosas que te han acompañado por un par de años. A veces la alegría de adquirir en una buena racha El arco y la lira de Octavio Paz, junto a sus poemas de Libertad bajo palabra y ser envidia de tus compañeros que perseguían esas misma edición. En otra ocasión darte cuenta entre lágrimas y rabia que la tan anhelada edición de Walter Benjamin está adulterada y le faltan las últimas treinta páginas, borroneadas y feas…
En el estudiante, la biblioteca se transforma en estación de trabajo, compañía de madrugadas infinitas y consuelo mudo ante la propia imposibilidad de leerlo todo. El anaquel plomo está atiborrado de libros de variada índole, origen y prestigio: a un lado del Werther de Goethe están los ensayos de Greimas, al lado de El proceso de Kafka, están las fotocopias de la Filosofía de la composicion de Edgar Allan Poe junto a los ensayos de Curtius que justo mañana entran en la prueba de Literatura Medieval. Entre papeles, hay fotos, entre las fotos, calendarios, entre los calendarios, lápices antiguos, muertos y acabados, entre los lápices, papeles arrugados esperando ser botados en alguna mañana de calma.
En la biblioteca del estudiante, las visitas son peligrosas y prohibitivas, sobre todo si es un amigo obsesionado como uno con los poemas de Lihn o Huidobro o con los ensayos de Nietszche: en la biblioteca del estudiante, todo es cancha y el juego puede correr riesgo de ser sucio. Mis ojos donde mis manos te vean. No hay misericordia y a pesar de haber conversaciones sazonadas con una mala cerveza o un vino no por malo, menos bebible, el asunto no es bajar la guardia para evitar al día siguiente una resaca no sólo incómoda, sino también dolorosa.
Aquí no hay orden, sino el aleatorio ritmo de la vida. Aquí no hay cálculo, sino el necesario asombro de las lecturas intransitivas y arriesgadas. Aquí el tiempo es infinito y circular y la mañana es la madrugada y la luz oscuridad, la noche como espacio de lucidez y la tarde como imposible descanso de unos ojos rojos y marchitos.


jueves, 11 de mayo de 2017

Fulgor y ceremonia: Stefan George






I
Conjuro es la Palabra
que adviene desde toda eternidad;
la tormenta en su escritura
que provoca asfixia de purísimo silencio.


II
Estos días crispados por oficio
son cruce de palomas,
cuerpo echado de repente
contra el cielo hermoso,
ventana de otra sangre.
A veces imagen de la espuma.


III
Ahora que esta luz está conmigo
¿dónde perder el rostro
cuando el indicio de las aves
señala alumbramiento?

Mordedura es el signo
entre muertes y diluvio;
lo que apostamos en el juego:
lozanía; augurio de un nombre
que no podemos pronunciar.



IV
Alumbramiento;
pétalo secreto
elevado en vaivén celeste.
La ráfaga de vientre y muslos
transmutada por delirio
donde se dice la mirada.



V
La Palabra es liturgia
que nos bendice en su naufragio.
Hueso de la llama,
su caída es mi caída
o la tuya siempre frágil.
Sol que en derrumbe agita
mis dedos como olas,
grieta que aventura
una catástrofe sagrada.


jueves, 4 de mayo de 2017

Cuatro poemas


 

*
Conocer
perecer.
El soplo antiguo del cielo
con sus redes umbrías y rompientes:

la misma claridad
para el mismo vaticinio;
aves en la caverna de la luz
donde se calcina la mirada.



*
Sopla el aire la mirada a mediodía.

Su aleteo predice una playa distante,
su silencio, el oleaje vacío
que sube sofocante en la garganta.

Sopla entre piedras,
entre gotas que regresan de la orilla.

Abajo, el cielo diáfano se agita.
Acá, el poema se inscribe bajo aguas.



*
Piedra sobre piedra
un nombre es otro nombre:

una hoja desangrada
que escapa de su propio laberinto.

Piedra sobre piedra
la piedad siempre es otra:

una raíz quemada
por los ojos del océano.



*
Escribir
en el visible círculo del aire,

en la inminencia que presiente
el enrojecido soplo de las olas.

Escribir
sobre el rostro de la sombra,
en ese borde oscuro
que vuelve inaudible el cristal del eco.