sábado, 20 de octubre de 2012

Ricardo Latcham: efigie de intelectual


En nuestro contexto cultural contemporáneo se ha vuelto cada vez más difícil concebir la idea de un intelectual que desborde su propio ámbito de especialización académica para brindarnos la imagen o la efigie de un sujeto vinculado simultáneamente entre el mundo de las letras y el mundo de la vida con sus ineludibles implicancias morales y conductuales. Ya se ha vuelto un lugar común apreciar que el especialista, el experto, el investigador y el perito en tanto sujetos inmersos en la producción, intercambio y administración de lo simbólico legitiman con su accionar una especie de correlato “intelectivo” de nuestra sociedad neoliberal, habiendo desplazado, al parecer definitivamente, al ensayista y al erudito, al escritor informado y al homme de lettres que era posible hace no más de medio siglo, hallar en los cenáculos culturales y académicos existentes en nuestro país. Y también ya es un lugar común señalar que aquel desplazamiento se ha originado entre otras razones, por los procesos de modernización que han afectado a las elites intelectuales y universitarias desde, aproximadamente los años 60 dada la evidente división del trabajo que se vuelve con el correr de los años cada vez más abarcadora, pero también cada vez más sutil y perversa, penetrando los diversos intersticios de la vida social y cultural y que posee, ciertamente como telón de fondo la ideología desarrollista que fomenta desde los años 40 la más virtual que real industrialización de los medios de producción nacionales.
En esta apretada síntesis son interesantes de revisar los trabajos de Cecilia Sánchez sobre la formalización del discurso filosófico al interior del mundo universitario chileno desde los años 50 en adelante, diversos textos de José Joaquín Brunner en torno al origen de la profesionalización de la sociología en tanto discurso de pretensión cientificista y, por supuesto, en lo que me atañe más de cerca, varios ensayos y textos de Bernardo Subercaseaux, Federico Schopf y Justo Pastor Mellado acerca de la paulatina especialización con pretensiones cientificistas del juicio estético en tanto comentario crítico ya sea de la literatura, como de las artes visuales y la implementación de tales discursos con sus jergas específicas al interior del mundo universitario. Todos estos autores y sus respectivos trabajos, provenientes de las más distintas disciplinas y a veces con metodologías y referentes teóricos casi excluyentes entre sí, vienen a afirmar, sino acaso a certificar de modo irrevocable, la desaparición de ese animal en estado casi salvaje en medio de la selva letrada que llamamos intelectual o erudito y cuyas filiaciones sociales y políticas estaban ampliamente demarcadas en un espectro heterogéneo de referencias y que, hoy por hoy, se nos vuelven casi ajenos –al menos para los que tenemos menos de 40 años-, pero no menos necesarios de traer a presencia en un instante como el actual, saturado de presagios, opiniones y pseudosaberes  poseedores de un velo cientificista de toda índole y naturaleza.
En este contexto, es que deseo aprovechar esta oportunidad para efectuar una breve aproximación a la situación y efigie intelectual de Ricardo Latcham Alfaro (1903-1965), probablemente uno de los más preclaros intelectuales chilenos de cuño “clásico” y que según mi modesta opinión, comparte el panteón de los “desplazados” junto a Luis Oyarzún, Clarence Finlayson y Martín Cerda, entre otros. Haré primeramente una breve reseña bio-bibliográfica de nuestro autor para centrarme con posterioridad en tres características que me parece, son relevantes de abordar de una figura como Latcham: el político, el intelectual público que hace de diarios y revistas, medio de opinión y finalmente, el educador, el maestro que desde la cátedra universitaria no sólo forma a discípulos conspicuos, sino que educa en un espíritu crítico un concepto de literatura que, de todas formas –y ese es uno de los objetivos al que me gustaría acercarme- puede ser comprendido en tanto discurso latinoamericanista.
Narrador, ensayista, periodista, crítico literario, político y diplomático chileno, nacido La Serena en 1903 y fallecido en La Habana (Cuba) en 1965, Ricardo Antonio Latcham Alfaro es autor de una sólida producción literaria, ensayística y periodística, reconocido principalmente por sus escritos de crítica literaria que le sitúan entre las voces cimeras de la crítica hispanoamericana del siglo XX. Alentado por una innata vocación humanística, recibió desde niño una esmerada formación cultural que le permitió publicar sus primeras colaboraciones periodísticas en el rotativo El Chileno, de su ciudad natal, cuando sólo contaba dieciséis años de edad. A partir de entonces, emprendió una brillante trayectoria periodística que le llevó a colaborar, a lo largo de su dilatada vida profesional, en más de treinta periódicos y revistas chilenos, entre los que cabe citar La Revista CatólicaLa Nación y el Diario Ilustrado. Además, extendió su quehacer periodístico a otros medios de comunicación del ámbito hispanoamericano, como el cotidiano El Nacional, de Caracas y el semanario Marcha de Montevideo. El prestigio que le otorgaron sus primeras colaboraciones en calidad de crítico literario le animó a publicar, a los veintidós años de edad, un volumen de ensayos que, agrupados bajo el título de Escalpelo (1925), ofrecían una interesante y amena disección de la obra literaria de algunos de los hitos más representativos de la historia de las Letras chilenas, como  Pedro de Oña, José Joaquín Vallejo o el novelista Joaquín Edwards Bello. Posteriormente, el joven Latcham, publica una novela titulada Vidas ardientes (1926). Sin embargo, pronto se decantó definitivamente por el género ensayístico, al que aportó, aquel mismo año, un estudio sobre el conflicto de la nacionalización de las minas de cobre más importantes del continente americano, publicado bajo el título de Chuquicamata, estado yankee (1926). En 1927, se declara enemigo del gobierno de Carlos Ibáñez del Campo, tomando el camino del exilio en Madrid, donde cursó estudios de literatura española e historia medieval. En 1929 regresa a Chile donde continuó ejerciendo el periodismo como principal actividad profesional hasta que, en 1931, ingresa al Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile donde acabaría ocupando el puesto de decano en su Facultad de Filosofía y Educación hacia 1945.
Por esa época Latcham comenzó a interesarse vivamente por la vida pública del país. Así, en 1933 se convirtió en uno de los fundadores del Partido Socialista, desde cuyas filas se entregó plenamente a la actividad política hasta que consiguió ser elegido regidor por Santiago y, posteriormente, diputado (1937). Unos años después, relegó esta parcela pública de su vida para volver a zambullirse en su hábitat cultural, en el que de nuevo brilló tanto por sus escritos ensayísticos como por las continuas conferencias que, acerca de la literatura y la historia chilenas, dictó en diferentes lugares del continente (Perú, Brasil Argentina, Centroamérica) y el mundo (Estados Unidos, Inglaterra, Italia, España). Su pasión por los viajes y el conocimiento de otros países y culturas se vio reforzada, en 1959, con su nombramiento como embajador de Chile cerca de Montevideo, en donde se hallaba en 1965 cuando recibió una invitación para intervenir en La Habana, como miembro del jurado del premio Casa de las Américas. Ya en la capital cubana, la muerte le sorprendió a los sesenta y dos años de edad. Al margen de los títulos ya citados, entre su producción impresa cabe recordar algunas obras como Itinerario de la inquietud (1932), Estampas del Nuevo Extremo (1941), 12 ensayos (1944), Antología del cuento hispanoamericano contemporáneo (1958), Carnet crítico (1962) y Antología. Crónica de varia lección (1965).
Una vitalidad humana e intelectual como la de Latcham, como la que hemos reseñado acá, no podía escapar a la necesidad de manifestar su opinión de modo veraz. En ese sentido, Latcham pertenece a esa vieja tradición intelectual de raigambre ilustrada y que refiere, fundamentalmente, a asumir la voz crítica en el espacio público como la instancia lógica y necesaria para plantear la visibilización de problemas, pues tal visibilización es un acto de razonamiento, un acto de justicia y un acto de llamado moral dada la autoconciencia de su posición como sujeto educado y políticamente activo. Y si bien es cierto apreciar que en Latcham puede rastrearse una filiación de pensamiento que nos lleva a Rousseau y Voltaire en la más rancia tradición iluminista, no es de menos peso y altamente determinante, la referencia a dos figuras que predominan del concierto intelectual e ideológico chileno y latinoamericano que deben ser tomadas en cuenta. Simón Rodríguez y Francisco Bilbao. Me detendré acá muy brevemente en la resonancia de éste último. Me parece que una de los elementos que sugestivamente atrae a Latcham de Bilbao es la rebeldía y crítica del intelectual hacia el poder. Es cosa de ver la resistencia de Bilbao ante figuras como Bulnes y Montt y la resistencia de Latcham ante una figura como la de Carlos Ibáñez del Campo: en ambos está esa educación de privilegio, en ambos está ese origen católico que era una más que virtual promesa de consecución ideológica, en ambos está la decisión de partir al exilio y en ambos está la necesidad de organizar con coherencia una instancia política que aunara las bases populares con la elite de pensamiento. Para Bilbao la Sociedad de la Igualdad, para Latcham el entusiasmo de participar en la fundación del Partido socialista. Tal vez más allá de estas meras analogías que pueden ser vistas como coincidencias, Latcham entra de lleno en las discusiones del momento: la configuración del Frente Popular en la década del 30 y la necesidad de hacer llegar al poder una instancia que cumpliera sus promesas de cambio social y mejoramiento ciudadano. Es más que significativo que el apoyo de nuestro escritor a figuras de peso político como Pedro Aguirre Cerda, representa para Latcham más que un mero compromiso de coalición partidista: es la certeza de ver en el poder una figura que es proporcionalmente acorde con el proyecto ilustrado de hacer de la educación un bien público de mejoramiento permanente de lo humano, un camino para salir de la ignorancia, la miseria y como herramienta para ingresar al discurso de la modernidad. Regidor por Santiago a mediados de los años 30, diputado entre 1937 y 1941, Latcham ocupa puestos de presencia política reconocibles.
Este Latcham político, no puede ser separado de la efigie del intelectual público que hace de diarios y revistas, medio de opinión. En este ámbito, nuestro ensayista es una pluma magistral que se pasea y recorre sin dificultad el artículo de contingencia, la reseña informada, el artículo de costumbre, la observación del diario de viajes, la crítica literaria de primer orden, la nota de lectura pertinente y llamativa, la evocación de fragmentos de la vida privada en cuanto articulación de una memoria pensante que se ve reflejada a sí misma en la diversidad de sus modos de juicio y opinión: desparramada con generosidad en cientos de textos, la prosa de Latcham es columna vertebral de una infinidad de medios durante cerca de 40 años. Su labor en medios nacionales como los diarios La Nación, y El Diariuo Ilustrado, como asimismo en revistas hoy célebres como Atenea, En Viaje, Zig-Zag y muchas otras, se une a su trabajo de envergadura ciclópea en semanarios, revistas y diarios extranjeros, de los cuales Marcha en Uruguay y El Nacional de Venezuela vienen a ser símbolos preclaros de toda esa actividad.
Latcham es un intelectual que no rehúye la expresión, la opinión: aún más, esa expresión, esa opinión, debe hacerse pública, constituir el espacio público y en ese sentido, tal espacio sólo existe en la medida que pueda ser manifestado en tanto escritura: de aquel modo, Latcham es uno de los protagonistas primordiales a nivel chileno y latinoamericano de la Ciudad Letrada, al decir de Angel Rama, uno de sus más certeros protagonistas: la instancia de escribir en tantos medios para configurar opinión, para debatir y plantear ideas, refutaciones, puntos de vista y trabajar para constituir una conciencia crítica en el virtual lector de sus textos, pone a Latcham en la palestra de una labor oficiante: para él, tomando sólo como punto de referencia la critica literaria, sin duda uno de sus discursos más fuertes y elaborados, la crítica literaria, digo, se articula con un carácter latinoamericanista que intenta ser superior o dejar a un lado la estrechez de miras de los falsos compartimentos nacionalistas que no sólo habitaban el mundo de la política, sino el mundo de la sensibilidad y la imaginación: formar una opinión, forjar una sensibilidad. Desde esa perspectiva, Latcham es consciente de valores tales como la fe en una razón comunicativa a través de la escritura como medio de concientización cultural y de la mano de aquello, un espíritu ilustrado de cosmopolitismo que enarbola la bandera de lo americano sin desdeñar tradiciones europeas y norteamericanas. Creo que desde ahí hay que entender su pasión por intentar comprender la figura de Balzac en la configuración de la novela latinoamericana, la necesidad de revisar la mitología que se articula en libros como Doña Barbara, La Vorágine  y Don Segundo Sombra, la urgencia de contactarse y dar a conocer  la literatura brasileña, asimismo la valoración para apreciar en su justa medida tanto la obra como el ejemplo problemático de una figura como la del poeta Rubén Darío en la constitución de nuestra sensibilidad imaginativa, abierta siempre ella hacia un mundo de variadas tradiciones culturales, etc.
Para ir terminado esta intervención, quería detenerme muy brevemente en algo que es posible avizorar desde lo que he ido relatando hasta ahora y que es lo siguiente:  apreciar en Latcham a un educador, a un maestro que desde la cátedra universitaria no sólo forma a discípulos conspicuos, sino que educa en un espíritu crítico un concepto de literatura que, de todas formas como lo he ya manifestado, puede ser comprendido en tanto discurso latinoamericanista. Dejando en suspenso su vida política, Latcham entra de lleno al mundo académico del que era ya partícipe cuando en 1931 comenzó a hacer clases en el antiguo Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, mundo al que ya no abandonará jamás y del que ha sido reconocido como uno de sus más valederos artífices en las letras chilenas e hispanoamericanas. Si Latcham como diputado y crítico literario usaba la destreza de su escritura en los diversos ámbitos de su desempeño para a través del argumento razonado e informado hacer ver y defender los puntos de vista que iba suscitando, en la cátedra universitaria, nuestro autor hará uso de otro de sus más valiosos talentos y que viene a ser parte de la vieja tradición humanista y de la pedagogía ilustrada: la oralidad asociada a la memoria. Si nos atenemos al testimonio de sus más preclaros discípulos y alumnos en los viejos recintos de la Universidad de Chile durante los años 40 y 50 –y que incluyen entre otros, a Pedro Lastra, Alfonso Calderón, Leonidas Morales y Hugo Montes- es posible bosquejar un Latcham locuaz, lleno de paradojas, señalando los matices de un poema , de una novela o un ensayo como pocos lo harían, mostrando la relevancia del texto en relación a su contingencia epocal, a los valores sustentados por su autor y poniéndolo en contacto con sus similares a nivel latinoamericano y aún europeo. Tal ejercicio que no se queda en la retórica de lo correcto o del “justo medio”, tiene como fin, otra retórica, aquella que en la rancia tradición de las humanidades, busca convencer a través del ejemplo y poniendo su objeto de elocución bajo las más diversas perspectivas, con tal que el convencimiento sea por convicción ejemplificadora de las características del objeto más que por la contundencia de la lucubración verbal. Por ello, es dable apreciar que tal manera de propiciar un ejercicio oral de ese talante, necesitara como algo obvio una memoria fecunda, erudita y ágil, capaz de las asociaciones más versátiles y hasta paradojales con el fin de hacer una especie de verdadero paneo en 360 grados del fenómeno al que estaba aludiendo. Ese “fenómeno” sería siempre un texto, un poema, una carta, una novela, una biografía, un relato, un ensayo. Tal capacidad estaba al servicio de la formación de un espíritu crítico que tuviese la capacidad de entrever la riqueza, la diversidad y el valor de lo latinoamericano como expresión de una sensibilidad plural y amplia que no se quedara estancada en el discurso nacionalista, ni en la mera constatación documentalista de los textos.
Hoy, dadas las condiciones materiales e ideológicas del mundo cultural y académico chileno, una figura como Latcham sería rara, curiosa y hasta sospechosa: su “improductividad” y su “falta de espíritu científico” le jugarían en contra. Pero es justamente esas cualidades que el actual sistema intelectual vería como defectos, las que nos lo vuelven atrayente como figura pensante y crítica, no tanto como un saludo nostálgico para con un mundo intelectual arrasado por la contigencia histórica, sino porque al volver nuestra mirada hacia ese tipo de efigie podemos hallar un espíritu crítico vivo y vigilante cuyo asidero moral nos hace recordar que la inteligencia se halla dispuesta para comprender el mundo de la vida y no para aislarse aséptica de los problemas que ese mismo mundo provoca, inquiere y suscita.