martes, 28 de enero de 2014

El poeta Raúl Deustua 1921-2005

El año 1921 podría ser considerado un annus mirabilis en la poesía peruana del siglo XX. Nacían Javier Sologuren, Jorge Eduardo Eielson y el poeta que es motivo de esta nota: Raúl Deustua. Pero a diferencia de sus dos más famosos compatriotas, el devenir de Deustua, poéticamente hablando, correría un destino muy diferente. Habiendo abandonado el Perú en 1949 para no volver nunca más y como un ave migratoria, Deustua recorre Nueva York, Ginebra, Viena y Roma, en un incansable vagabundeo que no le impide abandonar la escritura. Sin embargo, su primera publicación, hoy célebre entre coleccionistas y joya preciada de la poesía no solo peruana, sino del idioma todo, fue una pequeña plaquette de tiraje exiguo titulada Arquitectura del poema que data de 1955. De ahí, según alcanza mi información, sólo hasta 1997 y bajo el título de Un mar apenas y publicado por las ediciones de la Universidad Católica del Perú, la poesía de Deustua fue reunida en un solo volumen que hasta ese instante, se hallaba rigurosamente inédita. Esto posibilitó estar al alcance de un público mayor. Es difícil hallar poemas de este autor singular: no figura en ninguna de las antologías a nivel hispanoamericano relativamente recientes que prodigan nombres y nombres bajo cualquier pretexto. Así, no es posible hallarlo en los trabajos de Aldo Pellegrini, José Olivio Jiménez, Gustavo Cobo Borda, Guillermo Sucre, Julio Ortega, Jorge Rodríguez Padrón o Miguel Angel Zapata. Navegando por internet, averiguo que la edición del 97 está completamente agotada y los poemas hallables en algún blog o sitio, son escasos.
Pero vamos por parte, ¿qué tiene la poesía de Deustua de especial, aparte de la excentricidad de su dificultad para encontrarla?
Al menos para mí y tal como lo comentaba con mi amigo Marcelo Pellegrini, lo que he podido leer de este notable poeta peruano me hace pensar, entre otras cosas, acerca del modo en que nuestro idioma castellano asimiló durante el siglo XX, la herencia vanguardista, sobre todo, la proveniente del surrealismo. Ahora bien, entre nosotros, es decir, en la poesía chilena del siglo XX, ése es un capitulo tal vez escabroso que, a veces, nos damos cierta prisa en despachar: pensamos en Mandrágora y su liquidación bajo los comentarios fieros de Lihn, Parra o Rojas. Pensamos en poetas recónditos, perversamente oscurecidos por nuestros inadecuados hábitos de lectura crítica y los admiramos pues no han tenido un posesionamiento público de primer orden, viéndolos más como una comunidad excéntrica y maldita de cariz contracultural que como una propuesta poéticamente valedera: Gustavo Ossorio, Carlos de Rokha, Jorge Cáceres. Otros, desde la distancia, nos hacen un guiño que nos trae a memoria y a nuestro presente la epopeya que significó la vanguardia. Pienso, en este caso en Ludwig Zeller.  O nos dejamos llevar por esas disquisiciones críticas que en su prédica parroquial nos señalan que no hay que leerlos a ellos mismos, sino como meros antecedentes de esa energía iconoclasta que tendría su acabamiento y superación lógicas en la antipoesía de Nicanor Parra, comentario a estas alturas, en mi opinión, totalmente asimilado a nuestro mainstream criollo.
Sea como sea, si vemos hacia Argentina o hacia Perú, por poner sólo un par de ejemplos inmediatos, el asunto de la herencia del surrealismo es algo mucho más complejo y diverso. Sólo por poner sobre el tapete a contemporáneos de Deustua, es posible pensar en Westphalen, en Moro, en Adán, en Varela, en Salazar Bondy, en los ya mencionados Sologuren y Eielson, entre tantos otros. O en Argentina pensar no sólo en Pellegrini, sino también en Enrique Molina, el grupo en torno a la revista Arturo y tantos más.
Pero no se trata de ver en la poesía de Deustua un simple gesto epigonal. Hay una búsqueda de un tono reflexivo que no se encabrita con la expresión verbal, una singular concisión que no teme volverse cegadora y transparente con el sentido de cada palabra, pero sin abandonar la elocuencia del encantamiento fónico que va concatenando la frase. Pareciera ser que en Deustua, el poema es el fin supremo de la condensación de la imagen, pero también de los sentidos posibles con que las palabras se desnudan entre sí. Una poesía que ha hecho del delirio sensual del surrealismo, un delirio de inteligencia candente, de exploración subterránea de la experiencia primordial que asalta a todo ser humano: la conciencia de finitud, la opacidad del onirismo fuera de todo desquicio mental, la angustia constructiva en el poema de la vivencia temporal y su desastre.
Leo en una breve nota encontrada al azar en internet que dice que se le puede relacionar con Valéry, pero también con Roberto Juarroz y José Angel Valente. Es probable que así sea. Por ahora, creo que lo que podemos hacer, es leer los poemas que nos son accesibles y maravillarnos de un poeta como él.


ARQUITECTURA DEL POEMA
                                 Mais sa douceur aussi est mortelle.

La exacerbación de los sentidos: una música infinita. Vivir en el rumor inaudible de la noche como una serpiente de mar que muerde las estrellas.

Destruir a Dios y devolverlo a su raíz primera, al árbol sin frutos, pleno de amor y desolación. Si se pudiese defender la muerte como se defiende un paisaje húmedo y fértil, una sombra que vibra entre los dedos y nos hace un daño múltiple. ¡Estoy de pie en esta selva de cielos y metales! Todo árbol es la sombra de un lejano pastor, un inmenso oleaje que rompe los días, nuestro tránsito de sueño a sueño, a cada instante.

Soy, Dios, primer Dios, tu dedo vacilante sobre el seno de un niño que juega con el polvo de tu nombre. ¡Cuántas leyes has devuelto al polvo!

Trato de llegar como un eco, sin rodear la larga playa sembrada de caracoles y medusas, de heladas corrientes bajo las constelaciones del Sur y los desiertos. La playa se elevaba contra el tiempo y éramos una infinita brisa de ojos mutilados y veraces, un súbito asombro en las mañanas de helechos y senderos. Hay ahora una pequeña humillación del tiempo. Estoy en el fondo de una caverna que se abre al sueño y a los dedos íntimos, severos, de la risa.

Devolver a Dios a los caminos, enseñarle las casas destruidas en la sombra de los cactus, ponerle en la frente su nombre de justicia y darle el pan de cada hombre como su gesto más rotundo.

Dios lo verá desde su altura pequeñísima. Verá a ese hombre de rostro desvelado, su hambre de puntillas y el sabor acre de las hierbas. Y estaremos descubriendo una voz que disemina el viento del verano, un eco polvoroso de la sombra calcinada de Dios, con su levante de palomas amargas y terribles. En el desierto se oirá la voz, el perro que guarda el horizonte y lo lleva entre las fábricas de pesadas arquerías.

Miro atrás y veo un mar sombrío, un llano que devora la infancia de los sauces, de los robles. He de guardar silencio y mirar al templo que se derrumba en las playas, en la arena metálica de Dios y su sentido.

¡La atroz lucidez de tu nombre, tu exactitud apuntando a mi recelo de fiera tambaleante! ¡Ah, la embriaguez, la taciturna embriaguez de la noche, de mis noches!

Me detengo a decir, una vez más que sólo resta determinar mi principio y mi fin, y mi sombra entre los muros. Me pongo de cara al resto de la noche y sobre su hombro veo surgir la luz como una lanza que penetra hasta el silencio.

El sabor del estío y las piedras que llamaba en mi socorro… Nos queda hoy el movimiento de las dunas, la faz del poema en el desierto, y respiramos el amargo liquen que alimenta una serena reserva de crustáceos.

(Estoy de pie en plena lucidez, como un fantasma de vértigo, de altura prodigiosa que abate los troncos más recios, la muralla relumbrante del sol y de la luna y sus vedados templos de arena junto al mar.)

Escuchaba las olas en esas tardes sin límite. Veía, sí, veía mi sombra agigantarse y hacerse el mar mismo como una cáscara de luz. Era mi infancia y el mar que lavaba mi pereza de siglos, mi descarnada voluntad, y veía desfilar un ave y otra que cejaban en su empeño frente al sol.

Estar junto al mar como una piedra azogada, vertical, rota y tambaleante, lleno de la plenitud del misterio, pero listo a la huida como un monje más o una trunca columna de cenizas y restos de papeles violáceos y turbios.

Esta es la verdadera razón que guía a las aves matinales, el instinto roído por la lluvia, por la reseca arena que desprende el cielo. Quisiera devolver mis años a su pureza integral, cederlos al tiempo mismo del recuerdo. La desolación tardía no me salva, ni la congoja me arrebata más allá de toda muerte.

Y repito al tiempo, al resplandor de las hogueras, a los duros jinetes que incendian las cosechas, les repito tu llamado, tu reconocimiento del trigo y las arenas. Y me pregunto: ¿adónde me llevas que no pueda contemplar esta dulce gangrena de las rocas y los pólipos, estas resacas y mareas que inventas, como yo, cuando el alba se transforma en viento y sol y rostros y más rostros, en sombrías latitudes que despojan tu nombre y lo devuelven a los astros?

(Subsiste una ciudad aferrada a duras rocas, y el mar la golpea con sus láminas de cobre, con sus antiguos guerreros devoradores de islas y sirenas.)

¡Arquitectura del poema! Lenguas sonoras y cargadas de blancos metales que devora un año desprovisto de nieves y de lluvias. ¡Embriaguez de la noche, su luz sobre mi mesa, embriaguez de este canto que viene rodando desde el tiempo!

¡Arquitectura del único poema… de la voz que permanece y no se entrega!

Hay trozos de columnas lavadas por la lluvia, como una esfera recortada, como una moneda pesada y antiquísima, como la tierra nueva restableciendo el orden de las cosas, la perenne geometría de las formas y del mar. ¡Vuelvo al mar siempre en un impulso de cerrados horizontes!

Nada existe ya. Un desierto sin arenas y sin rocas, un páramo detenido en un silencio espeso y árido, un espejo de imágenes vacías, devoradas por una ausencia dolorosa y rota a trechos por tu nombre oculto, virgen, tu nombre que se posa y nos destruye en un amor inmenso de mares y aldeas. ¡Estoy solo en esta piedra de tu iglesia! ¡Resta un helado viento sobre el mar!

1955.

Años de luz

El hombre ha vuelto a su morada,
estamos solos y nos corroe el tiempo,
dos sílabas apenas y el silencio.

Pienso en un prisma, allí la vida acecha
el color y la sombra, la ventana
abierta al mar, columna que en sí misma
goza en su vertical caída.

                                         Pienso
en el mortero secular, moléculas
de luz que suben por las venas, ojos
que ya los párpados no cierran.

A veces una gota que resbala
por el muro, y la mano mueve
el pesado ladrillo, el árbol solo
que dilata la muerte ya bastante lenta.

Pienso en la inmemorial rutina, en labios
que están ardiendo, zarzas y más zarzas
donde el hombre es el hielo que devora
su permanencia mineral, su voz
traspasada de pájaros herméticos.

Y cuando llega el tiempo los roídos
molares del silencio nos trituran:
queda la cáscara del sueño, leves
pisadas que el arqueólogo descubre,
años de luz inútilmente ardida.


La voz interrumpida

Hemos vivido hiriendo, manos
que duermen un instante,
que instan o tocan o transforman, sueñan
o son el sueño de la piel, la pálida
resonancia de un nombre, un nexo oscuro,
el revés mismo de la vida, venas
que llevan hielo al corazón del hombre.

La mano del amor tocaba el rostro,
una espiral de voces
rodeaba nuestra voces y vencía
en el destierro de la noche.
                                           Un pájaro
brutal y silencioso revelaba
la pausada unidad de nuestra herida.
Subíamos colinas donde ardía
la lámina del río, tenue el polvo
en los ojos, memoria de otros hombres
y otros rostros, lenguaje de las aves.

Pero he vivido hiriendo, herido, muerte
frustrada entre los árboles del sueño,
la columna de amor que se levanta
y dice sólo nada, sólo el eco
de tu risa.
                 ¿Recuerdas mis palabras,
mi voz deshilachada en tu memoria,
mi abyecta muerte cotidiana, viva
entre los vivos, entre piedras
arrancadas al tedio y al hastío?
¿Y si marchara
hacia tu muerte con  mis huesos libres
ya de pena? ¿Si fueras tú mi guía
entre mis libros y mi llanto, blanco
papel donde escribiera tu memoria
y hablara simplemente de tus manos?