sábado, 21 de diciembre de 2013

Después de leer Prosas de Jorge Teillier

“¿Quién no ha soñado el milagro de una prosa poética, musical, sin ritmo y sin rima, tan flexible y contrastada que pudiera adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las  ondulaciones de la ensoñación y a los sobresaltos de la  conciencia?” Estas palabras, insertadas en el prefacio al Spleen de París de Charles Baudelaire refieren la asunción consciente de un género de escritura complejo y sugestivamente ambivalente como lo es el poema en prosa y aquí, tal vez no sea tan equívocas para establecer un marco de referencia desde el cual podríamos aproximarnos a las Prosas de Jorge Teillier, título que engloba en su generalidad, una serie de textos variados poseedores de una evocación sugestiva que se vuelve piedra de toque al momento de intentar pensar la escritura del poeta de la Frontera. Esa prosa, constituida por prólogos, reseñas, ensayos, notas, fragmentos y observaciones varias, es una que pareciera cumplir con la promesa que Baudelaire deja entrever en su prefacio, promesa que obedece más a un temple rastreable en la escritura como forma asumida en su amplitud, que una mera constatación de un estado anímico.
Compiladas por Ana Traverso y editadas en 1999 por Editorial Sudamericana, las Prosas de Jorge Teillier hacen aparecer en un ritmo dinámico y sugerente, una serie de referencias de diversa índole: poetas y escritores chilenos cuasi olvidados o relegados al limbo del mundo editorial como Romeo Murga o Alberto Rojas Jiménez, Teófilo Cid o Jaime Lasso; observaciones acerca de la novela chilena contemporánea, comentando a Cristián Huneeus o Ariel Dorfmann; semblanzas, opiniones y reseñas sobre poetas y escritores extranjeros como Pierre Reverdy, Allen Ginsberg, Ilya Ehrenburg, Francis Jammes, Juan Carlos Onetti y Alejo Carpentier; observaciones sutiles y evocadoras sobre libros que son significativos para el imaginario teilleriano: El gran Meaulnes, Alicia en el país de las maravillas, Tiempos difíciles o Los papeles póstumos del club Pickwick, Retrato del artista cachorro entre varios otros; recorridos no sólo anecdóticos en torno a distintas mesas y barras de bares de diversa calidad y prestigio, cines de barrio o de pueblos perdidos o estaciones de ferrocarril asentadas en lugares inverosímiles; registro de travesías imaginarias por páginas de folletines, enciclopedias infantiles, fotografías de amigos, parientes o simples desconocidos; admiración y homenajes a Carlos Gardel, Charles Chaplin, Dick Turpin, Sherlock Holmes, La Pequeña Lulú, Rubén Darío o Mark Twain, Eduardo Molina Ventura o Bram Stoker, Walt Disney, el Teniente Bello o Billie Holliday.
En verdad, Teillier hace aparecer en un aparente desorden y de modo fragmentario y bellamente arbitrario, una extensa galería de vivos y muertos, de cosas y hombres, de seres y enseres, de lugares y espacios, de libros y anécdotas, de películas y actores, de familiares y amigos en el laberinto de la memoria.
Lo que se nos muestra es la versatilidad de una escritura que se desplaza, a semejanza de una deriva situacionista, en medio del naufragio que implica, en nuestra época, la cultura letrada: una deriva que nos hace ver con otros ojos a esa misma cultura, una mirada que nos la hace más palpable, variable y perfectamente compatible con los productos, en apariencia perecibles, de una cultura de masas que ha marcado la experiencia de la niñez y de la adolescencia. De alguna forma, la prosa de Teillier emerge como una escritura que constata un universo en extinción que es abarcado en un poderoso caleidoscopio que reverbera con lo nimio, el detalle, el fragmento. Hay acá, un modo de leer las coordenadas de la cultura popular sin fanatismo alguno ni incompatibilidad con los grandes discursos. De modo generoso, la prosa de Teillier se imbrica sin dificultad entre un tema y otro, saltando desde el detalle de una canción de los Beatles a una anécdota sobre Eduardo Molina Ventura. Esta forma de leer –de escribir- es sugestiva y ayuda a calibrar de mejor modo el mito que el propio poeta ayudó a elaborar acerca de su propia marginalidad de pretendido cariz rural o enfermiza nostalgia. Por el contrario, vemos en la prosa de Teillier a un ciudadano de a pie, pero en la ciudad –al menos en sus arrabales-, en el espacio donde los productos de cultura han configurado la experiencia y no en el destello adánico del espacio imaginario. Esa prosa ciertamente explota con un estilo consumado, no sólo y menos exclusivamente el ropaje lárico de la añoranza o la tristeza alcohólica. Es mucho más que eso: un devenir que sólo un paseante ensimismado por la euforia de la admiración, puede plasmar sin miedo y sin preocuparse por el futuro y su construcción de obligatoriedad cívica.
Tal vez por ello, en sus dos magistrales ensayos de reflexión “Los poetas de los lares” y “Sobre el mundo donde verdaderamente habito o la experiencia poética”, lo primordial no es tanto el plantear una poética en un sentido a lo Valéry o Eliot, es decir como justificación lógica y autoconsciente de los recursos expresivos en el cuerpo de la obra, sino más bien, se trata de explicar ante sí mismo la necesidad de evocar y convocar seres y enseres diversos para justificar su propio existir. En ese sentido, el verdadero catálogo de nombres, cosas, libros y personajes que es posible recorrer en la prosa de Teillier, obedece quizá a una manera de ver plasmada la concreción de un instante arrancado al desiderátum histórico, un gesto de conservación transmutada en su iluminación, propia del instante que subvierte de modo crítico aquella dejadez mecánica de una idea o noción de progreso. Pero en este caso, ¿es posible referirse a un catálogo? El gesto clasificatorio que se expone en la evocación de ese término parece pertinente, pero tal vez es equívoco. Me atrevo a pensar que tal como ocurre en los románticos –la alusión a Novalis no es descaminada y que, creo, Teillier no habría desdeñado en absoluto- nuestro temple epocal mira con recelo o distancia la organización racional del saber en una concatenación de sentidos posibles: de ahí que la enciclopedia como texto que brinda un orden al saber universal en su organización alfabética, es la mejor muestra de ese espíritu ilustrado que desde el siglo XVIII rige nuestras ideas o concepciones acerca de lo que debería ser la estructuración del conocimiento.
Ante este modelo positivista de enciclopedia, Novalis y los románticos oponen esencialmente una idea divergente para comprender a ese mismo concepto que es ni más ni menos, el anhelo de subvertir el orden de la sucesión racional –la racionalidad alfabética de los conceptos- por una idea que se dirige hacia una concepción combinatoria del saber que no es sinónimo de caos o desorden irracional. Por eso los románticos postulan la unidad fundamental del universo y de la conciencia, la búsqueda de la unidad perdida que sólo la interioridad poética puede recuperar. En este sentido, la ambición enciclopédica encarna en la asunción fragmentaria de la totalidad, asunción que tiene como objetivo contribuir al reconocimiento de las profundas analogías que conectan las diversas ciencias, saberes y experiencias. El objetivo último sería acaso la defensa, pero también la exploración de la posibilidad de fusionar discursos, ya sean sacros o profanos, sublimes o populares, científicos o poéticos. Desde el punto de vista formal, la adopción de un estilo fragmentario posee el carácter de una decisión, una elección consciente que pretende traducir la incompletitud y la naturaleza no jerárquica del conocimiento. 
Volviendo a Teillier, no es de extrañar que ese gesto descrito por Novalis y los románticos, se adivine como una estrategia de lectura -y escritura por supuesto- en la evocación consciente de un modo que, me parece, toma como primordial punto de referencia textos enciclopédicos destinados al mundo infantil tales como El Tesoro de la Juventud, el Pequeño Larousse Ilustrado y hasta ciertos magazines fundamentales en la educación sentimental del imaginario teilleriano como fueron las revistas Ecran y El Peneca. En ese tipo de texto se vislumbra algo altamente sugerente: una especie de laberinto de imágenes, lugares, personajes y alusiones a otros textos que se abren hacia otros más, plasmándose en aquel proceder un devaneo que no precisa de la constricción de la voluntad para elaborar imaginariamente sus referencias de significado, sino que se presentan en un actualismo que el ejercicio lector posibilita más allá de la mera acumulación de datos. El lector que deviene una especie de coleccionista que da saltos espasmódicos de texto en texto, que no sigue el orden lineal o prefigurado que otorga el índice, sino que se deja llevar por el impulso del instante para articular un red amplia y cartografiar esa diversidad en tanto sensibilidad dinámica y en absoluto con el ánimo de analizar las particularidades de sus componentes con un afán aclaratorio.

Es como si todos esos textos ofrecieran a Teillier un modelo para proceder en sus propias exploraciones, una pauta para organizar en la aparente arbitrariedad de la imaginación, un gesto enciclopédico que escapa a la administración racional y funcionalista de la información, logrando con todo ello, disponer una estrategia de apropiación de las entidades de lo real que asaltan la sensibilidad y que invocan la imaginación y el asombro. De este modo, las prosas de Teillier no remiten precisamente a una organización a manera de un catálogo de sus referentes, sino más bien puede advertirse una forma que se aproxima a los espacios de la memoria infantil y su peculiar modo de organización lúdica. Teillier, como todo buen poeta, sabe que en el juego de la memoria anida no sólo la fantasmagoría del recuerdo, sino también, una utópica posibilidad de redención: el rescate del detalle y de lo nimio, como un gesto que salva del indistinto y aplastante torrente del olvido, aquello único y específico que nos permite dar cuenta de lo otro, eso otro que la razón instrumental de nuestra mal traída modernidad ha arrasado y que Teillier, muy consciente del significado de su riesgo, sabe lo que implica como abolición de formas de vida, pero también como destrucción de sus usos imaginarios.       No creo que en la prosa de Teillier sea posible seguir una trama. Más aún, en esta prosa es posible advertir el gusto por el relato, un relato sin fin: como una Sherezade que nos invita a un viaje imaginario, en esta prosa no es posible desentrañar un finalismo. Es pura pasión de contar, pura pasión de relacionar, seducir y evocar. Estamos en las antípodas de la prosa de poetas como Lihn, Anguita o Huidobro. En cambio, me parece que acá el asunto es más difuso y amplio. Como un niño que admiraría una ecuación por la belleza de la interrelación de los números diagramados sobre el pizarrón más que por la verificación de verdad que sería posible hallar en su comprobación lógica, los rigores de la prosa de Teillier me parece que obedecen más a parámetros que tienen al azar y al establecimiento de relaciones aleatorias de sentido, que a una concatenación analítica de ese mismo sentido como su prioridad articulatoria.
Esas relaciones dibujan un mapa basado pura y simplemente en afinidades electivas, afinidades que Teillier congrega gracias a un ritmo que se funda en circunstancias e intuiciones, sin el temor a la contradicción y mucho menos con el ánimo de establecer un gesto rector. Un gesto más bien que es tutelado por el placer libre de las asociaciones. Tal vez por ello, Teillier sea uno de los más hedonistas lectores que nos ha dado la literatura chilena que transmuta sus obsesiones en escritura. Así en su prosa, advertimos que el canon no se establece por delimitaciones asumidas a priori o como comprobación teórica de un presupuesto reflexivo. Eso, porque en su despliegue, no desea comprobar nada: es un fluir constante de nombres, lugares, evocaciones, personajes, recuerdos y figuras de un imaginario devastado, pero siempre traído a presencia en la actualización luminosa que nos los rescata del olvido y por ende, de la muerte. Por eso, no es rastreable acá un afán de sistematicidad, al menos en el sentido que nos enseña la tradición de la crítica literaria o el ejercicio de  esas “formas simples”, como podría ser la crónica. Creo más bien que somos testigos de un modo de leer que se transmuta en una manera de escribir que hace de la circularidad e inacabamiento, su eje central de fidelidades. Esa ausencia de sistematicidad, hace pensar que Teillier lee fragmentariamente. Pero, ¿que significa eso? Pues que en ese acto donde lectura y escritura se dan de la mano de modo irremediable, se plasma una comprensión peculiar de un universo centrífugo: no es precisamente la aceptación de la dispersión de un eventual saber letrado, sino más bien la conciencia de la contradicción y el rechazo de lo real a dejarse aferrar.
Esa forma de leer implica que, más allá de poner ante nuestros ojos el trazo de una eventual poética lárica con la delimitación de sus fronteras imaginarias, lo que importa es que al interior de esas fronteras terminamos respirando un aire familiar, un mundo habitado por padres, tíos, primos o parientes lejanos y donde la alusión a Rilke, Trakl, Esenin u otro poeta de cabecera, es el acompañamiento singular de una serie de experiencias que hacen de ese mundo íntimo, su protagonista con sus fantasmas y ecos, sus anhelos y su distancia.
Una manera de entender así la lectura y por ende la escritura, implica vérnoslas con alguien que mientras lee, disfruta con placer. Pero sería errado, pienso, ver en aquello un mero solipsismo. No creo que eso sea así. Me parece más bien que en esa actitud que lo que se halla es una permanente búsqueda, no exenta de hondas cavilaciones y aún, de cierto desgarro: cómo es posible indagar en los libros –y aquí todo es libro: desde la melodía de Billie Holliday hasta un poema de Romeo Murga, pasando por la visión arrasada de Puerto Saavedra- la presencia de un imaginario utópico, una comunidad simbólica que puede ser o no nuestra nación, un universo que pueda ser parte de nosotros mismos. De alguna manera, en este gesto se vislumbran vínculos estrechos, alusivos y explícitos con la poesía de Teillier: ambos mundos se iluminan mutuamente, ambos estilos de escritura se relacionan en el abrevadero de un imaginario común. Ahí se encuentran los ritmos peculiares de una subjetividad que se debate entre la invisibilidad y la palabra, entre la memoria y la invención, entre el dato naif y los autores de un canon clásico de literatura. En esto se advierte algo pocas veces visto: que el adanismo de Teillier no es más que un mito o una muy mala lectura y que su erudición no es fingida: no se ve en la necesidad de ficcionalizar sus fuentes, pues éstas ya son ficción lisa y llana. De esta forma, el vínculo que puede establecerse entre la prosa y la poesía de Teillier es singular en su implicancia: una lectura lateral donde el autor desdramatiza a posteriori lo que esperamos de él: un corpus que puede ser leído transversalmente en la compilación que lo secuencia linealmente y ordena como una novela inconclusa de capítulos dispersos, un trabajo de escritura que avanza sin saber dónde, hacia un canon que no sabe que es tal y que se limita –en cada texto- a hacerse cargo de sus propias necesidades y urgencias.
Al final, la prosa de Teillier es como el paseante baudelaireano que recorre París: camina y fisgonea a través del campo cultural a una velocidad leve, sin apuro deteniéndose en nimiedades, apreciando detalles insulsos, celebrando escenas de rareza heroica, no teniendo miedo ante los monumentos culturales más prestigiosos, pero también siendo incapaz de desdeñar las imágenes devenidas iconos populares, sonriendo ante cualquier impostura que se asuma como taxativa o perentoria. Su sensibilidad nos descubre frágiles en el instante en que nuestra cultura letrada se ha visto vaciada de sí misma. Pero a su vez, esta prosa es generosa para invitar a esa misma cultura a compartir habitáculo en la fértil imaginación de lo efímero. Lo extraño -y terrible- es que Teillier hace eso sin dramatizarlo, sin el pathos de la desilusión, menos con la angustia del escepticismo que desea acreditarse como ética de la desesperación. Mientras su poesía es epifanía del desastre, la prosa de Teillier es lo contrario a cualquier arrebato sublime: una especie de articulación contemplativa.
Obsesionada con imágenes nimias (los western, la cartelera de cine, las conversaciones al azar, Carlos Gardel, los Beatles) esta prosa dibuja un presente que se devuelve al lector como una interrogación no resuelta. Son restos de un mundo que desaparece. Y si bien su lamento podría ser perfectamente el nuestro, cada palabra que concatena, cada personaje que evoca, cada libro que sueña, cada melodía que recrea, es una manera de enmendar el vacío de la historia, el horror de un universo perdido, pero también una forma de constatar que ésta es una “época en que vamos siendo más ‘samurais’ en el sentido de quedarnos más solos, con la soledad de tigres de la selva de cemento”.